11

Cuando Gloria volvió, eran cerca de las tres. Lady Rovenna, con un vestido rosa; Daphné Mannering, una amiga de Joyce, con su madre y el alemán que las mantenía; el maharajá, su mujer, su amante y dos niñas pequeñas; el hijo de lady Rovenna y una bailarina argentina, María Pía, alta, morena, con la piel amarillenta, basta y perfumada como una naranja, ya se encontraban allí.

Se sentaron a la mesa. La comida fue larga, espléndida. Acabó a las cinco. Llegaron más visitas. Golder, Hoyos, Fischl y un general japonés empezaron una partida de bridge.

Acabaron al anochecer. Eran las ocho cuando la doncella de Gloria fue a anunciar a Golder de parte de ésta que estaban invitados a cenar en Miramar.

Golder se mostró indeciso, pero se sentía mejor. Subió, se vistió y luego se dirigió a la habitación de su mujer. De pie ante el enorme espejo de tres hojas, Gloria estaba acabando de arreglarse; arrodillada a sus pies, la doncella la calzaba con dificultad. Lentamente, Gloria volvió hacia él su viejo rostro maquillado, esmaltado como un plato pintado.

—No te he visto ni cinco minutos, David —le reprochó—. Siempre con las dichosas cartas… ¿Cómo me ves? No te doy un beso, que ya me he maquillado.

Gloria le tendió una mano pequeña, graciosa y cargada de abultados diamantes. Se alisó con cuidado el corto pelo rojizo.

Tenía las mejillas gruesas, como infladas, y surcadas de venillas, pero sus ojos, de un azul claro y frío, eran espléndidos.

—He adelgazado, ¿verdad? —Sonrió, y en el fondo de su boca destellaron los dientes de oro—. ¿Verdad, David? —insistió.

Despacio, para que pudiera verla mejor, giró sobre sí misma irguiendo orgullosamente el cuerpo, aún muy hermoso; los hombros, los brazos y el pecho, alto y firme, habían conservado pese a los años un esplendor extraordinario, una blancura lustrosa, una tersa y prieta textura de mármol, pero las arrugas del cuello, la carne fofa y flácida de la cara y aquel colorete rosa oscuro que adquiría tonos malvas al disminuir la luz, le conferían una decrepitud cómica y siniestra a un tiempo.

—¿Ves como he adelgazado, David? He perdido cinco kilos en un mes, ¿verdad, Jenny? Ahora tengo un nuevo masajista, negro, naturalmente. Son los mejores. Aquí andan todas locas por él. Ha conseguido afinar incluso a la vieja Alphand, que estaba como un barril, ¿la recuerdas? Ahora parece una sílfide. Eso sí, es caro… —Se interrumpió. Se le había ido el carmín en la comisura de los labios. Cogió el pintalabios y, lenta, pacientemente, volvió a delinear en su vieja y floja boca la forma arqueada, pura y atrevida que los años habían desdibujado—. Admite que todavía no parezco demasiado mayor, ¿a que no? —dijo con una risita satisfecha.

Pero Golder la miraba sin verla. La doncella trajo un cofre. Gloria lo abrió y buscó entre las pulseras, todas amontonadas, enganchadas unas con otras, como ovillos de hilo enredados sin orden ni concierto en el fondo de un costurero.

—Deja eso, David… ¡David! —exclamó irritada al verlo manosear maquinalmente el precioso chal extendido sobre el canapé, una amplia pieza de seda tejida con hilos de oro y púrpura oscuro, decorada con bordados de pájaros escarlata y grandes flores—. David…

—¿Qué? —gruñó Golder.

—¿Cómo van los negocios? —Una mirada diferente, penetrante y aguda, relampagueó entre sus largas pestañas pringosas de rimel.

Él se encogió de hombros.

—Regular —dijo al fin.

—¿Cómo regular? Mal, ¿no? David, te estoy hablando —insistió ella con impaciencia.

—No demasiado mal —respondió con desgana.

—Necesito dinero, querido…

—¿Otra vez?

Irritada, Gloria se arrancó bruscamente la pulsera, que cerraba mal, y sin mirar la arrojó sobre la mesa; la pulsera cayó al suelo, ella le dio un puntapié y farfulló:

—¿Cómo que otra vez? ¡No sabes cuánto me crispa que me digas eso! Pero, a ver, ¿qué quieres decir con «otra vez», eh? ¿Es que te crees que vivir no cuesta dinero? Empezando por tu Joyce… ¡Menuda es! Parece que el dinero le quema en las manos. ¿Y sabes lo que me contesta cuando me permito hacerle la menor observación? «Dad lo pagará». Y, en efecto, para ella siempre hay dinero. Yo soy la única que no necesita nada… Entonces, ¿qué? ¿Tengo que vivir del aire? ¿Qué es lo que no va bien esta vez, la Golmar?

