Capítulo VIII

La orden de escoltar al emperador cogió completamente por sorpresa a Heinrich Von Hettenheim, por lo cuál prácticamente no le quedó tiempo para despedirse de Marie y del resto de las vivanderas. Heribert Von Seibelstorff también se hallaba entre los que escoltarían al emperador y estaba absolutamente fuera de sí por tener que dejar atrás a Marie. Como ambos escuderos debían acompañar a sus señores, ya no quedaría nadie para proteger a las vivanderas. Por un lado, Marie se alegró de poder escapar por un tiempo de las miradas románticas del joven Seibelstorff, pero la sola idea de estar inmersa en la retaguardia, que los husitas seguramente atacarían primero, hacía que el corazón se le subiera a la garganta.

A la mañana siguiente, Eva, Theres y ella se quedaron contemplando cómo el emperador se replegaba junto con los caballeros responsables de su seguridad, dejando a su ejército en medio del territorio enemigo. Si bien Segismundo se preocupó por transmitir una imagen de confianza, las vivanderas percibieron su miedo y se preguntaron si acaso los enemigos ya estarían en marcha hacia allí.

Cuando la tropa de jinetes quedó fuera del alcance de su vista, Eva escupió con desprecio.

—Ahí se va cabalgando, el noble señor, para salvar su pellejo imperial. Le importa una mierda lo que nos suceda a nosotros.

Marie indagó en la expresión de la anciana.

—¿Tú también tienes la sensación de que está huyendo del enemigo?

—¿De qué otra forma definirías su comportamiento si no? —respondió Eva con ironía.

Theres se puso en medio de las dos y las cogió de los hombros.

—He oído que quien manda ahora aquí es Falko Von Hettenheim, que regresó ayer.

Marie apretó los dientes. Esa noticia era peor que la de la avanzada husita. Podría decirse que ahora estaba a merced del hombre que había traicionado a Michel, ya que no había nadie más en todo el campamento que pudiese llegar a intervenir si él le ponía las manos encima. Lo único que podía hacer era mantenerse alerta para que él no la sorprendiera bañándose o buscando agua en el manantial, ya que al menos le cabía esperar que él no quisiera arruinar su reputación violándola en medio del campamento. Siguió conversando un rato más con sus compañeras, que estaban demasiado preocupadas por sí mismas como para darle particular importancia a los nervios de ella, y finalmente regresó a su carreta.

Allí encontró a Anni temblando en su lecho, semiinconsciente, dando golpes a su alrededor. Por eso volvió a cambiarla y comenzó a hablarle suavemente para tranquilizarla.

—Te haré un té para que puedas dormir tranquila.

Mientras ella se ocupaba de Anni, Trudi descendió de la carreta sin ser vista y se dirigió tambaleando hacia donde estaba Eva para suplicarle que le diera ciruelas. La vieja vivandera le acarició los cabellos.

—¡Pero claro, Trudi! Yo siempre tengo algo rico para ti. ¡Ven conmigo!

Mientras la pequeña seguía a Eva dando gritos de júbilo, Marie puso el caldero de agua a calentar en el trípode que estaba sobre el fuego y comenzó a cambiarle los vendajes a Anni.

—Las heridas están sanándote muy bien, mi pequeña. En realidad, ya deberías estar fresca como una lechuga en lugar de quedarte temblando en la cama. No tienes fiebre. ¿De qué tienes tanto miedo? ¿Estás recuperando la memoria?

Anni se encogió de hombros, meneó la cabeza y contempló a su cuidadora con gesto desamparado. A Marie no le quedó más remedio que alcanzarle el té preparado con hierbas tranquilizantes y contemplar cómo su protegida bebía el mejunje en pequeños sorbos. Por un instante, a Marie se le apareció ante la vista el rostro de Michel, y se preguntó qué sería de él. ¿Estaría llevando una vida miserable, mudo y sin memoria como ella? ¿Estaría en la puerta de una iglesia, sentado en las escalinatas, extendiendo la mano para recibir las limosnas piadosas que los ricos hacían repartir a sus sirvientes? No había prácticamente ninguna otra opción para un sobreviviente que la guerra habría convertido en un lisiado desamparado. Marie reprimió esa idea enseguida, le secó a Anni los cabellos mojados de sudor y esbozó una sonrisa. Sin embargo, al darse la vuelta comenzó a retorcerse las manos en el pecho porque si ella no llegaba a sobrevivir a aquella campaña fallida, quizá tampoco quedarían esperanzas para Michel.

