Capítulo XIII

Marie estaba sentada en el pescante de un carro de bueyes grande, mirando los lomos manchados de los cuatro animales de tiro, mientras escuchaba con gesto dulce y comprensivo los elogios de Janka Sokolny al hidalgo Heribert. La joven checa iba cabalgando junto a la carreta, conduciendo a su yegua únicamente con los muslos, ya que necesitaba sus manos para reforzar sus expresiones. Marie la admiraba por su destreza como jinete, pero ella prefería la seguridad de la carreta, aunque tuviese que amortiguar con una almohada de cuero mullido los golpes del camino repleto de baches.

Cada tanto montaba un rato su yegua ella también, pero sólo tramos cortos, para practicar un poco. Quería que el viaje a su nueva patria resultara lo más placentero posible. El emperador se había mostrado muy generoso y les había otorgado a ella y a Michel una lujosísima propiedad cerca de Volkach, a orillas del Meno. Marie había oído de boca de gente oriunda de aquella región que allí crecía muy buen vino, y ya se veía paseando con Trudi a través de los viñedos, probando juntas las deliciosas uvas.

—Es muy amable por vuestra parte alojarnos como huéspedes a mi madre y a mí hasta que mi padre y el hidalgo Heribert hayan concluido su misión —continuó diciendo Janka, y Marie comenzó a sospechar que, probablemente, en adelante tendría que hacer las veces de consejera espiritual de la joven con bastante asiduidad. Levantó la vista y le sonrió.

—Pero es natural que así sea. Después de todo, vuestro padre alojó a mi esposo durante más de dos años. Y no creo que pase tanto tiempo antes de que el hidalgo Heribert regrese de Bohemia y os lleve a su hogar.

La llegada de Michel impidió una respuesta de Janka. Michel le hizo un gesto afirmativo, luego contempló a Marie con una alegre sonrisa, al tiempo que señalaba hacia delante.

—El jefe de los pescantes dice que estamos muy cerca de nuestro destino. ¿No tienes ganas de montar un rato tu yegua para que podamos adelantarnos juntos a caballo? Me muero por conocer el lugar donde crecerá nuestra hija.

Marie le obsequió una mirada agradecida para luego inclinar un poco la cabeza en dirección a Janka.

—Perdonadme que deba interrumpir nuestra conversación.

Janka asintió solícita y mantuvo su caballo atrás para que Michi pudiera traer la yegua de Marie. Marie le sonrió al muchacho, feliz de haberle podido enviar a Hiltrud por fin un emisario desde Núremberg llevándole noticias, ya que después de tanto tiempo su amiga seguramente estaría loca de preocupación. Era una pena que ahora fueran a vivir tan lejos la una de la otra, pero Marie no podía pedirle a Hiltrud que renunciara a su espléndida granja libre cerca de Rheinsobern, aun cuando ella podría haberle conseguido otra en su lugar. Ese giro del destino la entristecía un poco. Sin embargo, se consoló pensando en las nuevas amigas que había ganado y que vivirían con ella. También se quedaría con Michi, educándolo para que se convirtiese en uno de sus empleados… o también en un soldado y un buen líder, si así lo prefería él. Tal vez haría traer a Mariele también, si es que Hiltrud estaba de acuerdo. Se propuso firmemente que la siguiente primavera, una vez que se hubiera aclimatado a su nuevo hogar, viajaría a Rheinsobern a visitar a su amiga.

—¡Marie! ¿Qué te pasa? ¡Estás durmiendo con los ojos abiertos!

La llamada de Michel arrancó a Marie de sus cavilaciones. Se apeó del pescante para trepar a la montura y dejó que Michi la ayudase a engancharse en los estribos. Michel le sostuvo las riendas hasta que estuvo bien sentada y luego se las alcanzó con un tierno gesto.

Marie le acarició la mano y asintió, incitante.

—¡Vamos a ver nuestro nuevo hogar!

Espoleó cautelosamente a su yegua y se adelantó al trote. Michel no la siguió enseguida, sino que esperó primero a que pasara junto al carro de Eva. A diferencia de Theres, que iba sentada a su lado, la vieja vivandera no había querido desprenderse ni de sus caballos ni de su carreta. Sentada entre ambas iba Trudi, alimentándose de las ciruelas pasas que le daban. Cuando la pequeña vio a Michel, extendió sus bracitos hacia él y se rió feliz cuando Theres la alzó para dársela. Michel la tomó con ternura en sus brazos y la sentó en su caballo delante de él.

