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Mientras la epidemia de RTL-1 paralizaba España había siete centrales nucleares operativas en todo el territorio peninsular.

El número de ellas que funcionaban en Europa era astronómico.

Solo en suelo galo ascendían hasta las cincuenta y ocho por otras dieciséis en el Reino Unido o las nueve que quedaban en Alemania después de que el país germano se planteara la reducción drástica del uso de la energía nuclear en su territorio. En toda Europa se contabilizaban hasta un total de 175 reactores nucleares.

Desde sus oficinas en Madrid, el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) era el organismo responsable de que las defensas de un reactor nuclear estuviesen en perfecto estado. Y en cuanto había contrastado que el Retrolyssavirus-1 podía afectar a la salud de los controladores e inspectores residentes, las únicas personas con capacidad técnica y ejecutiva para detectar un riesgo de accidente nuclear, había actuado lo más rápidamente posible para ordenar un SCRAM o paro de emergencia de todas las centrales nucleares en suelo español y con ello evitar cualquier accidente de naturaleza nuclear.

Durante un SCRAM, se liberaban en el núcleo del reactor unas barras de control que contenían carburo de boro. El carburo de boro, conocido también como el diamante negro, absorbía los neutrones deteniendo la reacción nuclear.

En menos de noventa segundos, las barras de protección proporcionaban una retroalimentación negativa que dejaba los reactores inertes.

Noventa segundos para evitar una catástrofe nuclear y para dejar a buena parte del territorio nacional sin electricidad.

Vandellós II era una central nuclear propiedad de dos de las compañías de electricidad más importantes de España. Ubicada en la provincia de Tarragona, la central de Vandellós era del tipo PWR, es decir, que poseía un reactor de agua a presión que usaba el líquido elemento como refrigerante y moderador.

Comisionada para su desmantelación en 2027 hasta el momento de la crisis del RTL-1 apenas si había tenido un par de incidentes reseñables.

Pero eso iba a cambiar para peor.

En la Escala Internacional de Accidentes Nucleares o INES, el Nivel Siete era el que se otorgaba a los accidentes más graves, como el de Chernóbil o el de Fukushima. Ambos incidentes, sobre todo el de Ucrania, en donde habían muerto de manera inmediata una treintena de personas, dejando tras de sí una ciudad fantasma y más de doscientos mil afectados, habían provocado la necesidad de instaurar unas medidas de seguridad más exhaustivas para evitar que se produjeran nuevos accidentes.

Basadas en un concepto militar conocido como defensa elástica se crearon hasta seis barreras de defensa nuclear, cuyo último bastión consistía en el paro absoluto de las operaciones de la central nuclear.

Cuando el CSN activó el Plan de Emergencia Nuclear y se ordenaron los ceses definitivos de todas las centrales españolas, el sistema de defensa de las centrales funcionó como se esperaba y los SCRAM se pusieron en marcha sin mayores complicaciones.

Uno a uno, los siete reactores nucleares fueron deteniéndose y la medida de precaución fue todo un éxito.

Sin embargo, durante la parada de emergencia en la central de Vandellós se produjo un incendio inesperado en el edificio del reactor.

En condiciones normales, la dotación de bomberos de la propia planta hubiera sido capaz de controlar el incendio sin esfuerzo y el incidente no hubiera pasado del Nivel 0, como ya ocurriera en agosto de 2008, cuando se produjo un incendio en el edificio de turbinas que se extinguió en un par de horas sin consecuencias radiológicas.

Pero aquel día se encontraban bajo mínimos de personal, la tercera parte de su plantilla se hallaba en casa aquejada con los primeros síntomas de contagio por RTL-1.

El responsable de la empresa privada dedicada a la protección de incendios en industrias de alto riesgo había pensado que la brigada de cinco miembros no era suficiente para combatir contra el incendio y ordenó a varios de los operarios enfermos que se reincorporasen al trabajo como medida de emergencia para echar una mano en la extinción.

Esa dotación constituyó la segunda brigada y fue la peor decisión tomada en la historia de la energía nuclear en España. Tres de los cinco miembros del segundo contingente se convirtieron en ferales durante las seis horas que estuvieron luchando contra el fuego y atacaron a sus compañeros.

El fuego acabó por descontrolarse definitivamente, mientras las únicas personas capaces de combatirlo se hallaban en ese momento peleando entre ellas o simplemente, muertas.

Cuando la dotación de Bomberos de la Generalitat de Catalunya reaccionó y se desplazó hasta la central para echar una mano a sus colegas privados, las instalaciones de Vandellós II saltaron por los aires.

La dispersión de materiales contaminantes que emitió la explosión fue seis veces mayor que la de Chernóbil y, aunque la deflagración de una central nuclear no tiene los mismos efectos que los de un artefacto militar, los residuos radioactivos que se liberaron, produjeron una nube radioactiva que amenazaba con extenderse por toda Europa y parte de África.

Sin embargo, la verdadera tragedia sobrevino cuando las centrales nucleares de Tihange, en Bélgica, y Kozloduy, en Bulgaria, también explotaron en los siete días siguientes al accidente de Vandellós II.

Los tres desastres nucleares combinados crearon una densa capa tóxica que ocupó un espacio cercano al medio millón de kilómetros cuadrados, casi una quinta parte de todo el territorio europeo.

Y sucesos semejantes se produjeron en Asia y el Continente Americano, donde la central nuclear de Laguna Verde, situada en el estado de Veracruz, provocó un desastre nuclear seiscientas veces más potente que el de la bomba de Hiroshima, afectando al quince por ciento de la población de Veracruz.

Un millón de almas.

Un millón de muertos en vida.

• • •

El hombre espera en el exterior del gimnasio mientras los otros se encuentran registrándolo. Monta guardia junto a la puerta, vigilando que el grupo de supervivientes que los había perseguido en el parque no los sorprendiese de nuevo.

Absorto en sus pensamientos, observa la mañana avanzar y entrar en el mediodía mientras se levanta un viento frío que sopla del norte y se le mete hasta el tuétano. Cambia de posición la escopeta para aliviar el dolor que siente en el hombro y todos sus sentidos se ponen en alerta.

Un feral emerge del portal más cercano.

Está a solo unos cuatro metros de él y tiene una forma extraña de caminar que intriga al hombre. Casi como si no estuviera infectado.

¡Muévete!, se ordena a sí mismo. ¡Muévete, idiota!

El feral extiende los brazos en un gesto que a los ojos del hombre parece la pantomima que se suele hacer para indicar que no se lleva nada en las manos o que se está desarmado.

¿Qué coño está pasando? El hombre está como hipnotizado, su cuerpo se niega a moverse. Mira nervioso a su alrededor esperando ver dónde se ocultan el resto de ferales que su mente sabe que se encuentran ahí, pero no ve a nadie.

Obviamente, todo es una trampa y el pensamiento le produce más miedo que la propia visión del feral. Si los infectados empiezan a mostrar signos de inteligencia, si empiezan a aprender, la humanidad estaría definitivamente perdida.