Entretanto, Falko Von Hettenheim había dividido en tres secciones al ejército dejado por el emperador y había dado la orden de partir a la primera apenas una hora después de la partida de aquél. Como comandante había puesto a Volker Von Hohenschalkberg, a quien entregó una parte del bagaje, varias prostitutas y a Theres, la vivandera. Recibieron la orden de partir tan de repente que a Theres casi no le quedó tiempo para despedirse. Eva tuvo que ayudarla a aparejar a los bueyes porque de otro modo no habría estado lista a tiempo.

Cuando ya estaba sentada en el pescante, Theres se acordó de Marie y se puso a mirar en la dirección en la que se encontraba su carreta para ver si la encontraba, pero no vio a nadie. Iba a volver a bajarse, pero los guardias apuraban con tal vehemencia la partida que sólo atinó a gritarle a Eva que le mandara a Marie saludos de su parte.

—¡Dile que volveremos a encontrarnos en el punto de reunión!

Diciendo esto, sacudió el látigo y puso en marcha a los bueyes. Eva agitó los brazos y se quedó mirándola unos instantes, luego alzó a Trudi y regresó a su carreta para preparar todo por si ordenaban una partida repentina.

Poco después se retiró la segunda sección. La tropa salió detrás de la gente del caballero Volker, pero debía desviar el rumbo a las pocas millas. En esta sección iban la mayoría de los pertrechos, el resto de las prostitutas y Oda. Cuando la vivandera se puso detrás de los soldados de infantería, dispuestos en una larga doble fila, en lugar de despedirse de Eva le dedicó un resoplido de desaprobación.

En último término habían quedado, además de Eva y de Marie, otros doscientos caballeros y soldados a caballo armados, un centenar de soldados de infantería y aquellos bagajeros que se necesitaban para las carretas de provisiones que quedaban. A Marie le generaba aún más inquietud que a su compañera el hecho de haber tenido que quedar precisamente en la sección comandada por el caballero Falko, pero intentó consolarse con la idea de que en unos pocos días podría volver a reunirse con Heinrich Von Hettenheim. Hasta entonces tendría que mantenerse alerta y bajo ningún concepto debía permitir que la alejaran del resto.

Si Falko Von Hettenheim hubiese podido leerle los pensamientos a Marie y el miedo que escondía detrás de su semblante sereno, se habría sentido aún más triunfante. La sabía atrapada como un gorrión en su mano, y mientras avanzaba por entre las filas de los soldados ordenándoles que se prepararan para la partida, ya comenzaba a saborear su venganza de antemano. Al igual que Gunter Von Losen, ese día había renunciado a vestir su armadura, ni siquiera llevaba una cota de malla, sino apenas un sayo de cuero firme debajo de la guerrera. Le sonrió a su amigo, que ya tenía una expresión de deleite anticipado en el rostro, al tiempo que señalaba hacia las carretas de las vivanderas.

Losen asintió con una sonrisa irónica y se dirigió deprisa hacia la carreta de Eva.

—Hey, vieja, engancha de una buena vez, partiremos de inmediato. Hoy irás delante de la carreta de provisiones.

Eva no cuestionó la orden, sino que apretó los labios y fue en busca del primero de sus dos jamelgos escuálidos para engancharlos a su carreta. Al hacerlo, echó un vistazo hacia donde estaba Marie, que se había retrasado haciéndole las curaciones a Anni y ahora tenía tanto para hacer que no sabía por dónde empezar. Cuando Eva terminó de enganchar el segundo caballo, quiso ir a ayudarla, pero Gunter Von Losen la obligó a subirse al pescante con gritos furiosos.

