3
Tras cerrar las puertas de la casa vacía, Tatiana Ivanovna subió al pequeño mirador construido en el tejado. Era una tranquila noche de mayo, suave y ya cálida. Sujarevo ardía: las llamas se veían con nitidez y se oían gritos lejanos, traídos por el viento.
Los Karin habían huido en enero de 1918, cinco meses antes, y desde entonces la anciana había divisado todos los días en el horizonte pueblos incendiados, que se apagaban y volvían a arder, a medida que pasaban del dominio de los rojos al de los blancos, y de nuevo al de los rojos. Pero el incendio nunca había estado tan cerca como aquella noche: el resplandor iluminaba el parque abandonado de tal modo que podían verse hasta las lilas del sendero principal, que habían florecido el día anterior. Engañados por la claridad, los pájaros volaban como en pleno día. Los perros aullaban. Luego, el viento cambió de dirección y se llevó el fragor del fuego y su olor. El viejo parque volvió a quedar a oscuras y en silencio, y el aroma de las lilas inundó el aire.
La anciana esperó unos instantes y, con un suspiro, bajó de nuevo. Se habían retirado las alfombras y cortinas de las habitaciones. Las ventanas estaban condenadas con tablas y aseguradas con barras de hierro. Había guardado la plata en los sótanos, en el fondo de los baúles, y enterrado la valiosa porcelana en la parte antigua del huerto, que se hallaba abandonado. Algunos campesinos, convencidos de que toda aquella riqueza acabaría en sus manos, la habían ayudado. La gente ya no se preocupaba del prójimo más que para apoderarse de sus bienes. Así que no dirían nada a los comisarios de Moscú. Más tarde, ya se vería… Además, sin ellos no habría podido hacerlo. Estaba sola; los criados se habían ido hacía tiempo. El cocinero Antipas, el último en dejarla, se había quedado con ella hasta marzo, cuando había muerto. El hombre tenía la llave de la bodega, y no necesitaba más.
«Deberías beber, Tatiana —le decía—. El vino quita todas las penas. Mira, estamos solos, abandonados como perros, pero no me importa. Mientras tenga vino, todo me da igual».
Pero a ella nunca le había gustado beber. Una noche, durante una de las últimas tormentas de marzo, mientras estaban sentados en la cocina, Antipas había empezado a divagar, a recordar la época en que fue soldado.
—Los jóvenes no son tan tontos, con su revolución… Ahora es la suya… Bastante nos han chupado la sangre esos malditos cerdos, esos sucios barin.
Ella no replicó. ¿Para qué? El cocinero amenazó con prender fuego a la casa, vender las joyas y los iconos escondidos. Luego siguió disparatando un rato y de repente soltó una especie de aullido quejumbroso:
—¡Alexandr Kirilóvich! ¿Por qué nos dejaste, barin?
De su boca brotó una ola de vómitos, sangre negra y alcohol. Tras una larga agonía, había fallecido al amanecer.
Tatiana Ivanovna aseguró las puertas del salón con las cadenas de hierro y salió a la terraza por la portezuela disimulada de la galería. Las estatuas seguían encerradas en sus cajas de tablas. Las habían metido en ellas en septiembre de 1916 y allí se habían quedado. La anciana miró la casa. La nieve derretida había ennegrecido el delicado amarillo de la piedra; bajo las hojas de acanto, el estuco se desconchaba y dejaba al descubierto manchas blancuzcas, como marcas de bala. El viento había roto algunos cristales del invernadero de los naranjos.
—Si Nikolái Alexándrovich viera esto…
Echó a andar por el sendero, pero a los pocos pasos se detuvo, llevándose una mano al corazón. Ante ella había una figura humana. Por unos instantes, miró aquel rostro pálido y extenuado bajo la gorra militar sin reconocerlo.
—¿Eres tú? —preguntó al fin—. Eres tú, Yuroska…
—Claro —respondió él con una expresión extrañamente indecisa y fría—. ¿Podrías esconderme esta noche?
—No te apures —dijo ella, como antaño.
Entraron en la casa y se dirigieron a la cocina desierta. La anciana encendió una vela y le iluminó el rostro.
—¡Cómo has cambiado, Dios mío! ¿Estás enfermo?
—Tuve el tifus —respondió Yuri con voz apagada, ronca y carrasposa—. Estuve moribundo, y bien cerca de aquí, en Temnaya… Pero no me atrevía a hacértelo saber. Me hallo bajo amenaza de arresto y pena de muerte —concluyó en el mismo tono monótono y frío—. Tengo sed…
La anciana le sirvió agua y se arrodilló para desatar los trapos sucios y ensangrentados que le envolvían los pies.
