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Transcurrido un mes desde la muerte de Yuri, un primo de los Karin, un anciano medio muerto de hambre y cansancio que iba de Odesa a Moscú en busca de su mujer, desaparecida durante los bombardeos de abril, pernoctó en la casa y le dio noticias y la dirección de Nikolái Alexándrovich y los suyos a Tatiana Ivanovna. Estaban bien de salud, pero vivían miserablemente.
—Si pudieras encontrar a un hombre de confianza —comentó el anciano, titubeante— para llevarles lo que dejaron aquí…
Tatiana partió hacia Odesa con las joyas ocultas en el dobladillo de la falda. Durante tres meses caminó sin descanso, como en su juventud, cuando iba en peregrinación a Kiev, aunque a veces subía a alguno de los trenes llenos de gente famélica que empezaban a dirigirse al sur. Un día de septiembre, llegó a casa de sus señores. Los Karin jamás olvidarían el instante en que abrieron la puerta y la vieron, apurada pero serena, con el hatillo al hombro y los diamantes golpeándole las cansadas piernas; tampoco olvidarían su pálido rostro, que parecía haberse quedado exangüe, ni su voz al anunciarles la muerte de Yuri.
Vivían en el barrio del puerto, en una habitación oscura, con sacos de patatas colgados de las ventanas para amortiguar el impacto de las balas. Yelena Vasílievna estaba acostada en un jergón extendido en el suelo y Lulú y Andréi jugaban a las cartas a la luz del infiernillo, donde se consumían tres trozos de carbón. Había empezado el frío, y el viento penetraba por los cristales rotos. Kiril dormía en un rincón y Nikolái Alexándrovich había iniciado la que iba a ser la principal ocupación de su vida: pasear de una pared a otra con las manos enlazadas a la espalda, pensando en lo que nunca volvería.
—¿Por qué lo mataron? —preguntó Lulú mientras las lágrimas le resbalaban por la cara, cambiada, envejecida—. ¿Por qué, Dios mío, por qué?
—Temían que hubiera vuelto para reclamar las tierras. Pero decían que Yuri siempre había sido un buen barin y que había que ahorrarle el sufrimiento de un juicio y una ejecución, que era mejor matarlo así…
—¡Cobardes! ¡Cerdos! —gritó Kiril de pronto—. ¡Dispararle por la espalda…! ¡Malditos campesinos! ¡No os azotamos lo bastante en su día! —añadió, blandiendo el puño ante la anciana casi con odio—. ¿Lo oyes? ¿Lo oyes?
—Lo oigo —respondió Tatiana Ivanovna—. Pero ¿de qué sirve lamentar que haya muerto así o de otra manera? Dios lo acogió en su seno, aun sin los sacramentos; lo vi en la paz de su rostro. Que Él nos conceda a todos una muerte tan serena. No se dio cuenta de nada, no sufrió.
—¡Bah, no lo entiendes!
—Es mejor así —insistió la anciana.
Fue la última vez que pronunció el nombre de Yuri. Sus viejos labios parecían haberse cerrado para él de manera definitiva. Cuando los demás lo mencionaban, no respondía; muda y hierática, miraba el vacío con una especie de glacial desesperación.
El invierno fue extremadamente duro. Apenas tenían comida y ropa. Lo único que de vez en cuando les permitía conseguir algo de dinero eran las joyas llevadas por Tatiana Ivanovna. Odesa ardía; la nieve caía lentamente e iba cubriendo las calcinadas vigas de las casas destruidas, los cadáveres de la gente y los caballos despedazados. En otros momentos, la ciudad cambiaba; llegaban partidas de carne, fruta, caviar… sólo Dios sabía cómo. Cesaban los cañonazos y la vida, precaria y embriagadora, recuperaba el pulso. Embriagadora… eso únicamente lo sentían Kiril y Lulú. El recuerdo de ciertas noches, de paseos en barca con amigos de su edad, el sabor de los besos, el olor de la brisa que al amanecer alborotaba las olas del Mar Negro, jamás se borrarían de su memoria.
