13
Era medianoche cuando Gloria se inclinó bruscamente hacia su marido, sentado frente a ella.
—Estás pálido como un muerto, David… ¿Qué te pasa? —le preguntó con impaciencia—. ¿Tan cansado estás? Te advierto que luego iremos a Ciboure… Más te valdría volver a casa.
Joyce exclamó:
—¡Una idea excelente, dad! Vamos, yo te llevo… Nos vemos en Ciboure, ¿no, mummy? Cojo tu coche, Daphné —dijo volviéndose hacia la joven Mannering.
—No me lo destroces —le advirtió ésta con una voz rota, enronquecida por el opio y el alcohol.
Golder le hizo una seña al maître.
—¡La cuenta!
Lo dijo sin pensar, pero entonces recordó que, según Gloria, estaban invitados. Sin embargo, todos los hombres sentados a la mesa se habían apresurado a volver la cabeza. El único que lo miraba era Hoyos; fruncía los labios irónicamente sin decir nada. Golder se encogió de hombros y pagó.
—Vamos, Joy.
Hacía una noche espléndida. Subieron al pequeño descapotable de Daphné. Joyce arrancó y el coche salió disparado como un rayo. Los álamos que flanqueaban el camino parecían hundirse en el fondo de un pozo y desaparecer.
—Joyce, estás loca perdida… Cualquier noche te matarás por estas carreteras —gruñó Golder, un poco pálido.
Ella no respondió, pero redujo un poco la velocidad, como a regañadientes.
Cuando llegaron a la ciudad, lo miró con ojos brillantes y un tanto extraviados.
—¿Has pasado miedo, mi viejo dad?
—Uno de estos días te matarás —repitió él.
Joyce se encogió de hombros.
—¡Bah! ¿Qué más da? Es una muerte bonita… —Suave, tiernamente, se pasó los labios por un arañazo que le sangraba en la mano y murmuró—: Una hermosa noche, en traje de baile… unas vueltas de campana, ¡y se acabó!
—¡Calla! —exclamó Golder horrorizado.
—Poor old dad… —dijo ella riendo. Y añadió—: Bueno, baja de una vez, ya hemos llegado.
Golder alzó la cabeza.
—¿Qué? Pero ¡si estamos en el casino! Ah, ahora lo entiendo…
—Si quieres te llevo a otro sitio.
Joyce, inmóvil, lo miraba sonriendo. Sabía que, ahora que había visto las ventanas iluminadas del casino, las sombras de los jugadores, que pasaban una y otra vez detrás de los cristales, y el estrecho balconcillo que daba al mar, no querría irse.
—Está bien, pero sólo una hora.
Sin importarle los empleados que montaban guardia en la escalinata, Joyce soltó un chillido desgarrador.
—Dad! ¡Cuánto te quiero! ¡Ya verás, presiento que vas a ganar!
Golder rió.
—Te lo advierto, pequeña —gruñó—. Pase lo que pase, no pienso darte un céntimo.
Entraron en la sala de juego. Algunas chicas que vagaban entre las mesas reconocieron a Joyce y le sonrieron con familiaridad.
—¡Oh, dad! —exclamó ella—. ¿Cuándo me dejarán jugar a mí también? Con las ganas que tengo…
Pero Golder ya no la escuchaba; miraba las cartas, y sus manos temblaban. Joyce tuvo que insistir varias veces para que le prestara atención. Por fin, se volvió con brusquedad y gruñó:
—¿Qué? ¿Qué pasa ahora? Me mareas…
—Estoy allí, ¿eh? —dijo ella indicando la banqueta que corría a lo largo de la pared.
—Sí, ve a donde quieras, pero déjame en paz.
