Capítulo XIII

Al día siguiente, la tropa avanzó a buen ritmo. Fue vadeando uno de los arroyos oscuros del bosque cuyo lecho poco profundo servía de camino y casi no tuvo que lidiar con ramas o arbustos que obstruyeran el paso. Por la tarde emergieron ante ellos las ruinas cubiertas de musgo y pasto de una ciudad pequeña, demostrando que habían llegado a la región otrora densamente poblada detrás de la cual se erigía el castillo de Sokolny.

Marek guió a su caballo junto al caballero Heinrich y le señaló las casas destruidas.

—Esto era la ciudad de Grünthal, una de las tantas colonias alemanas de la región. Aquí vivían sobre todo artesanos y canasteros que solían venir a menudo a Falkenhain a ofrecernos sus mercancías y servicios. Pero no ha quedado ninguno de ellos con vida, ya que la ciudad fue atacada y completamente devastada en una de las primeras campañas taboritas.

El caballero Heinrich guardó silencio, conmovido, mientras su mirada se paseaba por las ruinas. Al seguir cabalgando, el casco delantero derecho del caballo chocó contra un montón de hojas que el viento había soplado. Las hojas revolotearon por el aire y un objeto redondo rodó un trecho a lo largo de la calle. Cuando por fin se detuvo, Hettenheim vio que en realidad se trataba de una calavera desgastada por la acción del agua que le sonreía desde sus órbitas vacías. Se quitó trabajosamente de encima aquella cosa que alguna vez había sido un ser humano y la esquivó, pasándole por el costado con su caballo. Nadie podría haberle dicho mejor que aquella calavera lo omnipresente que era el peligro en aquellas tierras.

El panorama de aquella ciudad muerta afectó a todos por igual. A ninguno le quedaron ganas de bromear, y al llegar la noche permanecieron sentados en silencio, ensimismados, alrededor de los pequeños nidos de ascuas del fogón casi sin humo que habían encendido en hoyos para no llamar la atención del enemigo. Sin embargo, cuando el sol se asomó a la mañana siguiente por el horizonte, rojo dorado, las sombras del día anterior se disiparon y todos ardieron en deseos de partir.

—¡Esta noche dormiremos en nuestras propias camas! —exclamó Marek, dirigiéndose hacia Labunik mientras éste se montaba sobre su caballo.

—¡Demos gracias a Dios por ello!

El hombre de la nobleza no parecía tan entusiasmado como sonaban sus palabras. Si bien estaba contento de no tener que pasar más noches frías durmiendo en el suelo, tampoco estaba tan ansioso de regresar a casa como lo estaba Marek, ya que no podía dejar de pensar en los husitas, que se presentarían en pocas semanas en el castillo para procurarles un final horrible a todos ellos. Y, sin embargo, tampoco quería regresar a Núremberg, donde habría estado a salvo. Si bien no se sentía llamado a ser un héroe, tampoco tenía otra patria más que Falkenhain, y su corazón le ordenaba mantenerse fiel a Václav Sokolny hasta el final.

Al partir, Marek le prometió al caballero Heinrich que aceleraría la marcha, y cuando a mediodía se detuvieron a hacer una pausa, ya no podía estarse quieto.

—Si no os oponéis, señor caballero, me gustaría adelantarme con mi caballo para anunciar al conde vuestra llegada. Feliks puede guiaros en este último tramo.

El caballero Heinrich no tenía una opinión muy favorable de Labunik, pero les quedaba menos de una milla por delante, y era casi imposible perderse en una distancia tan corta.

—¡Adelántate y asegúrate de que vayan preparándonos la cerveza de bienvenida, mi buen amigo!

Marek se montó sobre su caballo e iba a azuzarlo para que echara a andar cuando apareció Michi y se quedó mirando alternativamente a él y al caballero Heinrich con ojos suplicantes.

—¿Puedo ir yo también?

El caballero Heinrich se quedó mirando a Marek sin saber qué decir, y finalmente asintió cuando éste sonrió con aprobación.

—¡Por mí, no hay problema! Pero asegúrate de causarle una buena impresión al conde Sokolny y su gente. ¡Después de todo, estás representando el poder del emperador!

—¿En serio? —Los ojos de Michi brillaron de entusiasmo.

Marek le tendió la mano.

—No te quedes ahí matando moscas y sube, sino tendremos que seguir viaje con la tropa principal.

Michi enrojeció y dejó que Marek lo subiese al caballo. Como casi nunca lo dejaban cabalgar, al principio iba aferrándose a él, asustado, y contuvo el aire cuando su amigo espoleó al caballo de modo que pasara de estar quieto a galopar. A pesar de la velocidad a la que iban cabalgando, Marek señaló por el camino distintos lugares de la cordillera boscosa, cubierta de hayas y de abetos deformados por los años.

—Allí enfrente, en el flanco oeste del Lom, maté mi primer oso, y allá, detrás de esa colina, mi primer lobo. Y si miras hacia aquella laguna, allí Wanda y yo… bah, en realidad eso no es asunto tuyo. —Marek se interrumpió con una sonrisa e intentó ignorar a Michi, que quería saber a toda costa lo que él y la cocinera habían estado haciendo allí—. Bueno, no nos limitamos a recoger hongos, muchacho —repuso al ver que Michi no cedía.

