4
El hombre apenas puede ver nada. Sus fosas nasales están abiertas en su máxima extensión y se encuentra al borde de la hiperventilación, pero siente una enorme opresión en el pecho que hace que respirar resulte casi insoportable.
El hedor que desprende la sangre coagulada que decora las paredes del recibidor del apartamento 4A es abrumador y traspasa con facilidad la delgada tela del pañuelo que lleva puesto en la boca.
Lucha contra las arcadas, mientras se limpia con la manga de la chaqueta las lágrimas que inundan sus ojos.
No pueden abrir puertas, no pueden abrir puertas. Repite una y otra vez en su cabeza, mientra pasa la lengua por los labios repetidas veces tratando de humedecerse la boca reseca sin conseguirlo. Un regusto a cobre y polvo permanece adherido en su interior.
Intenta por todos los medios no mirar los restos ensangrentados de la mujer marroquí y centrar la vista en la primera puerta que se abre frente a él, pero los nauseabundos despojos no cejan en su empeño de asomar en el límite de su campo de visión.
La vivienda permanece en silencio, ni rastro de la presencia que percibió en su primera visita, aunque no tiene ninguna duda de que, sea lo que sea, está oculta en alguna parte del apartamento.
Al acecho. Esperándole.
Avanza despacio hasta la puerta que resulta ser la de la cocina. La negrura se cierne sobre la estancia de tamaño mediano con obstinación. Reminiscencias a especias y cordero rancio flotan en la atmósfera y el hombre agradece el nuevo aroma como si fuera un soplo de aire serrano.
La oscuridad se ha convertido en una inseparable compañera de viaje en este nuevo mundo que les toca vivir.
Inseparable y desagradable, recapacita, y más le vale acostumbrarse a ella, aunque quizás ahora sea buena idea que encienda la linterna y a la mierda si revela su presencia en el edificio. Con todo el jaleo que han armado seguro que ya sabrá todo el mundo, infectados o no infectados, que en el bloque queda alguien con vida y no tiene sentido seguir manteniendo el sigilo.
Alza el cañón de la Beretta apuntando hacia la negrura y enciende la pesada linterna que encontró en el apartamento del vecino cazador.
El repentino haz de luz le ciega por unos instantes y aguarda a que las acuosas amebas de color rojizo que flotan ante sus ojos se disipen por completo.
Entonces, camina lentamente hacia la cocina, su mano izquierda asiendo con firmeza la empuñadura de la escopeta, el dedo índice sobre el gatillo.
La habitación está desierta, lo mismo que la terraza, aislada del exterior por un cerramiento de aluminio que impide el paso de la débil luz solar de primeras horas de la mañana. Girando hacia la izquierda se encuentra la siguiente habitación.
El salón, aventura. Si la disposición de este apartamento es similar a la del 4C y los cálculos no le fallan.
La puerta se encuentra cerrada a cal y canto.
El hombre casi susurra una maldición pero se contiene, duda entre dejarla como está y seguir registrando el resto de la vivienda o averiguar qué sorpresa le depara. Muy lentamente, apoya la oreja contra el panel de madera y escucha con atención intentando captar cualquier sonido al otro lado.
¡Gnaaaaaaaaaarf!
El gruñido suena tan inesperado que no puede evitar alejarse de la puerta con toda la rapidez de que son capaces sus piernas. Su espalda golpea bruscamente contra la pared del pasillo y se propina un fuerte coscorrón en la cabeza.
—¡Mierda! ¡Joder! ¡Qué coño…! —Ahora sí que no puede reprimir maldecir en voz alta.
—¿Qué pasa? ¿Qué has visto? —Desde la entrada, la voz de la mujer suena apagada como si le hablase desde un centenar de metros de distancia.
Sin mirarla, el hombre la ordena callar con un ademán, ajeno a que con ese gesto de su mano ha dejado de sostener la escopeta de caza y ahora apunta hacia el suelo.
¡Baaaamp!
Algo invisible choca violentamente contra la puerta del salón y la sacude en sus goznes amenazando con arrancarla de su marco. Algo que desea desesperadamente salir para hacerlo pedazos y pegarse un festín con sus entrañas.
¡Baaaamp! ¡Baaaamp! ¡Baaaamp!
Los golpes se vuelven más frenéticos y más rápidos hasta que, de repente, cesan por completo. Desde la pared, el hombre enfoca la puerta con la linterna y mantiene el haz de luz en el mismo punto durante un largo rato como si pudiera escudriñar a través de la madera y atisbar qué se encuentra al otro lado.
Le duele la cabeza en el lugar donde se golpeó pero al menos no es una de las malditas jaquecas que no lo han dejado en paz desde que comenzó su recién estrenado trabajo como el formidable-mata-ferales.
Aguarda con paciencia lo que parece una eternidad hasta que se convence de que lo que se encuentra detrás de la puerta del salón no va a salir por sus propios medios y entonces decide continuar con el registro del resto del apartamento y asegurar su retaguardia antes de enfrentarse al convidado de piedra encerrado en el salón.
Restos de cristales rotos crujen bajo sus Doc Martens mientras cruza el pasillo. Pequeñas esquirlas se clavan en las suelas y arañan el suelo cubierto de alfombras con cada pisada.
Extrañamente todo el pasillo está recubierto de sarapes y alfombras de todas clases y procedencias. Persas, turcas, iraníes. El hombre no comprende la afición que tienen los musulmanes de inundar sus casas con distintas alfombras en vez de poner una única moqueta como todo el mundo.
Al pisar, las suelas ribeteadas de cristales producen intermitentes arañazos que retumban rítmicamente como el segundero de un reloj.
Screeech. Silencio. Screeech. Silencio.
Con un ojo todavía puesto en la puerta del salón avanza con cautela hasta el dormitorio contiguo.
