5
Los Karin llegaron a París a comienzos del verano y alquilaron un pisito amueblado en la rue Arc-de-Triomphe. En esa época, la capital francesa estaba invadida por la primera oleada de emigrados rusos, que se habían instalado en Passy y los alrededores de la place de l’Étoile, atraídos de manera instintiva por el cercano Bois de Boulogne. Ese año, el calor resultaba sofocante.
El piso era pequeño, oscuro, asfixiante; olía a humedad y ropa vieja. Los techos bajos parecían pesar sobre las cabezas. Las ventanas daban al alto y estrecho patio, cuyas encaladas paredes reflejaban el sol de julio implacablemente. Por las mañanas, los Karin cerraban ventanas y contraventanas y se pasaban el día enclaustrados en aquellas cuatro pequeñas y sombrías habitaciones, atemorizados por los ruidos de París, respirando con repugnancia el tufo de los fregaderos y las cocinas que subía del patio. Iban y venían de una pared a otra en silencio, como las moscas de otoño, que, cuando el calor y la luz estivales han tocado a su fin, revolotean con torpeza contra los cristales, cansadas e irritadas, arrastrando sus muertas alas.
Sentada todo el día en el pequeño lavadero, en un extremo de la vivienda, Tatiana remendaba. De vez en cuando, la chica para todo, una muchacha normanda, fresca, sonrosada y robusta como un percherón, abría la puerta y, convencida de que la extranjera la entendería mejor si le hablaba vocalizando bien alto, como a una sorda, alzaba su estentórea voz hasta hacer temblar la tulipa de porcelana de la lámpara.
—¿No se aburre? —le preguntaba.
Tatiana Ivanovna negaba levemente con la cabeza, y la normanda seguía provocando estrépito con los cacharros.
A Andréi lo habían enviado a estudiar interno a Bretaña, a la orilla del mar. Kiril se marchó poco después. Se había reencontrado con su compañera de cárcel, la actriz francesa que en 1918 compartió celda con él en San Petersburgo, y que ahora vivía mantenida a todo tren. Era una chica bonita y generosa, una rubia de bellas y exuberantes formas, y estaba loca por él. Eso simplificaba la vida del muchacho. Pero cuando volvía a casa, a veces al amanecer, le daba por asomarse a la ventana y mirar el patio con el deseo de yacer inerte sobre aquellos adoquines rosáceos y haber acabado para siempre con el amor, el dinero y sus complicaciones.
Luego se le pasaba. Se compraba ropa buena. Bebía. A finales de julio, Kiril se fue a Deauville con su amante.
En París, al atardecer, cuando el calor aflojaba, los Karin salían e iban al Bois, al pabellón Dauphine. Los padres se quedaban allí, escuchando con aire melancólico la música de las orquestas, recordando las islas y los jardines de Moscú, mientras Lulú paseaba con otros chicos y chicas por los oscuros senderos recitando versos y jugando al juego del amor.
Tenía veinte años. Era menos bonita que antes; delgada, se movía con la brusquedad de un chico y tenía la piel morena, áspera, quemada por el viento de la larga travesía, y una expresión extraña, hastiada y cruel. Le había gustado aquella vida agitada, precaria y azarosa, y ahora le encantaban aquellos paseos durante los atardeceres parisinos y las largas, silenciosas veladas en las tabernas, los cafetines abarrotados, con su olor a humedad y alcohol y el ruido de los billares en la sala del fondo. Hacia la medianoche, se iban a casa del uno o del otro, donde seguían bebiendo y acariciándose en la penumbra. Los padres dormían; oían vagamente la música del gramófono hasta el amanecer, pero no veían, o no querían ver nada.
Una noche, Tatiana Ivanovna salió de su habitación para recoger la ropa, que se secaba en el cuarto de aseo. La víspera la había dejado olvidada en el calentador de baño, y tenía que zurcirle unas medias a Lulú. A veces trabajaba por la noche, pues no necesitaba dormir mucho, y a las cuatro o las cinco ya estaba en pie, vagando en silencio por las habitaciones. Nunca entraba en el salón.