Muévete, muévete. El hombre escucha la voz de su cerebro, muy lejana. Muévete o eres fiambre, gilipollas.

El feral echa los labios hacia atrás y muestra los colmillos al cielo, como un perro rabioso. De las profundidades de su garganta brota un gruñido sordo.

El hombre no espera más y levanta lentamente el cañón de la Beretta. Gotas de sudor resbalan por sus ojos, que comienzan a escocerle, pero resiste las ganas de restregárselos. No quiere perder de vista al feral ni un solo segundo. Eso al menos lo tiene muy claro.

Entonces, sin previo aviso, el feral se arroja hacia delante con un aullido y las manos engarfiadas.

Instintivamente, el hombre le descerraja un tiro que lo alcanza de lleno en el pecho catapultándolo hacia atrás.

¡Corre! ¡Corre!

Su cerebro le grita ahora con urgencia.

Del resto de portales están emergiendo como demonios salidos del infierno decenas de ferales que se abalanzan sobre él.

El hombre apunta en dirección al que se encuentra más cerca y le dispara a bocajarro. El cartucho sale despedido por el lateral de la Beretta y otro ocupa su lugar. ¿Cuántos disparos le quedan? No tiene gran importancia; sin duda, son muchos menos que el número de ferales que tiene detrás.

Esprinta todo lo que puede para poner alguna distancia entre él y sus perseguidores, mientras introduce un par de cartuchos más en la escopeta.

¿Dónde están los demás?

No tiene ni idea, solo puede desear que no se encuentren cerca y que al menos ellos puedan ponerse a salvo.

Su mente funciona tan acelerada como sus piernas. Sin disminuir la carrera, tuerce por la esquina al final de la calle y tropieza con el cadáver semidescompuesto de una mujer gruesa que viste todavía un sucio chándal de color rosa.

El hombre se precipita hacia el suelo torpemente y se golpea contra el pavimento con dureza. Para él solo existe una instantánea sensación de calor extremo cuando su cabeza choca con la acera.

Un denso muro de tinieblas lo envuelve por completo y después, la nada más absoluta.

En el mismo instante en el que el hombre vio al primer feral, Lucas sale del gimnasio con la mochila en una mano y en la otra una lata de refresco que ha conseguido de una máquina expendedora. El dulce líquido está caliente pero la cafeína que contiene le está sentando a las mil maravillas.

—Hay una máquina de bebidas ahí dentro, quieres que… —Ofrece antes de sobrecogerse por el demoledor estruendo de una disparo de escopeta. Suelta la lata y busca frenéticamente la semiautomática—. ¡Mierda, mierda, mierda!

Hay al menos media docena de ferales en medio de la calle persiguiendo a alguien. Otra descarga de escopeta retumba entre los edificios abandonados y el joven ve derrumbarse a uno de los asesinos.

Sin inmutarse, ni detenerse lo más mínimo, el resto salta por encima de él y continúa con la cacería.

No hay ni rastro del hombre.

—¡Socorro! ¡Salid fuera inmediatamente! —Lucas grita a los otros sin molestarse en mirar atrás.

La pistola brinca en su mano cuando aprieta el gatillo por primera vez. El tiro sale alto y no alcanza a ninguno de los monstruos.

Joder, joder… piensa histéricamente, mientras trata de recordar las lecciones de Laura sobre cómo manejar el arma.

Dos de los ferales dan un respingo y se vuelven para lanzarse sobre él.

Lucas agarra la automática con ambas manos, apunta despacio y contiene la respiración.

Blam.

El primer feral es alcanzado en el cuello y se desploma en el suelo, resbalando unos metros. Pero de algún modo la herida infringida no es suficiente para detenerlo y se sienta sobre sí mismo, intentando levantarse de nuevo. Un chorro de sangre mana de su cuello, manchándole la pechera de la sudadera que viste.

Lucas echa la rodilla a tierra y sujetándose la muñeca con la mano izquierda vuelve a presionar el gatillo en una rápida sucesión de tres tiros que alcanzan el pecho del feral.

Esta vez se tumba para no levantarse jamás.

Sin perder un solo instante, Lucas apunta en dirección al segundo infectado que ya está casi encima de él.

Blam.

La cabeza del monstruo explota ante sus ojos.

—¡No se dónde está! —Grita desesperadamente—. ¡No lo veo!

A su espalda, Laura y la mujer emergen por la puerta del gimnasio. La joven ya tiene desenfundada su propia semiautomática HK UPS Compacta y empieza a disparar.

Uno tras otro, varios infectados son abatidos antes de que consigan escapar tras la esquina de un edificio de viviendas.

Lucas corre en esa dirección y casi está a punto de confundir el cuerpo inerte del hombre con los cadáveres de los ferales y pasar de largo.

—¡Aquí! —Chilla pidiendo auxilio—. ¡Está aquí!

Los últimos ferales se ciernen sobre el hombre y empiezan a desgarrar sus ropas.

Lucas en un alarde de claridad preternatural visualiza a uno de ellos agachándose sobre el cuello del hombre, la mandíbula hiperextendida para desgarrarlo con los dientes.

Sin pensarlo dos veces, el joven apunta y dispara en un único movimiento fluido.

La bala impacta sobre el hombro del feral y aunque no es una herida letal, le golpea con la suficiente fuerza como para hacerle rodar lejos del cuerpo del hombre.

El segundo disparo, le entra por el ojo derecho y riega las baldosas de la acera con sus sesos.

Sin detenerse, Lucas se lanza sobre los dos ferales supervivientes y los golpea con toda el ímpetu del que es capaz. En un amasijo de miembros y ropas, los tres ruedan por el suelo, alejándose del hombre que sigue sin moverse.

Lucas teme que esté muerto. Parece muerto.

Confiando en la resistencia de sus guantes de neopreno introduce la mano en la boca de uno de los ferales para impedir que le muerda, mientras descerraja un tiro a bocajarro contra el otro.

Los ojos del hombre permanecen cerrados.

Está muerto, piensa con horror.

Caído junto al cadáver de la voluminosa mujer, Lucas puede apreciar que tiene una fea brecha en la frente y algo de su sangre salpica la acera.

Agarra por el cabello al feral que sigue esforzándose en desgarrar su mano y tironea hasta llevar su cabeza hacia atrás. Ahora tiene la garganta expuesta y Lucas solo tiene que acercar el cañón de la HK UPS Compacta y presionar el gatillo.

Un géiser de color rojo se vaporiza en el aire.

Todo ha terminado.

—Joder. —Consigue decir Lucas, sin aliento y se dirige hacia el cuerpo del hombre que sigue sin moverse.

Hincando una rodilla en tierra, guarda la semiautomática en el cinturón y presiona con las yemas de los dedos sobre el cuello del hombre.

No encuentra pulso alguno.

Lucas lo agarra por los hombros para alejarlo de la sangre y los cadáveres de los ferales que acaba de matar.