—Arranca de una buena vez, maldita bruja, las carretas de provisiones ya están partiendo.

—Pero Marie… —repuso Eva.

—Marie irá la última. ¡Y ahora mueve ese carro destartalado de una vez por todas!

Como Eva no reaccionaba, el caballero le arrebató el látigo y la amenazó con él. Eva agachó la cabeza, asustada, y estaba por azuzar a sus caballos cuando vio que Trudi estaba parada al lado de su carreta. Sabía que Marie no podría atender a la niña mientras enganchaba a los bueyes.

—Alcanzadme a la pequeña y avisadle a Marie de que está en mi carreta —le pidió a Gunter Von Losen. Éste hizo un gesto despectivo, y amagó con dar media vuelta e irse, pero entonces recordó que Falko no quería llamar la atención. De modo que cogió a Trudi como si fuera un paquete y la puso en brazos de Eva.

—Aquí está la criatura. ¡Ahora, mueve de una vez esos caballos famélicos o me encargaré de que te quedes aquí como botín para los husitas!

Eva chasqueó la lengua y puso en marcha a sus mansos caballos, guiándolos hacia el camino al tiempo que dejaba escapar Un silbido estridente. Tal como esperaba, Marie asomó la cabeza desde el interior de su carreta y la miró con expresión interrogante.

—¡No te preocupes por Trudi! ¡Me ocuparé de la pequeña hasta la próxima parada! —le gritó.

Marie hizo señas de que le había entendido y continuó trabajando denodadamente. Era la primera vez que el ejército partía con semejante apuro, y eso no la ofuscaba menos que el hecho de que otra vez Michi no aparecía por ninguna parte. Maldijo su impuntualidad y se juró enviarlo de regreso con sus padres en cuanto se le presentara la ocasión.

No sospechaba que esta vez estaba siendo injusta con el muchacho. Si bien Michi había ido con Losen para ayudar a su escudero a ensillarle el caballo, mientras le ajustaba la cincha al animal se dio cuenta de que Marie lo necesitaba mucho más.

—Continúa tú solo, Lutz. Debo ir con Marie —exclamó mientras salía corriendo. Sin embargo, no fue demasiado lejos, ya que a los pocos pasos apareció Losen de repente y lo cogió de la nuca.

—¿Adónde quieres ir?

Michi luchaba inútilmente por zafarse.

—¡Debo ayudar a Marie a enganchar a los bueyes!

—Ya se las arreglará sola. ¡Ve adelante a ayudar a los bagajeros! —le gruñó el caballero.

—Ellos pueden hacerlo sin ayuda, pero Marie…

En ese momento, Losen lo soltó y le propinó una cachetada que lo arrojó al suelo.

—¡Vas a obedecerme, pedazo de mocoso desgraciado!

Michi se llevó la mano a la mejilla dolorida y notó que tenía sangre en los dedos. Asustado, levantó la vista en dirección al caballero, a quien hasta entonces había considerado un amigo, y cuando éste amagó con pegarle con el puño cerrado, se levantó espantado y salió corriendo detrás de la carreta de provisiones.

Entretanto, Marie lloraba de impotencia. El descanso prolongado no les había sentado bien a los bueyes, que se mostraron aún más tercos que de costumbre. Marie pudo ponerle el yugo al primero a duras penas, y después tuvo que atarlo a un árbol con las riendas porque quería escapársele con carreta y todo. Pero el segundo buey terminó siendo aún más terco. A pesar de que Marie lo sostenía de la argolla de la nariz y le pegaba con el bastón, el animal la arrastró una docena de pasos más por el campamento antes de permitirle a regañadientes que lo enganchara.

Cuando Marie finalmente lo logró, echó un vistazo rápido a su alrededor. Además del desbarajuste que había dejado el ejército, lo único que había quedado cerca era la carreta saqueada de Donata. La tropa ya se había puesto en marcha y la cola de la expedición se alejaba cada vez más de donde ella se encontraba. Por suerte, los bueyes estaban lo suficientemente descansados como para poder salvar rápidamente la distancia que la separaba de los demás, aunque para ello tendría que castigar con el látigo a los indóciles animales. Pero justo cuando estaba a punto de arrancar se dio cuenta de que Anni se había bajado de la carreta para aliviar sus esfínteres.

