SIETE

Ahora es muy fácil señalar los errores del pasado, decir cómo teníamos que haber actuado. Pero aquel martes ninguno de nosotros se opuso a la propuesta de Silvia y Jesús. Acudimos a ellos no para pedirles un favor, sino para exigirles que se hiciesen cargo del problema que ellos mismos habían creado: por su culpa vinieron los policías aquella vez, y debía de ser uno de ellos el que, tras vernos en la habitación oscura, se lo habría contado a aquel animal que acabó atacando a María. Sin discutir, Jesús y Silvia aceptaron su responsabilidad, ofrecieron una solución, y nosotros la aprobamos, qué otra cosa podíamos hacer. No estábamos todos, es cierto: varios se quedaron acompañando a María en su casa, que no se atrevía a estar sola, pero tampoco ellos habrían discrepado, y cuando supieron la solución elegida estuvieron de acuerdo, María la primera, que no tenía muchas opciones desde el momento en que se negó a presentar una denuncia. Ahora es fácil decir que debimos convencerla para que fuese a una comisaría, previo paso por el hospital donde obtener un parte médico aunque solo fuera de los moratones en las muñecas, pues no tenía más daño que exhibir, y eso también la frenaba: qué voy a contar a la policía, que tenemos una habitación oscura donde nos metemos a follar, que además yo misma le di una llave, incluso puede decir que éramos amigos, que estuvo en la peluquería y le corté el pelo y no dije nada a mi jefa, quién iba a creer a una mujer que tiene sexo a ciegas y que da una llave al primero que se le cruza, es su palabra contra la mía, no tengo ninguna lesión; no estoy dispuesta a pasar por algo así, llevo las de perder y, a cambio, si lo denuncio, tanto si lo condenan como si sale limpio, se convertirá en una amenaza de por vida. Por eso la idea de Jesús nos pareció válida, y no vimos los riesgos, o si los vimos no les dimos tanta importancia. Le observamos mientras tecleaba en el teléfono del tipo durante varios segundos, hasta que habló: estamos de suerte, ha bloqueado la tarjeta pero nos ha dejado una puerta abierta. De par en par. Tenía guardadas sus contraseñas de correo y redes sociales, así que ahora será muy fácil colarnos en su ordenador de casa, e instalarle una RAT, una herramienta de acceso remoto para manejarlo como si estuviésemos sentados ante su equipo. Una vez dentro, el plan de Jesús era tan simple como contundente: meterle mierda, mucha mierda, de la peor, enterrarlo en mierda; llenar su disco duro de basura, archivos sucios descargados de los sitios más infames: fotos y vídeos de menores violados, palizas a prostitutas grabadas por los agresores, niñas asiáticas obligadas a tocarse unas a otras vestidas de putas, bebés penetrados; imágenes robadas a adolescentes que se retrataban con el móvil desnudos, empalmados, en posturas aprendidas en el porno y que les costarían años de ciberacoso; críos grabados mientras dormían por algún familiar, tal vez el propio padre, que les bajaba los pantalones y manipulaba sus penes pequeños o les hurgaba la vulva lampiña con un dedo y con la otra mano sostenía la cámara. Jesús nos asomó a aberraciones que hacían que algunos volviésemos la cabeza, no él, que usando la wifi de un vecino fue abriendo enlaces, páginas, descargas de archivos que siempre tenían títulos inocentes, de películas populares o series de televisión. Nos mostraba unos pocos fotogramas y los cerraba para después colocarlos en el ordenador del otro, en una carpeta camuflada y escondida entre el árbol de documentos, con las fechas modificadas para aparentar meses de descargas y visionados. Mientras el material se copiaba, tomó sus cuentas de correo para darle de alta como usuario en webs extranjeras de intercambio de mierda. Mientras entraba y salía de su ordenador nos contó que el tipo era escoria, que su disco duro apestaba ya antes de tocarlo, que tenía bastante mierda por sí mismo, tal vez no delictiva pero sí lo suficientemente repulsiva como para hacer verosímil la presencia de esos otros archivos, era un consumidor voraz de porno extremo y cada vez necesitaba experiencias más fuertes, su disco duro y su historial de navegación remitían a decenas de contenidos donde se escenificaban prácticas parafílicas de todo tipo, culos ensanchados por un puño enguantado, mujeres penetradas por perros, hombres que se hacían cortes en la verga con una cuchilla, y sobre todo muchas jóvenes disfrazadas de niñas, tal vez algunas de ellas menores de verdad, con uniformes escolares y ropa deportiva y coletas y labios rojos y pecas y chicle en la boca, que estudiaban juntas en dormitorios infantiles hasta que empezaban a besarse, tocarse, desnudarse, lamerse, masturbarse, o eran asaltadas por hombres que las penetraban y les eyaculaban en la cara. Mientras veíamos los fragmentos en el abrir y cerrar de vídeos recordábamos, aunque nadie lo nombrase todos recordábamos que aquel tipo había estado entre nosotros, sus manos sobre nuestros cuerpos. Nos lo pone muy fácil, dijo Jesús, si le diésemos tiempo él mismo habría acabado llenándose de mierda y algún día lo pillarían sin necesidad de este empujón. El último peldaño era convertirlo en distribuidor, no era bastante con que consumiera, no buscábamos solo una multa, así que Jesús tomó unos archivos de los ya descargados, y con su perfil de usuario los fue repartiendo por unos cuantos foros, extranjeros la mayoría; también usó su nick habitual en sitios donde ya era visitante frecuente para ofrecer enlaces con mierda a otros foreros. Una vez construido el monstruo, solo quedaba enviar un correo a las direcciones