¡Jesús… joder! —Apenas si puede mover el peso muerto del otro—. ¡Jodida mole…! —No termina la frase, si el hombre está tan muerto como parece, no está bien hablar mal de los muertos.

—¿Está…? —Laura que se ha acercado a la carrera no puede creer lo que están viendo sus ojos. La carnicería que se extiende alrededor de Lucas y el hombre no deja lugar a dudas.

—¡No sé joder, no soy médico! —Grita Lucas en medio de la lágrimas—. No le encuentro el pulso.

—Pero, qué dices. Déjame a mí. —Y se arrodilla junto a ellos quitándose el guante de la mano derecha.

Lucas se aparta a un lado, boqueando y limpiándose el sudor de la frente. La herida de su cadera vuelve a palpitar y sabe que la sangre no tardará en brotar.

Laura se inclina sobre el hombre y tienta con los dedos en busca de pulso.

Mierda, piensa Lucas. No me quité el guante. Y comienza a reír como un loco, uniendo a las lágrimas de dolor que corren libres por sus mejillas las propias de la histeria.

Laura le devuelve una mirada extrañada.

—Solo está inconsciente. Es un feo golpe el que tiene pero se pondrá bien, con la excepción del terrible dolor de cabeza que tendrá más tarde. —Y agarrándolo por los hombros, le pide ayuda al joven—. Vamos échame una mano para llevarle hasta ese portal.

Lucas se incorpora todavía hipando por las lágrimas y contempla cómo la mujer y Marcos se dirigen hacia ellos desde el gimnasio.

—Está bien. Solo ha sido un golpe. —Les tranquiliza y agarra los pies del hombre. Entre los dos, lo arrastran bajo el cobijo del portal y aguardan a que lleguen los otros.

• • •

El hombre regresa a la consciencia con el sonido de disparos petardeando a su alrededor. En su cabeza, Jared Leto le grita machaconamente.

Everybody run now.

Everybody run now.

El hombre reconoce la canción. Se llamaba Oblivion y trataba sobre la extraña paradoja en que se había convertido la humanidad, donde la individualidad intrínseca del ser humano era causa de una perenne división pero, al mismo tiempo, todo individuo terminaba por reunirse en grupos, comportándose y pensado de igual manera que el resto.

Correr.

Todo el mundo acaba corriendo.

El hombre no sabía lo que significa, ni porqué se le había venido a la mente cuando estaba inconsciente pero ahí estaba.

Repitiéndose una y otra vez en su cabeza.

Su cabeza.

Le dolía una barbaridad pero no era un dolor parecido a las migrañas que sufría, este era un dolor más… físico.

Intenta llevarse una mano a la frente pero alguien le detiene.

—Espera unos minutos antes de moverte. —Es la voz de la mujer—. Te has dado un golpe de aúpa y todavía estás algo desorientado.

El hombre examina con la vista sus alrededores pero no identifica el lugar.

—¿Dónde estamos? —Gruñe con cierto esfuerzo.

—De vuelta en el gimnasio. Como tardabas en volver en ti, decidimos que lo mejor era regresar y pasar aquí lo que queda del resto del día.

—¿He oído disparos?

—Ah, eso… —Responde la mujer suavemente—. Lucas encontró una mesa de ping-pong. Marcos y Laura llevan enzarzados en una partida más de una hora. Por lo visto, ella es campeona de no sé qué y Marcos juega desde que era niño. Me están volviendo loca, te lo digo. —Una sonrisa se dibuja en su boca, bailando caprichosamente entre los labios—. Ahora descansa y no te preocupes por nada.

El hombre apoya la cabeza sobre los fardos de ropa que le sirven de almohada y cierra los ojos pensando en esa sonrisa.

Cuando despierta un sudor frío le recorre todo el cuerpo. No lo recuerda pero tiene la sospecha de que ha soñado con Hugo. El hombre había tratado de no pensar demasiado en él. El enorme colombiano al que convencieron para que abandonase la relativa seguridad de su hogar y acabase muriendo en la calle, asesinado por un enjambre de ferales.

Tampoco quería pensar en los magrebíes que había matado en la azotea. ¡Dios mío, eran seres humanos sanos! ¿Cómo no pensar en ellos? Ni siquiera la justificación de la defensa propia conseguía apaciguar su sentimiento de culpa.

Reflexionar sobre ello le daba ganas de vomitar.

Aunque al mismo tiempo, también le excitaba.

Haber sobrevivido a esas peleas le proporcionaba una sensación de… de invencibilidad que le ponía la piel de gallina.

—¿No creé que es extraño?

Marcos se encuentra a su lado y el hombre da un respingo al oír su voz.

—¡Jesús! ¿A qué te refieres? —Pregunta incorporándose sobre los codos.

—Estaba meditando sobre que apenas nos hallamos topado con otros supervivientes. —La voz de Marcos es casi un susurro como si hablar del tema fuese algo prohibido o sencillamente diese mala suerte. Y quizás así sea—. El grupo del parque no parecía ser una gran amenaza, ni tampoco un grupo organizado.

El vagabundo ya no parece un vagabundo, se ha afeitado y viste la ropa deportiva que encontró en las taquillas del gimnasio. Incluyendo un forro polar de una marca comercial muy conocida. De tez muy oscura, tiene el rostro surcado por los estragos de un trabajo al aire libre.

—¿Qué le dice todo eso?

—No lo sé. ¿Que están todos muertos o, peor aún, infectados? —Responde el hombre con cierta vacilación. No sabe a dónde quiere llegar a parar el otro con sus preguntas y todavía se encuentra algo aturdido tras su caída.

Ya, dime algo que yo no sepa, piensa Marcos pero en su lugar añade en voz alta:

—¿Quiere oír lo que yo pienso?

El hombre no está seguro de ello pero tampoco es que tenga otra cosa mejor que hacer o algún otro sitio al que ir, así que se limita a asentir en silencio.

—Pienso que están todos en el mismo lugar. —Continúa el otro—. Que todos los supervivientes de la zona se encuentran en alguna especie de campamento militar o algo parecido y que nosotros solo tenemos que encontrarlo.

El hombre contiene la respiración unos cuantos latidos de corazón y lo mira más detenidamente.

—No pude menos que escuchar su discusión con Lucas sobre ese… ese lugar de los alimentos y pienso que es una excelente idea que tratemos de localizarlo. Si alguien más ha sobrevivido a la epidemia, y estoy convencido de que hay muchos más, ese parece un buen lugar para encontrarlos. ¿No le parece?

—Supongo que sí. —Contesta el hombre, dejando escapar el aire muy lentamente. Inseguro. Aún no sabe si es una buena cosa o no encontrarse con otros supervivientes.

¿Qué pasaría si estos no fuesen muy humanitarios y no quisiesen compartir sus víveres?

¿Les dejarían quedarse o les mandarían de vuelta por donde llegaron, dejándoles a merced de los ferales?