Una enorme y pesada alfombra persa ocupa casi todo el suelo de la habitación. Es una alfombra de aspecto demasiado caro para unos inmigrantes pero claro, uno nunca puede estar seguro con esos tipos, quienes cuando parecen que no tienen donde caerse muertos, conducen furgonetas Mercedes de cuarenta mil euros. ¡Su maldito coche cuesta menos de la mitad!
Restriega la suela de sus zapatos contra la densa fibra para desprenderse de las esquirlas de cristal con una pequeña punzada de satisfacción. Los grandes nudos de lana atrapan las astillas y se apresura a registrar la habitación.
La decoración de estilo oriental resulta demasiado recargada para su gusto pero el cuarto está tan desierto como la cocina.
Finalmente termina su inspección del resto del apartamento. Un baño, otro dormitorio más y un cuarto de estar. Todos vacíos, como esperaba.
Entonces concluye que lo que está encerrado en el salón es, sin duda, lo que acabó con la vida de la mujer del recibidor y quién sabe si del resto de ferales que le sorprendieron de madrugada, y regresa al pasillo ponderando su siguiente movimiento.
Intenta no pisar los restos del cristal tintado, y descubre que pertenecen a un grupo de lámparas que colgaban de un aplique en la pared. Hay tantas astillas desperdigadas que apenas puede evitarlas. La violencia con la que se quebró la lámpara tuvo que ser terrible.
—Se supone que tenías que haberme contestado. —Le susurra la mujer tan pronto llega hasta la puerta. De camino, se ha molestado en recoger una de las alfombras del suelo y ha cubierto con ella el cuerpo de su vecina. No puede hacer nada por el hedor, pero al menos no tendrán que volver a contemplar el macabro espectáculo.
—El apartamento está abandonado, salvo el salón. Creo que hay alguien o algo encerrado ahí. —Responde ignorando la pulla y preguntándose por qué demonios estaba hablando en susurros—. ¿Qué vamos a hacer? No podemos dejarlo ahí. ¿Qué pasaría si consigue salir o algo así y no estamos preparados?
La mujer vacila unos instantes.
—¿Qué crees que le pasó a ella…? —Deja la pregunta en el aire, pero con un ademán de su barbilla señala el bulto bajo la alfombra. Resulta evidente que no tiene ninguna intención de mirar directamente hacia el lugar.
El hombre deja escapar un suspiro y responde:
—No tengo ni puñetera idea. Parece que de algún modo logró encerrar a su agresor en el salón. O quizás lo hizo alguien más y luego se marchó dejando a ambos en ese estado. — Guarda silencio, parece estar sopesando algo y entonces dice: —Sea lo que sea, tendremos que matarlo. Utilizaremos el mismo método que antes, pero será más fácil. Ahora tenemos a esta—. Levanta la Beretta AL 391 a la altura de sus hombros. Es un gesto extraño que recuerda la escena de un caballero medieval ofreciendo la espada a su dama. —Coser y cantar. Ya lo verás. Tú solo preocúpate de abrir la puerta y hacerte a un lado, mientras yo le descerrajo un tiro entre los ojos. Coser y cantar—. Repite, nervioso.
El hombre habla con rapidez rogando que sus palabras oculten el miedo que le atenaza. Intenta evitar por todos los medios que la mujer esté atemorizada, la necesita en pleno uso de sus facultades.
Horas antes, en su apartamento, ella había estrellado una lámpara de mesa contra la cabeza de un feral. Le había salvado la vida. Sí señor. Con todas las de la ley, le había librado de morir a manos de aquel demonio.
—¡Por el amor de Dios! Coser y cantar, dices. Te recuerdo que no sabes hacer ni una cosa, ni la otra. Así que muy fácil no será, digo yo. —Se encoge de hombros—. Si vamos a hacerlo, hagámoslo de una vez pero no trates de embaucarme con tu palabrería.
De vuelta a la puerta del salón, el hombre busca apoyo en la pared con la espalda, mientras alza el cañón de la escopeta de caza hasta la altura del picaporte, pero teniendo cuidado de desplaza la bocacha unos centímetros a la derecha. No quiere volarle la mano a la mujer.
Manteniendo la vista en el arma como si fuera una serpiente que le fuera a atacar de un momento a otro, la mujer se coloca cuidadosamente a un lado con la intención de abrir el paño y apartarse en un único y fluido movimiento.
Cuando se siente preparada y fuera del alcance del cañón, mira al hombre con una sonrisa nerviosa en los labios y pregunta:
—¿A la de tres?
El hombre sacude la cabeza enérgicamente y afianza las manos en la empuñadura y el gatillo. Siente los nudillos crujir.
Ha llegado el momento.
Al otro lado, no parece moverse ni una mosca.
Entonces, lentamente la mujer gira el picaporte hasta el tope y con un brusco empujón abre la puerta por completo.
En ese preciso instante ocurren dos cosas simultáneamente. Una aparición de pesadilla con el pelambre albino moteado de sangre reseca y suciedad se abalanza hacia ellos desde el fondo de la habitación.
En un enloquecido pensamiento, el hombre creé que está contemplando una alucinación.
Tiene que ser una alucinación.
Con ojos desmesuradamente abiertos observa al enorme bulldog inglés, o mejor dicho, la versión feral de un enorme bulldog inglés, tensando hasta lo imposible la cadena con la que se encuentra sujeto, los músculos de su poderoso cuello gruesos como sogas.
El hombre puede ver el otro extremo de la cadena de acero atado a un radiador de pared con un candado de seguridad. Contempla horrorizado como el pesado radiador sufre una fuerte sacudida con el último empellón del monstruo, y restos de yeso y gotelé se desmenuzan formando un montón en el suelo.
La impresionante bestia tiene todo el pelaje de color blanco y los enormes ojos sanguinolentos no dejan de observarle con fijación. Cuarenta kilos de pura maquinaria de matar sobre cuatro patas.
