REC
Una habitación de hotel. Para reconocerla basta el encuadre que muestra la pantalla cada vez que ella se levanta: la cama enorme en la que solo ha destapado la mitad derecha, los almohadones apilados en el otro lado, las lámparas de iluminación suave, la impersonal lámina enmarcada sobre el cabecero, la mesilla de noche, el teléfono gris y el taco delgado de notas con un bolígrafo de plástico. A la izquierda, medio espejo de la puerta del armario refleja un ventanal cerrado con un cortinaje oscuro hasta que ella, en una de las idas y venidas, lo descorre y entra una luz temprana y debilitada por visillos, insuficiente para apagar las lámparas.
Ella: cubierta con una camiseta de pijama de manga larga, por abajo solo unas bragas blancas. El rostro sin maquillaje, bolsas bajo los párpados. El pelo recogido en una pinza detrás, despeinado y con un brillo sucio. Se sienta frente a nosotros, teclea sin mirar a la pantalla, se acerca mucho para leer, con ojos miopes, hasta que se pone unas gafas de armazón invisible cuyas lentes reflejan el colorido de una página web. De fondo escuchamos el televisor, un canal de noticias.
Cada pocos segundos se levanta y deambula por la habitación, abre el armario, saca un pantalón que extiende sobre la cama, desaparece hacia la izquierda y regresa en seguida para volver a teclear algo sin siquiera sentarse. Suena su teléfono y atiende la llamada desde fuera de plano, oímos sus respuestas monosílabas, regresa y se sienta otra vez, adelanta la mano derecha hacia lo que suponemos el ratón táctil, con la otra mano sujeta el teléfono y asiente con la cabeza, se muerde el labio inferior y vuelve los ojos hacia el techo, como si quisiera indicarnos que su interlocutor es insoportable.
Una de sus salidas de plano dura más que las anteriores, ocho minutos en los que oímos el agua correr. Después regresa envuelta en una toalla que le cubre desde las axilas hasta el arranque del muslo, y otra más pequeña como turbante. Se sienta frente al ordenador, vemos sus hombros salpicados por gotas brillantes, regueros bajan desde el cabello.
Se levanta y, como si nos lo dedicara, se suelta la toalla. Vemos su pubis oscuro, los pechos flojos, el culo muy blanco cuando se gira para buscar en el armario unas bragas, un sujetador, el pantalón sobre la cama, prendas que se va vistiendo sin prisa, aprobándolas en el espejo.
Se sienta otra vez, deshace el turbante y refriega la toalla contra la cabeza, luego sale para regresar al instante con un cepillo. Se peina sin dejar de mirarnos, arruga la nariz cada vez que un enredo se resiste.