8

Pasó octubre y empezaron las lluvias de noviembre. De la mañana a la noche, se oía el aguacero azotar ruidosamente los adoquines del patio. En las viviendas, el aire era denso y pesado. Por la noche, cuando se apagaban los radiadores, la humedad del exterior penetraba por las juntas del entarimado. Un desagradable viento soplaba tras las pantallas de hierro de las chimeneas apagadas.

Sentada ante la ventana, en el piso vacío, Tatiana Ivanovna se pasaba las horas muertas viendo caer la lluvia, que resbalaba por los cristales como una cascada de lágrimas. Por encima de las pequeñas fresqueras y las cuerdas tendidas entre dos clavos donde se secaban los trapos, las criadas intercambiaban bromas y quejas de cocina a cocina en aquella lengua atropellada que la anciana no entendía. Hacia las cuatro, los niños volvían de la escuela. Se oía el sonido de los pianos, que tocaban todos a la vez, y en cada mesa de comedor se encendía una lámpara similar. Luego, la gente corría las cortinas, y ya no se oía más que el repiqueteo de la lluvia y el sordo rumor de las calles.

¿Cómo podían vivir encerrados en aquellas casas oscuras? ¿Cuándo llegaría la nieve?

Pasó noviembre y luego las primeras semanas de diciembre, apenas más frías, con las nieblas, los humos, las últimas hojas secas, pisoteadas, arrastradas por el agua de los arroyos… Después llegaron las navidades. El 24 de diciembre, tras una cena ligera tomada a toda prisa en un extremo de la mesa, los Karin fueron a celebrar la Nochebuena a casa de unos amigos. Tatiana Ivanovna los ayudó a vestirse. Cuando se despidieron de ella, al verlos arreglados como en otros tiempos se puso muy contenta. Nikolái Alexándrovich llevaba traje. La anciana miró sonriendo a Lulú, con su vestido blanco y las largas trenzas recogidas en la nuca.

—¡Venga, Luliska, que esta noche, si Dios quiere, encuentras novio!

La joven se encogió de hombros y se dejó besar sin decir nada. Se fueron. Andréi pasaba las vacaciones de Navidad en París. Llevaba la guerrera, el pantalón corto azul y la gorra del instituto de Niza donde estudiaba. Parecía más alto y fuerte, y hablaba de un modo rápido y vivo, con el acento, los gestos y el argot de un chico nacido y criado en Francia. Era la primera vez que salía de noche con sus padres. Reía y canturreaba. La vieja aya se asomó a la ventana y lo siguió con la mirada: iba saltando charcos. La puerta cochera se cerró con un golpe seco. Volvía a estar sola. Suspiró. El viento, suave pese a la época del año y saturado de una fina llovizna, le acariciaba el rostro. Levantó la cabeza y miró de forma instintiva el cielo. Entre los tejados, apenas se veía una franja oscura, de un extraño tono rojizo, como si la iluminara un fuego interior. En el edificio, los gramófonos emitían músicas discordantes en distintos pisos.

—En nuestra casa… —murmuró, y se interrumpió.

¿Para qué recordar? Eso había acabado hacía mucho tiempo. Todo había terminado, muerto…

Cerró la ventana y volvió dentro. Alzaba la cabeza para inspirar el aire con una especie de esfuerzo y expresión inquieta e irritada. Aquellos techos bajos la asfixiaban. Karinovka… La gran mansión, con sus enormes ventanales, por los que el aire y la luz penetraban a raudales, sus terrazas, sus salones, sus galerías, donde las noches de fiesta se acomodaban holgadamente cincuenta músicos… Recordó la Nochebuena en que Kiril y Yuri se habían ido. Aún creía estar oyendo el vals que habían tocado esa velada. Habían pasado cuatro años. Le parecía estar viendo las columnas, relucientes de hielo bajo la luna. «Si no fuera tan vieja —pensó—, me pondría en camino de buena gana. Pero no sería lo mismo…».

—No, no sería lo mismo —murmuró. La nieve… Cuando viera nevar, todo habría acabado. Se olvidaría de todo. Se tumbaría y cerraría los ojos para siempre—. ¿Viviré hasta entonces? —musitó.

Recogió con aire mecánico la ropa esparcida por las sillas y empezó a doblarla. Desde hacía algún tiempo, por todas partes creía ver un polvillo fino, uniforme, que caía del techo y recubría los objetos. Le ocurría desde el otoño, cuando, pese a que anochecía antes, posponían la hora de encender las lámparas para no gastar demasiada electricidad. Frotaba y sacudía las prendas una y otra vez; el polvo desaparecía, pero para volver a posarse enseguida un poco más allá, como una fina ceniza.

—¿Qué es esto? Pero ¿qué es? —masculló con estupor y angustia mientras seguía sacudiendo y recogiendo.