¡Gnaaaaaar! ¡Gnaaaaaar!
La segunda cosa que sucede en aquel exacto espacio de tiempo es que el hombre instintivamente aprieta el gatillo de la escopeta de caza y descerraja un tiro contra la voluminosa masa albina del bulldog, deseando con todas sus fuerzas que le alcance justo entre los ojos inyectados en sangre.
Sin embargo, con pavor comprueba que nada sucede. No se escucha ningún atronador disparo, ni siente retroceso alguno. La escopeta no hace nada y el percutor golpea en vacio.
¡Dios mío! ¿Por qué no dispara?
La conexión sináptica neuronal de su cerebro se dispara frenéticamente tratando de comprender lo que acaba de suceder.
Mientras la mastodóntica fiera tironea con fuerza descomunal de la cadena que lo aprisiona. Sus robustas patas traseras arañan con furia la alfombra mientras intentan buscar un apoyo para liberarse. Restos de lana y materiales sintéticos se deshilachan ahí donde las uñas del bulldog se agarran para afianzarse.
Enloquecido de terror, el hombre imagina el daño que esas pezuñas monstruosas pueden ocasionarle a un cuerpo humano.
Vuelve a apretar el gatillo, esta vez con más fuerza, tirando recto hacia atrás llevando la pieza de metal hasta el tope del guardamonte.
¡Clack! Nada.
El bulldog se lanza hacia delante, una vez más. La cadena resiste el embite pero un buen trozo de pared se desprende y va a parar al montón de escombros del suelo.
¡Baaaamp!
El atronador estruendo contrasta con el débil chasquido que produce el yerro en la escopeta.
Histérico, el hombre tira hacia atrás del cerrojo y la Beretta expulsa un cartucho sin disparar. Apunta y prueba de nuevo.
¡Clack!
Está rota, inutilizada. No puede haber otra explicación.
El animal se toma un respiro y se mantiene inmóvil, los ojos como pavesas fijos sobre él, bufando con sonoridad. De algún modo parece haber crecido de tamaño y de sus fauces no paran de manar ríos de sangre y babas como si tratase del mitológico Fenrir en plena batalla con Tyr, el dios de la guerra nórdico.
Definitivamente, el cerebro del hombre se está cortocircuitando de puro terror, no puede pensar con claridad hipnotizado por la inmensa fuerza de la bestia albina. Su mente no parece percibir la realidad como es exactamente, sino una alucinación inducida por el horror que siente. A pesar de todo, en un titánico esfuerzo levanta el arma y consigue calmarse lo suficiente para examinarla por última vez.
Con un ojo puesto en la criatura y otro en la superficie pulida de la escopeta, recorre con la vista y con las yemas de los dedos los contornos de la Beretta intentando descubrir la causa por la que se niega a disparar.
Y entonces cae en la cuenta.
Un pequeño botón de unos siete milímetros asoma por el guardamontes.
¡El seguro! ¡El maldito arma tiene un seguro de disparo!
El bulldog infectado se arroja contra la cadena en un último intento desesperado por liberarse.
El hombre presiona el botón con el dedo índice y un aro de color rojo le indica que la escopeta está en posición de disparo. Levanta el cañón, al mismo tiempo que el ímpetu del monstruo consigue finalmente arrancar el radiador de la pared.
Al unísono, el estampido del disparo se confunde con el rugido triunfal de la bestia y el hombre recibe por igual la fuerza del retroceso del arma y el empellón de la inmensa mole alcanzándole de lleno en el pecho. El aire se escapa de sus pulmones con una exhalación y una oscuridad de fosa abisal se adueña de su cuerpo. Agotado, con las baterías de su cuerpo completamente denostadas, el hombre se entrega a la oscuridad sin condiciones.
En estos días en los que la humanidad malvive en un mundo lleno de horrores inimaginables y los seres humanos luchan con uñas y dientes por sobrevivir, el hombre ha hallado un modo de insensibilizarse contra el horror.
Por el momento.
• • •
La mujer se queda donde está. Paralizada en el umbral del apartamento 4A sin saber qué hacer. El rugido atronador de la escopeta la ha dejado con los oídos zumbando y apenas puede escuchar nada más que un sordo murmullo. Cada ruido llega a su cabeza amortiguado como si se encontrase debajo del agua.
No está segura de si el hombre sigue vivo o no, pero puede ver su cuerpo recostado contra la pared.
Inmóvil.
El monstruoso perro, empujado por el impacto del disparo, fue proyectado hacia el interior del salón y tampoco sabe a ciencia cierta si está muerto o malherido. No puede permanecer así por más tiempo. Tiene que reaccionar, hacer algo. Cualquier cosa.
Con renovada decisión y esmerado cuidado regresa al pasillo y se asoma a la puerta del salón para indagar el estado en el que se encuentra el bulldog.
La inmensa mole está desmadejada en el centro de la habitación, media cabeza pulverizada en una masa sanguinolenta. No hay duda de que está muerto.
Se vuelve hacia el hombre y comprueba con el corazón en un puño que su pecho se mueve rítmicamente por la respiración. Tan solo parece estar inconsciente. Aprovechando que se encuentra desplomado sobre una alfombra pequeña, agarra los extremos y comienza a arrastrar el cuerpo del hombre de vuelta al apartamento 4C.
Tras acomodar al hombre en el sofá, extenuada, se detiene unos segundos para recuperar el aliento. Se siente vacía por dentro. Han pasado varios días desde que abandonaron la seguridad del apartamento y desde entonces, todo ha sido una lucha continua. Siente un cansancio permanente. Un cansancio que no es solo físico sino también mental. No le quedan pastillas para dormir así que se había pasado la noche jugando al gato y el ratón con el sueño y cada vez que cerraba los ojos, le asaltaban unas terribles pesadillas que le impedían conciliar el reparador sueño.