—He andado mucho —murmuró él.
—¿Por qué has venido? —le preguntó ella, alzando la cabeza—. Aquí los campesinos están locos.
—¡Bah! Es igual en todas partes… Cuando salí de la cárcel, mis padres se habían marchado a Odesa. ¿Adónde podía ir? La gente va y viene, unos hacia el norte, otros hacia el sur… —Se encogió de hombros—. Es igual en todas partes —repitió con indiferencia.
—¿Estuviste en la cárcel? —murmuró la anciana juntando las manos, en un gesto de asombro y dolor.
—Seis meses.
—¿Por qué?
—Sólo el diablo lo sabe. —Se interrumpió y se quedó inmóvil—. Salí de Moscú… —prosiguió con esfuerzo—. Un día, subí a un tren ambulancia, y los enfermeros me escondieron. Aún tenía dinero… Viajé con ellos diez días. Luego caminé. Pero había cogido el tifus. Me desplomé en un campo, cerca de Temnaya. Me recogieron unos campesinos. Me quedé con ellos un tiempo, pero al final, como se acercaban los rojos, les entró miedo y tuve que marcharme.
—¿Dónde está Kiril?
—Lo encarcelaron conmigo. Pero consiguió escapar y reunirse con nuestros padres en Odesa. Cuando todavía estaba en la cárcel, lograron hacerme llegar una carta. Al salir, hacía tres semanas que se habían ido. Nunca he tenido suerte, mi querida niánechka —añadió sonriendo con irónica resignación—. Ni siquiera en la cárcel: Kiril estaba en la celda con una preciosidad, una actriz francesa, y yo con un viejo judío. —Se echó a reír, pero calló como sorprendido de su propia risa, sorda y rota. Entonces apoyó la cara en la mano y murmuró—: Me alegro mucho de estar en casa, niánechka…
Y se quedó dormido.
Durmió varias horas mientras la anciana, sentada frente a él, lo miraba sin moverse, dejando que las lágrimas resbalaran silenciosamente por su vieja y pálida cara. Luego lo despertó, lo hizo subir a la habitación de los niños y lo ayudó a acostarse. Deliraba un poco y tocaba ahora el espacio entre los barrotes de la camita de Andréi, donde había estado el pequeño icono, ahora el calendario que colgaba de la pared, adornado con un retrato en color del zar, como en su infancia.
—No lo entiendo, no lo entiendo… —repetía, señalando con el índice la hoja, con fecha del 18 de mayo de 1918.
Al cabo de un rato, miró sonriendo la persiana, que se balanceaba con suavidad, el parque, los árboles iluminados por la luna, y el sitio junto a la ventana en que el viejo entarimado formaba una pequeña depresión. La tenue claridad se rebalsaba en ella y se movía, oscilaba como una mancha de leche. Cuántas veces, mientras su hermano dormía, se había levantado para quedarse allí, sentado en el suelo, escuchando el acordeón del cochero, las risas ahogadas de las sirvientas… El perfume de la lilas era muy intenso, como esa noche. Yuri inclinó la cabeza y de forma instintiva trató de percibir en el silencio el quejumbroso sonido del acordeón. Pero sólo se oía un débil y suave rugido, por momentos. Se incorporó en la cama y le tocó el hombro a la anciana, sentada junto a él en la penumbra.
—¿Qué es eso?
—No lo sé. Se oye desde ayer. Truenos, una tormenta de mayo, quizá.
—¿Eso? —rezongó Yuri, y de pronto se echó a reír mirándola fijamente con los ojos dilatados, que la fiebre aclaraba y hacía arder con una especie de dura luz—. ¡Son cañones, querida niánechka! Ya decía yo… Era demasiado bonito… —Murmuró unas frases confusas, entrecortadas por carcajadas, y luego añadió con voz más clara—: Moriré tranquilo en esta cama, estoy cansado…
Por la mañana, la fiebre le había bajado. Quiso levantarse, salir al parque, respirar el aire tibio y puro de la primavera, como antaño… Eso era lo único que no había cambiado. El jardín abandonado, lleno de malas hierbas, tenía un aspecto lamentable y triste. Entró en el pequeño pabellón, se tumbó boca arriba en el suelo y empezó a jugar distraídamente con los pedazos de cristal pintado, mirando la casa a través de ellos. En la cárcel, mientras esperaba a que lo ejecutaran en cualquier momento, una noche había visto la casa en sueños, como la veía ahora, desde las ventanas del pabellón, pero abierta y con las terrazas llenas de flores. En su sueño, oía incluso a las torcaces que se paseaban por el tejado. Se había despertado con un sobresalto y había pensado: «Mañana me matan, seguro. Sólo se puede recordar así justo antes de morir…».
