6
Un domingo de agosto, cuando volvió Kiril, los Karin asistieron a una misa en memoria de Yuri. Fueron todos juntos paseando hasta la calle Daru. Hacía un día espléndido, el cielo era de un azul deslumbrante. En la avenida des Ternes había una feria al aire libre, música ruidosa, polvo… Los transeúntes miraban con curiosidad a Tatiana Ivanovna, con aquel mantón alrededor de la cabeza y la larga falda.
La misa se celebraba en la cripta de la iglesia de la calle Daru. Las velas crepitaban con suavidad y, en los intervalos de los rezos, se oía gotear la cera candente sobre las losas.
—Por el descanso del alma del siervo de Dios, Yuri…
El sacerdote, un anciano de manos largas y temblorosas, hablaba bajo, con voz suave y ahogada.
Los Karin rezaban en silencio. No pensaban en Yuri. Él ya estaba en paz; en cambio, a ellos les quedaba tanto camino por delante, un camino tan largo e incierto… «Dios mío, protégeme —imploraban—. Dios mío, perdóname…». Arrodillada ante el icono que brillaba débilmente en la penumbra, Tatiana Ivanovna era la única que inclinaba la frente hasta rozar la fría losa pensando sólo en Yuri, rezando por él y nadie más, por su salvación y su eterno descanso.
Acabada la misa, de regreso a casa, compraron rosas frescas a una chica despeinada y risueña con la que se toparon. Empezaba a gustarles aquella ciudad y sus habitantes. En las calles, en cuanto el sol asomaba, se olvidaba uno de todas las penas y el alma se aligeraba, sin saber por qué.
El domingo era el día libre de la criada. La comida fría estaba servida en la mesa. Apenas probaron bocado y luego Lulú puso las flores delante de un viejo retrato de Yuri de cuando era niño.
—Qué mirada tan extraña tenía —comentó—. Nunca me había fijado. Una especie de indiferencia, de cansancio. Mirad…
—Siempre he notado esa mirada en los retratos de la gente que debía morir joven o de forma trágica —murmuró Kiril, incómodo—. Como si lo supieran de antemano y les diera igual. Pobre Yuri… Era el mejor de todos nosotros.
Contemplaron en silencio la pequeña y desvaída imagen.
—Está tranquilo, es libre para siempre.
Lulú arregló las flores con esmero, encendió dos velas, que puso a ambos lados del marco, y se quedaron todos de pie, inmóviles, tratando de pensar en Yuri. Pero no sentían más que una especie de tristeza glacial, como si desde su muerte hubieran transcurrido muchos años, aunque sólo habían pasado dos.
Yelena Vasílievna retiró con cuidado el polvo del cristal con gesto maquinal, como quien enjuga unas lágrimas. De todos sus hijos, era a Yuri a quien menos había comprendido, a quien menos había querido. «Está con Dios —se dijo—. Es el más feliz».
Les llegaba la algarabía de la feria que se celebraba en la calle.
—Qué calor hace aquí —se quejó Lulú.
—Bueno, hijos, pues salid —propuso Yelena, volviéndose—. ¿Qué queréis que haga yo? Id a tomar el aire y a ver la fiesta. Cuando tenía vuestra edad, prefería las ferias de Ramos en Moscú a las fiestas de la Corte.
—A mí también me gustan las ferias —dijo Lulú.
—Anda, ve —repitió la madre con voz cansada.
Lulú se marchó con Kiril. De pie ante la ventana, Nikolái Alexándrovich miraba sin verlas las blancas paredes del patio. Su mujer suspiró. Cómo había cambiado… Iba sin afeitar y con una chaqueta vieja llena de lamparones. Con lo guapo y encantador que había sido. ¿Y ella? Se miró con disimulo en un espejo y vio su rostro macilento, el feo abotargamiento de la carne y la vieja bata de franela, desabrochada. ¡Una vieja, Dios mío, era una vieja!
—Niánechka… —dijo de pronto.