Anhela poder dormir y no despertarse jamás, no siente ningún ánimo por levantarse y enfrentarse a los horrores de su nueva vida.
La mujer suelta un quedo gemido mientras asimila que la charada que fue su anterior existencia es historia y solo permanece un mundo devastado por el virus y dominado por dementes con ansias de sangre.
Se siente rota, robada de cualquier voluntad propia, ajena a todas las cosas que antes podía hacer y que ahora son un mero recuerdo. Como pasear por la avenida vagando la mirada por los escaparates y comprar algo bonito, o conducir al trabajo y escuchar su emisora de radio favorita.
Todas esas cosas que ya no podrá hacer.
Solo le queda la violación continuada de su condición de ser humano. Se sentía cómo una víctima de malos tratos que vivía constantemente en una cárcel cuyos muros habían sido edificados con un mortero que mezclaba cemento, miedo y desesperación, por partes iguales.
¡Dios mío, cómo deseaba irse a dormir y no depertar jamás!
El estómago de la mujer se encoge al mismo tiempo que lucha contra las nauseas. Intenta rechazar el pensamiento tan pronto como se forma en su cabeza pero aún así, algo permanece. Un remanente, como una semilla. Un germen que deja paso a un impulso cada vez más poderoso que le repugna y le fascina por igual. El deseo de levantarse, abrir la puerta y arrojarse con los ojos apretados a la muerte segura que le espera en la calle.
Hazlo, una voz parece decirle al oído.
Hazlo y acaba con el sufrimiento de una vez por todas.
En vez de eso se acerca a la ventana. Si se encara a una silla y se deja caer, todo acabaría rápidamente. Unos segundos de incertidumbre y luego la paz eterna. Da un paso hacia el panel de aluminio y cristal. Puede sentir su frío en el rostro.
Es el pésimo aislamiento, piensa.
Siempre se quejó de ello, incluso desde el primer día en que pusieron un pie en el apartamento.
Más abajo puede oír el murmullo incesante de los infectados, remoloneando en el parque infantil. Golpes y gruñidos. Nunca ha sido una mujer especialmente valiente y ahora no va a ser una excepción.
Somos lo que hacemos.
La misma frase, que solía repetirle su madre cuando se comportaba de manera diferente a como se esperaba, le viene a la mente una y otra vez.
Una punzada de dolor menstrual le encoge el bajo vientre y otro pensamiento, esta vez más práctico, le hace volver a la realidad. Necesita encontrar compresas cuanto antes o empezará a tener problemas serios con su menstruación.
El condicionamiento de años como mujer, vigilando su higiene personal con estricta exigencia, supera cualquier compunción y armándose con el cuchillo enastado, la linterna y el escoplo se dirige hacia los apartamentos 4A y 4B en busca de lo que necesita con tanta urgencia.
• • •
Horas más tarde, el hombre abre los ojos en la oscuridad de boca de lobo y rápidamente busca con la mirada las cuatro esquinas de la habitación para orientarse. Permanece en silencio, completamente inmóvil. Algo lo desveló y no tiene la menor pista de lo que fue. Tampoco recuerda dónde está y cómo ha llegado hasta allí.
Su cabeza es un torbellino de confusión y todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo gritan de exquisito dolor. Su mente lejos de estar despejada al ciento por ciento se encoge con el sonido de las gotas de lluvia repicando contra las persianas.
A un costado, la imponente Beretta AL 391 está apoyada contra el lateral del sofá en el que se haya recostado. Un penetrante olor a pólvora flota en el ambiente. Pero hay algo más.
Algo es diferente.
Agarrando con firmeza la escopeta de caza y utilizándola como un bastón, se medio incorpora permitiendo que la manta con la que cubría su cuerpo, se deslice hacia el suelo. Aguza todos los sentidos intentando encontrar el origen de lo que le despertó.
Niente. Nilch. Nothing.
Nada.
El hombre se levanta despacio pero algo vacilante. Sus ojos todavía no se han adaptado completamente a la negrura. Un fuerte dolor irrumpe en su pecho. Y entonces recuerda.
¡El perro! ¡El bulldog infectado!
Automáticamente le inunda una oleada de pánico por la mujer y se vuelve para buscarla.
Ella duerme a su lado, en el otro sofá de la habitación. Aparentemente habían regresado al apartamento 4C y, de alguna manera, la mujer se las había apañado para arrastrar su cuerpo inconsciente y subirle al sofá.
Después de su encuentro con la albar criatura, una cosa era segura, el hombre no estaba para muchos trotes.
Sin hacer ruido comprueba que la puerta de la entrada se encuentra cerrada y ellos libres de todo peligro. ¿Qué ha podido despertarlo? Escucha el sordo golpeteo de la lluvia contra el material plástico de la persiana. La tormenta está cogiendo más fuerza. Si ello no termina por extinguir el incendio, nada lo hará. Al menos tendrán un respiro por ese lado.
Puede escuchar su corazón bombeando aceleradamente en su pecho, el único sonido que compite con la lluvia y su respiración entrecortada.
Necesita calmarse.
Se dirige hacia el pasillo y comprueba que todas las puertas de las habitaciones se encuentran cerradas, especialmente la del dormitorio al que no se atrevió a acceder. Un leve atisbo del hedor que experimentó por la mañana le llega hasta las fosas nasales. Posiblemente sea más un recuerdo que un olor real.
Se pregunta si será capaz de olvidarlo alguna vez.
¡El olor!
¡Cómo ha podido pasarlo por alto! Huele a quemado, ahora está seguro de ello.
Regresa con rapidez al salón y se dirige hacia el enorme ventanal, sus ojos ya se han acostumbrado a la oscuridad que lo invade todo. Pone especial cuidado en no rozar el sillón en el que duerme la mujer al pasar a su lado.