de denuncia de la Policía y la Guardia Civil: Jesús ocupó un instante otro acceso a Internet del vecindario, y creó una cuenta de correo anónima para desde ahí mandar un mensaje denunciando la existencia de un archivo repugnante alojado en una web de descargas, un anzuelo infalible, el hilo del que tirar para llegar a ese ordenador podrido donde los investigadores encontrarían toda la basura sin mucho buscar, la colocada por Jesús y la que el tipo ya tenía y que daría contexto y verosimilitud a la delictiva. Listo, exclamó, rematando con un golpe de dedo sobre la tecla Intro, como quien aprieta un botón y envía un misil: el tipo es un cadáver, no tiene mucha defensa, ni siquiera sabrá por qué le han pillado, pensará que por la propia mierda que ya ha descargado él antes; si un día llegase a demostrar que alguien metió eso en su ordenador, no tendría motivos para sospechar de nosotros, y para entonces ya se habrá chupado una temporada de cárcel, que no serán precisamente unas vacaciones, los pederastas no encuentran muchos amigos en el patio. El último comentario nos dejó a todos en silencio, nos miramos abrumados, como sintiendo de repente la responsabilidad, pero apenas se levantó una voz para preguntar: esto ya lo has hecho otras veces, verdad. Jesús sonrió: no digas tonterías, quién te crees que soy; deberíais darme las gracias, os he quitado de encima un problema, y ahora podréis seguir con vuestra habitación oscura sin que os molesten. Dicho lo cual, bajó de golpe la pantalla del portátil, como un martillazo de sentencia.

No, nunca le había hecho algo así a nadie. Jesús nos juró que era la primera vez que metía mierda en un ordenador ajeno: lo hacía por nosotros, por María, y porque aquel malnacido lo merecía. Él no se lo había hecho antes a nadie, todo lo contrario: había sido él mismo víctima de algo similar. Nos contó cómo lo echaron de aquella empresa en la que trabajó instalando programas de gestión: lo despidieron después de que alguien le metiese mierda en su ordenador. Estaba convencido de que había sido la propia empresa, pero no pudo demostrarlo. Todo fue después de que él descubriese que la cuenta con la que se realizaban en remoto las actualizaciones periódicas de los programas instalados podía usarse para acceder desde el servidor de origen a los sistemas de sus clientes. Es decir, que la empresa podía utilizar ese canal para obtener sin permiso datos internos de quienes adquirían su software. No llegó a hablarlo con nadie, tampoco le sorprendía aquello, según nos dijo era una tentación que todas las compañías de software tenían alguna vez, ir un paso más allá, extraer datos para comerciar con ellos, cada nueva aplicación lleva una puerta trasera, y alguien guarda la llave. En Internet, según nos contó, nadie se resiste a mirar cuando hay un agujero. Y no solo las agencias de espionaje que leen nuestros correos y escuchan nuestras llamadas. Lo hacemos todos, reconoced que vosotros mismos lo habéis hecho, tal vez con vuestra pareja, habéis entrado en su sesión, obtenido sus contraseñas y leído su correo, o le revisáis los mensajes del móvil mientras duerme. Pues imaginad a mayor escala. Nos contó el caso de Bloomberg, la agencia de noticias económicas, que había obtenido datos confidenciales de sus clientes usando los mismos terminales informáticos con los que éstos recibían sus servicios de información financiera. Había convertido el canal en vía de doble sentido, y mientras los clientes descargaban datos y actualizaciones, la empresa se asomaba a sus operaciones bursátiles e intercambios de mensajes. Cuando se descubrió, culpó a varios empleados de hacer un mal uso de las herramientas, y todo quedó en una disculpa. Como ése, conocía muchos otros casos. Hacía poco que se había destapado una red de espionaje masivo contra periodistas, opositores políticos y empresarios en Europa oriental: los espías usaban un programa corriente, una herramienta de acceso remoto que está instalada en millones de ordenadores en todo el mundo, y en la que habían abierto una pequeña fisura, suficiente para extraer datos durante meses. Los autores podían ser gobiernos, empresas o delincuentes, pero al final todos se dedicaban a lo mismo: buscar puertas traseras, vulnerabilidades, agujeros. Basta una pequeña grieta para vaciar un estanque entero, le gustaba decir; a menudo es suficiente una mínima alteración en una línea de código para que te abran esa hendidura, y entonces estás perdido. En su caso, no llegó a saber si su empresa obtenía datos internos de los clientes sin permiso, solo descubrió que el programa tenía la posibilidad de hacerlo, y no podía ser una casualidad. Había descubierto la fisura en el proceso de actualización periódica, lo comentó con un compañero que debió de irse de la lengua, o la propia empresa vigilaba sus movimientos, porque poco después lo echaron. Le acusaron precisamente de eso: de abrir grietas, de aprovechar el acceso a los sistemas de sus clientes para robar información confidencial que luego vendería a otras empresas competidoras, u ofrecería en el mercado negro de datos, contraseñas, cuentas bancarias. Él lo negó entonces, también a nosotros nos juró que no era cierto, si hubiese querido llevarse algo lo habría escondido mejor, no le cogerían tan fácilmente. Alguien debió de poner aquel material en su disco duro, al que la empresa accedió mediante el mismo software de administración remota que él instalaba. Ni Jesús consiguió demostrar nada, ni la empresa podía usar aquella información como prueba para denunciarlo, pues su obtención