La muerte… No lo asustaba. Pero abandonar el mundo en medio del caos de aquella revolución, olvidado por todos, abandonado… Qué absurdo, todo… Bueno, todavía no estaba muerto. Quién sabía… Puede que se salvara. La casa… Creía que no volvería a verla, y allí estaba. Y también aquellos cristales pintados, que el viento siempre rompía y con los que jugaba de niño, imaginándose las colinas de Italia, seguramente porque eran del rojo violáceo de la sangre y el vino tinto. Tatiana Ivanovna entraba y le anunciaba: «Tu madre te llama, corazón».
Tatiana Ivanovna entró con un plato de patatas y pan.
—¿Cómo te las arreglas para comer? —le preguntó Yuri.
—A mi edad, una no necesita mucho. Siempre he tenido patatas, y a veces en el pueblo hay pan. No me ha faltado de nada. —Se arrodilló junto a él y le dio de comer y beber como si estuviera demasiado débil para llevarse los alimentos a la boca—. Yuri… ¿y si te fueras ahora? —Él frunció el cejo y la miró sin responder—. Podrías ir andando hasta la casa de mi sobrino. Él no te hará daño. Si tienes dinero, te ayudará a conseguir caballos y podrás llegar a Odesa. ¿Está lejos?
—Tres, cuatro días en tren, en época normal. Ahora… sólo Dios lo sabe.
—¿Qué otra cosa puedes hacer? Dios te ayudaría. Podrías reunirte con tus padres y darles esto. No he querido confiárselo a nadie —confesó la anciana, enseñándole el dobladillo de la falda—. Son los diamantes del collar grande de tu madre; antes de irse me dijo que los escondiera. No pudieron llevarse nada; se marcharon la noche en que los rojos tomaron Temnaya, pues temían que los detuvieran. ¿Cómo viven ahora?
—Mal, sin duda —respondió Yuri, y se encogió de hombros con cansancio—. Bueno, mañana veremos. Pero no te ilusiones; es igual en todas partes. Y aquí al menos los campesinos me conocen. Nunca les he hecho nada…
—¿Quién puede saber lo que tienen en el alma esos desgraciados? —gruñó la anciana.
—Mañana, mañana… —repitió Yuri cerrando los ojos—. Mañana veremos. Aquí se está tan bien, Dios mío…
Así transcurrió el día. Al anochecer, Yuri volvió a la casa. El crepúsculo fue tan puro y tranquilo como el día anterior. Dio un rodeo y pasó junto al estanque. Los arbustos que lo circundaban se habían deshojado en otoño, y aún estaba cubierto de una espesa capa de hojas secas atrapadas bajo el hielo. Las lilas caían en forma de llovizna; en algunos puntos, se veía apenas el agua negra, que relucía débilmente.
Entró y volvió a subir a la habitación infantil. Tatiana Ivanovna había puesto la mesa delante de la ventana abierta. Yuri reconoció uno de los mantelitos de tela fina que se empleaban cuando los niños comían en su habitación, durante las breves enfermedades, y el viejo tenedor, el cuchillo de plata sobredorada, el deslustrado cubilete…
—Come y bebe, corazón. Te he subido una botella de la bodega. Y antes te encantaban las patatas asadas en las ascuas…
—Desde entonces, he perdido el gusto —respondió Yuri riendo—. Pero gracias de todas formas, mi vieja niánechka.
Caía la noche. Yuri encendió una vela y la colocó en un extremo de la mesa. La llama, recta y transparente, ardía en la serena oscuridad.
—Niánechka… —murmuró al cabo de unos instantes—. ¿Por qué no te fuiste con mis padres?
—Alguien tenía que quedarse para cuidar la casa.
—¿Tú crees? —dijo él con una especie de irónica melancolía—. ¿Y para quién, Dios mío? —Un silencio—. ¿No te gustaría reunirte con ellos? —le preguntó al fin.