En el exterior, un espectáculo pesadillesco le da la bienvenida y le roba el aliento.
A pesar de la tormenta, el incendio ha llegado a las inmediaciones del vecindario y engulle con fiereza las primeras casas de la calle. El grueso del fuego todavía se encuentra a unos buenos quinientos metros de su urbanización, pero está demasiado cerca como para que el hombre confíe en que la lluvia sea capaz de detenerlo a tiempo.
Las llamas tienen esa cualidad hipnótica del fuego y las contempla absorto durante un buen rato.
Las calles inundadas por el agua reflejan los colores rojizos en un caleidoscopio de arrebatadora belleza, al mismo tiempo que el calor convierte los charcos en géiseres de vapor que bullen de actividad. Sin duda, un paisaje más propio del infierno que de una barriada del extrarradio de Madrid. Entre el denso humo y las nubes cargadas de lluvia, de vez en cuando, se dejan vez fulgurantes destellos.
Lluvia torrencial, relámpagos y fuego.
Una combinación letal.
Sin poder evitarlo, el hombre alza la mirada al cielo y maldice para sus adentros. ¿Esto es todo lo que puedes hacer? ¿No te queda ningún truco más en el zurrón?, le grita mentalmente al Dios cruel que permitió que se encontrasen en esa situación. Sin pensarlo, se encamina hacia la puerta de la terraza y lentamente empuja el picaporte hasta que cede el panel de cristal y aluminio.
Casi al instante, una ráfaga preñada de humo y humedad a partes iguales azota su rostro y amenaza con arrancarle la puerta de las manos.
Haciendo caso omiso, el hombre sale al exterior.
El suelo de baldosas cerámicas está resbaladizo por la mezcla de agua y ceniza.
Mesmerizado, sin dejar de contemplar el infernal espectáculo que se extiende ante él, avanza hacia el centro de la terraza y apoya las manos en la barandilla.
Ríos de agua sucia corren por su cara empapándole la pechera de la sudadera. La tela de forro polar se pega a su pecho como una segunda piel.
La barandilla cruje bajo su peso pero está lejos de ceder y una cierta inclinación del suelo le empuja hacia los barrotes metálicos.
Se acerca un poco más hasta que siente el frío del metal en su estómago y tiene una visión completa, sin obstrucciones.
A su izquierda queda la terraza de su propio apartamento. A sus pies, todo el horror de la calle.
En el portal, la banda de ferales ha cesado toda actividad y se encuentra vuelta hacia el incendio con el mismo gesto de total contemplación que el hombre tiene en su cara.
Una buena parte del parque infantil se encuentra anegada por el agua mientras los columpios, empujados por el viento, parecen entretener a los fantasmas de niños que alguna vez se divirtieron allí.
La puerta del conductor del Renault Scenic se sacude violentamente mientras la lluvia arruina la tapicería más allá de toda recuperación.
La sangre de sus ocupantes ha desaparecido completamente del asfalto pero puede apreciar algunos restos humanos en el lugar en donde los desdichados fueron abatidos por los ferales. Una mano humana atrapada en la boca de un sumidero.
El incendio no es tan virulento como el hombre pensó en un primer momento y parece remitir bajo la persistente lluvia que golpea con fuerza el corazón de las llamas. Las lenguas de fuego se han apoderado de los primeros edificios de la calle y ascienden por las paredes exteriores como enredaderas.
El hombre no tiene la impresión de que las llamas hayan entrado todavía en el interior, con todas esas ventanas cerradas ejerciendo de cortafuegos. Sin embargo, el PVC de alguna de las persianas ya se encuentra inflamado y amenaza con hacer saltar los cristales.
—¡Dios mío! ¿Qué estás haciendo?
El hombre se había olvidado por completo de la mujer quien, despertada por el viento y la lluvia, destacaba en el umbral de la terraza contemplándolo con ojos espantados.
Arrancado de su encantamiento, se vuelve para mirarla sin saber muy bien qué decir. Las palabras no acuden a su boca y se le forma un terrible nudo en la garganta. De repente, es muy consciente de toda la humedad, de todo el viento a su alrededor, y se estremece. Reflejos rojizos inundan su rostro y le confieren un aspecto diabólico.
—Realmente tendremos que salir ahí afuera, ¿verdad? —Afirma la mujer mientras contempla las llamas. El hombre se limita a asentir con la cabeza.
—¿No crees que vaya a venir nadie a rescatarnos?
—Creo que si fuese así, ya deberían haber llegado.
—Quizás lo estén intentando. —Replica la mujer desesperada.
—O quizás estén metidos en la misma mierda que nosotros. —Contraataca el hombre con tenacidad—. Estamos solos. Sé que lo estamos.
La mujer observa con tristeza el fuego que invade su barrio y regresa al interior de la vivienda sin decir nada más.
El hombre se une a ella y se deja caer en el sofá mientras la mira encender un diminuto cabo de vela.
Bajo la mortecina luz puede distinguir que el volumen de víveres y herramientas que dejaron encima de la mesa del salón ha aumentado.
Una mochila repleta de latas de conserva y botellas de agua. También hay una lámpara de acampada y una nueva lanza improvisada con una barra de cortina de sólida madera y un cuchillo de hoja robusta y que parece muy afilada.
El hombre la interroga con la mirada.
—Mientras estabas inconsciente inspeccioné por mi cuenta los apartamentos que faltaban y encontré algunas cosas de utilidad. —La mujer explica encogiéndose de hombros como si tal cosa.
El nudo en la garganta del hombre parece solidificarse y las lágrimas acuden libres a sus ojos.
Lo último que ve antes de que la humedad le impida distinguir nada más, es la cara de la mujer contemplándolo con una calma casi religiosa.
