OCHO

Por última vez movemos la manivela, sin fuerzas ya, sin ganas. Sin tiempo. Esta vez no hacemos retroceder la película sino que giramos hacia delante, en un último impulso: el futuro. Qué futuro. Pasan los años, rueda de nuevo el cielo sin fijar el día o la noche, se confunden las estaciones, las nubes se agrupan, desprenden, trazan espirales, bandadas cruzan el planeta de norte a sur y vuelta, unos árboles crecen y otros arden para con su ceniza fertilizar el suelo y reiniciar el ciclo inalterable desde hace milenios, caen edificios y sobre sus ruinas se cimientan otros, lenguas de asfalto devoran el campo y horadan montañas, y en la aceleración vemos cómo el tiempo nos moldea sin descanso, cada uno proyecta ahora una fotografía suya actual y la va descomponiendo en unos segundos que son años: la frente se amplía, los ojos se entierran, los labios se afinan, las mejillas se aflojan, manchas de vida en la piel, surcos que tiran de la boca hacia abajo, y si abrimos el plano vemos nuestros desplazamientos cada vez más lentos, ese correr sin detenerse que va perdiendo fuerza, más despacio aunque más ansioso, y hacia dónde: no vemos nada, no hay paisaje, ni siquiera suelo, somos figuras avanzando por un enorme espacio en blanco, como un croma sobre el que insertar el futuro. Qué futuro. El que esperábamos, el que deseábamos, el que nos prometieron, para el que fuimos educados, un futuro sin sobresaltos, con hijos que crecen y heredan nuestros anhelos; parejas reemplazadas hasta que se convierten en definitivas y envejecen a nuestro lado; casas sin deudas, sin muebles baratos, consolidado el ajuar de décadas, como un museo de todo lo vivido, los recuerdos traídos de tantos viajes, el buen gusto de la experiencia y que encuentra un poder adquisitivo a su medida, la pared de la gran cocina empapelada por las etiquetas de todos los vinos que descorchamos juntos. Un futuro como recompensa, que nos broncearía la piel en invierno y nos restauraría minuto a minuto todo el tiempo que durante años malvendimos para llegar hasta allí. Pero la imagen se deforma, tiene interferencias de otro futuro que acaba imponiéndose en la pantalla como una niebla chisporroteante, de canal perdido: ese otro que masticamos algunas noches al acostarnos, el que nadie nos advirtió y que todavía no sabemos nombrar, que cuelga del aire como una masa de materia oscura, sin reconocer su forma. Creemos saber a qué no se parece: no esperamos acabar buscando comida en un contenedor, ni durmiendo en un albergue, ni raspando el moho de alimentos, ni perdiendo los dientes por pudrición; creemos que no, ninguno de nosotros se ve en esos futuros para los que sí hay recursos visuales hoy, pensamos en que siempre habrá algo que nos sostenga para no caer del todo. Pero entonces qué, cuál será el nuestro, a qué se parecerá nuestra vida. La pregunta gira en el círculo que formamos, como la bola de una ruleta que rebota ruidosa pero no llega a detenerse en ningún número, que cae al centro y rueda unos segundos en vueltas cada vez más cerradas y veloces hasta desaparecer por un agujero. Después silencio. El futuro. Y dónde la habitación oscura, esta o la que podamos abrir cuando nos la cierren, acaso seguiremos escondiéndonos y nos haremos viejos en una habitación así, oleremos el desgaste de la carne al acercarnos, el aliento cada vez más fermentado, escucharemos las respiraciones duras. Querríamos detener el proyector, revertir su marcha, regresarlo hacia atrás, a un momento anterior que todavía late cercano, tanto que nos hace creer que no se ha perdido del todo, que aún es posible apresar su estela, y por eso no queremos romper nada, para que siga siendo posible ese regreso. Otros sí: Silvia, Jesús, ellos sí querrían reventar la pantalla, encontrar la pared al otro lado del cristal y golpearla también, pero nosotros no, reconozcámoslo: mantenemos la esperanza de que todo vuelva a ser como antes, preferimos esperar. Y si no hay retorno, querríamos al menos congelarlo, fijar este instante y habitarlo para siempre, este presente que por malo que sea nos parece preferible a cualquier porvenir, quedarnos aquí, en este tiempo que pese a todo aún nos permite la risa y el descanso.