La mujer estaba en lo cierto cuando expuso sus recelos. En realidad, eran los mismos que el hombre había tenido desde el principio, pero una especie de esperanza infantil le había permitido seguir adelante anhelando que, al final, todos fuesen a salir bien parados.

—¿Ha pensado algo más sobre dónde pueda encontrarse ese lugar exactamente? —Marcos observa al hombre dudar. Se ha sentado y tiene las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta.

El hombre baja la cabeza y le devuelve una mirada de refilón.

—Lo he estado pensando, sí. —Contesta, por fin.

—¿Y bien? —Insiste Marcos.

—He estado reproduciendo en mi cabeza las imágenes que recuerdo del reportaje. Como en una moviola. ¿Sabes lo qué es una moviola? —Pregunta y cuando el otro mueve la cabeza afirmativamente, continúa hablando.

—Son muy inconexas, hace mucho tiempo desde que lo emitieron, pero recuerdo que todo empieza con una mujer hablando sobre el lugar, desde el asiento delantero de un coche. El cámara debe de estar sentado en la parte de atrás y la enfoca todo el tiempo mientras relata la historia de la organización. Qué es, cuándo se creó, ese tipo de cosas. Pero también intercalan panorámicas de la carretera por la que circulan.

—¿Qué más recuerda? —Marcos le anima a continuar—. ¿Algún letrero identificativo o un edificio que podamos usar como referencia?

—Me temo que no. Recuerdo que en algún momento pasaron por encima de las vías del tren. Era una línea del Cercanías, la cámara se queda un rato grabando uno de los nuevos modelos, con el morro redondeado y pintado de blanco con franjas rojas. Circulaba en paralelo a la carretera. —La voz del hombre suena monótona, más pensando en voz alta que realmente hablando con Marcos. Ha repetido en su cabeza tantas veces las mismas imágenes que se han convertido en una especia de letanía—. Recuerdo también que la carretera tenía más de un carril, no era una simple vía comarcal, sino una carretera nacional. Había mucho tráfico, además. Coches que iban y venían de Madrid.

—Eso reduce mucho las posibilidades. —Dice Marcos, mordiéndose el labio inferior—. ¿Qué más?

—Luego, una toma panorámica muestra la sierra de Madrid al fondo, hay bastante nieve en su cima. Esa carretera lleva dirección norte. —Añade el hombre.

Marcos deja escapar el aire de sus pulmones con un profundo suspiro. Su mente baraja frenéticamente todas las posibilidades.

—Bien, eso nos deja las dos autopistas nacionales, la A1 y la A6, ambas se dirigen hacia el norte y desde ambas se puede apreciar la Sierra de Guadarrama. También la nacional que va hasta Colmenar Viejo y la que conecta Alcobendas con el Goloso, pero esta es una carretera pequeña, recién renovada pero pequeña. Dado que las autopistas tienen más de un carril…

—¿Estás sugiriendo que es la carretera de Colmenar Viejo? ¿Que el Banco de Alimentos se encuentra en esa carretera? —Quiere saber el hombre.

—Yo no sugiero nada. —Contesta Marcos—. Tan solo estoy poniendo encima de la mesa las posibilidades que conozco. Antes de todo esto, trabajaba como encofrador y me movía mucho por la zona. Allá donde había una obra, ahí estaba yo.

El hombre suspira.

—Pero piensas que es una de esas carreteras, ¿no?

—Yo no he dicho tal cosa. —Marcos continúa obsesivamente mordiéndose los labios. El hombre empieza a sentirse un poco cansado de sus juegos.

—Verás, Marcos. Para mí todo esto trata sobre tomar una decisión. La decisión correcta. Incluso cuando sabes que tal decisión la tiene que tomar uno solo pero afecta irremediablemente al resto del grupo.

El hombre no espera realmente una respuesta pero Marcos contesta:

—Le entiendo.

—Así que tengo miedo de no pensar con claridad, de que la decisión que debo tomar sea muy difícil de ver. Entonces, ¿qué nos queda? ¿Regresar a lo que conocemos? ¿Volver a encerrarnos en nuestras casas, incluso sabiendo que esa solución es un error más allá de todo remedio? ¿Sabiendo que entonces estaremos inevitablemente muertos?

—Oh, pero pienso igual que usted. —Le apacigua el otro levantando ambas manos—. Obviamente ya ha decidido que la carretera más probable es la que va hasta Colmenar Viejo y es allí hacia donde nos dirigimos, ¿no?

El hombre espera unos instantes antes de contestar:

—Sí. Es lo que pienso.

Marcos se levanta y sus rodillas chascan con sonoridad. Entonces dice suavemente:

—Hay otras posibilidades. La carretera que lleva hacia Galapagar, desde ella también se puede ver la sierra de Guadarrama. O incluso la de Hoyo de Manzanares o la de Manzanares el Real.

Esas no las conocía. —El hombre ha optado por usar un tono sarcástico en sus palabras.

—Necesitaremos un mapa de carreteras. —Añade Marcos ignorando el sarcasmo. El hombre permanece sentado—. Pero dado que la de Colmenar Viejo es la que se encuentra más cerca. Estoy de acuerdo en inspeccionarla primero.

• • •

Se pusieron en camino a la mañana siguiente y llegaron a los terrenos de la Universidad Autónoma hacia el mediodía.

Mientras cruzan los inmensos aparcamientos el hombre no deja de conminarlos a que aceleren el paso pero la herida de Lucas les está retrasando mucho.

Cada minuto que pasaba, el hombre temía encontrarse con algún enjambre de ferales, y en medio de aquellas inmensas explanadas, sin ningún lugar donde refugiarse, serían fiambre antes de que pudiesen ni siquiera pensar en defenderse.

Sortean las decenas de coches abandonados tratando de no mirar demasiado en sus interiores. En muchos de ellos todavía permanecían los cadáveres de aquellos que fueron atacados y no tuvieron tiempo de salir de allí.

Una enorme montonera de vehículos se encontraba en el acceso de entrada al recinto universitario. Y tuvieron que saltar por encima de ellos para poder pasar.

Se encontraban muy cerca de su destino, el hombre podía presentirlo en todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo. Un cosquilleo, como el de una extremidad adormecida.

En un día normal, en circunstancias ordinarias, habrían llegado en treinta o cuarenta minutos desde el gimnasio donde se habían refugiado el día anterior.

Ahora les había llevado cinco largas y agotadoras horas.

Mientras seguían el recorrido de las vías de la línea C4, la niebla se había vuelto a apoderar de los alrededores y era casi imposible distinguir nada a más de diez metros de distancia.

Bajo la niebla, el aspecto del aparcamiento de la universidad era realmente fantasmagórico.

—La carretera esta ahí arriba. —Informa Marcos, en dirección al hombre—. Es hora de saber si la decisión que tomó es la correcta o no.

—Lo es, no te preocupes. —Responde mientras observa detenidamente los alrededores en busca de infectados.

