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Se despertó gimiendo y se quedó inmóvil, tumbada boca arriba, mirando con estupor la claridad de las ventanas. Una niebla blanca y opaca inundaba el patio, pero a sus cansados ojos les parecía nieve, como la que había caído por primera vez en otoño, densa y deslumbrante, difundiendo una especie de luz mortecina de duro resplandor níveo.

—La primera nieve… —murmuró juntando las manos alborozada.

La miró largo rato con embeleso infantil y al mismo tiempo sobrecogedor, demencial. El piso estaba en silencio. Seguramente aún no había vuelto nadie. Se levantó y se vistió. No apartaba los ojos de la ventana; se imaginaba que nevaba, que los copos surcaban el aire con fugaz rapidez, como plumas de pájaro. Por un instante, le pareció oír que se cerraba una puerta. Tal vez los Karin habían regresado y estaban durmiendo. Pero ella no pensaba en ellos. Creía sentir los copos posarse en su cara, de hielo y fuego al tacto. Cogió el abrigo, se echó el mantón por la cabeza, se la sujetó bajo la barbilla con un alfiler y, extendiendo la mano, buscó de manera mecánica sobre la mesa, como una ciega, el manojo de llaves que cogía siempre en Karinovka antes de salir. No encontró nada, pero siguió tanteando, sin recordar lo que buscaba, mientras apartaba irritada la funda de las gafas, la labor empezada, el retrato de Yuri niño…

Creía que la esperaban. Una extraña impaciencia le hacía hervir la sangre.

Abrió un armario y dejó la puerta oscilando y un cajón sin cerrar. Un perchero cayó al suelo. La anciana dudó un instante, pero luego se encogió de hombros, como si no pudiera perder un segundo, y salió a toda prisa. Cruzó el piso y bajó la escalera con su pasito rápido y silencioso.

Al llegar al patio, se detuvo. La gélida niebla formaba una densa y blanca nube que se alzaba lentamente del suelo, como una humareda. Finas gotitas le aguijoneaban la cara, como las agujas de nieve cuando cae medio fundida y mezclada aún con la lluvia de septiembre.

Dos hombres con traje salieron detrás de ella y la miraron con curiosidad. La anciana los siguió y se deslizó por el hueco de la puerta cochera, que volvió a cerrarse a sus espaldas con un sordo gemido.

Se hallaba en la calle, una calle oscura y desierta. A través de la lluvia se veía brillar una farola. La niebla estaba disipándose, dando paso a una fría llovizna. Los adoquines y las paredes resplandecían débilmente. Pasó un hombre arrastrando los pies, con los zapatos empapados. Un perro cruzó la calzada como con prisa, se acercó a la anciana, la olfateó, soltó un débil gruñido quejumbroso e inquieto y empezó a seguirla. Tras acompañarla un rato, desapareció.

Tatiana Ivanovna continuó avanzando, vio una plaza, otras calles… Un taxi le pasó tan cerca que el barro le salpicó la cara, pero ella no parecía ver nada. Caminaba en línea recta resbalando sobre los adoquines mojados. Por momentos, se sentía tan cansada que creía que las piernas iban a doblársele bajo el peso del cuerpo y hundirse en el suelo. Alzaba la cabeza y miraba la claridad del sol, que asomaba al otro lado del Sena: un fragmento de cielo blanco al final de la calle. A sus ojos, era una llanura nevada, como la de Sujarevo. Avivó el paso, deslumbrada por una especie de lluvia de fuego que le salpicaba los párpados. En sus oídos resonaban campanas.

Por un instante, recobró una pizca de juicio. Vio con toda nitidez la niebla y el humo, que iban disipándose. Pero fue sólo un momento. Inquieta y cansada, siguió avanzando encorvada hasta llegar por fin a los muelles.

El Sena, desbordado, cubría las orillas. El sol se alzaba y el blanco horizonte resplandecía puro y luminoso. La anciana se acercó al pretil y miró con fijeza la resplandeciente franja celeste. A sus pies había una pequeña escalera practicada en la piedra. Posó la helada y temblorosa mano en la baranda, se agarró con fuerza y empezó a bajar. El agua corría sobre los últimos peldaños, pero Tatiana Ivanovna no la veía. «El río está helado —se decía—. En esta época del año, tiene que estarlo…».

Creía que bastaba con cruzarlo, que Karinovka se encontraba en la otra orilla. Veía brillar las luces de las terrazas a través de la nieve.

Sin embargo, cuando llegó abajo, el olor del agua la sorprendió al fin. Estupefacta y colérica, dio un respingo, se detuvo un instante, y a continuación siguió bajando a pesar de que el agua le inundaba los zapatos y empezaba a empaparle la falda. Únicamente recobró por completo la razón cuando le llegó hasta la cintura. Congelada, quiso gritar. Mas sólo le dio tiempo a santiguarse. A continuación, dejó caer el brazo: estaba muerta.

Antes de desaparecer, el menudo cadáver flotó unos instantes como un rebujo de trapos absorbido por el negro Sena.

* * *