Marie saltó a tierra y estaba ayudando a la niña a trepar al pescante cuando aparecieron al lado dos jinetes. Se trataba de Falko Von Hettenheim y su amigo Losen. La expresión en sus rostros le infundió miedo a Marie, que alargó la mano en busca del látigo. Sin embargo, Falko fue más rápido que ella. Le arrebató el látigo y lo meció unos instantes en su mano. Luego tomó impulso y descargó un sonoro latigazo sobre Marie.

Al sentir en la piel el contacto con la tira de cuero, Marie soltó un gemido. No tenía sentido pedir auxilio, porque la cola de la expedición militar ya había desaparecido detrás de la primera curva y, aunque la hubiesen oído, probablemente nadie habría regresado a ayudarla.

Apretó los dientes y miró los lomos de sus bueyes. «Debo hacerlos andar y saltar con Anni a la carreta», pensó. Sabía que probablemente Falko sería más rápido que ella, pero al menos debía intentarlo. Como si hubiese estado leyéndole el pensamiento, el caballero extrajo su espada y la enterró en el cuerpo del primer animal. El buey se desplomó con un gemido, volvió a cocear una vez más y luego se quedó inerte. Casi en el mismo momento cayó al suelo sin cabeza el segundo animal tras un golpe de espada de Gunter Von Losen.

Marie retrocedió hasta que sintió la carreta a sus espaldas, pero antes de que pudiera pensar con claridad, Falko arrimó su caballo hasta donde estaba ella, la cogió de los cabellos y la arrastró un trecho. Luego la arrojó al suelo de un violento empujón. Marie se incorporó de un salto e intentó huir al bosque, en donde habría podido esconderse en la espesura de los árboles para escapar de los jinetes, pero en ese momento el caballero se apeó del caballo y se le echó encima.

—Ahora sí que tendrás tu merecido, ramera —exclamó, sujetándole los hombros contra el suelo.

La mano de Marie se deslizó por el costado de su falda buscando su cuchillo, pero esta vez Falko estaba prevenido y se lo birló de un puñetazo.

—¿A quién querías matar, a mí o a ti? —se burló, al tiempo que le introducía la mano por debajo de la falda y la pellizcaba en su zona más sensible. Marie pataleó como una salvaje tratando de quitárselo de encima, pero Gunter Von Losen, que se había acercado con mirada lujuriosa, la cogió del tobillo izquierdo y le giró la pierna dolorosamente. En ese momento, Marie sintió que volvía a Constanza, a la mazmorra en la que había sido ultrajada por tres canallas, y lanzó un grito de espanto.

Falko apoyó el codo sobre su cuello, de modo que no podía ni respirar ni defenderse y luego le subió la falda entre risas, dejándole el pubis al descubierto. Después se llevó la mano a la bragueta para abrírsela, pero se lo pensó mejor y le arrancó la blusa de un solo tirón.

Losen se quedó contemplándole los senos, se puso la mano entre las piernas y gimió de lujuria.

—¡Vamos, Falko, apúrate, ya no aguanto más!

El caballero Falko lo miró con una sonrisa socarrona.

—Supongo que podrás aguantar hasta que haya acabado con esta ramera, amigo.

Después se manoseó la bragueta y extrajo su miembro. Marie supo que ya no había escapatoria. No le quedaba más remedio que volver a hacer suyas las enseñanzas de sus años errantes e intentar vivir aquello como si le estuviese sucediendo a otra persona. Relajó su cuerpo hasta sentirlo como un saco sin huesos, y cuando el caballero la penetró de una violenta embestida, no pudo gozar del triunfo de ver dolor en su rostro u oírla gritar.

Gunter Von Losen contemplaba la escena con ojos lujuriosos, pero luego descubrió a Anni, que se abrazaba a la carreta llorando en silencio, y esbozó una sonrisa maligna.

—Tómate tu tiempo, Falko. Mientras sigas ocupado con Marie, le clavaré mi estaca a la pequeña.

