25

—¿Lo sabe usted? —dijo Soifer nada más entrar—. ¿Sabe usted qué van a inventar ahora?

—¿Quiénes?

Soifer mostró su puño amenazante a la ventana y a París entero.

—Anteayer, el impuesto sobre la renta —prosiguió con su voz aguda y quejumbrosa—. Mañana, el alquiler. Hace ocho días, cuarenta y tres francos de gas. Ahora va mi mujer y se compra un sombrero nuevo. ¡Sesenta y dos francos! Una especie de maceta puesta del revés… No me importa pagar por algo que merezca la pena, que dure… pero ¡eso! ¡No lo llevará ni dos temporadas! Y a su edad… Un traje de pino, ¡eso es lo que necesita! ¡Eso es lo que habría pagado de mil amores! ¡Sesenta y dos francos! En mi época, por ese precio, en mi tierra te comprabas una pelliza de piel de oso. ¡Ah, Dios mío, Dios mío! Si un día mi hijo dice que se casa, lo estrangulo con mis propias manos. Eso sería mejor para el pobre muchacho que pasarse la vida acoquinando, como usted y como yo. Y hoy, al parecer, si no voy a renovar el carnet de identidad, ¡me expulsan! ¿Adónde iba a ir un pobre hombre, viejo y enfermo como yo, dígame?

—A Alemania.

—¡Sí, justo, a Alemania! —bufó Soifer—. ¡Mal rayo la parta! Ya sabe que en su día tuve problemas por un asunto de suministros de guerra… ¿Ah, no? ¿No lo sabía?… Bueno, tengo que irme, cierran a las cuatro. ¿Y sabe lo que cuesta ese gustazo? Trescientos francos, amigo Golder, trescientos francos y los gastos, sin contar la pérdida de tiempo y los veinte francos que me deja usted ganar, porque encima no podemos ni echar la partida… ¡Ay, Señor, Señor! ¿Quiere venir? Le servirá de distracción. Hace un día estupendo…

—¿Es que quiere que también le pague el taxi? —repuso Golder con una risa brusca y ronca como un acceso de tos.

—Le aseguro que no esperaba más que un tranvía. Además, ya sabe que nunca subo a un taxi, para qué acostumbrarme… Pero hoy mis viejas piernas me pesan como el plomo. Y si a usted le apetece tirar el dinero por la ventana…

Salieron juntos, cada uno apoyado en su bastón. Golder caminaba en silencio mientras su compañero le hablaba de un asunto de azúcares que había terminado en quiebra fraudulenta. Al citar las cifras y los nombres de los accionistas implicados, Soifer se frotaba con deleite las temblorosas manos. Cuando salieron de la comisaría, a Golder le apetecía pasear. Aún era de día; los últimos rayos del rojo sol invernal iluminaban el Sena. Cruzaron el puente y subieron al azar por una calle detrás del ayuntamiento, y luego por otra que resultó la rue Vieille-du-Temple.

De pronto, Soifer se detuvo.

—¿Sabe dónde estamos, Golder?

—No —respondió con indiferencia.

—Aquí al lado, amigo mío, en la rue Rosiers, hay un pequeño restaurante judío que es el único sitio de París donde saben hacer el lucio relleno como Dios manda. Venga a cenar conmigo.

—¿Quiere que me coma un lucio relleno —gruñó Golder—, cuando llevo seis meses sin probar carne ni pescado?

—¿Y quién le pide que pruebe nada? Usted venga y pague. ¿De acuerdo?

—Váyase al diablo.

No obstante, Golder siguió a Soifer, que subía penosamente la calle olisqueando el tufillo a moho, pescado y paja podrida de los tenebrosos figones. Al fin, se detuvo, se volvió y cogió a Golder del brazo.

—Qué asco de judería, ¿eh? —exclamó enternecido—. ¿Qué le recuerda?

—Nada bueno —dijo Golder alzando la cabeza con expresión sombría.

Contempló en silencio las casas y la ropa tendida en los balcones. Unos críos empezaron a corretear alrededor de sus piernas. Golder los alejó suavemente con la punta del bastón y suspiró. En las tiendas no vendían más que ropa usada o pescado, arenques dorados, barriles de salmuera… Soifer señaló un pequeño restaurante con un letrero en caracteres hebreos.