Aquella mañana el dolor de cabeza se le había intensificado gracias al golpe que se había dado y al sonido de estática que había regresado con fuerza.

Apenas si puede concentrarse en lo que sucede a su alrededor. La migraña le golpea con especial saña y le cuesta pensar con claridad.

La mujer camina a su lado. Guarda silencio pero no ha dejado ni un instante de observarle con suspicacia. El escrutinio le está sacando de sus casillas.

Horas antes ella se había interesado por su estado y no le había creído cuando contestó lacónicamente que se encontraba bien, que no se preocupase.

—Mirad ese letrero de ahí. —Lucas señala en dirección a un grupo de árboles que se encuentra al borde del pavimento. El letrero anuncia: Hospital de Cantoblanco.

Una corriente de excitación recorre todo el grupo.

Los hospitales fueron los primeros sitios en donde se produjeron los ataques. Las matanzas habían sido de órdago, verdaderas carnicerías. Así que los alrededores de un hospital no era precisamente el sitio en donde ninguno de ellos quería estar.

Todo el lugar tiene un aire como de cementerio que les espeluzna.

—Conozco este lugar. —Dice Laura—. Estamos en el monte de Valdelatas. Ahí detrás, a un par de kilómetros, se encuentra la base militar de El Goloso y ahí delante, la Academia de Policía de Madrid. Hice algunos cursos en el lugar y tiene un comedor, campo de prácticas, aulas… Es enorme.

Militares y policías, eso no es nada bueno, piensa el hombre. Y no nos olvidemos del hospital. Este lugar ha debido ver cosas realmente terribles.

—¿Qué dirección tomamos? —Pregunta la mujer dubitativa—. Quizás en la Academia todavía quede alguien que nos pueda ayudar. Además Laura conoce el sitio.

—O en la base. —Añade Marcos—. No es posible que estén todos muertos allí. Los militares siempre saben cómo caer de pie y cómo hacerse dueños del cotarro a la más mínima oportunidad.

—Bueno, solo hay una manera de saberlo. —Responde el hombre, y empieza a ascender por el camino pavimentado que sirve de acceso al recinto de la universidad.

Cuando llegan al final de la cuesta, un autobús de línea se encuentra parado en medio de una rotonda en lo que parece ser una vía de servicio de la carretera principal. En su interior todavía quedaban algunos cuerpos de sus pasajeros.

Desde allí pueden ver el edificio del Hospital de Cantoblanco. Todas las ventanas han perdido sus cristales y tienen los marcos ennegrecidos. La fachada también muestra los estragos de un incendio. El edificio entero ha ardido hasta los cimientos.

—Imagino que los bomberos no llegaron a tiempo. —Dice el hombre, sombríamente.

—Bien, eso hace que no tengamos que preocuparnos por los ferales que pueda haber en su interior. —Añade Lucas, con igual ánimo.

Entonces echan a andar por el arcén frío y brumoso. A su derecha se abre un sendero oculto por la maleza. Conduce hacia la carretera. El hombre se vuelve hacia los otros y les hace una indicación con la mano para que se detengan y le esperen ahí.

Aunque el sendero le es desconocido y la niebla apenas si le permite ver más allá de unos pocos metros, sus pies de deslizan velozmente.

A cobijo entre los setos, observa la carretera antes de decidir qué hacer a continuación. La calzada está extrañamente vacía de coches y no se fía del todo para abandonar el refugio de la maleza. Ahí fuera estará desamparado y a la vista de cualquiera. Feral o humano.

La carretera no parece ser muy diferente de la que recordaba en el reportaje, pero tampoco podía estar muy seguro. Vista una, vistas todas. Resultaba muy difícil diferenciarlas sin un letrero o una señal que las identificase.

¿Por qué está vacía, dónde están los coches?, se pregunta. La verdad es que eso le inquieta bastante. Ha dejado a los otros al amparo del montículo, lejos de miradas indiscretas y ocultos a cualquier amenaza, pero no se encontraban totalmente a salvo. Presiente que están tan cerca del Banco de Alimentos que no puede reprimir los escalofríos de gozo. Casi puede tocarlo con las yemas de los dedos. Pero antes de celebraciones tenía que estar seguro.

Abandona despacio el cobijo de los setos y se adentra en el asfalto. Empuña la Beretta con ambas manos aunque sin realmente apuntar en ninguna dirección. Se vuelve hacia el norte y ante él se extiende la Sierra de Guadarrama, exactamente como la recordaba del reportaje, aunque sin la nieve.

Este invierno estaba resultando más seco de lo habitual.

Una lágrima desciende por su mejilla.

El hombre puede observar zonas en el asfalto más ennegrecidas que el resto. Residuos inequívocos de que allí se ha librado algún tipo de batalla. Probablemente los restos de la lucha fueron retirados para mantener despejada la carretera. Pero ¿retirados por quién? ¿Quiénes se habían enfrentado allí? ¿Ferales o grupos armados de supervivientes?

Tiene que andarse con cuidado.

Fueran quienes fueran, todavía podían andar por ahí.

Aguza el oído. Todo el lugar se encuentra en silencio, pero él mejor que nadie sabe que eso puede cambiar en cuestión de segundos. Recuerda lo ocurrido en la azotea de su edificio y cómo había pasado de estar solo, husmeando el lugar, a tener que pelear por su vida con otro superviviente.

Una inevitable punzada de culpa le atenaza al pensar en el magrebí que había asesinado. Pero ahora estaban allí. Habían acumulado todas las provisiones que habían podido hallar en las casas de sus vecinos muertos, habían sobrevivido a los ferales, a los supervivientes que se dedicaban a desvalijar a otros como ellos, y habían llegado a su destino.

¡Estaban realmente allí!

El corazón le late acelerado. A unos quinientos metros a su espalda, se extiende la pared enladrillada de un edificio. ¿Sería cierto, es el que están buscando? ¿Ha encontrado el Banco de Alimentos, su lugar seguro?

Durante lo que parecen horas pero que en realidad son cortos minutos, el hombre se pierde completamente en sus pensamientos. Siente temor por lo que puedan encontrarse en ese edificio de ladrillo rojo.

El dolor de cabeza le aumenta.

Chasquidos amortiguados reverberan en su cabeza y la estática hace de nuevo su aparición. Inmediatamente, el siseo sube de volumen y le obliga a hincar la rodilla en tierra, encogiéndose sobre sí mismo, hasta hacerse un ovillo.

Un hilo de sangre se desliza por su oído y mancha de rojo el asfalto de la carretera.

Aprieta los dientes con furia intentando aplacar el dolor que siente. Un dolor que le enloquece y le enfurece hasta que la negrura se apodera de él.

Entonces deja de pensar. De ver. De oír.

Pero el dolor permanece.

• • •

—¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?

Las voces le llegan lejanas y distorsionadas, como si estuvieran a kilómetros de distancia y él se hubiera desconectado por completo de lo que le rodea.

