CUATRO
Habéis oído eso. Sí, todos lo hemos oído: hemos contenido un instante la respiración. En la planta de arriba la puerta de la calle se ha cerrado con una brusquedad que ninguno empleamos al llegar, suficiente para traspasar la burbuja sorda en que estamos, y por eso mantenemos la respiración suspendida para distinguir los pasos en la escalera, algunos nos removemos en el sitio y se oye el roce nervioso de nuestras ropas. Tal vez han llegado ya, vienen a buscarnos y no hemos decidido qué hacer: ni lo hemos hablado antes de entrar, ni siquiera lo hemos pensado cada uno por nuestra cuenta antes de venir: qué haremos cuando lleguen. Por ahora nuestra única respuesta es el silencio, la inmovilidad, dóciles. Tras unos segundos de incertidumbre, hemos percibido la vibración del aire al agitarse la cortina, y ahora las pisadas amortiguadas por la alfombra nos tranquilizan: no son ellos, es uno de los nuestros, alguien que llegó tarde y que ahora se incorpora, imaginamos que avanza junto a la pared, le costará encontrar un hueco porque somos muchos, suponemos que ya estamos todos, no falta nadie, solo aquéllos por cuya culpa estamos hoy aquí, y que no vendrán, no los esperamos, a no ser que sean estos rezagados que ahora oímos desplomarse en un lateral, pero no puede ser. Y si fueran ellos, qué haríamos, tampoco lo sabemos. Las respiraciones recuperan su frecuencia, podemos relajar los cuerpos y que sean nuestros cerebros los que enciendan otra vez el proyector: en la intuida pared reaparece el rectángulo luminoso de la memoria y ahí estamos de nuevo nosotros, en otro salto temporal de unos pocos años: nadie ha accionado la manivela pero la película parece acelerada, se nos ve otra vez como hormigas que recorren la ciudad caminando siempre sobre las mismas trayectorias que a fuerza de repetirse parecen raíles sin escapatoria por los que circulamos entre varios puntos fijos, y aunque nuestras sendas se cruzan y a veces se superponen, cada uno sigue su cordel. Ni siquiera aquí, en la habitación oscura que para algunos es todavía una estación principal pero para otros hace tiempo que es una vía muerta: se nos ve entrar y salir, de uno en uno y eligiendo casi siempre el lateral, y marchar de aquí como proyectiles, porque detenerse, siquiera aflojar el paso, significa perder ritmo, descolgarte, ser pisoteado por los que corren detrás, no llegar, caer. La proyección parece acelerada pero esta vez no hay intención de pasar deprisa las imágenes, no es otro time-lapse: es el ritmo real de aquel tiempo, tan reciente aunque parezca lejano, cuando pedaleábamos con más furia que nunca porque presentíamos lo que acabó ocurriendo: de repente la máquina prodigiosa empezó a ralentizar su marcha, por mucho que nos esforzábamos en hacer girar las bielas, en empujar, en arrojar nuevas paladas, el mecanismo se atascaba, perdía velocidad, nuestros movimientos seguían siendo raudos, compulsivos, para mantener la ilusión de vértigo, pero alrededor todo iba frenándose, las grúas que hilvanaban edificios giraban cada vez más despacio hasta que un día encallaron; las puertas acristaladas que como parpadeos se abrían y cerraban automáticas ahora endurecían su engranaje hasta atascarse; los enormes rótulos luminosos que señalaban el horizonte se volvieron intermitentes, débiles, algunos no tardaron en fundirse; en los raíles había tropiezos, descarrilamientos, atropellos, elementos desorientados que caminaban hacia atrás; la fenomenal telaraña de haces que se entrecruzaban por todos los puntos empezó a cortocircuitar, a perder potencia, a apagar cada vez más ramales; y el contador, el indicador numérico que con sus giros contabilizaba nuestro avance imparable fue aflojando sus revoluciones y finalmente no solo se detuvo sino que la inercia de la última vuelta incompleta, el atasco de la última cifra que no llegó a fijarse, rebotó y se convirtió en marcha atrás, en descuento, en giro invertido para marcar ahora también el ritmo de nuestras vidas, el nuevo ritmo que iría ganando otra vez velocidad, como antes pero en sentido contrario, para deshacer lo hecho, perder lo ganado, disipar lo acumulado; como si el planeta hubiese comenzado a rotar para el lado opuesto y en su retroceso fundiese lo sólido, borrase lo escrito, estrechase otra vez las paredes de nuestras casas que creíamos iban a dilatarse para siempre, encogiese nuestros salarios e ingresos cuando esperábamos su revalorización infinita, arrojase antes de tiempo al talud enseres que aún no tenían reemplazo. Y de repente algunos desanduvimos lo andado y en poco tiempo vimos cómo el vendaval nos arrojaba hacia atrás, nos alejaba de la casa de dos alturas, el loft industrial o el ático que nunca tuvimos pero que creíamos próximos; nos encerraba en nuestras viviendas que había que reforzar a toda prisa antes de que fuesen arrastradas por el soplido; a algunos acabaría estrellándolos de vuelta a pisos más pequeños, y hasta compartidos, incluso hubo quien viajó en el tiempo con un salto inesperado para encontrarse otra vez en el dormitorio juvenil que sus padres no llegaron a desmantelar como si adivinasen el final de la escapada. La onda expansiva nos dejó aturdidos, caminando desorientados por aceras que se agrietaban al pisar, bajo cornisas que caían en pedazos, como supervivientes de un terremoto que deambulan sin un zapato, esperando algo, qué.