Esa noche, oyó pasos y voces en el vestíbulo. Los chicos debían de haberse ido hacía rato… Vio luz bajo la puerta del salón. «Otra vez se les ha olvidado apagarla», pensó. Abrió y, en ese momento, oyó el gramófono, amortiguado por una muralla de cojines: la música, baja, ahogada, parecía pasar a través de una espesa capa de agua. La habitación estaba casi a oscuras. Una sola lámpara, cubierta con una tela roja, iluminaba el diván, donde Lulú, tumbada y con el vestido desabrochado sobre el pecho, parecía dormir abrazada a un chico de pálido y delicado rostro. La anciana se acercó. En efecto, estaban dormidos, con los labios todavía juntos y las caras pegadas. La habitación olía a humo y alcohol y el suelo se hallaba cubierto de copas, botellas vacías, ceniceros llenos, discos y almohadones que aún conservaban impresa la forma de los cuerpos.
Lulú se despertó, miró a la anciana y sonrió. Sus dilatados ojos, enturbiados por el vino y la fiebre, expresaban una burlona indiferencia y un enorme cansancio.
—¿Qué quieres? —preguntó en voz baja. Su larga melena desparramada rozaba la alfombra. Al tratar de incorporarse, profirió un quejido, pues la mano del chico le aferraba los revueltos cabellos. Se soltó con brusquedad y se sentó—. ¿Qué pasa? —inquirió irritada.
Tatiana Ivanovna miraba al muchacho, a quien conocía. De niño lo había visto a menudo en casa de los Karin. Era el príncipe Yuri Andronikoff; se acordaba de sus largos bucles rubios y sus cuellos de encaje.
—Sácalo de aquí ahora mismo, ¿me oyes? —masculló, con el viejo rostro pálido y crispado.
—Vale, pero calla… —aceptó Lulú encogiéndose de hombros—. Enseguida se va…
—Luliska… —murmuró la anciana.
—Sí, sí… Pero que no te oigan, por amor de Dios. —La chica paró el gramófono, encendió un cigarrillo, lo tiró casi al instante y pidió lacónicamente—: Ayúdame.
En silencio, ambas mujeres recogieron las colillas y las copas vacías y pusieron orden en el salón. Lulú abrió las ventanas y respiró con avidez el aire fresco que ascendía del patio.
—Qué calor, ¿eh? —comentó.
Por toda respuesta, la vieja aya desvió la mirada con una especie de hosco pudor. Lulú se sentó en el alféizar y empezó a balancearse con suavidad y a canturrear. Se había despejado, pero parecía enferma. Sus demacradas mejillas asomaban en forma de pálidos rodales bajo el maquillaje, borrado por los besos. Los grandes ojos de oscuras ojeras miraban al frente, profundos y vacíos.
—¿Puede saberse qué te pasa? Todas las noches la misma cantinela —dijo al fin con la voz enronquecida por el vino y el tabaco, pero tranquila—. ¿Y en Odesa, Dios mío? ¿Y en el barco? ¿No te diste cuenta de nada?
—Qué vergüenza… —murmuró la anciana entre asqueada y dolida—. ¡Qué vergüenza! Tus padres, que duermen ahí al lado…
—¿Y qué? ¿Acaso te has vuelto loca? No hacemos daño a nadie. Bebemos un poco y nos besamos, ¿qué tiene de malo? ¿Crees que mis padres no hacían lo mismo cuando eran jóvenes?
—No, hija.
—¿Ah, eso piensas?