En una ocasión, cuando era niño, su colegio les había llevado a él y al resto de su clase a visitar una pista de karts y recuerda que había sentido algo parecido cuando se puso el enorme casco de piloto. De repente, sus oídos se habían encontrado completamente tapados y le había costado escuchar las instrucciones para manejar el minicoche.

Los otros se miran impotentes entre ellos. Nadie sabe qué hacer. El hombre les devuelve una mirada con ojos vacuos, desenfocados.

—Es la cabeza. Me está matando. —Consigue farfullar.

—Deberías descansar, probablemente tengas una conmoción por el golpe de ayer. —Dice la mujer con desasosiego.

El hombre se niega con vehemencia. Está tan cerca que nada le impedirá terminar lo que empezó y poner a todos a salvo.

A todos, sonríe para sus adentros.

Igual sí que tienen razón y se está convirtiendo en el maldito líder del grupo. Intenta levantarse pero sus piernas se niegan a obedecerle.

—Tenemos que ayudarle. —Implora la mujer y su mirada pasa inquieta de uno a otro, en sus ojos hay tal expresión de terror que Lucas y Marcos sienten deseos de obedecerla y dan un paso hacia el hombre. ¿Pero qué pueden hacer?

—Estoy bien. No os preocupéis. —Insiste el hombre, incorporándose finalmente—. Seguramente fue la caída que me ha dejado una jaqueca de mil demonios. Pero ya estoy bien. —Los tranquiliza. Aunque le tiemblan las rodillas y se niegan a soportar su peso. Se apoya en Lucas para evitar caer.

—Tenemos que hacer algo. —Repite una vez más la mujer y rompe a llorar.

Laura le pasa un brazo por los hombros, consolándola.

—Está bien, cálmate. No es nada que una aspirina y poco de descanso no pueda arreglar. Hemos estado caminando toda la mañana y eso le ha pasado factura.

—¿Aspirina? —Repite la mujer, furiosa—. ¿Aspirina? ¿Es lo único que se te ocurre? ¡Ha perdido el conocimiento, una aspirina no va a hacer gran cosa!

Laura retira el brazo y se encoge de hombros aceptando el reproche. Sabe que la mujer tiene razón y una aspirina no significaría mucha diferencia, si el hombre realmente ha sufrido una conmoción cerebral la cosa podía ser más grave de lo que ninguno de ellos sospechaba. Sin embargo, verdaderamente no había mucho más que pudieran hacer.

La mujer tiene el rostro enrojecido y abotargado por el llanto y Laura puede sentir el calor que se desprende de su sofoco, incluso después de haberse separado de ella.

—Déjalos en paz. —Pide el hombre con voz sorda y agotada—. Ya he dicho que estoy bien y no hay mucho más que nadie pueda hacer. Me tomaré una maldita aspirina y seguiremos adelante. Creo que el Banco de Alimentos es ese edificio de ahí delante.

Todos se vuelven en la dirección que indica el hombre y, por un momento, este siente cierto alivio de no ser el foco de atención. Necesita descansar, que le dejen en paz y que se le pase la migraña. Como había sucedido antes. No pensar en ello y seguir adelante era el mejor remedio, pero lo cierto es que se sentía enfermo y estaba seguro que la caída no tenía nada que ver. No recuerda haberse sentido nunca tan terriblemente asustado como en ese momento. ¡Estaban tan cerca! Todo se le viene encima de golpe, derrumbándose en derredor suyo. Ceñudo, piensa sobre ello y reconoce con certeza lo que hasta ahora solo eran sospechas.

Está enfermo.

Infectado.

Un ruido de piedras deslizándose le devuelve a la realidad. Los otros han empezado a descender por la carretera en dirección al edificio de ladrillos rojos.

Las pisadas sobre el asfalto hacen que vuelva a sentir la misma ansiedad que ha sido su compañera de viaje desde que todo comenzó. Presiente que algo está fuera de lugar en el edificio pero es incapaz de detectar que es. Se encoge de hombros, impotente, y sigue a los demás.

—Entonces, ¿hemos llegado? ¿Es ese edificio de ahí? —Pregunta Lucas, tan pronto como alcanza el límite de la carretera—. Parece más un colegio que un almacén de alimentos.

—Eso es porque en realidad es un colegio. Un incluso, como se le llamaba antiguamente. —Explica Laura sin dejar de observar la mole enladrillada—. Acogía a niños expósitos o sin padres reconocidos durante la posguerra. —Hace una pausa para calmar la agitación que siente—. Escuché a alguien hablar del colegio mientras daba clases en la Academia. Está a unos cuatrocientos o quinientos metros, más o menos, en aquella dirección. Desde aquí no podemos verla porque se encuentra tapada por esos árboles.

Laura hace un gesto con la mano que señala hacia un cogollo de vegetación que tachonaba el terraplén sobre el que se asentaba la carretera.

—No tenía ni idea de que ese colegio albergara el Banco de Alimentos de Madrid. Por cierto, creo que ahora es un instituto.

—Bueno, vayamos a ver si hay alguien ahí. —Dice Marcos y empieza a descender en dirección al colegio. Los otros le siguen, al mismo tiempo que Laura desenfunda su pistola y la mantiene pegada al muslo apuntando hacia el suelo.

El hombre aguarda un instante luchando contra la ansiedad, que está siendo sustituido por el enojo que le produce el malestar que siente.

El hombre está seguro de que el edificio está habitado. Puede sentirlo antes incluso de que haya visto a nadie.

Personas sanas.

No había ningún feral cerca y eso resultaba extraño, porque lo normal es que estuvieran acechando ese edificio como un enjambre de moscas.

Si él puede sentir que había personas en el edificio, estaba seguro de que los ferales también podían hacerlo.

De nuevo, el siseo en su cabeza que agrava la migraña.

Quizás no sea nada y esté perdiendo la chaveta, pero si realmente estaba infectado, el virus ya debía correr libre por su sangre y su cerebro había empezado a hincharse hasta terminar estallando dentro de su cabeza.

¡Basta, debía alejar esos pensamientos! No podía dejarse vencer ahora.

En cualquier caso, ¿de dónde venían esas imágenes de su propio cerebro deformado, creciendo de volumen por encima de su capacidad craneal?

¡Todo resultaba una locura!

El siseo. La estática.

Sí, eso debe ser. Los primeros síntomas.

El pensamiento le enfurece, siente con impotencia cómo bulle la ira en su interior. Supone que su final estaba cerca, que se encontraba a las puertas de experimentar en primera persona lo que significaba ser uno de ellos. Ese absoluto apetito por destruir, por sentir la sangre resbalando por la barbilla, el inconfundible sabor metálico en los labios. Un abandono total a la violencia más exquisita y demencial. Era una rara sensación la que percibía, estar ante las puertas de la que podía ser su salvación de un mundo violento y, al mismo tiempo, querer destruirla a toda costa. Una sensación de alivio sobrecogida por una absoluta ferocidad.