No, no fue así. No al menos al principio. Cualquiera de nosotros podría ahora levantarse y discutir esa imagen heroica de supervivientes en un terremoto que vagan desconcertados entre las ruinas. Puede que lo recordemos así, pero una vez más es una falsificación: reconstruimos de esa manera el relato porque hoy nos parece coherente con todo lo que vino después, con el hilo que nos ha arrastrado hasta aquí y para el que necesitamos un comienzo dramático, que sin embargo no fue tal. En aquellos primeros momentos el temblor no nos produjo miedo, ni siquiera ese aturdimiento. Era otra cosa, llamémosla por su nombre: excitación. Si aquello era un terremoto, no lo vivimos como víctimas, ni supervivientes aterrorizados, sino como algo bien diferente: como turistas. Nadie se escondió bajo la cama, todos subimos a la azotea para ver mejor el derrumbe, éramos turistas temerarios que en pleno seísmo se entretienen en fotografiar los edificios arrodillados, las grietas del hormigón, los cadáveres aplastados bajo vigas y cubiertos por un mantillo cenizo, la belleza de los puentes desplomados. Esos éramos nosotros en aquellos primeros momentos de turbulencia: espectadores del hundimiento, un público cautivado por el espectáculo del apocalipsis. Turistas fascinados que no solo no temen la destrucción: incluso la desean, íntimamente la desean, atraídos por ese abismo al que todavía parece posible asomarse sin riesgo de caer, la liberación momentánea de ver caer un coloso, como esas películas en que la Estatua de la Libertad es engullida por un maremoto, los rascacielos se vienen abajo, las sedes del poder estallan en pedazos. La Historia se sacudía la modorra de varias décadas y reanudaba su giro, su chirriar de ruedas dentadas, y a nosotros se nos daba la oportunidad de ser testigos en primera línea de un cambio de época, cómo no estar agradecidos por aquel espectáculo. Por eso, más que deambular sin un zapato por el paisaje devastado, paseábamos entre las primeras ruinas con una despreocupación que hoy queremos negar agarrándonos a esa otra imagen dramática. Veíamos derrumbarse los grandes bancos e inmobiliarias, las torres gemelas del capitalismo las llamaba Silvia en su grandilocuencia habitual; pero no pensábamos que algún día nos fuesen a caer encima, ni siquiera que nos alcanzase un escombro, un vidrio fragmentado, ni que las grietas del suelo siguiesen ensanchándose hasta engullirnos. Y si en aquellos primeros momentos te golpeaba un cascote tampoco te preocupaba demasiado, una anécdota, un riesgo por estar tan cerca de la demolición, un rasguño a exhibir. Incluso si, como quería Silvia, rechazamos la metáfora del terremoto y aceptamos otra más de su gusto: la guerra. Si lo que estábamos presenciando era el comienzo de una guerra, tampoco corríamos a buscar refugio, sino que salíamos a las plazas para no perdernos la hermosa estela de los misiles volando tan bajo, el estruendo de los edificios alcanzados y su hongo de fuego y polvo hacia el cielo. Silvia nos advertía con su dramatismo de costumbre: el capitalismo se tambaleaba, era el fin de una época, debíamos prepararnos para una larga temporada de destrucción y dolor, habría muchas víctimas. Pero sus palabras no nos impresionaban, no ya porque llevase tantos años lanzando profecías terribles que luego se quedaban en nada: el siempre inminente colapso energético, una pandemia provocada por la perversa industria farmacéutica o por el descuido de la no menos maléfica industria alimentaria, el despertar del dragón asiático, la tercera guerra mundial que asomaba en el horizonte cada vez que nuestros aviones bombardeaban un pequeño país. No la tomábamos en serio, pero había otra razón de más peso para no temer: éramos inmortales. Nada de aquello podía alcanzarnos porque éramos inmortales, por eso incluso nos recreábamos en su contemplación, y llenábamos nuestras conversaciones con vaticinios funestos: la gran depresión, el empobrecimiento de millones de seres, décadas de miseria, la quiebra del estado del bienestar, repetíamos los mismos tópicos que Silvia y que cualquier tertuliano; si alguien escuchase hoy nuestras conversaciones de entonces pensaría que éramos conscientes de lo que se avecinaba, incluso que teníamos miedo; pero si nos observase por la mirilla del tiempo, si nos viese en cualquier sábado de aquéllos en que discutíamos excitados, el observador notaría que la imagen y el sonido no encajan, desacoplados como si fuesen pistas superpuestas pero pertenecientes a distintos momentos, no coincide la dureza del discurso con la sonrisa en el rostro, la mansedumbre de la mirada, la falta de tensión en los cuerpos, porque nada de aquello iba a ocurrirnos, serían otros los afectados, no nosotros. Éramos inmortales. Qué podía pasarnos. Habíamos caído tantas veces, nuestras vidas eran una sucesión de tropiezos de los que siempre nos levantábamos, como niños con las rodillas magulladas pero que no dejan de correr, por qué no iba a ocurrir ahora lo mismo. Siempre se había movido la tierra bajo nuestros pies, aprendimos a caminar sobre una superficie inestable, adaptando nuestros pasos al vaivén. Tal vez ahora la sacudida fuese más brusca, pero eso solo significaba que habría que correr más rápido y tener más cuidado de dónde apoyar la siguiente zancada, pero no habíamos conocido otra cosa en la vida: caer y levantarte, sacudirte las rodillas y seguir corriendo, mantener el cuerpo en tensión para el siguiente tropiezo, saber rodar y aprovechar el impulso para ponerte en pie otra vez. El relato de nuestras vidas podía resumirse en la prosa de un currículum vítae: un par de folios apretados que enumeraban los episodios breves, la discontinuidad, las veces en que caímos, nos levantamos, empezamos de cero, cambiamos de empresa, de trabajo, de actividad, de formación, de compañeros, de casa, de ciudad, de pareja, de amigos. Podíamos compararlo con el de nuestros padres, apenas dos párrafos para resumir una misma vocación desde jóvenes, una trayectoria rectilínea y con pocas estaciones, ellos habían pasado décadas en una misma empresa con la que mantenían una lealtad familiar, haciendo el mismo trabajo un día tras otro, viéndoles la cara a los mismos compañeros con los que acababan saliendo a cenar los fines de semana acompañados de sus respectivas parejas que también trababan amistad y que en muchos casos eran igualmente invariables desde la adolescencia hasta la jubilación. Acaso queríamos una vida así, acaso no habíamos aprendido que cada caída era también una oportunidad de cambiar, de ser otro, de empezar de nuevo. Por qué iba a ser diferente ahora. Tan tranquilos estábamos que en aquellos primeros momentos, si te alcanzaba una detonación y te quedaba una pierna atrapada entre los escombros y no conseguías levantarte tan rápido, tampoco había de qué preocuparse: unos meses de desempleo no dejaban de ser unas merecidas vacaciones.
Algo así pensó Raúl cuando se le vino encima el edificio acristalado en el que entonces trabajaba: unas inesperadas vacaciones, una temporada de descanso hasta agotar el paro; tendrían que ajustarse un poco, sí, pero no se acababa el mundo. Era comercial de un mayorista de viajes, y aunque el sueldo era bajo, contaba con incentivos por ventas, suficientes incluso para que María no trabajase y se concentrase en las oposiciones. Pero además la empresa compensaba su tacañería salarial regalando a sus empleados plazas de avión que nunca se ocupaban y hoteles fuera de temporada, restos de paquetes turísticos no vendidos que permitieron a Raúl y María viajar por medio planeta durante años. No podían comprar un piso, solo les llegaba para alquilar un apartamento pequeño, tampoco tenían prisa por traer hijos, y a cambio conocieron las principales capitales europeas, Turquía, Egipto, Vietnam. Así podrían haber seguido todavía unos años más, viviendo al día, sin ahorrar apenas pero regalándose unos viajes que los demás envidiábamos al recibir sus postales. Hasta que una nómina se retrasó dos semanas en el pago, la siguiente se demoró aún más y no la cobró entera, y el tercer mes ya no hubo sueldo y se confirmó el rumor de que la empresa tenía problemas de tesorería. Seis meses