• • •
Aguardan al amanecer para poner en práctica la segunda parte del plan. No tienen tiempo que perder.
Las escaleras del edificio constaban de dos tramos con forma de navaja y angostos rellanos en cada piso y descendían tres plantas hasta la calle.
Como casi todas las escaleras de interior modernas, cumplían también la función de escaleras de emergencia.
Dado que la mayoría de los vecinos acostumbraban a hacer uso de los ascensores en su día a día, las abandonadas escaleras se habían convertido en el lugar preferido por los adolescentes del Bloque C para fumar marihuana y guarecerse del frío y de la lluvia en invierno. Toscos graffitis con dibujos obscenos y declaraciones de amor así lo atestiguaban.
La idea principal consistía en inspeccionar el hueco de las escaleras en busca de infectados y descender al piso inferior, usando un grueso colchón a modo de escudo para empujar y protegerse de quienes saliesen a su paso. Luego arrojarían al primer nivel de escaleras la mayor cantidad de muebles que pudieran, esperando que formasen una barrera infranqueable e impidiesen que los ferales ascendieran desde la primera planta.
No era un plan perfecto pero no se les había ocurrido otro mejor.
Armados con los cuchillos enastados, pues la escopeta de caza resultaba demasiado pesada e incómoda de usar, se dirigen a la puerta de acceso. Han arrastrado hasta el lugar un robusto colchón de plaza y media, un modelo de Flex con el conocido sistema de muelles que era más sólido que sus hermanos modernos de látex o espuma viscoelástica.
El hombre no quería que se atorase contra las paredes y les impidiera avanzar con firmeza y por eso había escogido ese colchón en concreto.
Aunque no puede dejar de pensar con amargura que él no se está sintiendo precisamente Flex en esos momentos.
Después de consultar con la mirada a la mujer, el hombre se ajusta las gafas de sol con las que se protege los ojos de posibles salpicaduras de sangre y se agacha para apoderarse del destornillador que atranca la puerta y lo arranca con la mano.
Entonces, abre muy despacio la puerta.
El primer infectado que se arroja sobre ellos, cae desplomado con un ojo ensartado por el cuchillo del hombre. Vestido con el mono de trabajo de una compañía de instalación de calderas, el monstruo se desploma como un fardo. Un hilillo de sangre y fluidos lacrimales resbala por la hoja del cuchillo y gotea en el suelo.
Sin molestarse en apartar el cadáver, el hombre pasa por encima del cuerpo con la intención de bloquear el hueco de las escaleras con la compacta carcasa del colchón. Puede sentir la caja torácica del infectado ceder bajo su peso cuando afianza los pies sobre el cadáver.
Inmediatamente, otro feral asciende desde el piso inferior y arremete contra ellos.
A duras penas pueden aguantar el empellón.
El hombre se rehace y empuja el colchón con todas sus fuerzas hasta sentir cómo el asesino pierde pie y cae rodando escaleras abajo.
Sin vacilar, avanzan a trompicones los siguientes escalones y, al mismo tiempo que el feral recupera la verticalidad y se dispone a atacar de nuevo, la mujer lanza su brazo entre el colchón y la pared y le inserta la punta de su cuchillo en la garganta.
El palo de escoba, engrasado con la sangre infectada, resbala entre sus manos cubiertas por los guantes de fregar.
El hombre no puede reprimir un escalofrío involuntario al pensar en toda esa sangre contagiosa.
La mujer trata de recuperar su cuchillo pero el hombre la grita que lo deje y siga empujando.
Vistos así parecían dos formidables espartanos resistiendo los embates del ejército persa, pero él no se sentía como el héroe Leónidas y, desde luego, esperaba que su desenlace fuera completamente diferente al que aconteció en las Termopilas. La mujer, con la bandana rosa cubriendo su cara tampoco daba el papel de una majestuosa Gorgo.
Al principio había parecido una buena idea utilizar el colchón como falange protectora pero en cuanto llegaron al primer recodo de las escaleras, ambos caen en la cuenta de su error.
Girar el enser por la esquina del rellano sin exponerse a un arañazo o un mordisco infeccioso resultaba casi imposible.
El hombre puede contar hasta tres ferales intentando alcanzarles con sus manos como garras. Afortunadamente, desde su desventajosa posición no pueden arremeter con toda la fuerza de que son capaces y con ahínco los mantienen a raya.
El más pesado de los ferales, una mujer latinoamericana con el tamaño de un Smart, levanta los brazos por encima de su cabeza y comienza a embestir con insistencia el centro del colchón.
Al otro lado, el hombre puede ver los rollizos brazos escarados y oler el tufo que desprenden. A duras penas reprime una arcada involuntaria y sigue sujetando el colchón con firmeza.
—¿Qué hacemos ahora? —Pregunta la mujer resollando por el esfuerzo. No podrán seguir así por mucho más tiempo.
—¡Nos van a tirar!
El hombre se ha dado la vuelta y resiste las acometidas con la espalda completamente apoyada contra el colchón. La mira desesperado sin saber qué responder, gruesas gotas de sudor resbalan por su rostro.
Entonces la mujer hace lo impensable. Da un paso atrás y deja de empujar, rindiéndose a una muerte segura.
Un paroxismo de terror se apodera del hombre cuando la secuencia se reproduce en sus retinas. Al mismo tiempo, un doloroso estallido de dolor le dobla el espinazo en el preciso instante en el que la obesa latinoamericana embiste contra el colchón y consigue traspasarlo. Por culpa de su mal calculado ímpetu, la feral se precipita hacia el suelo, y entonces la mujer aprovecha la oportunidad para clavar el cuchillo en su nuca.
¡Otro menos!
El sordo grito de júbilo escapa por los labios apretados del hombre. De uno en uno y en la angostura de la escalera, la fuerza de los ferales resulta cualquier cosa, menos una ventaja.