Eva se quedó contemplando satisfecha al padre y a la hija.

—¡Parece que estamos a punto de llegar! Estoy muy intrigada por saber qué sucederá, sobre todo cuando llegue la primavera el año próximo y nuestros huesos comiencen a sentir la necesidad de enganchar nuestras carretas para unirnos a algún ejército.

Theres levantó las manos en señal de rechazo.

—Si quieres volver a marchar a la guerra, allá tú. Yo me quedaré con Marie para siempre.

—Con la señora Marie, querrás decir. Al fin y al cabo es una dama de la nobleza. Por supuesto que permaneceré con vosotros, ya que no puedo dejarla al cuidado de ti, de Helene o de Anni. Te aseguro que sin mí, vosotras quedaríais todas tan indefensas como niñas pequeñas —dijo Eva, al tiempo que se llevaba a la boca una de las ciruelas pasas que Trudi había dejado caer.

Marie y Michel dejaron lentamente atrás el principio de la caravana, y durante un rato sus ojos se dedicaron a mirarse entre sí más que al paisaje que los circundaba. Cuando el valle se abrió ante ellos y vieron la cinta ancha del río hicieron detenerse a sus caballos y miraron a su alrededor. Un poco más al norte podían distinguirse los contornos de la pequeña ciudad de Volkach, pero debajo de ellos, al pie de una cadena de montañas que se extendía con sus picos escarpados, había un pueblo grande y limpio, con casitas techadas con tablillas de madera, situadas una al lado de la otra, rodeando una iglesia y una plaza grande con un tilo majestuoso. Seguramente se trataba de Dohlenheim, uno de los pueblos pertenecientes a su castillo. La fortaleza que habría de ser su nuevo hogar constituía en sí una edificación maciza y austera emplazada en la prominencia más elevada que emergía como un cuerpo extraño entre el verde de las parras que cubrían las laderas de las colinas. Al final de una ladera pelada que caía en forma abrupta había otro pueblo más que también pertenecía a sus nuevos dominios y, por lo que sabían, tenía que haber un tercero a orillas del río, al otro lado de la colina que bordeaba el Meno. El castillo y esos dos pueblos llevaban nombres alemanes de pájaros, ya que al parecer el dueño anterior había sido un amante de las aves. En honor a los frailecillos, el castillo había sido bautizado Kiebitzstein; la villa dominica que estaba debajo se llamaba Habichten, como los azores, y el segundo pueblo a orillas del río, Spatzenhausen, como los gorriones.

Marie se quedó embobada ante las imágenes de aquel paisaje, sonriéndole a Michel llena de esperanzas e ilusiones.

—¿Y? ¿Cómo te sientes ahora que eres el caballero imperial Michel Adler de Kiebitzstein?

—La verdad es que por el momento no siento nada —respondió Michel, riendo—. Pero debo decir que estas tierras me agradan. Aquí podré por fin echar raíces.

—Bien, cuando el hidalgo Heribert regrese de Bohemia sabrá enseñarte a comportarte como un caballero imperial franco.

—Más bien le enseñará a Janka lo que significa ser la mujer de un caballero imperial franco —replicó Michel alegremente. Durante un instante, la pareja se quedó contemplándose más bien con cierta melancolía al recordar a Václav Sokolny, a Heinrich von Hettenheim y al hidalgo Heribert, que habían partido hacia Bohemia por orden del emperador para transmitirles al joven Sokolny y a sus amigos que Segismundo estaba dispuesto a negociar con ellos. Con el apoyo de los calixtinos, el emperador esperaba poder romper la opresión de los taboritas y regresar a Praga.

—Gracias a Dios ya no tenemos nada más que ver con todo eso —exclamó Marie con tal alivio como si de su alma acabara de caer un último peso.

Michel la contempló con asombro.

—¿Con qué no tenemos nada más que ver?

—Con el emperador y su lucha por el poder y las coronas. Nosotros tenemos un trabajo más hermoso por delante.

Michel guió su caballo hasta quedar al lado de Marie y la abrazó con firmeza.

—¿Y cuál es?

Marie señaló con la mano las tierras que se extendían delante de ellos.

—Crear un hogar, Michel, disfrutar de la vida y amarnos.

Michel era un esposo muy sensato y sabía reconocer cuándo su mujer tenía razón, así que la miró y asintió, sonriente.