Esta vez no íbamos a consentir bajar a la habitación oscura con Silvia ni Jesús, esta vez no queríamos ser hipnotizados: exigíamos verles la cara, las palabras saliendo de sus labios, poder preguntar y replicar mirándoles a los ojos y no como si hablásemos con un fantasma. Nos presentamos unos cuantos el martes por la tarde, pero solo encontramos a Jesús. No estaban Silvia ni los otros del grupo, solo él, sentado ante su ordenador. No se sorprendió al vernos irrumpir en el local. No necesitó escucharnos, sabía por qué estábamos allí, también él conocía las noticias, y por eso habló antes de que nadie preguntase: no os creáis nada, es una trampa, dijo con expresión de fastidio, como espantando una mosca con sus palabras. Y añadió: nos echan mierda para que dudemos de nosotros mismos, para que alguno nos denuncie, pero no os creáis nada. Lo que según Jesús no debíamos creernos era la noticia difundida esa misma mañana en todos los medios: la policía estaba tras la pista de un grupo de delincuentes que se dedicaba a controlar webcams para robar vídeos comprometedores con los que luego intentaba chantajear a los grabados, en su mayoría altos directivos, sobre todo de una importante entidad financiera que era la más afectada por la intrusión. Todos habían recibido en la última semana un correo anónimo con el vídeo, acompañado de una exigencia de dinero a cambio de no publicar las grabaciones. Las peticiones iban desde los tres mil a los diez mil euros, y sospechaban que había más casos que todavía no habían sido denunciados por miedo. Hacían un llamamiento a la colaboración ciudadana, y daban un teléfono y una dirección de correo donde se podía denunciar con garantía de anonimato si alguien tenía alguna pista que condujese a la detención de los delincuentes. Por último, recordaban las penas de cárcel a que se arriesgaban los autores, y añadían que quienes tuviesen conocimiento del delito y no lo denunciasen serían considerados encubridores. No os podéis creer toda esa basura, dijo Jesús. Toda esa historia del chantaje es un invento. Sí, hemos hecho un primer envío de correos con el material que ya teníamos, y algunos lo han denunciado, pero todo eso del chantaje es falso, es un invento policial. Quieren dividirnos, que desconfiemos entre nosotros, para que alguno tenga miedo y denuncie a los demás. No pensaréis que estamos pidiendo dinero, ya os contamos de qué iba esto, no chantajeamos a nadie. Dónde están Silvia y los otros, preguntó uno de nosotros, pero él no atendió la pregunta y continuó: todo esto es la prueba de que están nerviosos, de que hemos hecho daño, y como dan palos de ciego sin encontrarnos, están intentando otra estrategia: dividirnos, hacernos dudar, que alguien nos traicione. Nos miramos unos a otros, esperando que alguno pusiese palabras a lo que todos pensábamos: y qué pasa con nosotros. Qué pasa con vosotros, preguntó Jesús. Nos miramos hasta que uno asumió la función de portavoz: si la policía os acaba pillando, irán también a por nosotros que no hemos hecho nada pero os hemos encubierto. Jesús buscó su tono más amable: repito que no nos van a pillar, estad tranquilos, la acción ya ha terminado, al menos en la primera fase, no vamos a seguir abriendo puertas hasta que todo se calme, y no tienen ninguna pista, enviamos los correos mediante la red Tor, que hace que el mensaje pase por varios servidores y es imposible rastrear la IP de origen; su única posibilidad sería que alguien se fuese de la lengua, pero eso no va a pasar. Después, nos dedicó una sonrisa que parecía una mano acariciándonos la cabeza, y habló con suavidad: os entiendo, estáis asustados, de repente os habéis imaginado en la cárcel, o pagando una multa que os arruina, eso es lo que quieren, que tengáis miedo, que alguno flaquee, pero eso no va a ocurrir, verdad. Y ante nuestro silencio repitió, más afirmando que preguntando: eso no va a ocurrir, verdad.