era irregular, así que pactaron una salida sin denuncias mutuas. Pero se quedó sin trabajo, y su antigua empresa corrió la voz para que nadie en el sector quisiera contratarle: algunos, por haber robado información; otros, tal vez, por haberlo hecho con torpeza, por haber sido pillado. Fue entonces cuando se acercó más al mundo de los hackers, que siempre había observado con distancia y al que nunca se sintió vinculado, no compartía su cultura, ni sus referentes, ni sus ideales ni su optimismo tecnológico, ni asumía la ética hacker. Sí, él también había sido un adolescente curioso, y había pasado por los inevitables Spectrum y Amstrad, con los que había escrito sus primeras líneas de código Basic en la pantalla verde. Pero en poco más compartía las señas de identidad de aquella tribu que en la facultad presumía de hazañas de intrusión en sistemas. Hoy la mayoría de sus transgresores ex compañeros trabajaba en seguridad informática, a sueldo de las mismas empresas a las que entonces juraban combatir. Tampoco le interesaban los actuales hacktivistas, sobre todo los más ruidosos. En algunos casos le parecían inofensivos, en otras, arrogantes, a menudo las dos cosas a la vez. Estaba harto de lammers, niñatos egocéntricos que se creían peligrosos por tumbar unas horas una web mediante un ataque de denegación de servicio, o por haber alterado una página institucional para colocar unos minutos una fotografía graciosa o una proclama tan inofensiva como ellos mismos. Algunos de nosotros replicamos a Jesús, le dijimos que había mucho más que niñatos modificando o tumbando páginas, que también estaban quienes creaban herramientas que servían para coordinar acciones o para que la información circulase, difundían datos que los gobiernos ocultaban, rompían intentos de censura. Jesús sonrió: sí, todo eso está muy bien, pero son pequeñas victorias, efímeras, insuficientes, y dominadas por un exagerado sentido del espectáculo, la vanidad de quienes aspiran a lo heroico; a todos esos guerrilleros les digo lo mismo que ya les decía en la facultad a quienes más teorizaban sobre las posibilidades políticas del hackeo, la libertad de expresión, la transparencia y demás: por qué no os coláis en Hacienda para publicar todos los datos fiscales, las declaraciones de la renta de todos los ciudadanos, los ingresos de todo el mundo; por qué no entráis en los bancos y abrís las cuentas bancarias para mostrar sus titulares, saldos, movimientos; por qué no creáis una herramienta que abra de par en par el registro de la propiedad y el registro mercantil, para hacer más accesible toda esa información; eso sí que sería revolucionario, acabar con la invisibilidad del dinero y la propiedad, saber lo que tiene cada uno, por qué no dedicáis a eso toda la energía que perdéis en cazar piezas menores. Antes de llamar a Silvia había tanteado a algunos hackers en foros: pensaba ofrecerles la puerta trasera que él había dejado en aquellas empresas, para que otros la utilizasen y le sacasen más provecho, hacía falta mucha gente para rastrear sistemas, no era tan sencillo como entrar por una puerta y coger algo y salir corriendo, lo que encontraba tras cada puerta era un largo pasillo con decenas, cientos de puertas, algunas blindadas con varios cerrojos, hacía falta tiempo y conocimiento para moverse dentro de redes con múltiples terminales hasta encontrar lo que buscaba, haría falta desarrollar herramientas específicas para ir más allá, para llegar más arriba, él solo no podía. Lo propuso en varios foros que garantizaban anonimato, con cautela, sin llegar a contar del todo en qué consistía, pero solo encontró desconfianza, miedo y apelaciones a la ética hacker. Algunos temían que fuese un policía poniendo un cebo, otros preferían seguir con sus juegos de guerra incruenta. Y los pocos que mostraron interés no le parecieron merecedores de una oportunidad así, se trataba de los mismos fanfarrones que colgaban vídeos para presumir de sus hazañas: enseñaban pantallas donde listaban todos los ordenadores que controlaban, distribuían claves personales para demostrar su poder, y grababan a incautos solo para reírse de ellos publicando los vídeos. Aun así, Jesús frecuentaba sus foros, pero como espectador, sin intervenir ni compartir, sin ser uno de ellos. Solo quería aprender, y se dedicó a estudiar a fondo cada incidente de seguridad del que tenía noticia, quería saber cómo lo habían hecho, cómo habían encontrado la grieta, la puerta trasera. Se hacía con todo tipo de herramientas, malware, gusanos, troyanos, scripts, RAT, exploits; se asomaba a vulnerabilidades, ataques de día cero, watering hole, man-in-the-middle; pero no los usaba contra nadie, ni participaba de acciones masivas: solo quería desmontarlos como si fuesen relojes para mirar su interior de engranajes y ruedas, leer sus líneas de código para comprenderlas. Solo una vez utilizó una de esas herramientas, eso nos dijo. Y lo hizo por necesidad: le habían robado el portátil mientras trabajaba en un café. Se levantó al baño y a la vuelta ya no estaba, y nadie había visto nada, ni los pocos clientes ni el camarero. Al llegar a casa estableció conexión con su ordenador mediante un acceso remoto, usó sus propias contraseñas para entrar en el sistema, desactivó las protecciones y lo infectó con un troyano que le daba el control del hardware. Así pudo activar la webcam sin que su nuevo propietario se diese cuenta. Descubrió quién era: el camarero del bar. Lo vio frente a él, en la pantalla, lo reconoció y sintió tanto desprecio que prefirió algo mejor que denunciarlo: castigarlo. Se dedicó a conectar la cámara durante varios días. A través de la grieta entraba en su habitación, lo observaba mientras navegaba, cuando se cambiaba de ropa, hablaba por teléfono o meneaba la cabeza al ritmo de una música. Un día lo grabó follando con su pareja en un sofá, otro comiéndose un moco, en una tercera ocasión masturbándose ante la pantalla. Después envió los vídeos a toda la libreta de direcciones del tipo, y a continuación los colgó en varios foros, desde donde rebotaron veloces por las redes sociales. Luego le envió a él los enlaces, para asegurarse de que los veía y leía los comentarios crueles de los espectadores. Regresó al café, esperaba encontrarlo, para cerrar su castigo disfrutando su expresión hundida. Pero no estaba, ni tampoco las demás tardes en que regresó. Intentó conectarse de nuevo pero el ordenador aparecía siempre apagado. Trató de encenderlo de forma remota pero la batería debía de estar descargada. Siguió yendo al bar un tiempo, sin atreverse a preguntar al nuevo camarero, temiendo que le contase que el otro se había suicidado por culpa de aquellos vídeos. Desde entonces, nos dijo, él cubría siempre la webcam con una pegatina, y nosotros deberíamos hacer lo mismo: pensad en todo el tiempo que pasáis frente a ella, y lo que hacéis. Incluso aunque no estéis usando el ordenador, las muchas veces en que lo dejáis sobre una mesa y vivís frente a él, todo lo que exponéis a un posible mirón, todo lo que se os puede escapar por esa fisura que no esperáis. La tentación es muy grande, todos sucumben a ese poder: la empresa que puede robar información de sus rivales, el vecino que ya no necesita unos prismáticos para ver desnuda a la chica de enfrente, el chantajista que se hace con unas fotos comprometidas y le sirven para exigir más material a su víctima, o el jefe que quiere echar a un trabajador molesto y le coloca mierda en el ordenador. Nos contó que cuando le despidieron pasó una mala temporada, ninguna empresa del sector quería contratarlo, estaba en la lista negra. Pasó varios años sin encontrar más que trabajos esporádicos, malvendió su casa antes de perderla, y su vida acomodada descendió varios peldaños de golpe. Así que tuvo que aceptar todo tipo de propuestas, incluso algunas que ahora le avergonzaban, pero que hizo por necesidad. A menudo le contrataba una empresa con un encargo especial. Le llamaban para que hiciese un análisis forense a un disco duro: sospechaban que un empleado estaba llevándose datos, y le pedían a Jesús que destripase su ordenador para encontrar las pruebas del robo, y así poder usarlas contra el ladrón. Eso decían, pero en realidad no les preocupaba tanto la obtención fiable de esas pruebas, pues en ese caso habrían recurrido a una empresa que siguiese los estándares necesarios para validarlas y que fuesen admitidas por un juez. De hecho, nunca existían tales pruebas, pero la empresa se conformaba con otros materiales que aparecían en la operación: correos entre compañeros opinando sobre sus superiores, información distribuida por la sección sindical, o simplemente un historial de navegación que el trabajador creía haber eliminado, y que ahora Jesús rescataba de las cenizas. Otras veces le contrataba un marido que sospechaba una infidelidad de su pareja y quería acceder a sus cuentas de correo, o recuperar mensajes borrados. En alguna ocasión el cliente no pretendía buscar, sino encontrar. A toda costa. Varias veces le ofrecieron mucho dinero para que colocase algo en un disco duro, aquello que no había aparecido en el registro. Él siempre se negó. Eso nos dijo.

Pero aunque rechazase ese hacktivismo que decía inofensivo, también Jesús tenía sus momentos en que no quería romper nada, en que se asomaba a una puerta buscando otras cosas. Incluso belleza: también era capaz de extraer belleza por alguna de esas grietas. Tal vez para suavizar la impresión que nos habían dejado sus palabras, aquel día nos contó algo más: nos sorprendió al revelarnos que él había sido el autor de un vídeo reciente que todos habíamos visto y que atribuíamos a un hacker pacífico, un activista juguetón de los que Silvia y Jesús renegaban. Quizás nos mintió, cómo saberlo, el autor permanecía en el anonimato. Pero nos lo contó con detalles para convencernos. Nos explicó que hacía tres años se había infiltrado en el sistema de videovigilancia del ayuntamiento, dijo que por probar sus propias habilidades. No era nada extraordinario, ni era el primero que hacía algo así, era frecuente que las cámaras de seguridad de las calles o del metro fuesen hackeadas y se ofreciesen en foros para que cualquiera se asomase por ellas. Jesús accedió a una sola cámara, la única que le interesaba. Situada en el tejado más alto, contaba con un objetivo gran angular que abarcaba la plaza entera, incluido el arranque de las calles laterales que confluían en ella, y se utilizaba para supervisar desde el ayuntamiento el tráfico de vehículos y anticipar atascos. Una vez logró controlarlo, no la compartió para evitar que la cerrasen. Creó un acceso permanente a su sistema, y configuró un programa sencillo, por el que cada pocos segundos la cámara tomaba una imagen fija que quedaba grabada en su ordenador. Solo buscaba eso, no quería inutilizarla, ni desviarla o acercar el zoom para grabar algún despacho de la sede gubernamental que tenía enfrente: su único propósito era capturar varias fotografías de la plaza por minuto, miles de instantáneas al día, que se almacenaban en orden cronológico. No las guardaba todas, solo las de algunos días seleccionados, el