después, ninguno de los cuales hubo nómina, se declaró el concurso de acreedores y la extinción inmediata de todos los contratos. Los casi cien trabajadores se quedaron sin indemnización, con una prestación de desempleo muy reducida por sus bajos niveles salariales, y sin mucha esperanza en recuperar algo de lo no cobrado cuando se liquidase la empresa. Raúl y María calcularon que con el paro y los pocos ahorros bien administrados aguantarían nueve o diez meses, tiempo suficiente para que saliese algo, y María confiaba que en ese plazo publicasen una convocatoria de plazas en el ayuntamiento. Para compensar de alguna manera el destrozo, el propietario de la empresa ofreció a los trabajadores la posibilidad de disfrutar de los últimos paquetes de viajes que había comprado por adelantado y que ya no esperaba vender. Lo hizo a espaldas del administrador concursal, pero solo los trabajadores más jóvenes aceptaron el obsequio, chavales que vivían con sus padres y que veían su última oportunidad de viajar en mucho tiempo. Los más veteranos lo rechazaron con desconfianza, temiendo que hubiese trampa, que hiciesen pasar esos viajes por un pago en especie a descontar de sus atrasos en el momento de liquidar. Todos lo rechazaron, salvo Raúl, que se presentó una tarde en casa y anunció a María que a la semana siguiente se irían de crucero por el Mediterráneo: Sicilia, Nápoles, Roma, Pisa y Florencia. Aquella noche los vecinos, desde sus cocinas, escucharon los gritos de María una vez más, quizás más intensos que en otras ocasiones. La discusión terminó, como en los viejos tiempos, con un portazo. Pero dos días después María acabó cediendo a la persuasión de Raúl: venga, mujer, tómatelo como una despedida de los buenos tiempos, quién sabe cuándo volveremos a tener otro viaje así, y además el pasaje es con todo incluido, no gastaremos nada, si nos quedamos en casa nos saldrá más caro porque habrá que comprar comida; será una semana a cuerpo de rey, camarote, bufé libre, piscina, fiestas a bordo: nos lo merecemos, despidámonos a lo grande de los buenos tiempos. Para reforzar su argumento, propuso a María dejar en casa las tarjetas de crédito, asegurando así que no gastarían nada, condición que ella puso para aceptar, y solo llevarían cincuenta euros en la cartera para imprevistos. No recibimos ninguna postal de aquel viaje. María se encerró al segundo día en el camarote, del que solo salía para comer siempre que las náuseas se lo permitiesen. Resultó que el todo incluido del pasaje dejaba fuera las excursiones en cada ciudad donde hacían escala, y ella se mantuvo inamovible en el compromiso de gasto cero, no estaba dispuesta a pagar ni un billete de autobús para llegar al centro desde el puerto. La primera noche descubrió además que la tarifa solo incluía las bebidas que se servían en las comidas: agua y zumos concentrados, todo lo demás había que pagarlo. Tras aquella primera cena pasearon por el bulevar principal del barco, un enorme centro comercial decorado con falsos mármoles y bares temáticos, con la música siempre a un volumen que obligaba a gritar, donde todo el mundo se divertía menos ellos, que deambulaban entre los bares como mendigos, mirando en las mesas las cervezas, cócteles y helados. Tampoco estaba incluida el agua, solo la botella de medio litro que servían en las mesas para comer, y el resto del día había que comprar agua mineral a precios abusivos, de modo que acabaron bebiendo del grifo, pese a la pegatina en el lavabo que aconsejaba no tomarla: eso lo dicen para que compremos botellas, decía Raúl bebiendo con el vaso de enjuagarse los dientes, pero ella se negaba a tragar un agua cuyo regusto a cerrado le aumentaba las arcadas. Al tercer día dejó de salir del camarote, ni siquiera para las comidas, excusándose en el mareo que no la abandonaba, pero más que el movimiento del barco lo que le repugnaba era la felicidad estridente de los viajeros, la voracidad con que asaltaban el bufé, el olor a bronceador, la simpatía obligada de los animadores que a todas horas la abordaban con propuestas de diversión asegurada, clases de salsa, concursos de salto en la piscina, fiestas de disfraces. Pasaba el día tumbada en la cama y cambiando de canal en el televisor, y comía apenas de lo que Raúl le traía del bufé. Solo durante los desembarcos, cuando la mayoría del pasaje estaba de excursión, ella salía y caminaba por los pasillos desiertos, las cubiertas con el suelo pegajoso de la fiesta nocturna, veía los escaparates de las tiendas y las pizarras de los bares que anunciaban cócteles exóticos y cervezas internacionales, la falsedad de decorado se hacía más rotunda sin gente, música ni luz ambiental. De noche, mientras Raúl vagaba por las cubiertas y las galerías intentando atrapar una cerveza al descuido, María echaba de menos la habitación oscura, a la que solía venir después de todo un día memorizando temas de derecho administrativo. Así que se construyó una en el barco, una oscuridad portátil: cerraba las cortinas, y extendía una toalla para cubrir bien los huecos por donde se filtraba la luminosidad que desprendía el barco en su navegación. Así conseguía olvidarse unos minutos de aquel viaje, pero también soportaba mejor el mareo. Sin referentes visuales que subrayasen el vaivén, se tumbaba en la cama y sentía el balanceo con más intensidad pero sin que le revolviese el estómago. Se dejaba mecer, se volvía ligera, era un cuerpo en medio del mar, bajo las estrellas móviles, acunada por el oleaje que dejaba la estela del barco al alejarse de ella.
La imagen de un contador numérico girando hacia atrás nos la contó Pablo, y no pretendía construir una imagen fácil: el contador existía, él trabajaba sentado frente a uno, cuyo retroceso observaba día a día, los ingresos y ahorros menguando como un reloj de arena en desagüe incontenible. No sucedía así con su contador individual, que todavía avanzaba: sus días en el mostrador de caja atendiendo recibos y transferencias habían quedado atrás, y ahora acababa de conseguir un puesto de subdirector de sucursal, un ascenso que hizo que su contador diese un salto de setecientos euros mensuales más un variable por objetivos. Era la coronación temporal de una carrera que no había sido fácil, cada escalón había exigido muchas cajas de ansiolíticos. Había empezado como becario, después hizo sustituciones por las oficinas de la provincia, por fin como cajero en una sucursal recién abierta en un barrio de nueva construcción, hasta lograr mesa propia como gestor comercial. El último peldaño, hasta subdirector de oficina, había sido el más difícil, porque el ascensor se había atascado en los últimos años desde que empezó el cierre de sucursales, y seguramente no habría conseguido el nuevo puesto de no ser por el inesperado despido del anterior subdirector, acusado de robar información confidencial. Fue Pablo quien lo denunció, y fue recompensado por ello con el despacho del despedido, pero eso le costó la hostilidad de sus compañeros, por delator. A partir de aquí cada nuevo escalón sería más empinado que el anterior, pero no perdía la esperanza de convertirse algún día en director, primero de una sucursal pequeña, tal vez en algún pueblo, donde acumular méritos y lograr buenos resultados que le permitiesen regresar a la capital. La escalada no acabaría ahí, siempre podría aspirar a dirigir una oficina mejor, en un barrio con vecindario capaz de ahorrar más que las parejas que ahora se acercaban a su mesa para solicitar un periodo de carencia en la hipoteca, o dirigir una sucursal del distrito financiero, con empresas fuertes que permitiesen operaciones superiores a estos pequeños comercios cuyos propietarios se sentaban ahora frente a él para negociar una refinanciación que les ayudase a superar el bache. Cuando la pareja o el comerciante en apuros se marchaban, Pablo abría en su ordenador la cuenta del cliente que se acababa de levantar de la silla, y ahí estaba el contador girando hacia atrás: listaba en pantalla los movimientos bancarios del último año, la frecuencia y cantidad de los ingresos y gastos, el saldo resultante mes tras mes, y no había duda: veía con exactitud matemática cómo el contador numérico, que