Pasó el largo invierno, y el verano, y el siguiente invierno, durante el que la hambruna fue tal que enterraban a los recién nacidos a montones, en sacos viejos. Los Karin sobrevivieron. En mayo consiguieron sacar pasaje en el último barco francés que abandonaba Odesa, llegar a Constantinopla y luego a Marsella.
El 28 de mayo de 1920 pusieron pie en el puerto marsellés. En Constantinopla habían vendido las últimas joyas, y todavía les quedaba algo de dinero, que por una vieja costumbre llevaban cosido a los cinturones. Iban vestidos con andrajos y tenían un aspecto extraño, mísero, hosco, atemorizador. Con todo, los niños parecían alegres; reían con una especie de sombría ligereza que hacía que los adultos acusaran aún más su propio cansancio.
Un olor a flores y pimienta colmaba el límpido aire de mayo. La gente caminaba sin prisas, se paraba en los escaparates, reía y alzaba la voz; las luces, la música de los cafés, todo se les antojaba un extraño sueño.
Mientras Nikolái Alexándrovich reservaba las habitaciones en el hotel, los niños y Tatiana Ivanovna se quedaron unos instantes en la calle. Con el pálido rostro levantado y los ojos cerrados, Lulú aspiraba el aire perfumado del atardecer. Las grandes farolas eléctricas conferían a la calle una luz difusa y azulada. Las mimosas agitaban sus delgadas ramas. Pasaron unos marineros, que miraron riendo a la joven inmóvil. Uno de ellos le lanzó una ramita florecida.
—Qué país tan bonito, tan encantador… —murmuró ella, echándose a reír—. Es un sueño, niánechka… Mira…
Pero la anciana, sentada en un banco, con la blanca cabeza envuelta en su mantón y las manos cruzadas sobre las rodillas, parecía dormitar. Sin embargo, la joven reparó en que tenía los ojos abiertos y miraba fijamente al frente.
—¿Qué te pasa, niánechka? —le dijo tocándole el hombro.
Sobresaltada, Tatiana se levantó. En ese momento, Nikolái Alexándrovich les hizo señas desde la puerta del hotel.
Entraron y cruzaron lentamente el vestíbulo, notando que las miradas se clavaban en sus espaldas con curiosidad. Las gruesas alfombras, a las que ya no estaban acostumbrados, parecían pegárseles a la suela de los zapatos como engrudo. En el restaurante tocaba una orquesta. Se detuvieron unos instantes para escuchar aquella música de jazz, que oían por primera vez, con una mezcla de vago temor y absurdo embeleso. Era otro mundo.
Una vez en las habitaciones, permanecieron un buen rato asomados a las ventanas, viendo pasar los coches.
—¡Salgamos, salgamos! —repetían los niños—. Vayamos a un café, al teatro…
Se bañaron, se cepillaron la ropa y corrieron hacia la puerta. Nikolái Alexándrovich y su mujer los seguían despacio, penosamente, pero con la misma ansia de libertad y aire.
Al llegar al umbral, Nikolái Alexándrovich se volvió. Lulú había apagado la luz. Se habían olvidado de Tatiana Ivanovna, sentada junto a la ventana. Su cabeza agachada se recortaba contra la luz de la farola que se alzaba frente al pequeño balcón. Estaba inmóvil y parecía como a la espera.
—¿Vienes con nosotros, niánechka? —le preguntó. La anciana no respondió—. ¿No tienes hambre?
Tatiana negó con la cabeza y se levantó de pronto, retorciendo nerviosamente los flecos del mantón.
—¿Debo deshacer las maletas de los niños? ¿Cuándo nos vamos?
—Pero si acabamos de llegar… —dijo Nikolái Alexándrovich—. ¿Por qué quieres marcharte?
—No sé —respondió la vieja aya con expresión ausente y cansada—. Creía… —Respiró hondo, abrió los brazos y murmuró—: Está bien.
—¿Quieres acompañarnos?
—No, Yelena Vasílievna, gracias —contestó con esfuerzo—. No, de verdad.
Se oía a los niños corriendo por el pasillo. Sus padres se miraron en silencio y suspiraron. A continuación, Yelena hizo un ademán de cansancio y salió. Nikolái la siguió y cerró la puerta con suavidad.