—¡Ja, la Golmar! La Golmar hace tiempo que… Si no tuviéramos otra cosa que nos proporcionara ingresos, ahora mismo…

—Pero ¿hay algo interesante a la vista?

—Sí.

—¿Qué?

—¡Dios, me tienes harto! —le espetó Golder—. ¡Qué manía con interrogarme sobre los negocios a todas horas! ¡Si no entiendes nada, lo sabes perfectamente! ¡Condenadas mujeres! ¿Por qué te preocupas tanto? Yo sigo estando aquí, ¿no? Ese collar es nuevo… —observó procurando calmarse—. A ver…

Gloria cogió las perlas y las calentó unos instantes entre los dedos, como si se tratara de una copa de vino.

—Es una maravilla, ¿verdad? ¡Y aún me reprochas que gaste demasiado! En los tiempos que corren, las joyas son la mejor inversión. Y es una ganga, ¿sabes? Adivina cuánto me ha costado. Ochocientos mil, querido. Regalado, ¿verdad? No tienes más que ver la esmeralda del broche. ¡Lo que valdrá ella sola! Mira qué color, qué corte… ¿Y las perlas? Éstas son irregulares, pero las tres de delante, ¿eh? ¡Uy, aquí encuentras unas oportunidades…! Esas pendonas, por conseguir efectivo, venden todo lo que llevan encima… ¡Ay, si me dieras un poco más de dinero…! —Su marido apretó los labios—. Hay una chica aquí… Su amante, un jovencito, lo perdió todo en el juego, y ella, desesperada, quiso venderme su abrigo, unas chinchillas preciosas… Negocié, vino aquí, se echó a llorar, le dije que no, pensando que se desesperaría aún más y me lo dejaría a un precio todavía mejor… Cómo me arrepiento ahora… Su amante se suicidó. Naturalmente, ella se ha quedado el abrigo. ¡Ay, David, si supieras qué collar se ha comprado esa vieja chocha de lady Rovenna! Una maravilla. Una cadena de diamantes… Este año ya no se llevan las perlas, ¿sabes? Bueno, pues dicen que le ha costado cinco millones. Yo he mandado arreglar una gargantilla vieja. Tendré que comprar cinco o seis diamantes grandes para alargarla… Cuando no se dispone de medios, una debe apañárselas como pueda… Pero esa lady Rovenna, ¡qué joyas tiene! Con lo fea y vieja que es… No menos de sesenta y cinco.

—Ahora mismo debes de ser mucho más rica que yo, Gloria —dijo Golder.

Ella apretó las mandíbulas con un ruidito débil y seco, como el chasquido de las fauces de un cocodrilo al cerrarse de golpe sobre una presa.

—¡Sabes que no me gustan esas bromas!

—Gloria… —murmuró él—. Ya lo sabes, ¿no? Marcus…

—No —dijo ella distraídamente, tocándose con un dedo humedecido en perfume los lóbulos de las orejas, detrás de las perlas—. No, no lo sé. ¿Qué pasa con Marcus?

—Vaya, no lo sabes… —Golder soltó un suspiro—. Pues que se ha muerto. Ya lo hemos enterrado.

Gloria se quedó inmóvil con el vaporizador delante de la cara.

—¡Oh! —murmuró con una expresión más suave, mezcla de pena y miedo—. No puede ser… ¿Cómo ha sido? No era tan mayor. ¿De qué ha muerto?

—Se mató. Estaba arruinado.

—Qué cobardía, ¿no te parece? —exclamó Gloria con vehemencia—. ¿Y su mujer? ¡Menudo trago para la pobre! ¿La has visto?

—Sí. Llevaba un collar de perlas grandes como nueces —rezongó Golder.

—¿Y qué esperabas? —replicó su esposa con acritud—. ¿Que se lo diera todo para que volviera a arruinarse en la Bolsa o en otro sitio, y se matara dos años más tarde, pero esta vez dejándola sin un céntimo, eh? ¡Qué egoístas sois los hombres! Eso es lo que habrías querido, ¿no?

—Yo no quiero nada, a mí me trae sin cuidado —gruñó él—. Pero cuando pienso que nos matamos a trabajar para vosotras… —empezó, pero se interrumpió con una extraña mirada de odio.

Gloria se encogió de hombros.

—Vamos, querido, los hombres como Marcus y tú no trabajáis para vuestras mujeres, trabajáis para vosotros mismos… Sí, David, sí —insistió—. Los negocios, en el fondo, son una especie de droga, como la morfina. Si no tuvieras tus negocios, serías el hombre más desgraciado de este mundo, querido…

Golder rió nerviosamente.

—¡Ah, qué bien lo arreglas todo, querida!