Si pudiésemos volver atrás, hasta dónde iríamos. Cuál sería el momento decisivo, cuándo tomamos el camino irreversible que nos trajo hasta hoy. Tal vez el gesto de Pablo, al que todos le empujamos o al menos nadie le frenó: si ahora pudiese desclavar la USB del ordenador y que regresase el veneno a su interior. O aun antes: si no hubiésemos aceptado la propuesta de Jesús para meter mierda en aquel ordenador, si en cambio hubiésemos convencido a María para denunciar a su agresor, si cualquiera de nosotros hubiese puesto la denuncia. Pero habría sido también una forma de elegir, y quién sabe hasta dónde nos habría conducido ese otro camino, quizás todo habría sido más complicado y habríamos terminado igualmente aquí, escondidos, esperando un final todavía más terrible para esta historia. Más atrás entonces, rebobinar hasta el día en que Silvia nos enseñó los vídeos aquí mismo, en la habitación oscura. No vale como defensa alegar que nos sedujo, que nos hechizó; podíamos haberle dicho en ese momento que no estábamos de acuerdo, que aquello era un delito, que era demasiado peligroso, incluso podíamos haberla denunciado entonces, nos habríamos ahorrado todo lo que vino después. Pero aquella proyección era consecuencia de decisiones anteriores, tendríamos que saltar más atrás: no haber permitido que Silvia y Jesús y los otros se reuniesen aquí, usasen el local para su acción, pues ése fue el primer rastro para traer a la policía aquel sábado: una visita que ahora ya dudamos de si fue casual o la provocaron ellos mismos; incluso el tipo aquel, el intruso que atacó a María, por qué creer que supo de la habitación a través de un policía, pudo ser el propio Jesús quien nos lo enviase, para luego ayudarnos a deshacernos de él y contraer así una deuda que al final llevase hasta la USB que Pablo clavó en el ordenador del banco; suena retorcido pero ya todo nos parece posible, la secuencia que desemboca hoy aquí pudo iniciarse en cualquier momento. No debimos compartir el local, no debimos ceder aquel día en que discutimos con Silvia, debimos afirmar nuestro refugio. Pero quién controla la cadena de decisiones, cómo librarnos de este final, tal vez fuese necesario remontar el tiempo más todavía, hasta la decisión original de construir esta habitación oscura. Todo son condicionales: si, si, si. Si no hubiésemos colaborado, si hubiésemos denunciado, si no hubiésemos callado, si no hubiésemos abierto el local, si no hubiésemos creado este refugio, si no se hubiera producido el apagón. Se despliega en la pantalla otra vida, otro camino que desde un segundo antes de aquel apagón nos conduce por un relato paralelo en el que ya no están las noches de los sábados a oscuras, ni las tardes en que escogimos el lateral derecho, ni los encuentros fortuitos ni los encuentros buscados, ni el alivio, ni el cuerpo de Eva sobre un charco de vómito, ni la risa, ni la mano, ni el llanto, ni el grito, ni la furia con que aquel día nos golpeamos, ni el diente de Pablo, ni María aterrorizada en un rincón, ni la voz de Silvia salida de no sabemos dónde, ni este último momento en que estamos otra vez todos, ciegos, callados. Pero es demasiado simple pensar que todo esto dependió de algo tan fortuito como una caída de tensión en la red eléctrica, es ingenuo creer que sin el apagón no estaríamos hoy aquí, que habríamos vivido otras vidas, cuando tal vez estábamos condenados a abrir este agujero tarde o temprano para terminar en él, y quizás son otras las decisiones que nos empujan, que nos arrastran, que nos encierran. Ya es tarde.