—Es ahí. Entonces, ¿qué? ¿Se anima, Golder? ¿No quiere invitarme a cenar y darle una alegría a un pobre viejo?

—¡Bah, váyase al diablo! —repitió Golder, pero, aunque se sentía más cansado de lo habitual, siguió de nuevo a Soifer—. ¿Aquí o allí?

El pequeño establecimiento parecía bastante limpio. En las mesas había servilletas de papel de colores y en un rincón relucía un hervidor de cobre. No había un alma.

Soifer pidió un plato de lucio relleno y rábanos blancos. Cuando se lo sirvieron, lo alzó con cuidado a la altura de su nariz.

—¡Qué bien huele!

—¡Oh, por el amor de Dios! ¡Coma y déjeme en paz! —refunfuñó Golder.

Apartó la vista del plato y levantó una esquina del visillo de algodón a cuadros blancos y rojos. Fuera, dos hombres se habían parado a hablar apoyados en la ventana. No se entendía lo que decían, pero a Golder le bastó con observar sus gesticulantes manos para imaginárselo. Uno era un polaco tocado con un aparatoso gorro de piel con orejeras, raído y chamuscado, y una barba enorme, rizada y gris, que sus impacientes dedos peinaban, trenzaban, retorcían y alborotaban cien veces por segundo. El otro era un joven pelirrojo cuyo cabello crecía en todas direcciones, como llamas.

«¿Qué venderán? —se preguntó Golder—. ¿Heno? ¿Chatarra, como en mis tiempos?».

Entornó los ojos. Ahora que la noche empezaba a caer, que el estrépito de una carreta ahogaba con su traqueteo y sus chirridos el ruido de los coches de la rue Vieille-du-Temple y la penumbra disimulaba la altura de las casas, Golder tenía la sensación de haber regresado a su país en sueños, de estar contemplando rostros familiares pero deformados, distorsionados por el inconsciente…

«Hay sueños así, en los que se ve a gente que lleva muchos años muerta», pensó vagamente.

—¿Qué mira? —le preguntó Soifer apartando el plato, en el que todavía quedaban trozos de pescado y patatas espachurradas—. ¡Ah, qué malo es hacerse viejo! Antes me habría comido tranquilamente tres raciones como ésta… ¡Cómo echo de menos mis pobres dientes! Me trago la comida sin masticar. Y luego me arde el… —dijo señalándose el estómago—. ¿En qué piensa? —Soifer siguió la mirada de Golder y meneó la cabeza—. Oi! —exclamó de pronto en su inimitable tono, quejumbroso e irónico a un tiempo—. ¡Oi, Señor! ¿No le parece que son más felices que nosotros? Sucios, pobres… Pero un judío no necesita tantas cosas. La miseria conserva a los judíos como arenques en salmuera. Me gustaría venir aquí más a menudo. ¡Si no estuviera tan lejos y, sobre todo, si no fuera tan caro…! Porque ahora no hay sitio barato… Vendría aquí todas las noches, a cenar tranquilo, sin mi familia, que el diablo se la lleve…

—Habrá que volver de vez en cuando —murmuró Golder, y extendió las manos hacia la estufa, recién encendida, que enrojecía y crepitaba en un rincón, llenando el comedor de un agradable calorcillo.

«En casa —se dijo—, con este olor me ahogaría».

Pero allí no estaba mal. Una especie de tibieza animal, que nunca había sentido, calaba en sus viejos huesos.

Por la otra acera pasaba un individuo que sostenía una larga vara con una llama en el extremo. Se detuvo enfrente del restaurante y la levantó hacia una farola; el resplandor iluminó una estrecha ventana cerrada en la que había ropa blanca tendida encima de unas macetas viejas y vacías. De pronto, Golder recordó un ventanuco situado oblicuamente, como aquél, frente a la tienda donde había nacido… Y aquella calle nevada y azotada por el viento a la que de vez en cuando volvía en sueños.

—Es un largo camino… —dijo.

—Sí —murmuró el viejo Soifer—. Largo, duro e inútil.

Ambos se quedaron mirando la ventana miserable y los andrajos que azotaban los cristales. De pronto, una mujer abrió los batientes, se asomó, recogió una prenda, la sacudió… Al acabar, ladeó el rostro, sacó un espejito de un bolsillo y, a la luz de la farola, se pintó los labios.

Golder se levantó de golpe.

—Venga, vámonos… No soporto este olor a petróleo…