El cielo gris comienza a descargar una ligera llovizna que cubre sus ropas de humedad y aleja la bruma como un mal sueño. El hombre se pregunta entonces si alguna vez volverá a ver brillar el sol.

—¿A qué esperamos? —Le pregunta la mujer encogiendo los hombros bajo la lluvia. Todo el rato ha permanecido junto a él, sin decir palabra, paciente. El hombre la mira y asiente. Comienza a descender por el terraplén hacia la vía de servicio.

—¿Cómo vamos a entrar ahí dentro? —Deja escapar Marcos en un gruñido apenas audible, visiblemente incómodo por la lluvia.

El hombre mira hacia delante en silencio durante un momento. Luego contesta:

—Por la puerta, obviamente. Nos están esperando.

La sorpresa se refleja en los rostros de sus acompañantes, asomando en sus miradas incrédulas.

—¿De qué coño estás hablando?

—¿Quién…?

Por toda respuesta, el hombre se limita a hacer un gesto con la cabeza en dirección a una de las esquinas del edificio. Destacándose contra el cielo encapotado, una cámara de vigilancia los observa con la fijación de un ave de presa.

Un diminuto led de intensa luz roja parpadea evidenciando que se encuentra activada y grabando lo que sucede en el exterior.

Grabándoles a ellos.

De repente, los arbustos que delimitan el borde de la vía de servicio comienzan a sacudirse, alguien los está golpeando salvajemente. El hombre desvía la mirada hacia el lugar del que proviene la conmoción, al mismo tiempo que Laura levanta la pistola y la dirige hacia la misma dirección.

El disparo retumba como un trueno. Poderoso. Una inevitable baliza que atraerá a todos los ferales de la zona.

Apartando los arbustos con ambas manos, como si fuera un infernal imitador de Moisés dividiendo las aguas del Mar Rojo, un enorme feral que viste ropas de enfermero aparece de improviso y se abalanza sobre Marcos.

El disparo de Laura le ha alcanzado de lleno en el pecho pero no detiene su impulso. De hecho, ya está casi encima del asustado Marcos, con los brazos extendidos y los dientes listos para desgarrar su garganta.

El hombre, a su vez, reacciona unos latidos de corazón más tarde y alza la Beretta AL 391 apuntando al feral, pero Lucas se encuentra en la línea de tiro y no puede disparar. Con una maldición aparta al chico de un empellón, dispuesto a apretar el gatillo.

Pero ya es demasiado tarde.

Ha perdido unos segundos preciosos.

Incluso cuando Laura termina de vaciar su cargador sobre el cuerpo del enfermero infectado, Marcos ya está condenado.

Por un momento, está demasiado sorprendido para darse cuenta de lo que ha sucedido.

Paralizado, se queda plantado en el lugar como una estatua, incapaz de darse cuenta de que por su garganta abierta comienza a escapársele la vida en forma de borbotones de sangre.

El feral todavía retiene entre sus dientes el pedazo de carne y músculos que le arrancó de su cuello.

Entonces, la compresión de lo que ha sucedido golpea a Marcos con la fuerza de un tren de mercancías. Con los ojos muy abiertos, se lleva una mano a la garganta y en seguida la retira completamente cubierta de rojo. Da un pequeño paso y se derrumba sobre las rodillas. Un grito silencioso permanece congelado en sus labios.

Desde donde se encuentra, el hombre puede ver como ambas pupilas se dilatan y un velo opaco enturbia sus ojos.

Marcos está muerto antes de que su cuerpo se desplome definitivamente en el arcén.

—¡Dios mío! —Exclama la mujer, que se cierne inmóvil sobre el cadáver. Todo ha sucedido tan deprisa que contempla el cuerpo sin vida de Marcos mientras se pregunta atónita dónde está la parte de cuello que le falta.

Entonces, petrificados, escucharon el aullido.

—¡Corred hacia el edificio! —Grita el hombre mientras, con la mirada, busca frenético por dónde aparecerán el resto de ferales que sabe merodean por la zona. Pronto, aquel lugar estará plagado de ellos—. ¡Corred, por Dios, corred!

El hombre puede escuchar a cierta distancia el crujir de pisadas, luego un poco más cerca, un arrastrar de pies entre la vegetación que crece junto al arcén.

Los ferales están cada vez más cerca. Todavía no suena como si un enjambre de ellos estuviera ahí fuera pero, sin duda, no tardarían en llegar.

Se dirigen en dirección al edificio enladrillado cuando se dan de bruces con una valla metálica de rombos rematada con alambre de espinos. Al otro lado del cercado, se encuentran los terrenos del colegio y la salvación.

—¡Por aquí, seguidme! —Les grita el hombre, lanzándose entre los arbustos, siguiendo la valla como referencia. Lleva cogida por la mano a la mujer y la arrastra sin ni tan siquiera echar una mirada atrás.

Lucas está casi en el cercado cuando algo se arroja sobre él, embistiéndole con un gruñido espeluznante.

Entre la maleza, la lluvia y el terror, el joven tiene problemas para identificar lo que es. Tan solo un borrón lívido como la muerte.

Sin embargo, recibe el poderoso empujón en la espalda, al mismo tiempo, que se le escapa todo el aire de los pulmones.

Aplastado sobre la malla romboidal, siente el grueso metal clavándosele en la cara. A duras penas consigue darse la vuelta a tiempo para golpear con todas sus fuerzas la pesada masa que se cierne sobre él y apartarla de un empujón.

Es el más horripilante de todos los perros callejeros que jamás ha visto. El monstruo tiene los ojos ensangrentados y la mandíbula extendida de manera casi antinatural, enseñando toda la superficie de sus caninos de depredador. En su costado, Lucas puede ver un feo desgarrón y el blanco óseo de las costillas asomando por la herida.

Sibilante, el monstruoso animal retrocede unos paso y se prepara para volver a embestir. Sus patas traseras arañan la tierra mojada cuando arremete contra el joven.

Lucas cocea desesperado la enorme cabeza y vuelve a rechazar la embestida. Por la herida abierta de su cadera brota la sangre como un torrente.

El perro infectado sacude la cabeza y se mueve despacio de un lado a otro, como una fiera.

Lucas puede sentir el duro bulto de la HK UPS Compacta bajo su cuerpo. Inalcanzable. Rebuscando frenéticamente en su cinturón, sus manos se topan con la navaja de rescate que había cogido en la comisaría de Laura.

No está muy seguro de qué puede hacer una simple navaja ante la formidable fuerza de la bestia pero la empuña en el preciso instante en que el feral decide volver a atacar.

Girando hacia un costado, Lucas se libra por los pelos aunque siente las garras de la bestia desgarrar la parte trasera de su chaleco. Entonces, con un supremo esfuerzo, catapulta el brazo en un amplio arco y hunde toda la hoja de la navaja en un lateral de la cabeza del perro.

