26
Esa noche soñó con Joyce, pero sus facciones se confundían con las de la chica judía de la rue Rosiers. Era la primera vez que soñaba con ella en mucho tiempo. El recuerdo de su hija dormía en su interior, como su enfermedad.
Cuando despertó, las piernas le temblaban y dolían como si hubiera andado kilómetros. Se pasó el día sentado delante de la ventana, arrebujado en mantas y chales, sin tocar las cartas. Un frío sutil, glacial, le penetraba hasta los huesos y le hacía tiritar.
Soifer se presentó a la hora de siempre, pero también se sentía triste y enfermo, y apenas habló. Se fue antes que de costumbre, apretando el paso por la lóbrega calle, estrechando el paraguas contra el pecho.
Golder cenó. Luego, cuando la criada subió a acostarse, hizo la ronda del piso y cerró todas las puertas. Gloria se había llevado las lámparas; en todas las habitaciones, las bombillas desnudas se balanceaban al final del cable impulsadas por las corrientes de aire, y los espejos encima de las chimeneas reflejaban al viejo Golder, descalzo, llaves en mano, la espesa y cana pelambrera revuelta y la cara, de sobrecogedora palidez, cada día más demacrada por las profundas ojeras de cardíaco.
De pronto sonó el timbre. Antes de abrir, Golder miró sorprendido la hora. Los periódicos vespertinos habían llegado hacía rato. Pensó que Soifer había sufrido un accidente y había pedido que lo llevaran allí para que le pagara el médico.
—¿Es usted, Soifer? —preguntó a través de la puerta—. ¿Quién llama?
—Tübingen —respondió una voz.
Con el rostro alterado por una súbita emoción, Golder empezó a retirar la cadena de seguridad con manos que apenas le obedecían, aunque la impaciencia lo consumía… Tübingen esperó sin decir nada. Golder sabía que podía estar así, sin moverse, horas enteras. «No ha cambiado», se dijo.
Al fin, consiguió descorrer el cerrojo. Tübingen entró.
—Hello —dijo.
El anciano se quitó el sombrero y el abrigo y los colgó él mismo con cuidado; luego abrió el paraguas mojado, lo dejó en un rincón y finalmente estrechó la mano de Golder.
Su alargada cabeza tenía una forma tan extraña que la frente parecía desmesurada y luminosa. Un rostro severo, pálido, de labios fruncidos.
—¿Puedo entrar? —preguntó señalando el salón.
—Claro, adelante…
Golder advirtió que Tübingen lanzaba una mirada a las habitaciones vacías y bajaba discretamente los ojos, como un hombre que ha sorprendido un secreto.
—Mi mujer se ha ido —explicó Golder.
—¿A Biarritz?
—No lo sé.
—Ah —murmuró Tübingen.
El anciano se sentó, y Golder, respirando con esfuerzo, hizo lo propio frente a él.
—¿Cómo van los negocios? —le preguntó al fin.
—Como siempre, unos bien y otros mal. ¿Sabe que la Amrum ha firmado con los rusos?
—¿Qué, lo de los Teisk? —repuso rápidamente Golder, adelantando las manos como si quisiera agarrar una sombra fugitiva. Luego, las dejó caer y se encogió de hombros—. No lo sabía —murmuró, y soltó un suspiro.
—No, no son los Teisk. Un contrato que estipula la venta de cien mil toneladas de petróleo ruso al año por un período de cinco. En los puertos de Constantinopla, Port Said y Colombo.
—Pero… ¿y los Teisk? —preguntó Golder con un hilo de voz.
—Nada.
—¡Ah!
—Sé que la Amrum ha mandado dos delegaciones a Moscú. Pero nada.
—¿Por qué?
—¡Ah! ¿Por qué…? Quizá porque los rusos querían obtener un préstamo de veintitrés millones de rublos oro de Estados Unidos, y la Amrum ha tenido que comprar a tres miembros del gobierno, entre ellos un senador. Era demasiado. Tampoco debieron dejar que les robaran los recibos, que han alimentado una campaña de prensa.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Tübingen bajó la cabeza—. La Amrum ha pagado lo de nuestros campos de Persia, Golder.
—¿Han reanudado ustedes las negociaciones?
—Claro, de inmediato. Quería tener todo el Cáucaso. Quería el monopolio del refinado y ser el único distribuidor mundial de los derivados del petróleo ruso.
Golder esbozó una sonrisa.
—Como ha dicho usted hace un momento, era demasiado. No les gusta ceder demasiada fuerza económica, y en consecuencia política, a los extranjeros.
—Son imbéciles. A mí no me interesa su política. En su casa, cada cual es libre de hacer lo que quiera. Pero, una vez allí, no les habría dejado meter la nariz en mis asuntos más de la cuenta, eso se lo aseguro…
Golder soñó en voz alta:
—Pues yo… yo habría empezado por Teisk y los Aroundgis. Y poco a poco, más adelante… —Abrió la mano y la cerró rápidamente como si atrapara una mosca—. Me habría hecho con todo lo demás… con todo… todo el Cáucaso, todo el petróleo…
—Sí. He venido a verlo para proponerle que retomemos el asunto.
Golder meneó la cabeza.
—No. Yo ya no cuento. Estoy enfermo… medio muerto.
—¿Ha conservado las acciones de Teisk?
—Sí —respondió tras una vacilación—. Aunque no sé por qué… Para lo que valen… Debería venderlas al peso.
—Desde luego, si la Amrum obtiene la concesión, I’ll be damned si valen ni siquiera eso… Si la obtengo yo… —El anciano se interrumpió.
Golder negó con la cabeza.
—No —dijo apretando los dientes con cara de dolor—. No.
—¿Por qué? Lo necesito. Y usted a mí.
—Lo sé. Pero no quiero volver a trabajar. No puedo. Estoy enfermo. El corazón… Sé que no renunciar a los negocios ahora supondría mi muerte. No. ¿Para qué? A mi edad ya no necesito gran cosa. Sólo vivir.
Tübingen meneó la cabeza.
—Yo tengo setenta y seis. Dentro de veinte o veinticinco años, cuando todos los pozos de Teisk estén funcionando, llevaré mucho tiempo bajo tierra. A veces lo pienso… Lo mismo que cuando firmo un contrato: ¡noventa y nueve años! En ese tiempo, no sólo yo, sino también mi hijo, mis nietos y los hijos de mis nietos, todos reposaremos juntos en el seno del Señor… Pero siempre habrá un Tübingen. Para él es para quien trabajo.
—Yo no tengo a nadie —dijo Golder—. Así que, ¿para qué?
Tübingen cerró los ojos.
—Queda lo que se ha creado. —El anciano alzó lentamente los párpados y lo miró como si pudiera ver a través de él—. Lo que —repitió animándose, con la voz grave y profunda de quien habla de la ambición más secreta de su corazón—… se ha construido, creado… lo que permanece…
—Y en mi caso, ¿qué quedaría? ¿El dinero? ¡Bah, no merece la pena! Si te lo pudieras llevar a la otra vida…
—«El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!» —recitó Tübingen en voz baja, con la inflexión monótona y rápida del puritano empapado de las Escrituras desde la infancia—. Es la ley. Contra eso no puede hacerse nada.
Golder soltó un profundo suspiro.
—No. Nada.