resto las eliminaba. Después, tomó todos los fotogramas de esos días, y los montó con un programa de edición. El resultado era ya conocido: una película de cinco minutos en time-lapse que resumía dos años de tránsitos por un mismo espacio. Todos vimos el vídeo, su recuerdo es el que hoy nos invita a acelerar nuestra propia memoria para observarla también con ese trepidar de cielo inestable y figuras fugaces que a su paso dejan un rastro luminoso. En la película que Jesús se atribuía, y que llevaba meses circulando en redes con millones de visitas, vemos la plaza sometida a cambios de luz según la estación, momentos en que la lluvia desenfoca los edificios y deja gotas en el visor, y otros en que un sol rotundo barre las aceras vaciándolas; una efímera nevada cuya blancura se ennegrece en segundos, árboles que pierden y recuperan su ropaje, bombillas navideñas que parpadean, mobiliario urbano que cambia de sitio o de pronto desaparece, coches y autobuses cruzando a saltos, comercios que suben y bajan persianas, balcones que se abren y cierran, encienden y apagan lámparas, asoman cuerpos un instante. Y abajo, en el asfalto y las zonas peatonales, el baile de miles de cuerpos que entran y salen del escenario, aparecen en oleadas, se agrupan y dispersan para luego desaparecer con el mismo apremio con que llegaron, vaciando la plaza para que solo unos segundos después asome otra muchedumbre agitando banderas y pancartas que parpadean como alas de insecto, a veces colman el espacio disponible, otras se agrupan en un lateral, forman un semicírculo ante un escenario, rellenan huecos con el caudal que entra por otra calle, se retiran deprisa para que poco después aparezca una columna que atraviesa de derecha a izquierda el plano sin apenas detenerse; en otro momento vemos pequeños agrupamientos que se contraen y dilatan, hasta que surgen varias tiendas de campaña como si fuesen frutos salidos del terreno, redondas y coloridas, que van multiplicándose y atrayendo nuevos grupos que en su deambular incansable trazan círculos, una lona se levanta en el centro, las fachadas y cristaleras se ciegan con carteles, el día se funde y la noche no consigue oscurecer la masa humana que burbujea y lanza destellos, durante varios segundos la plaza sigue cubierta de un manto vivo que tarda en deshacerse hasta que otro intervalo vacía las aceras, las tiendas y lonas desaparecen, vuelve el tránsito de vehículos sincopados, las nubes mantienen el cielo crepitante, pronto regresan las multitudes, las entradas y salidas, en algún momento aparecen súbitos furgones que lanzan ráfagas de luz y en su acometida vacían un lateral, hay avances y retrocesos, los policías se agrupan y forman coreografías, se desplazan como una oruga enorme y a su paso la muchedumbre se abre como aguas que buscan aliviaderos, la plaza queda desierta pero pronto se reanuda el baile, manifestantes que se asoman, duran un instante y marchan, momentos en que el suelo desaparece bajo la lava que rebosa hasta las esquinas, escenarios que insectos afanosos montan y desmontan, nuevas carreras y más furgones enloquecidos y policías persiguiendo y gente que cae y se levanta y son arrastrados y metidos en vehículos que cierran las puertas para desaparecer dejando una estela azulada, manifestantes dispersos que se reagrupan y se sientan en círculo, levantan las manos a la vez, se incorporan y salen para dejar sitio a otra crecida humana que se funde en el color repetido de sus indumentarias, camisetas verdes y carteles del mismo color para teñir la plaza entera, y con el paso de los segundos la película es un fluir incesante tanto arriba como abajo, sin saber si es el cielo nervioso el que marca el ritmo de los danzantes, o sin son éstos los que con su movimiento perpetuo agitan una cúpula cuya pintura cambia sin cesar.

Tardamos en regresar, estuvimos varias semanas más sin entrar, ni en la habitación oscura ni siquiera en el local. Hacíamos turnos para que siempre hubiese alguien con María, acompañarla a la peluquería, esperarla a la salida, dormir incluso en su casa, hasta una tarde en que volvimos a encontrarnos, no aquí sino arriba, una vez más sin que nadie nos convocase, la noticia sirvió como cita. La noticia: Detenidas seis personas en una operación contra la pornografía infantil. La Brigada de Investigación Tecnológica de la Policía Nacional ha desarrollado un operativo en tres provincias, que ha terminado con la detención de seis personas por posesión o distribución de este tipo de material. La operación se inició a raíz de la denuncia de un internauta que se había descargado accidentalmente material de carácter pederasta. El denunciante explicó que intentaba encontrar un vídeo mediante el uso de un programa de intercambio de archivos P2P y comprobó que el vídeo que acababa de descargarse contenía pornografía infantil. Tras localizar los domicilios y lugares donde habitualmente realizaban las descargas, los agentes llevaron a cabo varios registros en los que se incautaron veinte discos duros, una memoria USB y un centenar de DVD. En total la operación ha permitido la incautación de 450 gigabytes de material pederasta. Uno de los detenidos, A. G. M., considerado el principal distribuidor del material y con antecedentes penales, ha ingresado en prisión provisional tras prestar declaración ante el juez. Un portavoz policial ha asegurado que entre el material incautado hay vídeos conocidos por los investigadores y que circulan desde hace años, pero también imágenes nuevas, todas ellas de menores y algunas de gran crudeza.