La bestia lanza un gemido, como si fuera capaz de sentir el dolor de la estocada, y se golpea contra la malla metalizada del cercado con un sonoro impacto. El ojo derecho se ha salido de su órbita a causa del navajazo y le cuelga, balanceándose, unido por el nervio óptico.

Lucas se alza de rodillas en la tierra embarrada y se gira mientras extrae la semiautomática de la cartuchera. Puede sentir como la sangre golpea rítmicamente contra sus oídos, el pulso de su corazón acelerado por la sobredosis de adrenalina.

La bestia se incorpora rápidamente y se arroja sobre él, pero ahora Lucas está preparado. Recibe la embestida de la bestia con ambos brazos extendidos, aún así el ímpetu le hace cerrar los ojos y rechinar los dientes. Cuando los abre, descubre la mandíbula babeante a escasos centímetros de su garganta pero, de alguna manera, ha conseguido interponer entre ambas la mano izquierda, protegida con el guante de neopreno anticortes, y mantener la cabeza del monstruo alejada de sí mismo.

Con un gruñido casi tan salvaje como los que profiere el feral, levanta la pistola y convierte en pulpa el cerebro de la bestia.

El perro feral se convulsiona por un rato, medio enterrado en el barro, y entonces se detiene para siempre.

Lucas se queda recostado sobre la malla metálica del cercado por unos instantes, tratando de recuperar el aliento. Cuando se levanta para seguir a los otros, todavía está temblando, tiene los nervios a flor de piel y todo el cuerpo cubierto de barro.

—¿Qué ha sucedido? —Le pregunta Laura, que ha regresado sobre sus pasos para buscarle.

—No importa. —Responde él, mientras se quita a manotazos la suciedad de sus ropas—. Vamos, reunámonos con los otros. Antes de que esto se llene de ferales.

Y siguen la estela del hombre y la mujer.

• • •

La puerta de entrada al viejo colegio se encuentra en el costado opuesto del edificio de ladrillo y tienen que correr, apremiados por la amenaza de que aparezcan más ferales, sorteando toneladas de maleza empapada antes de llegar hasta el arco de la entrada.

Siguen el cercado metalizado que bordea todo el perímetro, sin separarse de él. Durante el trayecto, descubren otras dos cámaras de circuito cerrado, pero ningún rastro de seres vivos. Ambas cámaras tienen el mismo led rojo encendido que indica que estaban funcionando. Enviando su imagen a quien sea que se encuentre en el interior.

Nadie sale a recibirles.

Ninguna alfombra roja les da la bienvenida.

El hombre está en tensión, todos sus músculos alerta anticipando el momento en el que el enjambre de ferales que presumiblemente se dirige hacia allí, les dé alcance.

Puede ver que Laura y Lucas experimentan la misma intensa sensación. Sus armas en la mano, ojeando todo lo que sucede a su alrededor. Lucas está completamente cubierto de barro de la cabeza a los pies. Y la pernera de su pantalón está manchada de sangre.

¡Qué extraño!, piensa. Habrá tropezado y caído en los numerosos charcos de agua sucia y barro que la lluvia ha empezado a formar.

La adrenalina bombea dosis extra de energía a sus doloridos músculos, algo que está seguro, pagarán más tarde.

¡Dios mío, el pobre Marcos!

Otro más para añadir a la lista de personas que no ha podido salvar. Marcos solo buscaba no estar solo y casi lo había conseguido. ¡Estaban tan cerca! Era completamente injusto que tuviera que morir.

La verja de la entrada se encuentra cerrada a cal y canto por una pesada cadena, cuyos eslabones no muestran ningún signo de oxido. Ha sido colgada recientemente.

El hombre se inclina sobre el pesado candado Master Lock y tironea probando su solidez.

Sobre sus cabezas, un murmullo electrónico les indica que una nueva cámara de vigilancia no pierde detalle de sus movimientos. Y esta vez, alguien la ha manipulado para enfocar mejor.

La mujer se coloca justo debajo de ella y agita los brazos en el aire.

—Eh, los de ahí dentro, ¿no van a abrirnos? Estamos en peligro aquí fuera.

El hombre no sabe bien porqué pero refrena el impulso de detenerla. Los otros no hacen nada tampoco, exhaustos y vigilantes descansan con sus cuerpos apoyados en las columnas del arco de entrada.

Nada en la clásica arquitectura del edificio que se yergue tan solo unos metros más allá, parece indicar que allí haya un almacén de alimentos o algo de similares características. Más bien otro colegio de curas. Algo caduco, como ceder el paso a las señoras.

Pero, si no es así, ¿a qué es debida tanta vigilancia?

En grandes letras de hierro se puede leer el nombre del colegio sobre la parte superior de la arcada. Algunos de los caracteres se cayeron tiempo atrás y nadie se molestó en reponerlos. Al otro lado de la puerta, el hombre puede ver el acceso al edificio principal. Una breve escalinata y una recia puerta de color pardo también cerrada a cal y canto. No parece que haya sido usada en algún tiempo.

El hombre tienta la reja sacudiéndola levemente.

Entonces, la cámara de vigilancia emite otro murmullo electrónico, que deja escapar un ominoso tono de advertencia.

¡Qué les den!, piensa el hombre decidido a saltar la verja de entrada. Se dirige hacia una de las columnas del arco y se detiene con la mano posada sobre la piedra.

En la distancia puede ver un elevado letrero coronado con el escudo de la Academia de Policía Local de Madrid. Laura tenía razón, los dos recintos estaban realmente próximos los unos a los otros.

Una idea comienza a formarse en su maltratada cabeza. Quizás sean miembros de la academia quienes ocupan las instalaciones del colegio.

No era tan descabellado.

Si las puertas del Infierno se abren y te pillan con los calzones bajados, qué mejor sitio para que te pase que una academia de policía repleta de armas y municiones, junto al maldito Banco de Alimentos de Madrid.

El hombre empieza a estar seguro de saber quiénes se encuentran ahí dentro. Si sus sospechas son ciertas, además, era más que probable que no fueran a abrir la puerta o, lo que es peor, que los recibieran a tiros si intentasen traspasar esa puerta sin permiso. A menos que…

—¡Laura, ven aquí y deja ver ese uniforme tuyo! —Le pide a la joven, cada vez más convencido de que su teoría es correcta y la única posibilidad que tienen de que les dejen entrar se encuentra en el uniforme de policía municipal de Laura y lo que significa. Está seguro de que no les dejarán a la intemperie y a merced de los ferales, si quien se lo pide es una colega de profesión. Todos para uno y toda la mierda esa.

—¡Hey, hola! Me llamo Laura y soy policía municipal. Hemos sido atacados por un grupo de infectados, pero estamos bien. No hemos sido mordidos. ¡Abridnos, por favor! —Laura agita los brazos, bajo la cámara de circuito cerrado—. ¡Abrid esta puerta de una maldita vez! Van a matarnos, si no nos dejáis entrar.

Y entonces, la puerta del edificio principal se abre con un chirriar de bisagras.

Dos oscuras figuras aparecen en el umbral.