avanzaba siempre hacia delante, a partir de determinada fecha se había atascado, y desde entonces descontaba, restaba cada mes una porción de los ahorros que menguaban sin cesar. Si atendía al concepto de cada movimiento bancario, se veía capaz de reconstruir la vida de la pareja agobiada que un minuto antes le suplicaba un aplazamiento de cuotas: observaba los abonos de nóminas, que se mantenían constantes durante meses hasta que un día eran sustituidos por una prestación de desempleo, mientras el ritmo de reintegros y pagos con tarjeta descendía en frecuencia y cantidad. Hasta un mes en que ya no se producían más ingresos, y el contador aceleraba su retroceso pese a que solo se cargasen recibos inevitables, luz, teléfono, comunidad, la cuota de la hipoteca, y pequeños reintegros de cajero automático, cantidades humildes que imaginaba administradas con obligada avaricia durante los días que pasaban hasta el siguiente apunte. El contador se precipitaba hasta entrar en zona negativa, y de repente la cuenta recibía una transferencia que le permitía remontar el vuelo unas pocas semanas más. Leía los apellidos del ordenante de la transferencia para comprobar la coincidencia con el titular de la cuenta, y adivinaba una ayuda familiar, unos padres que lanzan un cabo a los hijos cuando ya empiezan a tragar agua. Hacía lo mismo con los comercios, leía el relato que cifraban los movimientos de la cuenta, la proporción entre los ingresos por ventas y las transferencias a proveedores, los muchos días en que no entraba ni un euro, mañanas enteras en que nadie cruzaría la puerta de la tienda, y cómo el balance se iba deteriorando hasta que llegaban los primeros recibos devueltos, anticipando el día en que la persiana bajase para no subir más. Se aficionó a reconstruir vidas ajenas a partir de los movimientos de sus cuentas, le fascinaba cómo cada decisión deja un rastro numérico. Sus vecinos, por ejemplo, algunos eran clientes de la misma oficina y desde la pantalla se asomaba a la intimidad de sus apuntes bancarios: cuánto ganaban, a qué servicios estaban abonados, en qué restaurantes comían los fines de semana, el gasto en teléfono que podía indicar una soledad que solo se aliviase hablando con los lejanos, quién tenía un hijo de otra pareja y le ingresaba puntual una pensión de alimentos, quién había invertido en productos financieros y cuánto le rentaban, el que vivía con miedo como para pagar cada mes un sistema de alarma con centralita; y al cruzarse con ellos en el ascensor y recordar su saldo actual sentía un pellizco de pudor, como quien espía por un agujero y teme ser descubierto. También le gustaba asomarse a otras cuentas, las de aquellos clientes especiales que nunca se sentaban en su mesa, que pasaban al despacho del director sin pedir permiso, y a los que éste saludaba con esa efusividad comercial que ya estaba aprendiendo también Pablo. Le fascinaba entrar en sus cuentas para ver sus movimientos, su contador que giraba a otra velocidad, que tenía más dígitos, que mantenía en un movimiento perpetuo cientos de miles de euros cuyo origen y destino quedaba oculto bajo códigos numéricos a los que ni siquiera un subdirector de sucursal como él tenía acceso. Algunos de nosotros éramos clientes de su mismo banco, imaginamos que a veces se asomaba también a nuestros contadores. Quizás él podría ahora relatarnos, uno por uno, cómo era nuestra vida en aquellos primeros momentos de incertidumbre: quién vio recortado el sueldo de un mes para otro por desaparición de complementos y horas extra, quién sustituyó la nómina por una prestación de desempleo, los pagos que se atrasaban, y cómo nuestros gastos se reducían y espaciaban, cómo la cuenta del supermercado se reducía en comparación con la media de años anteriores, la cancelación de suscripciones, y pese a todo el saldo resultante era cada mes inferior al anterior, los ahorros se desvanecían. Si atendía a las fechas y se fijaba en los apuntes de fines de semana, vería cómo perdían frecuencia hasta desaparecer los pagos con tarjeta en restaurantes y compañías aéreas de bajo coste. Pensaría entonces Pablo en su propio contador, que todavía avanzaba sumando saldo al final de cada mes, pero que algún día también frenaría su progresión: el director ya le había advertido del fin de los buenos tiempos, también para ellos.
Entonces regresamos a la habitación oscura. Algunos no habíamos dejado de acudir, pero ahora volvíamos todos, incluso recuperamos las reuniones del sábado en el local, aunque tan diferentes de aquellos sábados inaugurales. Entre semana nos cruzábamos a veces en el pasillo poniéndonos y quitándonos zapatos, la marcha atrás del tiempo parecía también actuar aquí, porque de repente un miércoles por la mañana o un jueves por la tarde entrabas y ya no sentías esa soledad que hacía más profunda la oscuridad y más inmensa la distancia entre paredes; ahora reconocías la presencia de otros al llegar, el aire más denso, los olores recobrados, la respiración próxima. Incluso algunos, tomándonos en serio ese regreso, optamos alguna tarde por separarnos de la pared, dar pasos cortos con los brazos extendidos hacia el centro como antaño, y cuando rozábamos otra mano que buscaba como la nuestra, el primer impulso era retirarnos, esquivar, habíamos perdido la naturalidad con que antes nos acercábamos, habíamos olvidado el protocolo, temíamos el rechazo que nunca sufrimos aquí, temíamos como nunca antes el momento de la salida, la vuelta a la luz y que ese encuentro pesase, se convirtiese en una turbulencia más, y solo algunos audaces íbamos más allá y tirábamos de esa otra mano hasta encontrar una cara que agarrar para atraerla hacia la nuestra y juntar las bocas sin saber cómo seguir, qué hacer con las manos, por dónde empezar. Los sábados, en cambio, nos reencontrábamos en la planta de arriba, sin convocarnos, sin preparar nada, más bien por no tener otro lugar mejor donde ir, espaciados o desaparecidos los planes habituales de fin de semana; pero también por unas ganas recobradas de estar juntos. Volvíamos a ocupar los sofás sosteniendo una copa y elevando la voz para hacernos oír por encima de la música y la conversación, incluso los pocos que tenían hijos los dejaban con abuelos no para ir al teatro ni a cenar ni a seguir el camino de velas hasta el dormitorio, sino para estar aquí otra vez. A veces nos encontrábamos al terminar una manifestación, pero eso era lo más parecido a una convocatoria, con la misma naturalidad con la que unos años antes habíamos dejado de acudir los sábados ahora estábamos de vuelta, pero sin llegar a completar el trayecto de regreso: no había bajada a la habitación oscura, no llegaba un momento en que soltar las copas y apagar los cigarrillos para entre risas descender la escalera y descalzarnos con torpeza y entrar todos juntos. Ahora no, el tiempo no había pasado en vano, el alejamiento prolongado nos había vuelto otros, nos mirábamos tras el humo y nos costaba imaginar la escena, amontonados, medio desnudos, masturbándonos y penetrándonos, como si todo hubiese sido un sueño, nunca ocurrió, no fuimos nosotros. Había momentos de silencio repentino, una frase a medio terminar y sin que la réplica estuviese preparada, y bajábamos los ojos y sonreíamos pero no con sobrentendidos sino con incomodidad, ni siquiera teníamos humor para desactivar esa incomodidad con alguna alusión a los viejos tiempos. No éramos los de antes, éramos otros: menos sanguíneos, más domesticados, la mayoría emparejados, algunos con hijos, todos con más que perder. Espantábamos esos silencios con una cháchara sin fin, hablábamos sin parar, también nuestra conversación tan diferente a la de entonces. Ahora nos contábamos las novedades del nuevo tiempo: una amenaza de despido, nóminas atrasadas, un cliente que no pagaba, una subvención con la que ya no se podía contar, las dificultades de un familiar, el cierre de un comercio conocido, una asamblea de barrio, una carga policial, una decisión del Consejo de Ministros. Hablábamos con esa excitación de inmortales, con una despreocupación que hoy nos parece infantil. Pablo vaticinaba la caída del sistema financiero, y todos brindábamos por ello.