El hombre aprovecha el momento y empuja con un esfuerzo sublime hasta conseguir pasar la totalidad del colchón por el recodo. Ahora casi puede ver la puerta de acceso a la siguiente planta. Está cerrada y eso les favorece, pero el hombre puede oír con toda claridad el estruendo que, desde la calle, la horda de ferales está haciendo mientras intenta echar abajo la pesada puerta del portal.
Con energías renovadas, la pareja consigue llegar hasta el rellano de la tercera planta y seguir empujando a los últimos ferales hacia el siguiente tramo de escaleras.
El sudor resbala copiosamente por la cara del hombre y siente que la fuerza de sus brazos comienza a abandonarle. La urgencia de acabar con los ferales que quedan en pie es ahora perentoria.
—Asegúrate de que la puerta está cerrada. —Le pide a la mujer, instantes antes de pivotar sobre sí mismo y, balanceándose sobre el pasamanos de la barandilla, insertar su propio cuchillo enastado en el oído del feral que tiene más cercano.
El monstruo aparta la cabeza con un espeluznante alarido y un enorme géiser de sangre brota con violencia salpicando la pared, pero se mantiene en pie chillando como un cerdo degollado.
Agarrando el arma como un archero, el hombre ataca por segunda vez y consigue atravesar el pecho del infectado, callándolo para siempre.
El feral se derrumba arrastrando a su compañero escaleras abajo en una maraña de miembros y ropas cochambrosas.
El hombre había notado con anterioridad la característica de que algunos ferales perdían considerablemente su masa corporal y que sus ropas terminaban colgando descuidadas de sus esqueléticas carcasas.
Sin perder ni un instante de tiempo, el hombre suelta el colchón y se abalanza sobre los bultos caídos, el cuchillo alzado sobre su cabeza, para atravesar al último feral de parte a parte.
La lucha por la escalera había, finalmente, concluido.
¡La tercera planta era suya!
Ahora tan solo se escucha el pesado resollar del hombre y un eco sordo que sube por el hueco desde el portal.
Los crujidos de la estructura de metal de la puerta se hacen cada vez más ominosos y se puede sentir cada sacudida en los cimientos mismos de la casa.
No les queda demasiado tiempo, está bastante claro que no podrán escapar por ahí y que no tendrán tiempo de alcanzar el segundo nivel antes de que los ferales echen la puerta abajo.
Con el aliento recuperado y la ayuda de la mujer, consigue arrojar el colchón por el hueco y detrás van los cuerpos de los ferales abatidos.
El hombre los observa golpearse contra la barandilla mientras se precipitan hacia las plantas inferiores.
Al batiburrillo formado por los restos de infectados y el colchón, se le unen un buen puñado de sillas, dos enormes sofás y dos pesadas mesas de comedor.
Cuando terminan han conseguido levantar una intrincada barricada de patas de madera y aluminio difícil de sortear, salvo que uno tuviese a mano una sierra mecánica, y que parece lo suficientemente sólida como para impedir el acceso desde las escaleras.
Y entonces, descansan por primera vez.
• • •
La tarde avanza inexorable en el exterior y una mortecina luz se apodera del barrio.
Mientras, el fuego del incendio ha remitido casi por completo por la lluvia y un espeso humo negro se desprende de los objetos calcinados.
Un violento y sucio torrente de agua avanza por la calle arrastrando todo lo que se encuentra a su paso. Si no está anclado al suelo o sujeto de alguna forma al suelo, pasa a engrosar la lista de objetos flotando avenida abajo.
Restos de vehículos y enseres ennegrecidos se convierten en poderosos proyectiles que impactan contra las paredes de los pisos más bajos amenazando con echarlas abajo.
Al principio de la calle hay una pequeña tienda de ultramarinos regentada por un matrimonio catalán. Ambos orgullosos de serlo y portando su idiosincrasia por bandera. Un enorme tronco de chopo, arrancado de la avenida principal, había golpeado con fuerza el escaparate y acabado por incrustarse entre dos estanterías vaciadas de productos.
Desde su atalaya tras la máquina registradora, el cadáver del propietario, que se había parapetado en la tienda para disuadir a los saqueadores, contemplaba con ojos vidriosos cómo el agua amarronada convertía en recuerdo el esfuerzo de toda una vida y acababa por anegar toda la tienda.
En el portal, las primeras lenguas de agua alcanzan a los infectados quienes no parecen darse cuenta de lo que se les viene encima.
En un último empellón colectivo consiguen hacer saltar la puerta de sus goznes y se precipitan hacia el interior del vestíbulo como una marabunta.
El agua los sigue, buscando los sitios naturales donde extenderse.
Entre la confusión de escombros y extremidades, los primeros ferales alcanzan la barricada de muebles y la sacuden con salvajismo. La enredadera de sillas y sofás parece resistir las tentativas.
A su alrededor, el nivel del agua comienza a subir y les cubre las pantorrillas.
Pero los infectados eran tenaces. Su cuerpo y alma estaban poseídos por el virus y este no había resistido el paso de milenios permitiendo que los infectados capitulasen con facilidad en su misión de dispersarlo.
Tres mil años atrás, los microorganismos eran la especie dominante en la Tierra y el virus había retallecido para reclamar el título de nuevo.
No busques una motivación racional en ello o una elaborada conspiración terrorista parida por una siniestra mente criminal. Tampoco había sido un error de laboratorio o un arma militar secreta escapada de control. El responsable había sido tan solo, el instinto primigenio de perseverancia del virus, más poderoso que cualquier otra motivación. Dicho instinto había permitido al virus, resurgir y propagarse de nuevo.
El virus usaba a los infectados como sus apéndices, esta era la única razón por la que todavía los mantenía con vida y sus cuerpos no habían sucumbido bajo las inclemencias de la enfermedad que los poseía.