Quién denunció, que levante la mano. No tenemos humor ni para una broma así, ni siquiera lo tomaríamos como una broma, habría quien levantaría la mano y se quedaría así, el brazo en alto que nadie podría ver. Quizás todos alzaríamos la mano, que alguien encienda una luz para vernos así de ridículos, sentados y con expresión compungida, la mano apuntando al techo. Fui yo. Yo. Yo. Yo. Qué más da quién denunció, quién llamó o envió el correo delator a la policía, cualquiera de nosotros, todos. Hacerlo era una forma de desandar, de remontar el tiempo aunque no llegásemos muy lejos, de volver a alguno de esos momentos decisivos para revertirlo, aunque sea tarde. Ni siquiera es necesario que ninguno de nosotros haya denunciado, pueden haberlos atrapado sin delación, igual que una vez tiraron del hilo y llegaron hasta aquí, podrían haber tirado de cualquier otro hilo ahora, los muchos flecos que Jesús y Silvia han ido dejando a su paso, nosotros mismos convertidos en una huella gruesa, quién sabe si la imprudencia de compartirlo con nosotros, más que una forma de implicarnos no era en el fondo una manera de pedirnos que los detuviésemos antes de que fuese demasiado tarde, que tirásemos del freno de emergencia nosotros ya que ellos no serían capaces. Qué importa que hayamos sido nosotros, todos queríamos lo mismo: acabar la partida, tirar los dados por última vez y que el resultado nos devolviese a la casilla de salida, girar la ruleta y que la bola encontrase esta vez una casilla donde detenerse, desandar todo el tablero para regresar a lo que fuimos, a lo que esperábamos ser, recoger por el camino de vuelta todo lo arrebatado, lo perdido. Ahora querríamos congelarnos aquí dentro, permanecer el tiempo necesario con la respiración contenida y la sangre solidificada, los años que hiciesen falta hasta el día en que pudiésemos salir afuera y todo hubiese pasado, el mal sueño del que despertar, la vida reanudada donde la dejamos antes de este largo paréntesis. Y para mantener viva esa esperanza necesitamos levantar la mano ahora, como quien da un paso al frente.

La noticia no da muchos detalles: quince detenidos en tres ciudades. No dan nombres, ni siglas, así que es nuestra imaginación la que reconstruye lo sucedido ayer: Silvia sale de alguna reunión de las muchas que tiene durante la semana, llega a su casa y no ve nada extraño en la calle, pero antes de que meta la llave en el portal caen sobre ella dos hombres que la inmovilizan contra la puerta, los brazos duelen al tirar de ellos hacia atrás para ponerle las esposas. Se resiste a entrar, tienen que subirla en volandas por la escalera, no quiere que el niño la vea llegar así, pero en seguida descubre que él no está arriba, ni sus compañeras de piso, y sí media docena de uniformados que terminan de meter en cajas todo lo que sacan de su habitación: el ordenador, carpetas, libros. En varios domicilios se produce la misma operación a la misma hora, ninguno del grupo escapa, tampoco Jesús, en cuya casa entran por la fuerza, sin llamar al timbre, no le dan tiempo a apagar el ordenador ni activar contraseñas, lo que facilitará el trabajo al funcionario que, ya en comisaría, inspeccionará el disco duro e irá abriendo los vídeos, uno tras otro: un hombre masturbándose, una mujer secándose el cuerpo en una habitación de hotel, uno esnifando una raya, otro comiéndose los mocos, uno manteniendo una videoconferencia, y otros que no hacen nada destacable, solo miran a la pantalla, con expresión alelada o concentrada, se rascan la cabeza o se acarician la barba, exhiben tics nerviosos, hablan por teléfono, se hurgan los dientes con la lengua, cambian de postura, teclean, mascan chicle, fuman, comen una galleta, beben café, se frotan las manos, componen en sus rostros expresiones de aburrimiento, de concentración, de enojo, de interés, de fastidio, sentados en sillones de despacho, en camas de hotel, en asientos de tren, en bancos de aeropuerto. Rostros anónimos, que los policías no podrán identificar salvo que el protagonista del vídeo haya puesto una denuncia. Unos pocos directores generales, y el resto subdirectores, directores comerciales, de recursos humanos. No son infantería, pero tampoco el alto estado mayor. Mandos intermedios, oficialidad, ésa es la guerra que libraron Silvia y Jesús; no consiguieron llegar más arriba. Y entre los vídeos encontrados en su ordenador, estará también