De pronto, se detuvo y miró alrededor. Había momentos en que ya no entendía qué hacía allí, deambulando por aquellas angostas habitaciones. Se llevó las manos al pecho y suspiró. Hacía calor y el ambiente estaba cargado; los radiadores, encendidos todavía excepcionalmente con motivo de la fiesta, difundían un olor a pintura fresca. Trató de cerrarlos, aunque nunca había conseguido entender cómo funcionaban. Durante unos instantes, accionó la llave en vano, para acabar renunciando. Abrió de nuevo la ventana. La vivienda del otro lado del patio se hallaba iluminada y proyectaba un intenso rectángulo de luz en la habitación.

«En casa… —pensó—. En casa, ahora…».

El bosque estaba helado. Cerró los ojos y vio con extraordinaria claridad el espeso manto nevado, las luces del pueblo titilando a lo lejos y el río, en el lindero del parque, reluciente y duro como el hierro.

Permaneció inmóvil, apoyada en el marco de la ventana, estirándose el mantón sobre los revueltos mechones de cabello en un gesto muy suyo. Caía una tibia llovizna; empujadas por las bruscas ráfagas de viento, las brillantes gotitas le mojaban la cara. Con un escalofrío, se arrebujó aún más en el viejo pañuelo negro. Le zumbaban los oídos, que por momentos parecían resonar con violencia, como una campana golpeada por su badajo. Le dolía la cabeza, el cuerpo entero.

Abandonó el salón y fue a su pequeño cuarto, al fondo del pasillo, para acostarse.

Antes de meterse en la cama, se arrodilló en el suelo y rezó sus oraciones. Se santiguaba y luego rozaba el entarimado con la frente, como todas las noches. Pero ese día las palabras se le embrollaban en los labios; entonces se interrumpía y miraba con una especie de estupor la llamita que brillaba al pie del icono.

Se echó y cerró los ojos. No podía dormir; a su pesar, oía el crujido de los muebles, el tictac del reloj de péndulo del comedor, como un suspiro humano que precedía al sonido de las horas al resonar en el silencio, y, encima y debajo de ella, los gramófonos, funcionando todos a la vez en la noche festiva. La gente bajaba y subía la escalera, cruzaba el patio, salía… «¡El cordón, por favor!», se oía gritar sin cesar, y a continuación el eco sordo de la puerta cochera, que se abría y volvía a cerrarse, seguido por el ruido de pasos al alejarse por la calle desierta. Los taxis pasaban velozmente. En el patio, una voz ronca llamaba al portero.

Tatiana Ivanovna suspiró y volvió la pesada cabeza sobre la almohada. Oyó dar las once, las doce… Se quedó dormida y se volvió a despertar varias veces. En cuanto cogía el sueño, veía la casa de Karinovka, pero la imagen se borraba, de modo que volvía a cerrar los ojos aprisa para recuperarla. Siempre cambiaba algún detalle. En unas ocasiones, el delicado amarillo de la piedra se había transformado en un rojo de sangre seca; en otras, la casa estaba ciega, tapiada, sin ventanas. Sin embargo, oía débilmente el delicado y cristalino sonido de las ramas heladas de los abetos agitadas por el viento.

De repente, el sueño cambió. Se vio inmóvil ante la casa deshabitada, abierta. Era un día de otoño, a la hora en que las criadas empezaban a encender las estufas. Ella estaba abajo, de pie y sola. En el sueño, veía la casa desierta, las estancias vacías, como las había dejado, con las alfombras enrolladas y arrimadas a las paredes. Cuando subía, empujadas por la corriente de aire, todas las puertas se abrían con un ruido quejumbroso y extraño. Ella seguía avanzando, se apresuraba, como si temiera llegar tarde. Veía la hilera de inmensas habitaciones, todas abiertas y vacías, con el suelo cubierto de trozos de papel de embalar y viejas hojas de periódico que el viento agitaba.

Por fin llegaba a la habitación de los niños. Estaba vacía, como todas las demás; la camita de Andréi también había desaparecido, y Tatiana experimentaba una especie de estupor, pues recordaba haberla dejado arrimada a un rincón, con el colchón enrollado. Ante la ventana, sentado en el suelo, Yuri, pálido y flaco, vestido de soldado como el último día, jugaba a las tabas con unos huesecillos viejos, como cuando era niño. Ella sabía que estaba muerto, pero, aun así, al verlo sintió tal alegría que su viejo corazón empezó a latir con una violencia casi dolorosa. Los fuertes y sordos golpes le aporreaban el pecho. Todavía le daba tiempo a verse corriendo hacia él, cruzando el polvoriento entarimado, que crujía bajo sus pies como antaño. Y en el instante en que iba a tocarlo, despertó.

Era tarde. Estaba amaneciendo.