Joyce rió, encendió un cigarrillo, se acomodó en el duro y estrecho canapé de terciopelo con las piernas cruzadas y se puso a juguetear con sus perlas. Desde donde estaba, sólo veía gente arremolinada en torno a las mesas, hombres mudos y temblorosos, mujeres que estiraban el cuello todas a la vez, con el mismo movimiento descendente, ávido y extraño, hacia las cartas y el dinero. Hombres desconocidos merodeaban alrededor de Joyce, que de vez en cuando, para distraerse, dejaba escapar entre las entornadas pestañas una larga e insinuante mirada, lánguida y voluptuosa, de mujer fácil, que hacía detenerse a alguno de ellos. Joyce sonreía, le daba la espalda y seguía esperando.
En una ocasión, al abrirse un claro para que se sentaran nuevos jugadores, vio a su padre con bastante claridad. El envejecimiento súbito, extraño, del abotagado y macilento rostro, que adquiría tintes verdosos a la luz de las lámparas, la turbó y le causó una vaga inquietud.
«Qué pálido está… ¿Qué le pasa? ¿Estará perdiendo? —se preguntó levantándose y mirando con avidez. Pero la gente ya había vuelto a cerrar el círculo alrededor de la mesa. Joyce hizo una mueca de exasperación—. ¡Maldita sea! ¿Y si me acerco? No, una persona interesada en el juego da mala suerte».
Buscó por la sala, vio pasar a un joven acompañado por una chica muy atractiva y bastante ligera de ropa y les hizo un gesto imperioso.
—¡Eh, oigan! El viejo Golder, en aquella mesa… ¿Saben si está ganando?
—No; gana el otro carcamal, Donovan —respondió la chica aludiendo a un jugador famoso en las timbas del mundo entero.
Joyce tiró el cigarrillo al suelo con rabia.
«¡Oh, tiene que ganar, tiene que ganar! —pensó con desesperación—. ¡Quiero mi coche! ¡Quiero…! ¡Quiero ir a España con Alec! Solos, libres… Nunca he pasado una noche entera con él, en sus brazos… Mi adorado Alec… ¡Oh, tiene que ganar! ¡Dios mío, Señor, haz que gane!».
La noche avanzaba. Cansada, Joyce recostó la cabeza en el brazo. El humo le escocía en los ojos. Vagamente, como en el fondo de un sueño, oyó decir a alguien:
—Vaya, si es la pequeña Joyce, y dormida. Qué bonita es…
Sonrió, se dejó acariciar por sus perlas moviendo con suavidad el cuello y volvió a dormirse. Poco después entreabrió los ojos: las ventanas del casino se habían teñido de una palidez rosa.
Levantó la cabeza con pesadez y miró alrededor. Había menos gente. Golder seguía jugando.
—Ahora está ganando —dijo alguien—. Había perdido más de un millón…
Estaba saliendo el sol. De manera instintiva, Joyce volvió el rostro hacia la luz y siguió durmiendo. Cuando notó que la zarandeaban, ya era pleno día; se despertó, tendió las manos y volvió a cerrarlas sobre los estrujados billetes que su padre, de pie junto a ella, le deslizaba entre los dedos.
—¡Oh, dad! —exclamó alborozada—. Entonces ¿es verdad? ¿Has ganado?
Él no se movía; la barba crecida durante la noche le cubría las mejillas de un espeso color ceniciento.
—No. He perdido más de un millón, creo. Pero luego lo he recuperado y he ganado cincuenta mil francos, que son para ti. Eso es todo. Vamos —dijo articulando con dificultad.
Dio media vuelta y avanzó penosamente hacia la puerta. Joyce, medio dormida todavía, lo siguió arrastrando con el brazo caído su gran abrigo de terciopelo blanco, que barría el suelo, y con las manos llenas de billetes que asomaban entre los dedos. Creyó ver que su padre se detenía y se tambaleaba. «Estoy soñando… ¿Habrá bebido?», se dijo.
En ese momento, el corpachón osciló de un modo alarmante. Golder elevó los brazos en el aire, intentó asir el vacío y luego se derrumbó con ese ruido, sordo y profundo como un gemido, que parece ascender de las raíces vivas de un árbol derribado hasta su corazón.