Marie lo oyó a pesar del estado de semidesmayo en el que se encontraba y lanzó un grito furioso.

—¡Dejad a Anni en paz! Está herida, y además es sólo una niña.

Losen no le prestó atención, sino que arrastró a la muchacha lejos de la carreta con un comentario obsceno y le arrancó la túnica del cuerpo. Sin ninguna clase de consideración por sus heridas, la obligó con un brutal empujón a acostarse boca arriba y le separó las piernas.

En ese momento, una ola de odio atravesó el cuerpo de Marie, que deseó tener mil manos para poder despellejar a esos hombres que aullaban a voz en cuello de lujuria. Embebida en su deseo de matar, apenas si notó que el caballero Falko había acabado después de unas últimas y brutales embestidas y ya se apartaba de su cuerpo. Sin embargo, en su rostro no había satisfacción, sino más bien decepción. Se había imaginado miles de veces la sensación de sentir el cuerpo de la mujer de Michel Adler bajo el suyo. Sin embargo, a diferencia de las muchachas de los pueblos bohemios que habían saqueado, ella no había gritado ni se había resistido con desesperación, sino que se había quedado inerte debajo de él como si fuese un animal muerto. Ahora sentía que le habían arrebatado el triunfo y rechinaba los dientes con furia. Alargó la mano tanteando el puñal para al menos encontrar alguna satisfacción matándola, pero entonces miró a Losen, que en ese momento llegó al éxtasis bramando como un toro.

—¿Vas a clavarte a la hembra de Michel también o ya tienes suficiente?

—¡Claro que lo haré! La pequeña no fue más que el plato de entrada.

—¡Entonces haz lo que tengas que hacer! Pero pobre de ti si te olvidas de cortarle el cuello cuando acabes. Yo iré adelantándome y llevaré a nuestra gente al trote. Para mi gusto, hay demasiados de esos malditos bohemios rondando la zona.

Falko se volvió con un gesto de asco y se dirigió hacia su caballo. Durante un momento, vaciló entre irse o quedarse a ver lo que hacía Losen con la ramera. Pero luego se dijo que, al igual que él, su amigo tampoco podría hacer gritar a la mujer de Adler, y se alejó cabalgando.

Losen se incorporó, cogió la túnica de Anni y se limpió del miembro la sangre que se había derramado al desvirgarla. La niña se hizo un ovillo y se quedó sollozando en silencio mientras Marie yacía en el suelo como un arco tenso, a punto de quebrarse. Pocas veces había estado tan cerca de la muerte, y sabía que necesitaría mucha suerte para salir con vida de los próximos instantes. Su mirada buscó el puñal que el caballero Falko le había birlado de la mano, y lo encontró tirado en el suelo, a pocos pasos de donde ella estaba. Antes de que pudiera arrastrarse hasta allí para asirlo, vio que Gunter Von Losen se le acercaba con la bragueta abierta. Losen frotaba su miembro con la túnica ensangrentada para volver a tener una erección.

—Si me haces gozar mucho, tal vez te perdone la vida —dijo con una sonrisa burlona.

Marie se dio cuenta de que mentía. Siempre había sido un fiel acólito de Falko Von Hettenheim y jamás desobedecería una orden de él. Marie comenzó arrastrarse hacia atrás, gimiendo y alejándose de él como si le temiera, y así fue acercándose cada vez más a su pequeño puñal. Losen la siguió, consciente de su superioridad viril, mientras decidía que la tomaría tantas veces como su verga estuviese dispuesta a penetrarla y que la última vez le quebraría la nuca. Embebido como estaba en esos pensamientos, no prestó atención a la mano de Marie, que tanteaba el suelo hasta cerrarse en torno a un objeto pequeño, sino que se paró con ambos pies entre sus piernas, se inclinó sobre ella y le apretó los senos, ardiendo de deseo.

