8
—¿El señor va a descansar?
Golder dio un respingo y se levantó fatigosamente.
—No, no merece la pena —respondió, y pensó: «Si me acuesto, no volveré a levantarme».
No obstante, después de bañarse y afeitarse, se sintió mejor. Sólo persistía un leve temblor en la punta de los dedos. Se fijó en ellos: estaban hinchados y blancos como la carne de un muerto.
—¿Hay mucha gente en casa? —preguntó con esfuerzo.
—El señor Fischl, su alteza y el señor conde de Hoyos.
Golder se mordió el labio, pero no dijo nada.
«¿A qué alteza habrán descubierto ahora? Condenadas mujeres… Fischl —pensó con irritación—, ¿por qué Fischl, maldita sea? Y Hoyos…».
Pero Hoyos era un asiduo.
Bajó la escalera lentamente y se dirigió a la terraza. En las horas de más calor, la cubrían con grandes toldos de lona púrpura. Se tumbó en una hamaca y cerró los ojos. Pero los rayos de sol atravesaban la tela y conferían a la terraza una luz extraña, rojiza y temblorosa. Golder se revolvió febril en la hamaca.
«Este rojo… Otra estúpida idea de Gloria. ¿Qué demonios me recuerda este rojo? —murmuró—. Algo horrible… ¡Ah, sí! ¿Qué dijo aquella vieja bruja? Que la boca se le llenaba de espuma y sangre…».
Golder se estremeció, suspiró, varias veces volvió con dificultad la cabeza sobre los cojines cubiertos de delicados encajes, arrugados y empapados en su sudor. Después, de repente cayó dormido.