Dónde se habrá sentado Sonia. Ni siquiera sabemos si ha entrado hoy, si ha sido capaz de sobreponerse al miedo y la repugnancia que la mantuvo alejada de la habitación oscura en los últimos tiempos. Si está entre nosotros, la imaginamos encogida en sí misma, o ni siquiera sentada, de pie, el mínimo contacto posible con el suelo, no la convenceríamos si le asegurásemos que no hay nada que temer, que ya revisamos bien la habitación oscura y reforzamos el ventanuco, que en todo este tiempo nadie ha encontrado nada. Dejó de venir hace un par de meses, precisamente cuando más necesitaba estar aquí. No hacía mucho que habíamos vuelto, tras la noticia de la detención de aquel intruso. Era un sábado por la tarde, Sonia llegaba al local para encontrarnos, y entonces la vio. Se vieron, más bien. Según su relato, la rata se detuvo y la miró, y ambas permanecieron varios segundos rígidas, como en un duelo, sin saber cuál de las dos estaba más asustada. Fue el animal el primero en retirarse, con su carrera de puntillas hasta meterse en un sumidero al borde de la acera. No era la primera rata que Sonia veía en las últimas semanas; ni ella era la única del grupo que se había encontrado un roedor por las calles del barrio. Los vecinos llevaban tiempo denunciando su presencia. Culpaban al ayuntamiento, que había recortado el personal de limpieza y no mantenía el alcantarillado, pestilente desde las últimas lluvias. Otros lo relacionaban con la reciente huelga de recogida de basuras, que había acumulado toneladas de desperdicio durante diez días. Había quien señalaba como foco el parque, para el que tampoco había ya jardineros y se había convertido en una extensión de matorrales y basura. Y otros apuntaban al descampado junto a las vías, donde vivían varias familias con caravanas desde hacía meses. No solo en las calles. Olga nos contó cómo los niños de su colegio habían perseguido una por el patio hasta acorralarla y matarla a pedradas, lo que aumentó las protestas de los vecinos. Y los habitantes de algunos edificios contaban que por las noches escuchaban un correteo de pezuñas en el doble techo de los cuartos de baño. Sonia sabía todo aquello, pero esta vez era diferente: la rata estaba junto al respiradero que a pie de calle comunicaba con la habitación oscura. Entró en el local con expresión asqueada. Intentamos tranquilizarla recordándole que aquel ventanuco estaba cerrado con tablones de madera, que incluso los habíamos reforzado después de que Víctor los arrancase, pero ella dijo que las ratas eran capaces de abrirse paso con uñas y dientes en cualquier lugar, bastaría una rendija para que entrasen todas en tropel. Bromeamos sobre el asunto para espantar la noticia, y todos reímos menos ella, que tampoco se sintió más segura cuando días después colocamos una plancha metálica en el ventanuco por el lado de la calle. Aceptó que el animal perdería los dientes antes de abrir un agujero, pero entonces dijo que tal vez ya estaban dentro. Fue ahí cuando comprendimos el tamaño de su miedo, en la expresión de sus ojos, que remitían a temores antiguos: aunque no nos contó nada, todos le atribuimos una infancia miedosa, una niña que huye cuando los compañeros del colegio le acercan un saltamontes, que no se baña en los ríos, que mira con aprensión las palomas. Varios de nosotros la acompañamos dentro, y con linternas rastreamos hasta el último rincón de la habitación, levantamos alfombras, apartamos los colchones y sofás, comprobamos las planchas a ras de suelo. No dijo nada, pero por la rigidez de su cuerpo y la mueca que no conseguía borrar de la boca comprendimos que nunca estaría segura del todo. Aun así lo intentó, durante varios días siguió viniendo, pero ya nada era igual. Llegaba y, ya al descalzarse en el pasillo, pensaba en el animal, sus colmillos cerrándose sobre su pie desnudo. A partir de ahí, todo empeoraba, cada paso en el interior hacía más presente la rata, no cualquiera, sino aquélla que se le había enfrentado en la calle. La presentía en la oscuridad, imaginaba sus ojos inflamados, como si la alimaña pudiese verla a ella y siguiese sus movimientos, esperase el momento en que se sentara para lanzarse sobre ella. El primer día todavía se sentó, pero ya no apoyaba las manos en el suelo. Su oído se aguzaba y en cada roce creía reconocer al bicho moviéndose por las alfombras, no uno, varios, una multitud de ratas recorriendo el espacio, llenándolo, tropezando unas con otras, pasando por encima de las más débiles, disputando la carroña de un congénere muerto, si moviese un pie, si estirase el brazo más allá tocaría su cuerpo huesudo, el pelo erizado, la cola afilada, el hocico húmedo y los dientes pequeños pero acuchillados. Insistió aún varios días, porque lo necesitaba, porque no quería renunciar a la oscuridad, pero todo empeoraba: empezaba a pensar que las ratas siempre habían estado aquí, desde el primer día, no tenía nada de extraño, un sótano es su espacio natural, éramos nosotros los intrusos que habíamos llegado para perturbar su tranquilidad de siglos deslizándose en la oscuridad. En su pesadilla consciente recuperaba momentos anteriores en los que alguien le había rozado, cuando estaba sola en un rincón o cuando participaba del tumulto de los sábados, y ahora lo veía claro: no había sido una mano fugaz, ni un pie que choca al avanzar, sino una rata. Siempre habían estado aquí, mientras follábamos se paseaban entre los cuerpos, bajo las piernas dobladas, sobre los brazos estirados, subían por espaldas y pechos y confundíamos sus patas con dedos juguetones, husmeaban en nuestros sexos, pasaban sus lenguas rasposas por las cavidades de quienes, arrebatados por el placer, no notábamos su presencia. El miedo y el asco le impidieron seguir viniendo, aunque tampoco le abandonaban en casa, donde ahora dormía con una luz encendida y en mitad de la noche creía escuchar sus pisadas tras las paredes.