Marie se llevó las rodillas al cuerpo y lo golpeó con todas sus fuerzas. Su talón dio justo en él nacimiento de los testículos y el pene. El hombre soltó un gemido ahogado, se tomó el bajo vientre y comenzó a tambalearse hacia atrás. Marie se incorporó con un movimiento serpentino y antes de que él pudiera atinar a defenderse le clavó el cuchillo en la garganta.

Losen abrió la boca para gritar, pero se precipitó al suelo antes de poder emitir sonido alguno, envuelto en una catarata de sangre.

Marie retrocedió hasta su carreta y sacó el hacha con manos temblorosas. Sin embargo, al acercarse al caballero blandiendo el hacha comprobó que estaba muerto. Escupió a su lado y luego se volvió hacia Anni, que estaba acurrucada cerca de allí, temblando, estrujándose el dolor con unos extraños sonidos que dejaba escapar de su garganta… los primeros sonidos que Marie le oía.

—Ven, déjame ayudarte —le dijo, apartándole las manos, que la niña tenía aferradas al pubis, para poder revisarla. Los muslos de la pequeña estaban manchados de sangre, pero por suerte no había sangre fresca brotándole de la vagina. Marie se subió a la carreta, buscó dos trapos y los humedeció en agua en una de las dos vasijas que contenían agua potable—. Toma, lávate bien ahí abajo —le ordenó a Anni, poniéndole un trapo en la mano. Con el otro se limpió su propio pubis para quitarse los restos de sudor y de esperma, y controló que la niña hiciera lo mismo. Luego volvió a trepar a la carreta, revolvió en las provisiones medicinales de Hiltrud y extrajo un pequeño pote con ungüento y una bolsita con hierbas secas—. Ahora ponte este ungüento en el agujero, ¿entiendes? Hará que se te curen las heridas que ese hombre te provocó. Y luego tienes que masticar estas hierbas. —Marie metió la mano en la bolsa, extrajo un par de hojas y tallos secos y se los metió a Anni en la boca. Como la niña amagara con escupir esa cosa con gusto a bilis, Marie le cerró la boca—. ¿Acaso quieres tener una criatura de ese canalla? ¡Pues entonces mastícalo y trágalo!

Ella también cogió una buena porción y comenzó a triturarla en la boca con furia. Hacía años que había dejado de usar ese método, y sin embargo la había mantenido estéril hasta que bebió el jugo que Hiltrud le preparara. Ahora probablemente destruiría para siempre el sueño de darle un heredero a Michel, pero peor sería correr el riesgo de quedar embarazada de un asesino y violador de mujeres como Falko Von Hettenheim.

Maldijo en silencio al caballero y luego comprendió cuán expuestas estaban allí ella y Anni. Falko Von Hettenheim notaría muy pronto la ausencia de su amigo y enviaría a un par de hombres a buscarlo. Sin la carreta y sin los animales no podría llegar demasiado lejos con la niña herida. Tendría que esconderse en el bosque con Anni y aguardar allí hasta que la niña pudiera caminar bien para entonces dirigirse en dirección al oeste hasta dar con algún territorio habitado. El corazón de Marie se retorció de dolor cuando pensó en su hija, de quien se alejaba a cada paso que daba, y tuvo que dominarse para no darle un par de puntapiés más al cadáver de Losen, Le costó mucho volver a encauzar sus pensamientos hacia lo imprescindible y dirigirse hacia Anni.

—Ven, pongámonos ropa limpia y larguémonos de aquí.

Se subió a la carreta, revolvió entre las cosas de Donata hasta encontrar una camiseta y un vestido y se los puso a Anni, quien se dejó hacer, sumisa. Se veía como una niña que se había puesto la ropa de trabajo de su mamá. Entonces Marie se quitó también el vestido desgarrado y eligió prendas que pudieran resistir algún tiempo los rigores de la vida en el bosque. Calculó qué podría llegar a servirle para la huida. Necesitaba dinero por si volvían a encontrarse con gente, pero también necesitaba algunos alimentos y al menos una muda de ropa para cambiarse. Mientras buscaba rápidamente todo lo que le parecía indispensable para sobrevivir y hacía un hatillo con todo, sus pensamientos volvieron a posarse en Trudi, y le imploró a Dios y a la Virgen que Eva adoptara a su hija y la llevara con ella hasta que llegaran seguras al imperio.