—Yo también fui joven, Luliska. Hace mucho de eso, pero aún recuerdo la sangre joven ardiendo en mis venas. ¿Crees que se olvida? Y me acuerdo de tus tías cuando tenían veinte años, como tú ahora. Era en Karinovka, en primavera… ¡Ah, qué tiempo hizo aquel año! Cada día, paseos por el bosque y el estanque. Y de noche, bailes en casa, o en las mansiones vecinas. Todas tenían un pretendiente y muchas veces se marchaban todos juntos a la luz de la luna, en troika. Tu difunta abuela decía: «En nuestra época…». Pero ¿y qué? Ellas sabían muy bien que había cosas permitidas y otras prohibidas. A veces, venían por la mañana a mi habitación a contarme lo que había dicho éste o aquél. Y un día se prometieron, y luego se casaron y vivieron con honestidad, con sus momentos de dolor y felicidad, hasta que Dios las llamó a su seno. Murieron jóvenes, ya lo sabes; una de parto y la otra de unas malas fiebres, cinco años después. Y sí, me acuerdo. Teníamos los mejores caballos de la región, y a veces tu padre, que entonces era un muchacho, y sus amigos se iban de cabalgada al bosque con tus tías y otras chicas jóvenes, acompañados por criados, que los precedían con las antorchas…
—Ya —dijo Lulú con amargura, abarcando con un gesto el triste y oscuro saloncito y el vodka barato en el fondo de la copa, que agitaba de forma automática entre los dedos—. Es evidente que el escenario ha cambiado…
—No es eso lo único que ha cambiado —gruñó la anciana, y miró a Lulú con tristeza—. Hija, perdóname… No tiene por qué darte vergüenza decírmelo, si te he visto nacer… Dime, al menos, ¿no habrás cometido pecado? ¿Aún eres doncella?
—¡Pues claro, tonta! —respondió Lulú, y se acordó de la noche de bombardeo en Odesa, que había pasado en casa del barón Rosenkranz, antiguo gobernador de la ciudad.
El barón se hallaba en la cárcel y su hijo vivía solo en el domicilio familiar. Los cañonazos habían empezado tan de repente que no le había dado tiempo a volver a casa y se había quedado toda la noche en el palacio desierto con Serguéi Rosenkranz. ¿Qué habría sido de él? Seguramente habría muerto. El tifus, el hambre, una bala perdida, la cárcel… había dónde elegir. Qué noche… Los muelles ardían. Desde la cama, mientras se acariciaban, veían las manchas de petróleo deslizándose en llamas por el puerto. Recordaba la casa de enfrente, con la fachada en ruinas y las cortinas de tul ondeando en el vacío. Esa noche, la muerte había estado muy cerca.
—Pues claro, niánechka —repitió con gesto mecánico.
Pero Tatiana Ivanovna la conocía. Negó con la cabeza en silencio, con los viejos labios apretados.
Yuri Andronikoff gruñó, se volvió pesadamente en el diván y se despertó a medias.
—Estoy muy borracho —farfulló.
Fue tambaleándose hasta el sillón, hundió la cabeza entre los cojines y se quedó inmóvil.
—Ahora trabaja todo el día en un garaje y se muere de hambre. Si no fuera por el vino y… lo demás, ¿para qué íbamos a vivir?
—Ofendes a Dios, Lulú.
De pronto, la joven ocultó la cara entre las manos y empezó a sollozar con desesperación.
—Oh, niánechka… ¡quiero estar en casa! ¡En nuestra casa! —gimió retorciéndose las manos con un gesto nervioso y extraño que la anciana no le conocía—. ¿Por qué nos han castigado de este modo? ¡No hemos hecho nada malo!
Tatiana le acarició suavemente el cabello revuelto, impregnado del pertinaz olor a tabaco y vino.
—Es la voluntad de Dios.
—¡Oh, me sacas de quicio! No sabes decir otra cosa… —Lulú se enjugó las lágrimas, apartando la cabeza con brusquedad—. ¡Vamos, déjame! Vete. Estoy nerviosa y cansada. No les digas nada a mis padres. ¿Para qué? Les harías sufrir inútilmente y no impedirías nada, créeme. Nada. Eres demasiado vieja; no puedes entenderlo.