Deshacernos de aquel intruso tenía un precio, lo supimos pronto. Deshacernos de él nos permitió regresar, ahora que necesitábamos la habitación oscura más que nunca, cuando todo se descomponía. Qué lejos aquellos días en que nos creíamos inmortales, en que paseábamos por la ruina como turistas. Ahora veníamos cada vez más tardes, buscando refugio como si hubiese sonado una sirena de bombardeo. Había días en que al entrar percibías el calor y el zumbido de la multitud, de cinco, seis, diez cuerpos repartidos por el espacio, en los laterales, separados, masticando cada uno su propio desasosiego. Salías del trabajo y muchas tardes necesitabas arrancarte las escamas acumuladas en la jornada, rumores de nuevos despidos, pausas de café donde se contaban historias de otros que no éramos nosotros pero algún día podríamos serlo. Viajabas en el metro y todo parecía más sucio, la luz más endeble aunque fuese la de siempre, los rostros más fatigados, los maquillajes más desconchados, los zapatos más viejos. Cerrabas con violencia la puerta de casa y dejabas atrás los gritos y reproches, el sarcasmo y las amenazas, el silencio y los ojos esquivos durante la cena. Mirabas desde la puerta el dormitorio en penumbra, la respiración suave del niño, y se te desplomaba encima el tiempo por venir. Apagabas el ordenador y los chistes sobre las últimas noticias que acababas de compartir ya no te hacían gracia, y veías el teclado ennegrecido, algunas letras borradas y el ratón grasiento. Sonaba el teléfono y mirabas el número en la pantalla sin atender la llamada. Y entonces venías, bajabas la escalera, te descalzabas y al cruzar la segunda cortina sabías que no estabas solo, avanzabas por el lateral hasta encontrar un hueco, esquivando los bultos con que topabas, y al respirar el aire te parecía más turbio, como si estuviésemos agotando el oxígeno acumulado durante años. También los sábados: seguimos viniendo, con el preámbulo en la planta de arriba donde las conversaciones encallaban y no conseguíamos remontar la noche, e incluso una vez aquí era diferente, la mayoría se apartaba y cada vez menos se buscaban en el centro, pero aun así bajábamos y terminábamos de consumir aquí la noche, aunque fuese como estamos ahora, sentados en círculo, callados. Y como si todos lo esperáramos, como si desde entonces aguardásemos el momento en que se concretase el precio a pagar, no nos sorprendimos al oír las voces de Silvia y de Jesús aquel sábado. No sabemos si llegaron cuando ya estábamos todos dentro, o si nos esperaban desde antes. Aunque llevaban años sin participar en los sábados, tampoco nos extrañó encontrarlos aquí, sus voces sin origen, colgadas del aire espeso. Buscaban de nuevo el golpe de efecto, aprovechar la amplificación sonora de la habitación oscura y nuestra propia conciencia ablandada por lo bebido y fumado; una vez más quisieron seducirnos aquí para que no replicásemos ni preguntásemos como sí habríamos hecho arriba. Comenzaron a hablar como si retomasen una frase interrumpida solo un segundo antes, sin introducción ni saludo. Empezó Silvia diciendo que iban a pedirnos un favor, que sabían que podían contar con nosotros. No nos pidió ayuda, la dio por hecha, era el precio a pagar, el intercambio obligado desde que le metieron toda aquella mierda al intruso: sabemos que podemos contar con vosotros. En algún momento se sumó Jesús, pero hoy no sabríamos distinguir qué dijo cada uno, sus voces se encadenaban en un solo discurso como si en realidad fuese una misma persona cambiando de entonación: vamos a pediros un favor, sabemos que podemos contar con vosotros. Hemos conseguido material, pero todavía es muy poco. Para que la acción tenga fuerza necesitamos más. Hay que abrir nuevas puertas, las que teníamos al alcance ya están todas usadas, y la mayoría se ha cerrado. Pero para abrir esas otras puertas no nos vale el mismo método, no hay más empresas que tengan ese agujero en su sistema. Estamos en contacto con otros grupos, en otras ciudades, gente que comparte que hay que ir más allá, que nada se conseguirá mientras el miedo no cambie de bando; algunos que como nosotros piensan que ya no es tiempo de tumbar webs unas horas con ataques de denegación de servicio. Con su ayuda estamos desarrollando una herramienta parecida, es fácil de usar pero no de instalar, no es tan sencillo introducirla en un sistema sin que se den cuenta, lo hemos intentado con troyanos pero la detectan, así que queremos probar por otras vías más directas. Y ahí es donde entráis vosotros. Sabemos que podemos contar con vosotros. Estamos todos juntos en esto, ya lo sabéis.