Entre semana, en cambio, la habitación oscura era más que nunca un refugio. Para algunos, más que eso: un búnker: los muros se ensancharon, el sótano se hizo más profundo, el techo se abovedó y la oscuridad se condensó como un envoltorio. Parecía resistente, a salvo del derrumbe generalizado que se anunciaba, que amenazaba, del que hablábamos todavía con más entusiasmo que temor, un futuro en cuya descripción terrible nos recreábamos porque no hablábamos de nosotros, no nos iba a ocurrir, serían otros los despedidos, los desahuciados, los arrojados a la miseria, los abocados a un empobrecimiento que haría más insoportable la vejez. Y si algo nos rozaba, siempre tendríamos nuestro refugio. No habíamos construido la habitación oscura para eso, y sin embargo algunos la descubrimos más sólida que nuestras casas, donde el desconcierto se iba volviendo grumoso, se atascaba en la garganta. La mayoría estábamos todavía ilesos, pero alrededor había otros con menos suerte y nos mirábamos en su reflejo amenazante: cuando nos encontrábamos el sábado hacíamos recuento de bajas entre conocidos, a quién habían despedido, quién se había quedado sin plaza para el próximo curso, quién tenía que volver a casa de sus padres. La mayoría seguíamos intactos, aunque no todos: algunos fueron alcanzados ya en aquellos primeros bombardeos, y se convirtieron en asiduos al búnker.
Sería el momento de que Sergio nos hablase de una mañana de sábado en que, mientras desayunaba con Olga y su hija, recibió un mensaje en su teléfono móvil: Sirva la presente para notificarle que ha resultado afectado por el procedimiento de despido colectivo de esta empresa, por lo que se le cita a las 10.30 h del próximo lunes en el despacho de abogados cuya dirección encontrará al final de este mensaje, al objeto de comunicarle por escrito la causa de la extinción laboral y poner a su disposición la indemnización a la que tiene derecho en los términos legales. Atentamente. Departamento de Recursos Humanos. Olga le preguntó si pasaba algo, y él apartó el teléfono y la tranquilizó: no es nada, una broma que me manda un compañero, y siguió desayunando. El lunes salió de casa como cada mañana, dejó a la niña en la guardería y continuó hacia el polígono de oficinas donde estaba la editorial de revistas en la que trabajaba hasta aquel sábado. El lector de entrada al parking no reconoció su tarjeta, así que aparcó en la calle. En la puerta, un vigilante de seguridad con un listado en la mano pedía el DNI a todo el que llegaba, consultaba en el papel y permitía el paso, pero en el caso de Sergio le dijo que lo sentía mucho, tenía órdenes de no dejar pasar a los afectados por el ERE, él ya no trabajaba allí, podría recoger sus cosas personales en el despacho de abogados al firmar el finiquito. Sergio pidió entrar un momento, no le parecían maneras de acabar así, quería despedirse de algunos compañeros, hablar con el jefe de personal y con los delegados sindicales, decirle algo a la compañera de despacho con la que ya no podría coincidir en la terraza de fumadores para prolongar una seducción de meses, pero esto último no se lo dijo al vigilante, que le rogó que se apartase de la puerta para no obstaculizar el paso de otros trabajadores que al entrar le miraron con lástima aunque no lo conocían. Condujo hasta el despacho de abogados, pero le hicieron esperar en la calle hasta la hora fijada. Se metió en un bar próximo, desde donde veía entrar y salir a otros que solo conocía de vista. Se presentó a su hora, le invitaron a sentarse pero fue un trámite rápido: firmó varios papeles tras una lectura en diagonal, le dieron un sobre con un talón a su nombre y un saco de basura con las pertenencias que habían recogido de su mesa de trabajo: una fotografía de su hija, una taza de colores, una pelota antiestrés con el dibujo ya perdido, varios libros, un cepillo de dientes, un cargador de teléfono, cuadernos, bolígrafos. Salvó la foto y tiró todo lo demás en el primer contenedor que encontró, y al subir al coche recibió una llamada de Olga. Le dijo que le había llamado al trabajo pero nadie lo cogía, y Sergio imaginó su teléfono sonando sobre una mesa vacía y el resto de compañeros afligidos por su timbre, pero se dijo que era una elaboración sentimental, lo más probable es que lo hubiesen desconectado sin más y diese tono de llamada hasta que asignasen el número a otro trabajador. Le dijo a Olga que había salido a desayunar, y que había problemas en la centralita para recibir llamadas del exterior, mejor que le llamase al móvil cuando necesitara algo. Condujo de vuelta al barrio, aparcó en su garaje pero no entró en casa, prefirió caminar un rato. Cruzó el parque, se sentó en un banco pero se vio a sí mismo en una imagen tópica y patética, el derrotado que todavía con la corbata puesta se adormece mirando las palomas, así que siguió su paseo hasta llegar aquí, a qué otro lugar podía ir. El lunes por la mañana la habitación oscura estaba vacía, era un buen lugar para concentrarse y pensar los próximos pasos, pero no fue capaz: intentaba elaborar una idea pero nada llegaba a solidificarse en su cabeza, apenas iniciado un pensamiento se desleía. Tampoco recuerdos: probaba a recuperar imágenes de las últimas semanas, las asambleas en el pasillo, las negociaciones, las manos alzadas, pero no fijaba ninguna, se confundían con otras, intrusas, azarosas, como un libro del que pasamos las hojas muy deprisa, y además se le amontonaban instantes no tan recientes, de los años anteriores, con los que tampoco conseguía construir un relato, una secuencia lógica que condujese hasta ese momento. El futuro tampoco acudía: si intentaba hacer cuentas, dividir la indemnización por meses, calcular la prestación que le quedaría, sumar recibos mensuales, la hipoteca, el coche, la guardería y el año que viene el colegio privado donde ya tenían plaza adjudicada, el segundo hijo que ya habían decidido buscar, los números se le apelotonaban, su cerebro estaba fuera de combate pero decidió que no era una sensación desagradable, al contrario: se sentía tranquilo, no estaba preocupado, todo se iba a arreglar, nada que temer. El martes amaneció sin novedad, se duchó y afeitó, se vistió la camisa blanca, anudó la corbata ante el espejo, desayunó un café sin sentarse, llevó a la niña a la guardería y después fue al banco, abrió una cuenta nueva, ingresó en ella el talón y ordenó que cada primero de mes transfirieran a la cuenta de gastos corrientes un importe equivalente al de la nómina habitual. Después llamó a Olga para decirle que estaría toda la mañana reunido, y caminó hasta aquí aflojándose el nudo de la corbata.