Nunca la había llamado así. La anciana, que se afanaba en silencio de mueble en mueble, colocando bien esto y aquello, le dirigió una mirada ausente, extraña.
—¿Barina?
—Cómo hemos envejecido, ¿eh, mi pobre Tatiana? Pero tú no cambias. Es un consuelo verte. No, realmente estás igual que siempre.
—A mi edad, ya no se cambia más que en el ataúd —respondió la anciana con una débil sonrisa.
—¿Aún te acuerdas de nuestra casa? —le preguntó en voz baja su ama tras un instante de vacilación.
La anciana enrojeció de repente mientras alzaba las temblorosas manos al aire.
—¿Que si me acuerdo, Yelena Vasílievna? Dios mío… ¡Podría decir dónde estaba cada cosa! Podría entrar y recorrerla con los ojos cerrados. Recuerdo cada vestido que se ponía, y los trajes de los niños, y los muebles, el parque… ¡Dios mío!
—El salón de los espejos, mi saloncito rosa…
—El canapé donde estaba sentada cuando yo le bajaba los niños, las tardes de invierno…
—¿Y antes de eso? ¿Nuestra boda?
—Todavía me parecer estar viendo el traje que vestía, los diamantes que adornaban su cabello. Era un vestido de moaré, con los encajes antiguos de la difunta princesa. ¡Ay, Dios mío! Luliska no los tendrá así…
Ambas guardaron silencio. Nikolái Alexándrovich miraba fijamente el sombrío patio. En sus recuerdos, veía de nuevo a su esposa como apareció ante él la primera vez, en aquel baile, cuando aún era la condesa Eletzkaia, con su maravilloso vestido de satén blanco y su cabello dorado. Cuánto la había amado… Pero iban a acabar juntos su vida, y eso era bonito. Si al menos aquellas dos pudieran estar en silencio, si no existieran esos recuerdos en el fondo del corazón, la vida sería soportable.
—¿Para qué? ¿Para qué? —masculló con visible esfuerzo, sin girar la cabeza—. Se acabó. Eso no volverá. Que esperen otros, si quieren. —Y con tono iracundo, repitió—: Se acabó, se acabó.
Yelena Vasílievna le cogió la mano y se llevó a los labios los pálidos dedos, como antaño.
—A veces, todo vuelve a surgir del fondo del alma… Pero no hay nada que hacer. Es la voluntad de Dios. Kolia, mi amor, mi amigo… Estamos juntos; lo demás… —Hizo un vago ademán. Se miraron en silencio buscando en el fondo del pasado otras facciones y sonrisas en sus arrugadas caras. El salón estaba oscuro; hacía calor—. Cojamos un taxi, vayamos a algún sitio esta noche, ¿quieres? —propuso ella—. Hace tiempo, había un pequeño restaurante cerca de Ville-d’Avray, a la orilla del lago. Estuvimos allí en mil novecientos ocho, ¿te acuerdas?
—Sí.
—Puede que aún exista.
—Puede —admitió él encogiéndose de hombros—. Siempre creemos que todo se hunde con nosotros, ¿verdad? Vayamos a ver.
Se levantaron y encendieron la luz. Tatiana Ivanovna estaba en el centro del salón, murmurando palabras incomprensibles.
—¿Te quedas aquí, niánechka? —le preguntó maquinalmente Nikolái Alexándrovich.
La anciana pareció despertar. Sus temblorosos labios se movieron largo rato, como si les costara formar las palabras.
—¿Y adónde voy a ir? —inquirió al fin.
Cuando la dejaron sola, fue a sentarse ante el retrato de Yuri. Su mirada estaba fija en él, pero por su memoria también pasaban otras imágenes, más antiguas y olvidadas por todos. Rostros de muertos, vestidos con medio siglo de antigüedad, habitaciones abandonadas… Se acordaba del primer vagido de Yuri, agudo y dolorido… «Como si supiera lo que le esperaba —se dijo—. Los otros no lloraron así».
Luego se sentó ante la ventana y empezó a zurcir medias.