Cuando sacó los bultos del pescante y miró a su alrededor buscando a Anni casi se le congeló la sangre en las venas. Una media docena de guerreros estaban reunidos alrededor de los bueyes con gestos sombríos, mientras que Anni se había aferrado a la rueda delantera izquierda de la carreta y continuaba apretándose el pubis con la mano que le quedaba libre.

Los hombres tenían otra vestimenta y otras armaduras diferentes de las de los caballeros y siervos del ejército del emperador. Solamente dos de ellos llevaban cotas de malla y yelmos, mientras que el resto estaba enfundado en corazas de cuero con placas de acero cosidas. Sus armas consistían en su mayor parte en unas espadas cortas con vainas de cuero sencillas y manguales con púas. Además, tres de ellos poseían unos arcos bien tensados, y en sus espaldas llevaban las aljabas repletas. Uno de los dos guerreros con cota de malla, que parecía ser el líder, llevaba una espada larga pendiendo de la cintura. Su mirada se había posado sobre Marie, a quien observaba más curioso que hostil, y cuando rozó con la punta del pie el cadáver de Gunter Von Losen, su rostro delgado reveló un rastro de sonrisa que hasta le daba un aspecto simpático.

—Nuestro espía ha dicho que mataste a este caballero.

El hombre hablaba alemán con un acento que Marie desconocía; sin embargo, lo entendió perfectamente y asintió sin replicar nada. No sabía cómo podían llegar a reaccionar los hombres ante la verdad y temía que toda esa horda pudiera abalanzarse sobre ella y sobre Anni. Si llegaban a oponer resistencia, las masacrarían de inmediato. Aquellos guerreros sencillos tenían cara de muy pocos amigos, como si la muerte de ellas ya fuera una decisión tomada, mientras que el otro hombre, que parecía ser el subcomandante del grupo y cuya cota de malla medio tapada por un sobretodo era absolutamente idéntica a la armadura de Michel, tal como pudo comprobar Marie con no menos horror, a juzgar por sus gestos coincidía con los demás.

El hombre increpó en checo al que había hablado primero y le hizo el gesto de degollar.

—Déjate de hablar, Sokolny. Cortémosles el cuello a estas mujeres alemanas y llevémonos como botín lo que podamos necesitar.

Ottokar Sokolny lo midió con una mirada burlona.

—¡Matar gente y saquear! Parece que no sabes hacer otra cosa, Vyszo. En cambio, a mí me interesa saber por qué esta mujer mató a ese caballero.

—¡Pero a mí no!

Vyszo les hizo una seña a sus compañeros. Uno de ellos extrajo su espada y se dirigió hacia Anni.

A pesar de que ambos hombres hablaban entre sí en checo, Marie comprendió que se trataba de su vida y la de Anni. Como las armas no podrían salvarla, tendrían que hacerlo sus palabras. Se paró sobre el pescante para parecer más alta y se opuso extendiendo el brazo con la palma levantada al hombre que estaba amenazando a Anni.

—¡Jan Hus! Fue un gran hombre. Yo lo conocí. Estaba en Constanza cuando lo traicionaron y lo asesinaron.

Marie había soltado aquellas palabras sin tomar aire siquiera. Salvo Ottokar Sokolny, ninguno de los checos entendía alemán. Sin embargo, al oír que mencionaban a Jan Hus, todos se quedaron inmóviles.

—¿Qué es lo que dice? —preguntó uno de los hombres, excitado.

—La mujer dice que estaba presente cuando mataron al maestro Hus y que lloró por él. ¿Acaso vais a matar a alguien que se profesa a favor de nuestro gran santo?

Ottokar Sokolny cruzó los brazos en el pecho, interponiéndose entre Marie y el resto de los soldados, y aquel que acababa de extender la mano en busca de Anni se quedó mirando a Vyszo, confundido.

—Que nos hable sobre la muerte del maestro Hus —le exigió uno de los guerreros.

—¡Sí, que hable también de la traición y las argucias de los alemanes!