aquél que Jesús nos enseñó hace dos días, en nuestro último encuentro en el local; el vídeo con el que quiso asegurarse de que no íbamos a denunciarlos. La calidad de la imagen es muy mala, la iluminación es deficiente: la habitación oscura tan solo alumbrada por la luz de una pantalla. Suficiente para que se nos reconozca, al menos a algunos, los que estamos en primera línea y en el centro de la imagen; a los demás se nos adivina detrás, sentados en dos filas, como en un cine. Rostros grisáceos, partidos por la línea de sombra, el brillo de unas gafas, ojos muy abiertos, todos apuntando en la misma dirección: hacia la fuente de luz, de frente, hacia la pantalla cuyo contenido quizás podría verse reflejado en nuestras pupilas si ampliasen la imagen. No decimos una palabra, solo abrimos la boca para subrayar el asombro ante lo que estamos viendo. Y ahora pensamos que, de la misma forma que aquella tarde fuimos grabados por el ordenador mientras Silvia nos enseñaba los vídeos en la habitación oscura, quién sabe si también nos grabó anteayer, mientras Jesús nos mostraba este mismo vídeo, como en un bucle infinito, una sucesión de espejos que se reflejan a sí mismos: grabarnos mientras vemos el vídeo en el que descubrimos que nos estaba grabando mientras veíamos un vídeo. En su disco duro encontrarán todavía otro más, del que también somos protagonistas y que también nos enseñó Jesús en el último encuentro, para blindar sin fisuras nuestra lealtad: esta vez la iluminación es mejor, no estamos en la habitación oscura sino en la planta de arriba. En primer plano está el propio Jesús, que ocupa casi toda la pantalla mientras teclea. A su espalda, sobre sus hombros y su cabeza, se nos ve con claridad a varios de nosotros, mirando hacia abajo, hacia la pantalla. Se oye la voz de Jesús, que habla para nosotros aunque no nos mire: listo, el tipo es un cadáver, no tiene mucha defensa, ni siquiera sabrá por qué le han pillado, pensará que por la propia mierda que ya ha descargado él antes, y si un día llegase a demostrar que alguien metió eso en su ordenador, no tendría motivos para sospechar de nosotros, y para entonces ya se habrá chupado una temporada de cárcel, que no serán precisamente unas vacaciones, los pederastas no encuentran muchos amigos en el patio. A su espalda, nuestros rostros reflejan un espanto que imaginamos similar al que tendríamos anteayer mientras nos enseñaba los dos vídeos de los que éramos protagonistas. Terminó la proyección, y no sabemos si la despedida de Jesús habrá quedado grabada en alguna parte. De ser así, en otro vídeo se verían nuestros rostros estupefactos al oírlo: no os lo toméis a mal, necesitábamos garantías de que nadie se iba a ir de la lengua. Esto es una guerra, y la guerra siempre es fea, sucia. Ahora ya sabéis que estamos todos en el mismo barco, y si uno cae, caemos todos.

En el último momento, mientras oyes con claridad los pasos en la escalera, el crujir de los peldaños, te entra la duda: por qué estás tan convencido de que estamos todos aquí. En qué te basas para suponernos sentados en círculo, en espera de lo que está a punto de ocurrir. Lo crees por el mismo razonamiento por el que has pensado que no eras el único en levantar la mano, que otros también habríamos hecho esa llamada o enviado ese correo. Ahora, al oír el descorrer de la primera cortina, no estás tan seguro: sí, recuerdas respiraciones, roces, pasos, pero cuántas veces creíste estar acompañado y buscaste en vano, como una alucinación sonora. Qué sentido tendría que estuviésemos aquí todos, encogidos, no te parece más probable que nos quedásemos en nuestras casas, que buscásemos mejores escondites que éste, que hoy se convierte en una trampa. Tú mismo, qué haces aquí, por qué has venido, ya es tarde para arrepentirte. Espera, ya se abre la puerta, ahora verás si estamos todos, si estamos solo unos cuantos delatores, o estás tú y nadie más. Cuando la linterna desbarate la oscuridad nos dibujará como una multitud rendida, o te encontrarán a ti solo, encogido en un rincón, como un animalillo asustado, la mano en escudo para apartar el rayo de tus ojos. De pronto quieres tocar, mover las manos en todas direcciones, recorrer la habitación entera para confirmarnos, pero ya no hay tiempo, la claridad empuja por los laterales del cortinaje, espera a que lo descorran como un telón final, no te muevas, aguarda a que llegue la luz.