Distinto es el caso de Sonia, que no se encerró cuando supo que para el curso siguiente no habría presupuesto de actividades en las bibliotecas y centros culturales. Pensó volver a las extraescolares en los colegios, las fiestas de cumpleaños los fines de semana, pero la competencia de tantos animadores en paro había hundido los precios, en ningún caso le llegaría para pagar el autónomo ni completaría el sueldo mínimo al que estaba habituada, así que no se encerró porque ella no tenía talón que ingresar ni paro que cobrar, y sí un alquiler que pagar, un piso de dos habitaciones que de inmediato cambiaría por un estudio. Asumió que el vendaval la desplazaba varias casillas atrás en el tablero, volvía a los veinte años pero sin tenerlos, tocaba otra vez hacer refuerzos en catering, servir desayunos en hoteles y congresos, y agarrarse a lo que surgiese. Ahora todo era más difícil, porque además ella no tenía veinte años pero sus nuevas compañeras sí: camareras que trabajaban duro, que no se quejaban si el encargado les metía prisa, que se sentían afortunadas cuando al final del servicio podían sentarse a la mesa y comer de lo que había sobrado en el bufé. Sonia se quedaba fuera de sus conversaciones, no tenía planes de fin de semana que compartir cuando ellas contaban en qué iban a gastar el dinero ganado, tampoco se sentía con fuerzas de hacer el papel de veterana que cuenta que ella también tuvo veinte años, le costaba reconocerse en ellas a su edad. Un día la llamaron de la empresa de trabajo temporal para pedirle que reforzase una comunión en una casa particular, en una urbanización a las afueras. Le dieron las indicaciones básicas para subir a un autobús que la alejó casi treinta kilómetros de la ciudad junto a otras dos camareras mucho más jóvenes. El conductor les dijo dónde debían bajar, una marquesina solitaria en una vía de servicio, y les indicó la dirección a seguir. Echaron a andar por una pista asfaltada que ascendía una loma, bordeando un campo de golf del que los aspersores levantaban un frescor que les hizo pensar en el cercano verano. Tras un par de kilómetros bajo el sol llegaron a la entrada de la urbanización. Desde la barrera de seguridad solo veían las primeras casas, muy separadas unas de otras. El guardia de seguridad se sorprendió de que no fuesen en coche, y les advirtió que hasta el club hípico había todavía un trecho largo. Caminaron durante más de media hora, cada cincuenta metros dejaban atrás una casa, que Sonia miraba como si fuesen decorados con los que alguien estuviese gastándole una broma, uno de esos programas televisivos donde se burlan de los inocentes: no podían ser reales aquellas escenas que entreveía tras los setos; aunque estaba ya habituada a prestar servicios en casas de familias adineradas, aquella opulencia de piscinas acristaladas, jardineros recortando setos, sirvientas de uniforme trayendo el aperitivo en una bandeja al señor que leía el periódico en una tumbona, y adolescentes vestidos de jinete, le parecía todo una farsa, un montaje, un parque temático de la alta burguesía. Las dos chiquillas no pensaban como ella, y mostraban admiración ante la arquitectura magnífica de cada casa, hicieron alguna foto con el teléfono, esperaban encontrar algún famoso, fantaseaban con que les tocase un cupón y cuál de todas esas casas se comprarían. Llegaron al club hípico solo para comprobar que el guarda les había indicado mal: no era allí la comunión, sino en el club infantil, que estaba justo en el otro extremo de la finca, les informó una joven cuyo atuendo fascinó a las dos muchachas, y que las despidió preguntándoles: no pensaréis llegar hasta allí andando, verdad. Volvieron sobre sus pasos, el asfalto ya más caliente, las mismas casas donde se reiteraban las escenas que unos actores representaban para que Sonia se irritase y las dos chicas siguieran alimentando su fantasía de millonarias repentinas. Al llegar al punto de partida, la entrada a la urbanización, el vigilante no estaba, debía de estar haciendo una ronda y había dejado la barrera bajada. Desde allí nacían otros dos viales en la dirección opuesta y que se iban separando, cuál seguir. A lo lejos se doblaba la loma hacia abajo y no se veía qué habría más allá. Sonia telefoneó a la empresa, pero nadie atendió la llamada. Dijo a las muchachas que aquello era demasiado, era una vergüenza que las tratasen así, la empresa debía haberles facilitado el transporte, estaban perdiendo tiempo y dinero, lo más sensato era volver a la parada, esperar el autobús y regresar a casa. Las muchachas le anunciaron que seguirían adelante, probarían uno de los dos caminos, ya que estaban allí querían hacer el servicio y cobrarlo, las propinas en trabajos así siempre eran espléndidas, además no les importaba andar, el sitio era muy bonito y podrían ver más casas por el camino. Se despidieron y dejaron a Sonia en la puerta, que de vuelta a la carretera arrastraba los pies. Aquel verano consiguió una sustitución en el servicio de cafetería de los trenes de alta velocidad, trayectos de ida y vuelta sirviendo cafés, bocadillos y copas a quienes se acodaban en el mostrador y también parecían representar ante ella el teatro triunfal de sus vidas: con la corbata aflojada hablaban entre ellos o por teléfono, y solo lo hacían por continuar la inocentada, para que ella escuchase sus cifras de resultados, comisiones ganadas, tratos cerrados, proyectos pendientes, pero también planes de fin de semana, viajes programados, recomendaciones de restaurantes, coches nuevos, y Sonia se cincelaba una sonrisa para ocultar la mueca de desprecio que a veces se descubría en el reflejo de la ventana del vagón al atravesar un túnel. Ninguno de ellos tenía culpa de su situación, o sí, qué más daba, le encendían un resentimiento que no se originaba en la envidia, ella no quería ser como ellos, solo quería que ellos no fueran como ellos, que se lo callaran al menos. Hasta que se aislaba fijando la vista en el enorme ventanal que recorría el vagón cafetería de un extremo a otro: a la velocidad del tren veía pasar campos y pueblos, naves abandonadas, cortijos, rebaños, cerros, nubes, encinares, carreteras paralelas, sembrados, que se sucedían en la misma secuencia de ida y luego a la inversa de vuelta, sin permanecer en la pantalla acristalada más de un segundo. Y si algún viajero no la rescataba de su ensoñación pidiéndole un refresco, era fácil que su cerebro se excitase por el paso rápido de imágenes y acabase proyectando en el ventanal otras a la misma velocidad: desaparecían los paisajes junto a la vía para dar paso a la película de su vida, igual de acelerada, la secuencia de decisiones que la habían conducido hasta aquí, puestas en orden a la ida y luego remontadas a la vuelta hasta llegar al momento original en que todo se torció, nítido ante sus ojos, tanto que pareciera que estaba también a la vista de todos los pasajeros, que podrían comentarlo mientras bebían sus ginebras, acodados en el mostrador y vueltos hacia el ventanal, hacia la pantalla: mira, ahí es cuando la pobre dejó la carrera; ahí es cuando se empeñó en ser actriz; atentos, que ahora viene la discusión con su padre; a mí la parte que más gracia me hace es cuando monta su propia compañía; chica, ponme otro whisky que quiero disfrutar viéndote contar cuentos a los niños, qué simpática. Y menos mal que el tren llegaba a la estación en el momento en que su historia alcanzaba el tiempo presente, para desde ahí desandarlo todo de regreso, porque si hubiese más estaciones por delante se le aparecería en el ventanal la vida por venir, los años en que tendría que empezar de cero cada mes buscando algo con que completar los ingresos necesarios para llegar al final y luego empezar otro mes, y así un escalón tras otro durante cuántos años, hasta qué edad aguantaría sirviendo desayunos, hasta qué edad la seguirían llamando, qué vendría después. Al terminar el viaje de vuelta, regresada al origen de su propio relato, salía a la calle, caminaba un rato para recuperar el suelo firme tras un día vibrando a trescientos kilómetros por hora, y venía hasta aquí. Bajaba, se descalzaba y buscaba un rincón donde descansar, sobre todo la vista: apagar las imágenes que la habían acompañado todo el día. Pero el resentimiento le costaba más desactivarlo, así que algunas noches gateaba hacia el centro buscando alguien a quien agarrarse para agotar sus últimas fuerzas y poder dormir bien al llegar a casa.