Los ferales eran sus organismos vectores, encargados de la dispersión y a través de las sinergias surgidas en la colectividad infectada, el virus era capaz de teledirigirlos y, de algún modo, sentir que seguía habiendo seres humanos sanos en el edificio.
Por ello sabía que era el momento, por decirlo alguna manera, de apretar un poco más el puño y conseguir finalmente su infestación.
La excitación que sienten los ferales junto a la barricada aumenta unos grados más en su interior y contagia al resto de infectados que se encuentran diseminado por el vestíbulo inundado.
• • •
En el resto del planeta, millones de infectados sienten una excitación similar cuando se encuentran en las proximidades de un ser humano sano y redoblan sus esfuerzos por infectar a los escasos supervivientes que pueden encontrar.
En ese mismo momento, en Castelnau, un pequeña localidad del Pirineo francés, la población al completo consigue rodear en la plaza al único habitante sin contagiar que quedaba. Y junto a un bonito pozo empedrado, el último castellvienés es atrapado y sumado al ejército de infectados.
A miles de kilómetros de distancia, en la Australia meridional se extiende la Cordillera Flinders, un paisaje agreste de espectacular belleza, visitado únicamente por los aborígenes y los turistas. Ahora, la horda de ferales que se formó en Adelaida y que viaja hacia el norte dispersando el virus por el país, arrolla bajo sus pies furibundos un campamento de aficionados al montañismo.
Una situación similar sucede en China, donde de momento, la Gran Muralla había conseguido detener la oleada de infectados que se desplazaba desde Beijing a los cuatro vientos. Sin embargo, incluso el majestuoso monumento de cuatro siglos de antigüedad terminará sucumbiendo bajo la fuerza bruta de millones de infectados.
En los Estados Unidos, aparecieron tres focos simultáneos en Nueva York, Filadelfia y Los Ángeles.
Debido a la proximidad geográfica de los dos primeros, la ola de infectados que se formó en el nordeste del país era tan voluminosa que su masa era perfectamente discernible desde la EEI (Estación Espacial Internacional) mientras se desplazaba hacia los estados vecinos.
Los seis miembros de la Expedición 21, compuesta por un comandante y cinco ingenieros, no terminaban de entender qué es lo que están observando desde el módulo MPLM (Módulo logístico multipropósito) Michelangelo.
El Michelangelo era el primer MPLM habitable pensado para transportar los primeros turistas espaciales que visitarían la EEI. Tras el fin del programa del transbordador espacial en 2010, la NASA había pensado que sería una buena manera de capear la crisis si permitía las visitas de personal civil a la Estación y no se había equivocado, las primeras cinco expediciones programadas habían colgado el cartel de «sin entradas» en menos de una semana y estamos hablando de precios que rondaban el cuarto de millón de euros.
Ninguno de los tripulantes que se encontraban acondicionando el Michelangelo pensaba en esos momentos en tal cosa, mientras contemplaban la enorme mancha negra que formaban los millones de infectados de Nueva York y Filadelfia, diseminándose hacia los estados de Ohio y Virginia.
En la otra costa, algo similar sucedía en California, aunque a una escala mucho menor, y la oleada de ferales se expandía desde Los Ángeles hacia el norte, en dirección a San Francisco y el estado de Oregón.
Hacia el sur, una segunda ola se dirigía en dirección a Arizona y la frontera mexicana.
Por primera vez en la historia, unas semanas antes, el flujo de inmigración se había revertido y el país azteca había tenido que poner en marcha su propia versión de la Operación Guardián, para detener el paso de los ciudadanos estadounidenses que huían de la epidemia.
Y por primera vez también, los mexicanos habían agradecido a Dios el levantamiento del muro fronterizo construido para impedir el paso de ilegales a los Estados Unidos. Un millar de kilómetros de valla de acero y cemento, separada en distintas secciones, que se extendía a lo largo de los tres mil kilómetros de frontera.
El Muro, como se le conocía popularmente, conseguiría detener la expansión de la oleada feral norteamericana que iba tras los pasos de los emigrantes yanquis.
Al menos, por algún tiempo.
Porque a bordo de un jet de la compañía aérea Lufthansa, un elevado número de infectados había aterrizado en el aeropuerto de México D. F. La policía nacional del D. F. se había empleado con contundencia, disparando primero y analizando la sangre después, en un vano intento por contener la propagación. Un plan sencillo pero efectivo. O eso creían. Para cuando se dieron cuenta de su error, la tercera ciudad con la población más grande del mundo había terminado por generar una de las oleadas de infectados más impresionantes, que se dirigió hacia el norte extendiendo el virus por la Norteamérica azteca como un reguero de pólvora.
Ni la policía de fronteras, ni el Muro conseguirán detener, en esta ocasión, la marejada de infectados que cruzaba el desierto portando el virus sobre sus espaldas mojadas.
Los patrulleros y los racistas de ultraderecha que vigilaban los pasos más comunes nunca imaginaron que se verían atrapados entre dos ejércitos.
De un lado, la ola de ferales estadounidenses y, del otro, la mexicana.
Los cientos de túneles excavados por los coyotes para ayudar a los inmigrantes ilegales a sortear la valla se convertirán en vomitorios del infierno.
Y para cuando ambas olas de infectados se junten, ya no quedará nadie con vida o sano en ambos territorios.
Mientras, en el interior de los Estados Unidos, un cuarto brote aparece en el estado de Nebraska y comienza a aumentar sus números exponencialmente.
Finalmente, escenas parecidas se sucedían en Buenos Aires, Santiago de Chile y en Panamá. Muy pronto, toda Latinoamérica, salvo las zonas montañosas y selváticas de difícil acceso, estará bajo el dominio del virus.
La humanidad se encontraba a un paso de la extinción total.