Te tocó a ti, a quién si no. Estábamos todos juntos, podían contar con nosotros, sí, pero tú eras el más apropiado para ese primer ensayo. Descartados los que ya estaban en paro, quienes trabajaban por su cuenta, en empresas pequeñas o sin sistema informático interno, y descartados también quienes pidieron dejar al margen a sus jefes porque no los consideraban culpables de nada que les hiciese merecedores de algo así, quedaban pocas opciones, y ninguna tan buena como la tuya. Ni siquiera tuvieron que insistir mucho, aceptaste la misión porque era parte de tu pena y de tu rehabilitación, como perder aquel diente, mucho más: una forma de hacer justicia, de reparar a quienes te culpaban de su desgracia, de estar en paz con ellos aunque en realidad nunca sabrían que lo hiciste por ellos, que fuiste su vengador. Tampoco parecía tan arriesgado: Jesús te aseguró que no podrían rastrear desde qué ordenador se había producido la intromisión, pero aun así preferiste no hacerlo desde el tuyo. De modo que esperaste al final del día, durante toda la jornada te quemaba en el bolsillo del pantalón el pendrive. Nada tenía de extraño que te quedases más allá de la hora, sucedía a menudo desde que conseguiste el traslado a las oficinas centrales, y tampoco era raro que fueras el último en salir. Cuando la mitad de la planta estaba ya a oscuras, y tú adelantabas trabajo solo por entretener la espera, pensando en que siempre podía haber alguien al otro lado vigilando tu pantalla, te levantaste y merodeaste entre las mesas, las más alejadas del ventanal, pues desde la calle la oficina era una pecera. La mayoría de ordenadores estaba en reposo, pero cuál elegir. Jesús decía que no había riesgo, pero por si acaso fuiste poniendo rostro a cada equipo, valorando tu relación con cada compañero, hasta que te decidiste por la mesa donde se sentaba el becario, no por ninguna antipatía sino por considerarlo el que menos tenía que perder en caso de represalias. De pie ante su ordenador, recuperaste sensaciones viejas, que creías enterradas en la conciencia: un momento similar, tantos años atrás, cuando te encontraste también ante un ordenador ajeno y con otro pendrive en la mano: aquella noche la sucursal estaba vacía, eras también el último en salir, el propio subdirector ante cuyo ordenador estabas paralizado te había dejado una llave como gesto de confianza, y a cambio tú estabas frente a su mesa que pronto sería tuya, solo había que meter aquella memoria USB que, como ésta de ahora, también te la había dado Jesús, aunque entonces fuiste tú el que se la pediste, y hoy regresaba como un favor de ida y vuelta. Enfangado en el recuerdo llevabas ya un minuto con la mano en el bolsillo, ante el ordenador del becario, y de pronto te sobresaltaste al escuchar pasos a tu espalda. Te giraste y respiraste aliviado: la limpiadora, empujando el carro. Y por qué no ella, pensaste, y fantaseaste con una conspiración de limpiadoras con los bolsillos llenos de pendrives con los que infectar todos los ordenadores de todas las oficinas que a diario limpian, quién iba a sospechar de ellas. Más aún: podrían sumarse también las trabajadoras domésticas, con acceso a ordenadores particulares en las casas. Descartaste comentarlo en el local, ni siquiera como broma, Silvia o Jesús podían tomárselo en serio, no era mucho más disparatado que lo que te habían propuesto y ahora ibas a ejecutar. Ellos fantaseaban con cientos de trabajadores resentidos, precarios sin nada que perder, externalizados que no sienten ninguna lealtad pero tampoco miedo, despedidos que al marchar se llevan contraseñas, funcionarios furiosos que abriesen puertas traseras también en la administración, desde donde acceder a altos cargos, y desde ahí a concejales, diputados. Miles de células independientes armadas solo con una memoria USB que infectaría sistemas para extraer archivos y grabar vídeos. Había que hacer visible lo invisible, dijo Jesús, o tal vez Silvia. Había que sacar a la luz a los de arriba, así los llamaba Silvia, también Jesús, nosotros mismos compartíamos ese lenguaje: los de arriba. Había que asomarse a los mismos agujeros por los que ellos nos controlaban. Había que entrar en sus habitaciones oscuras, tan diferentes de las nuestras: sus despachos donde tomaban decisiones que nos afectaban a todos, sus espacios privados donde se sentían a salvo, sus urbanizaciones, sus restaurantes, sus asientos en preferente, sus residencias de jubilados de oro donde siempre había un matrimonio para limpiar la mierda, había exclamado Silvia, o fue Jesús. Había que ensanchar las grietas para vaciar antes sus estanques, eso había dicho Jesús, o quizás Silvia. Ahora tú tenías en tu mano el cartucho de dinamita para convertir esas fisuras en boquetes, y por un instante pensaste en ti mismo pero no a este lado del agujero sino al otro. Tú el observado, tú el grabado, tú el odiado, porque hubo un tiempo en que creíste que la vida era una escalera mecánica ascendente que un día te llevaría al otro lado del espejo, y serían otros los que te odiarían a ti y querrían observarte por el agujero y se manifestarían junto a tu casa en la urbanización o entrarían ruidosos en el restaurante donde cenarías con tu pareja. Pero ya no, tu tiempo pasó y te quedaste a este lado. Dijiste buenas tardes a la mujer que pasaba el trapo por una mesa próxima, y sin sentarte, balanceando el cuerpo como quien toma impulso, metiste el pendrive en el lateral del monitor, el gesto violento de quien clava un cuchillo en un costado.