7
Los primeros meses de los Karin en París transcurrieron con tranquilidad. Pero en otoño, cuando el pequeño Andréi volvió de Bretaña y hubo que pensar en establecerse, empezó a faltar el dinero. Las últimas joyas habían volado hacía tiempo. Quedaba un pequeño capital que podía durar dos, tres años. ¿Y después? Algunos rusos habían abierto restaurantes, locales nocturnos, pequeños comercios… Como tantos otros, con sus últimos ahorros, los Karin compraron y amueblaron una tienda en el interior de un patio y pusieron a la venta los escasos cubiertos antiguos, encajes e iconos que habían podido llevar consigo. Al principio, nadie les compraba. En octubre, hubo que pagar el alquiler del piso. Luego, tuvieron que enviar a Andréi a Niza, pues el aire parisino le provocaba ataques de asma. Pensaron en mudarse. Cerca de la Puerta de Versalles, les ofrecían un piso más barato y luminoso, pero sólo disponía de tres habitaciones y una cocina tan estrecha como un armario. ¿Dónde meterían a la vieja Tatiana? No podían hacerla subir al sexto piso, con sus cansadas piernas. Mientras se decidían, cada fin de mes se les hacía más cuesta arriba. Las criadas se les iban una tras otra, incapaces de acostumbrarse a aquellos extranjeros que dormían de día y de noche comían, bebían y dejaban los platos sucios sobre los muebles del salón hasta la mañana siguiente.
Tatiana Ivanovna intentó realizar algunos trabajos humildes, de limpieza, pero había perdido fuerza y sus viejas manos ya no podían levantar los pesados colchones franceses ni la ropa blanca mojada.
Los chicos, ahora permanentemente cansados e irritados, la trataban de malos modos, la apartaban:
—Deja. Vete. Lo confundes todo. Lo rompes todo.
Y ella se alejaba sin replicar.
Por otra parte, no parecía oírlos. Se pasaba horas inmóvil, en silencio, con la mirada perdida y las manos cruzadas sobre las rodillas. Estaba encorvada, casi doblada totalmente por la cintura, y tenía la tez blancuzca, mortecina, con venillas azuladas e hinchadas en las comisuras de los ojos. A menudo, cuando la llamaban, en lugar de responder apretaba aún más la pequeña y marcada boca. Pero no estaba sorda. Cada vez que alguien pronunciaba un apellido ruso, aunque fuera en voz baja o apenas lo susurrara, la anciana se estremecía y de pronto en tono débil y sereno decía: «Sí… El día de Pascua, cuando ardió el campanario de Temnaya…», o: «¿El pabellón? Ya, al poco de iros, el viento rompió los cristales. ¿Qué habrá sido de todo ello?».
Y volvía a callar y mirar por la ventana, los blancos muros y el cielo sobre los tejados.
—¿Cuándo llegará el invierno de una vez? —preguntaba—. ¡Ah, Dios mío, cuánto hace que no hemos tenido ni frío ni hielo! Qué largo es el otoño en este país. Seguro que en Karinovka ya está todo blanco y el río, helado. ¿Te acuerdas, Nikolái Alexándrovich, de cuando tenías tres o cuatro años (entonces, yo era joven) y tu difunta madre decía: «Tatiana, cómo se nota que eres del norte, hija. Con las primeras nieves, enloqueces»? ¿Te acuerdas?
—No —murmuraba él con desgana.
—Yo sí lo recuerdo —rezongaba la vieja nodriza—. Y pronto no habrá nadie más que yo para recordarlo.
Los Karin no respondían. Todos tenían bastante con sus propios recuerdos, temores y tristezas.
—Los inviernos de aquí no se parecen a los nuestros —comentó un día Nikolái Alexándrovich.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Tatiana Ivanovna estremeciéndose.
—Ya lo verás —respondió él. La anciana lo miró fijamente y se quedó callada. Y, por primera vez, Nikolái Alexándrovich advirtió la expresión extraña, desconfiada y perdida de sus ojos—. ¿Qué ocurre, mi vieja niñera?
Ella no respondió. ¿Para qué?
Todos los días miraba el calendario, que anunciaba el comienzo de octubre, y observaba con atención los aleros de los tejados. Pero seguía sin nevar. No veía más que la lluvia, los negros canalones y las secas y temblorosas hojas otoñales.
Ahora se pasaba el día sola. Nikolái Alexándrovich recorría la ciudad en busca de joyas y objetos antiguos para su tiendecita; lograban vender unas pocas antiguallas y comprar otras.
En otros tiempos, poseía colecciones de valiosas porcelanas y platos cincelados. Ahora, cuando regresaba al anochecer por los Campos Elíseos con un paquete bajo el brazo, a veces llegaba a olvidar que no era para su casa, que no había estado trabajando para sí mismo. Caminaba deprisa, aspirando los olores de París, mirando las luces que brillaban en el crepúsculo, casi feliz y con el corazón henchido de una paz triste.
Lulú había conseguido un trabajo como maniquí en una tienda de modas. Poco a poco, la vida retomaba su cauce. Llegaban tarde, agotados, trayendo de la calle y el trabajo una especie de excitación que, durante un rato, seguía manifestándose en forma de risas y palabras; pero la lóbrega vivienda y la muda anciana acababan descorazonándolos. Entonces cenaban a toda prisa, se acostaban y dormían sin soñar, rendidos tras la dura jornada.