—Iré si me llaman. Encontraría el camino. Jamás he sido torpe ni tonta, gracias a Dios. Pero ¿qué sería de esta casa? —La anciana se interrumpió y, bajando la voz, dijo—: ¡Escucha…! —Abajo estaban llamando. Ambos se levantaron de un brinco—. ¡Escóndete, Yuri! ¡Escóndete, por amor de Dios!
Él se acercó a la ventana y miró fuera con precaución. Había salido la luna. Reconoció al hombre, inmóvil en mitad del sendero.
—¡Yuri Nikolaiévich! ¡Soy yo, Ignat! —gritó el otro, tras retroceder unos pasos.
Se trataba de un joven cochero que se había criado en el hogar de los Karin. De pequeño, Yuri y él jugaban juntos. Él era quien cantaba en el parque las noches de verano acompañándose del acordeón. «Qué diablos, si éste quiere hacerme algo —se dijo Yuri—, al cuerno con todo, y yo el primero».
—¡Sube, muchacho! —gritó, asomándose a la ventana.
—No puedo, la puerta está atrancada.
—Baja a abrirle, Taniushka. Está solo.
—Pero ¿qué has hecho, desgraciado? —le susurró la anciana.
—Lo que tenga que ser, será —contestó Yuri, haciendo un gesto de hastío con la mano—. Además, me había visto. Anda, baja a abrirle.
Muda y temblorosa, la anciana permanecía inmóvil. Yuri avanzó hacia la puerta, pero entonces ella lo detuvo; de repente la sangre le había vuelto a las mejillas.
—¿Qué haces? No eres tú quien ha de bajar a abrirle al cochero. Espera aquí.
Él se encogió de hombros y volvió a sentarse. Cuando la anciana reapareció seguida por Ignat, se levantó y se acercó a ellos.
—Buenas noches. Me alegro de volver a verte.
—Lo mismo digo, Yuri Nikolaiévich —respondió sonriendo el joven, que tenía un rostro agradable, redondo y sonrosado.
—Tú no has pasado hambre, ¿eh?
—Dios me ha ayudado, barin.
—¿Aún tocas el acordeón?
—A veces.
—Espero volver a oírte. Me quedaré algún tiempo… —Ignat no respondió; seguía sonriente, enseñando los dientes, grandes y brillantes—. ¿Quieres beber algo? Sírvele vino, Tatiana.
La anciana obedeció refunfuñando. El joven bebió.
—¡A su salud, Yuri Nikolaiévich!
Se quedaron callados. Tatiana Ivanovna avanzó unos pasos.
—Bueno, ahora vete. El joven barin está cansado.
—Aun así, tiene que acompañarme al pueblo, Yuri Nikolaiévich…
—¡Vaya! ¿Por qué? —murmuró Yuri bajando instintivamente la voz—. ¿Por qué, muchacho?
—Debe hacerlo.
De pronto, la anciana hizo amago de abalanzarse sobre él, y Yuri advirtió en su rostro habitualmente pálido y tranquilo una fugaz expresión tan extraña y salvaje que se estremeció.
—No te metas —dijo casi con desesperación—. Calla, te lo suplico. No pasa nada…
—¡Ah, maldito hijo de perra! —gritaba la vieja aya con las nudosas manos como garras, sin escucharlo—. ¿Crees que no leo en tu mirada lo que piensas? ¿Y quién eres tú para darle órdenes a tu señor?
El joven se volvió hacia ella con expresión demudada y la observó con ojos centelleantes. Luego pareció calmarse.
—Cállate, abuela —respondió en tono glacial—. En el pueblo hay gente que desea ver a Yuri Nikolaiévich, eso es todo.
—¿Sabes al menos qué quieren de mí? —preguntó Yuri, que de pronto se sentía cansado, con un único y profundo deseo en el alma: tumbarse y dormir mucho tiempo.
—Hablar sobre el reparto del vino. Hemos recibido órdenes de Moscú.
—¡Vaya! Así que se trata de eso… Te ha gustado mi vino… De todas formas, habrías podido esperar hasta mañana, ¿no te parece?
Avanzó hacia la puerta, seguido por Ignat. Se detuvo en el umbral. El cochero pareció dudar un instante, pero de repente, con el mismo gesto con que en otros tiempos cogía el látigo, se llevó la mano al cinturón, sacó la pistola y disparó dos veces. El primer tiro alcanzó entre los omóplatos a Yuri, que soltó una especie de grito de asombro acompañado de un gemido. La segunda bala le penetró en la nuca y lo mató en el acto.