Una tarde viniste a la habitación oscura, como hacías dos veces por semana, cuando dejabas a tu hijo en la piscina próxima al local y aprovechabas su hora de natación. Salías de casa con un libro en la mano, la coartada ante tu mujer que te imaginaba durante cincuenta minutos sentado en una cafetería o en un parque con una novela en la que hacías progresar el marcapáginas sin haber leído una línea. Tenías el libro en la mano cuando cruzabas la cortina, te sentabas en un lateral y lo posabas a tu lado, sin quitarle la mano de encima porque temías despistarlo a oscuras y no encontrarlo nunca más, a menudo pensábamos la habitación oscura como un pozo ciego, un agujero que se tragaba la materia. A veces te adormecías, hasta que te incorporabas sobresaltado y salías deprisa a mirar el reloj, temías llegar tarde, tu hijo solo y empapado en el vestuario. Hasta que decidiste recuperar el centro de la habitación: por qué no, hacía ya tanto tiempo que no probabas, no había nada malo en ello, qué diferencia había entre follar a ciegas con nadie, pues aquí todos éramos nadie, qué diferencia entre eso y masturbarte en el baño mientras tu mujer y el niño dormían, tus ojos entornados mirándote desde el espejo. Con el libro en la mano resultabas cómico, dando vueltas por el centro de la habitación, con pasos cortos, descalzo, una mano ocupada en sujetar el libro y la otra adelantada, buscando sin encontrar, las cuatro de la tarde no era una buena hora, los que elegían el centro debían de llegar después. Pero aquella vez sí, aquella vez, sin esperarlo ya, cuando recorrías la habitación por puro gusto de moverte a oscuras, de repente tu pie topó con algo blando. Ahí estaba, después de tanto buscar, y ahora qué. Tu primer impulso fue apartarte, dar un paso atrás. Te detuviste y esperaste, como si correspondiese al otro cuerpo reaccionar, responder al toque de tu pie, levantarse y acercarse a ti, buscarte con las manos y palparte la cara en reconocimiento. Pero no. Pasaban los segundos y nadie llegaba, tampoco escuchabas ningún roce que indicase movimiento, te correspondía a ti la iniciativa, seguramente era alguien que llevaba tanto tiempo como tú sin encontrarse con nadie. Así que te agachaste, dejaste el libro en el suelo, asumiste el riesgo de rodar y alejarte y no encontrarlo después, qué importaba, ya dirías que lo olvidaste en el vestuario. En cuclillas, adelantaste una mano sin tocar nada; diste unos pasos cortos, y cuando volviste a estirar el brazo tus dedos alcanzaron algo. Los apartaste, como si te quemara, pero en seguida los devolviste al bulto que al tacto reconociste textil, una prenda de ropa tapando qué parte del cuerpo, algo blando, quizás un abdomen, un muslo, un pecho. Apoyaste la mano entera, con suavidad, y como no hubo rechazo, recorriste la superficie con los dedos para reconocerla: era un culo, te sonreíste al encontrar los bolsillos traseros de un pantalón de tela fina, la forma redondeada de la nalga, no había duda, y además parecía un culo de mujer, estabas de suerte. Por la postura estaba tumbada de lado, pensaste en una durmiente, pero ésa no era zona de dormir, para eso estaban los laterales, quien se tumba en el centro ya sabe a lo que se expone, el protocolo manda, así que bajaste la mano siguiendo la línea de la cadera hacia la pierna, con una emoción que hacía tanto tiempo que no sentías, cómo habías sido capaz de pasar tantas tardes pegado a la pared. Rehiciste el camino de vuelta a la nalga, y desde ahí subiste por el costado, llegaste al hombro, encontraste la manga corta y tocaste la piel, templada, erizada a tu roce. Seguiste la longitud del brazo hasta llegar a la mano, que estaba abandonada en el suelo, metiste tus dedos entre los suyos, le apretaste la mano, eh, estoy aquí. Si estaba dormida, sería una buena forma de despertarla, pero al subir por su vientre y alcanzar el pecho, la agitación te lo desmintió: estaba despierta, no tenía la respiración serena de durmiente, más bien estaba excitada, por la forma en que su pecho subía y bajaba. Así que se trataba de eso: un juego, te quedas quieta, te haces la dormida, y yo te toco. Bien, bien, bien. La erección te tensaba el pantalón, y quisiste compartir la alegría con ella, te tumbaste a su espalda, encajando tu forma en la suya, tu pecho contra su espalda, tus piernas dobladas tras sus muslos, tu verga abultada contra sus nalgas. Exploraste más arriba, encontraste la cabellera, una melena corta, de pelo fino, acariciaste la cabeza y te entretuviste en la oreja, la dibujaste con el dedo y después, audaz, la mordiste, cerraste los dientes sin apretar del todo el lóbulo, lamiste el tímpano, mientras con la mano le tocabas la cara, los párpados cerrados, la nariz pequeña, la boca entreabierta en la que deslizaste un dedo. Pensaste que te correrías en cualquier momento sin haber llegado a desabrocharte el pantalón, así que te abriste la cremallera y sacaste la verga, la encajaste entre sus muslos, como una invitación. Parece que quieres seguir jugando, que lleve yo la iniciativa, no hay problema: remontaste su vientre de nuevo pero ahora bajo la camiseta, encontraste el sujetador y lo levantaste para acariciar el pecho, primero con las yemas, después apretando la palma, amasándolo, pellizcando el pezón duro. Balanceaste tus caderas suavemente, el roce de la tela de sus muslos apresándote la verga te encendió aún más, así que la tomaste por los hombros y la giraste, la tumbaste boca arriba y no opuso resistencia, le subiste la camiseta y metiste la cara entre sus pechos, le chupaste los pezones, los mordisqueaste, le bajaste el pantalón y las bragas de un solo tirón, estabas a punto de correrte y no querías así, de modo que demoraste todavía el momento de penetrarla, le acariciaste la vulva para conducirla al mismo peldaño en que ya estabas tú. Sin apartar la mano de su entrepierna, te agachaste buscando su cara, mordiste su barbilla y después su boca, primero los labios, después metiste la lengua y entonces reconociste un sabor agrio, repugnante. Espantado, sacaste la mano de su vulva y, desequilibrado, la apoyaste en el suelo, sobre un charco caliente y viscoso. Te apartaste de un salto hacia atrás, caíste de culo. Te subiste el pantalón sin perder la erección, manoteaste para encontrarla de nuevo, la tomaste por los hombros y la sacudiste, le hablaste en voz baja, como si hubiese alguien más en la habitación: oye, qué te pasa, estás bien, dime algo. Le tiraste de los brazos pero no se sostenía, así que la agarraste por las axilas y la levantaste lo suficiente para arrastrarla hasta la salida. Avanzaste con ella varios metros y chocaste con la pared, imposible orientarte, dónde la puerta. Le pasaste un brazo por la espalda y otro por las piernas para alzarla, pesaba menos de lo que esperabas, una chica pequeña y delgada. Con ella en brazos recorriste la pared, pegado al muro para no perder la referencia, y tras varios pasos te enredaste con la cortina, abriste la puerta y saliste al pasillo. Bajo la luz escasa le viste el rostro conocido, los ojos vueltos, la mandíbula torcida, el vómito manchándole media cara, y los pantalones bajados, la vagina oscura.
