3
De pronto, junto a la cabecera de la cama, el teléfono prorrumpió en una sucesión de chillones e interminables timbrazos. Pero Golder seguía dormido; por las mañanas tenía un sueño pesado y profundo como la muerte. Al fin, abrió los ojos mientras lanzaba un gemido sordo y cogió el auricular:
—¿Diga…? ¿Diga…?
Durante un instante siguió exclamando «¿Diga?» sin reconocer la voz de su secretario.
—Señor Golder… —oyó al fin—. Muerto… El señor Marcus ha muerto. —Golder no respondió—. ¿Oiga? ¿Me oye? El señor Marcus ha muerto.
—Muerto… —repitió Golder lentamente, sintiendo que un leve y extraño escalofrío recorría sus hombros—. Muerto… No puede ser…
—Ha ocurrido esta noche, señor. En la rue Chabanais… Sí, en una casa de… Se ha pegado un tiro en el pecho. Dicen…
Golder dejó lentamente el auricular entre las sábanas y lo tapó con la manta, como si quisiera ahogar la voz que seguía zumbando como un moscardón atrapado.
Al final, la voz cesó. Golder tocó el timbre.
—Prepáreme el baño —le dijo al criado que entró con el correo y la bandeja del desayuno—. Con agua fría.
—¿Pongo en la maleta el esmoquin del señor?
Golder frunció el ceño con nerviosismo.
—¿Qué maleta? ¡Ah, sí, Biarritz…! No lo sé, me iré mañana, quizá, o más tarde, no lo sé… —Maldijo entre dientes y murmuró—: Tendré que ir a su casa, mañana… El martes será el entierro, seguro… ¡Por Dios!
En la habitación contigua, el criado estaba llenando de agua la bañera. Golder bebió un sorbo de té hirviente y empezó a abrir cartas al azar, pero luego las arrojó todas al suelo y se levantó. En el cuarto de baño se sentó, se tapó las rodillas con los faldones de la bata y se quedó mirando el chorro del grifo con expresión absorta y malhumorada, mientras jugueteaba maquinalmente con las borlas del ceñidor de seda.
—Muerto… muerto… —Poco a poco, iba invadiéndolo un sentimiento de cólera. Se encogió de hombros y masculló con rabia—: Muerto… ¡Será posible! Si yo…
—El baño está listo, señor —dijo el criado.
Una vez solo, Golder se acercó a la bañera, sumergió la mano en el agua y la mantuvo allí; todos sus movimientos eran extraordinariamente lentos y vagos, inacabados. El agua fría le helaba los dedos, el brazo, el hombro, pero él permanecía inmóvil; con la cabeza agachada, miraba atónito el reflejo de la bombilla del techo, que brillaba y temblaba en el agua.
—Si yo… —repetía.
Viejos recuerdos olvidados, oscuros, extraños, emergían de las profundidades de su memoria. Toda una vida, dura, ajetreada, difícil… Hoy, la riqueza; mañana, nada. Y otra vez a empezar… Desde luego, si a él le hubiera dado por ahí, hace tiempo que… Se incorporó, se sacudió el agua, se acercó a la ventana y extendió alternativamente sus heladas manos hacia el calor del sol. Meneaba la cabeza y decía en voz alta:
—Sí, ya lo creo, en Moscú, por ejemplo, o en Chicago…
Y su mente, poco ducha en ensoñaciones, recomponía el pasado por medio de breves imágenes pobres e inconexas. Moscú… cuando no era más que un muchacho judío flaco y pelirrojo de ojos claros y penetrantes, con las botas agujereadas y los bolsillos vacíos. Dormía en los bancos, en las plazas, durante esas oscuras noches a comienzos de otoño, tan frías… Cincuenta años después, todavía le parecía sentir en la médula la penetrante humedad de las primeras nieblas, densas y blancas, que se adhieren al cuerpo y dejan una especie de escarcha rígida y helada en la ropa. Las tormentas de nieve en marzo, el viento…
Y Chicago… Aquel pequeño bar, el gramófono que crepitaba y gangueaba un viejo vals europeo, aquella sensación de hambre devoradora, mientras el calor y los olores de la cocina le daban en la cara. Cerró los ojos y volvió a ver con asombrosa precisión el rostro reluciente de un negro borracho o enfermo que gemía en un rincón, tumbado en una banqueta, ululando quejumbrosamente como un búho. Y también… Ahora le ardían las manos. Apoyó las palmas en el cristal con precaución, después las retiró, movió los dedos y se las frotó con suavidad.
—Idiota —murmuró como si el muerto pudiera oírlo—, idiota, ¿por qué lo has hecho?