Vyszo apretó los puños con furia. Hubiese querido matar a Marie y a Anni por su propia mano, pero seguramente sus hombres lo habrían tomado a mal. Jan Hus era su mesías, y alguien que había derramado lágrimas por él jamás podía ser su enemigo, aunque ese alguien fuera alemán.

—Nos llevaremos a ambas y decidiremos más tarde qué hacer con ellas. Ahora, fijaos si en la carreta hay algo que pueda servirnos, y luego debemos continuar, de lo contrario perderemos de vista el ejército de los alemanes.

Vyszo iba a darse la vuelta, pero entonces Sokolny, que había traducido las palabras de Marie bastante libremente para favorecerla, levantó la mano.

—Las dos mujeres serán un obstáculo para continuar.

Vyszo se volvió hacia él con un gesto irónico.

—Yo también lo creo. Por eso, tú y Ludvik llevaréis a las mujeres con el ejército —dijo, dirigiendo la mirada hacia un muchacho muy joven que estaba por debajo de él en el rango—. Los demás seguiremos tras las huellas de esos perros alemanes.

A pesar de que el tono no podría haber sido más ofensivo, Sokolny asintió, satisfecho.

—Yo también prefiero escoltarlas yo mismo antes de que envíes a dos de tus degolladores.

Vyszo respondió con un gruñido a ese comentario, y le hizo señas al resto de los guerreros para que lo siguieran. Echaron a Marie del pescante, cogieron todas las provisiones que aún quedaban en la carreta y que podían llevar cargando en la espalda y las guardaron en unos pañuelos. Luego ataron los pañuelos formando un hatillo que hacía las veces de mochila, todo a una velocidad que parecía indicar que se trataba de un procedimiento que practicaban muy a menudo. Marie abrazó a la temblorosa Anni con notable serenidad. Al parecer, por el momento las dejarían con vida, y eso era bastante más de lo que habría podido esperar de su propia gente tras la muerte de Losen.

—Todo saldrá bien, pequeña —le dijo a Anni—. Estos hombres no nos harán daño. Sólo tenemos que asegurarnos de no retrasarlos. Yo te serviré de apoyo y te ayudaré en todo lo que pueda.

Marie intentó darle una expresión de seguridad a su rostro y luego giró en dirección al hombre en cuyas manos estaba ahora el destino de ambas.

—Ya podemos partir, señor.

Ottokar Sokolny siguió con la mirada a Vyszo y a sus acompañantes y luego asintió, ensimismado.

—¿Qué le sucede a tu compañera? ¿Acaso está enferma?

—¡Herida! —respondió Marie, ocultando el hecho de que habían sido los propios compatriotas de ese hombre los que habían lastimado tan salvajemente a Anni, a pesar de que ella seguramente era checa. Pero entonces recordó que su gente tampoco era mejor que los bohemios.

—¿Es grave? ¿Puede caminar? —preguntó Sokolny, impaciente.

Marie meneó la cabeza.

—Las heridas están curándose bien. Anni sólo debe tratar de no hacer esfuerzos durante unos días para que no se le vuelvan a abrir.

Sokolny se volvió hacia Anni y le ordenó que le mostrase las heridas. Ella retrocedió asustada, de tal manera que la pierna lastimada se le aflojó de golpe y la hizo trastabillar. Marie la levantó y le sonrió para tranquilizarla.

—No tengas miedo. Este hombre no es un enemigo. Quiere ayudarnos.

—Mi nombre es Ottokar Sokolny —se presentó el hombre, y señaló hacia su acompañante, que se encontraba un poco más atrás—. Éste es Ludvik, mi siervo. Ludvik, ve a cortar un par de ramas del bosque para poder armar una camilla para la niña herida. De ese modo lograremos avanzar más rápido que si intenta ir cojeando detrás de nosotros.

Marie suspiró de alivio. Con todas las desgracias que habían caído sobre ella, una pequeñísima partícula de luz de esperanza parecía seguir brillando aún, y deseó con todas sus fuerzas que esa nueva esperanza no la abandonara en el futuro.