Es la única que con toda seguridad hoy no está aquí, sentada en este círculo mudo: Eva. No supimos por qué había hecho aquello, no hubo tiempo para saberlo: el hospital no era lugar para preguntas, solo para animarla cuando su familia nos permitió visitarla y la encontramos en un sillón, demacrada y consumida bajo el camisón, la mirada vuelta a la ventana. Tampoco hubo tiempo para hablar después, cuando le dieron el alta en la unidad de psiquiatría: salió del hospital con su hermano, que le dijo que se la llevaba a su casa, viviría con él una temporada, no querían dejarla sola, quedaba mucho camino por delante, un largo camino, pero ella prefirió tomar un atajo: al entrar en el piso, su hermano llevó la maleta al dormitorio que le había preparado, le preguntó a voces si quería darse una ducha antes de comer, volvió al salón al no escuchar su respuesta, encontró la chaqueta de ella tirada en el suelo, el bolso un par de metros más allá, junto al balcón abierto, al que no tuvo valor de asomarse para comprobar por qué gritaba de esa manera la gente en la calle. Desde el cementerio vinimos aquí, sin que nadie lo propusiese, dónde íbamos a ir si no, nadie quería entrar en una cafetería para llorar alrededor de una mesa y especular sobre sus motivos para hacer algo así, culpar a una lejana ruptura amorosa de la que nunca llegó a recuperarse, su mala situación económica, su trabajo de comercial que la devolvía muchas noches a casa sin haber conseguido un solo contrato que justificase tanto desgaste, la soledad de los años en que cada uno tenía pareja y planes pero ella no, la depresión cocinada a fuego lento y que no tuvo antes un borbotón que alertase a los suyos, las muchas noches en que la habitación oscura se había convertido en la caja negra donde sus fantasmas se espesaban y achicaban el espacio hasta asfixiarla; en realidad no sabíamos nada de ella y ahora se había quebrado en fragmentos tan pequeños que nada podía ser reconstruido, de modo que vinimos, repartidos en varios coches que circularon juntos, bajamos en fila, nos descalzamos en silencio y entramos, nos sentamos en círculo y rumiamos su recuerdo. Todos menos tú, que no has vuelto desde aquel día, ni siquiera hoy habrás venido, incapaz de una oscuridad que evitas incluso en casa.
Si seguimos la secuencia cronológica que hemos aceptado desde que llegamos, ahora vendría el llanto, el día del llanto que todos recordamos. Digo todos, y no porque todos estuviésemos aquel día, no era sábado, imposible saber quiénes estábamos aunque todos creemos haber estado, todos recordamos aquel llanto o quizás hubo más de uno, varios días del llanto y cada uno tuvo su oportunidad. No fue al llegar, no lo encontraste al cruzar el segundo cortinaje, llevabas ya un rato en la habitación oscura, era una de esas tardes, cada vez más frecuentes, en que elegías la soledad del lateral. Sabías que había alguien más, no podrías decir cuántos pero percibías presencias, respiraciones que no eran la tuya, ligeros roces al cambiar de postura. Entonces una respiración se aceleró, se hizo más audible por profunda, hasta volverse gemido, pensaste en alguien en el centro de la habitación, una pareja entrelazada, hasta que notaste que era un quejido antes que una agitación de placer. Un sollozo contenido, vuelto hacia dentro, que escapaba por la nariz más que por la boca que suponías cerrada, hasta que los labios se despegaron con un chasquido de saliva pegajosa y detonó un lamento que en seguida fue refrenado. Sobrevino un silencio parcial, de fondo la respiración rápida y entorpecida por mucosidad, y de nuevo el quejido nasal hasta que, ahora sí, estalló, arrastrando tus últimas dudas porque era un llanto firme, marcado, vocalizado en interjecciones. Quizás quien lloraba creía estar a solas, tal vez no había nadie más en la habitación, solo quien lloraba y tú, no te oyó llegar; pero también podía ser que hubiera más gente, imaginaste un coro de oyentes como tú, sentados a lo largo de las paredes y atendiendo en silencio a aquel llanto que cada vez era más pronunciado, más rabioso, lloraba ya sin intentar freno alguno. Pasaban los minutos y no cesaba, al contrario, era cada vez más desesperado, y acabaste por interpretarlo como una llamada, una petición de ayuda, un llanto dirigido a ti, a quien estuviese en la habitación escuchándolo, así que te levantaste, adelantaste los brazos y avanzaste hacia el frente, buscando al que lloraba sin saber qué harías cuando lo encontrases, si lo abrazarías o solo le ofrecerías una mano para que la apretase. Intentaste orientarte por el sonido, pero la acústica de la habitación oscura hacía rebotar los gemidos en todas direcciones y no había posibilidad de situar su origen, como si fuesen varios llorando en todas las esquinas, o fuese la propia habitación la que suplicase. Continuaste a tientas hasta que tocaste la pared de enfrente, tus dedos se doblaron contra el muro blando. Estiraste los brazos a ambos lados, manoteando en el vacío, después seguiste hacia tu derecha recorriendo el perímetro, esquivaste un sofá no sin antes palpar sus cojines por si estaba allí sentado, seguiste con pasos cortos hasta tocar la cortina, continuaste unos pocos metros más y te detuviste cuando calculaste que ya habrías alcanzado el punto de partida, una vuelta completa. El llanto seguía, no había cesado durante tu rodeo, ahora te parecía más potente, también más desesperado, como si aguijoneado por tu torpeza estuviese diciendo aquí, aquí, estoy aquí, encuéntrame de una vez. Pensaste en hablar, preguntar en voz alta, dónde estás, pero respetaste el silencio, aunque aquello ya no fuese silencio. Te situaste en el centro, marcando con cuidado los pasos para no dar una patada o un pisotón, moviendo las manos hacia los lados y hacia abajo por si estaba en el suelo, encogido. Giraste sobre tu posición, los brazos extendidos, los mismos movimientos con que otras veces buscaste a alguien llevado por el deseo. Diste todavía unos pasos erráticos que tampoco sirvieron, como si el lloroso estuviese esquivándote, o como si él también se moviera en tu busca y os alejaseis todo el tiempo, os cruzaseis sin rozaros. Alcanzaste de nuevo una pared y decidiste cesar tu búsqueda, te dejaste caer, recuperaste la postura de partida, y seguiste escuchando el llanto durante un par de minutos más, hasta que fue ahogándose, perdió fuerza, volvió a ser un quejido vuelto hacia dentro, una respiración profunda, y luego nada.