El muchacho miró al checo con admiración. A pesar de que sentía un gran respeto por el caballero Heinrich y que era buen amigo de Anselm y de Görch, hasta ahora ninguno le entendía mejor que Marek. Mientras éste se entregaba a sus recuerdos, la mirada de Michi se paseó por el territorio. De pronto se quedó rígido y comenzó a tirar a Marek de la manga.

—Mira, allá delante hay un gran fuego ardiendo.

Marek cerró los ojos, preocupado.

—No es un solo fuego, muchacho, hay demasiadas columnas de humo ascendiendo hacia el cielo como para que lo fuera. Más bien tienen el aspecto de ser los fogones de cocina de un ejército entero, y están justo en la misma dirección en la que se encuentra nuestro castillo. Será mejor que continuemos a pie y veamos qué está sucediendo allí delante. No tengo ganas de cabalgar hacia la desgracia.

Frenó a su alazán, se apeó y bajó a Michi.

—Primero buscaremos un escondite para el caballo. Tengo un mal presentimiento.

Marek condujo el caballo pasando junto a árboles gigantescos hasta llegar a un lugar donde hacía varios años había pasado un torbellino que había tirado abajo muchos árboles. Con el tiempo habían vuelto a crecer árboles jóvenes, y los abetos y abedules, de alrededor del doble de la altura humana, aún estaban pegados, y las zarzamoras los habían entretejido en casi toda su superficie, formando una pared impenetrable. Sin embargo, Marek no se dejó amedrentar, sino que se abrió paso entre los arbustos hasta encontrar un lugar que le pareció adecuado.

—Aquí dejaremos al caballo —le explicó a Michi mientras ataba al caballo a un poderoso abeto—. Si todo va bien en el castillo, alguno de los sirvientes puede venir a buscarlo.

Marek le hizo señas a Michi para que lo siguiera y buscó la salida. Cuando volvieron a estar debajo de esos árboles que se elevaban hasta casi tocar el cielo, cuyas coronas tupidas impedían casi por completo que crecieran los sotos más abajo, tenían los brazos y las piernas llenos de rasguños, y Michi tuvo que levantarse la camisa para quitarse las agujas de abeto que se le habían enganchado en el camino.

—Pincha —le dijo a Marek, sonriendo.

—Cuando tenía tu edad, esos lugares eran mis preferidos. Ahí podíamos asar sin ser vistos las liebres que caían en nuestros lazos. Eran otras épocas, te lo aseguro.

Michi asintió a modo de reconocimiento. En otras épocas le hubiese encantado recorrer el bosque con ese hombre y aprender de él, pero ahora no podía pensar en otra cosa que no fueran las columnas de humo, y sentía un pánico atroz. Marek le había dicho que esos fuegos humeantes de ninguna manera habían sido encendidos por su gente, de modo que para Michi era un hecho que allí delante estaban acampando los husitas.

Marek y él treparon con cautela por la colina hasta que pudieron divisar más abajo el llano que circundaba las tres cuartas partes del castillo de Sokolny. Un anillo de cientos de carros se extendía sobre campos sembrados y praderas al pie de la loma del castillo, cercando casi por completo Falkenhain. Incluso había algunos coches en el collado que separaba el castillo de la cresta del Lom. Michi supuso que el número de gente acampando allí era al menos diez veces mayor que el de su propia tropa, pero Marek dobló su cálculo, al tiempo que echaba una sonora maldición en su lengua materna.

—Son esos taboritas malditos por Dios. Deben de haber cambiado de planes y han venido antes de lo que suponíamos.

Michi lo miró, asustado.

—¿Y ahora qué haremos? Así no podremos entrar.

El rostro de Michi parecía una máscara.

—En eso tienes toda la razón del mundo. Tu caballero y su gente ya no pueden ayudar a los míos, y tal vez lo mejor sea que os retiréis enseguida, antes de que os descubran.

—El caballero Heinrich no hará eso, seguro, ya que entonces el emperador lo tildaría de cobarde miserable.

Marek meneó la cabeza, molesto.

—No lo entiendes, muchacho. La valentía es digna de admiración, pero si es demasiada se transforma en un mal. Cualquier intento de atacar a este ejército aquí está condenado al fracaso de antemano, tu caballero sabrá entenderlo también. Debéis emprender el regreso o moriréis todos en vano.

Michi lo miró, confundido.

—Parece que no vas a venir con nosotros. ¿Qué es lo que vas a hacer?

Marek gruñó algo, luego aspiró profundamente.

—Regresaré con mi señor. De algún modo lograré entrar en el castillo.

Los ojos de Michi se encendieron.

—Bueno, si tú lo logras, podemos lograrlo todos.

Marek le despeinó los cabellos mientras soltaba una carcajada amarga.

—Nunca te das por vencido, muchacho, ¿no?

Michi asintió mientras señalaba el círculo que rodeaba el castillo.

—Sólo debemos abrirnos paso por alguna zona para llegar a las puertas. ¿No podemos intentarlo por la noche?

—Sólo si esos hombres tienen un sueño tan pesado que no se despiertan ni disparando un cañón al lado de sus cabezas. —Aunque Marek bromeaba, de pronto adoptó un aire pensativo—. El conde y Frantischek, el alemán, tendrían que saber que estamos aquí. Pero no podemos gritarles ni tampoco hacerles señas. —Marek contempló a Michi, midiéndole los hombros con las manos—. Tú eres un muchacho bastante ágil, ¿no es así? —Michi lo miró sin comprender, pero asintió, y una sonrisa se coló en el rostro de Marek—. ¿Ves aquella franja de arbustos espesos allí delante? Debajo está el lecho profundo de un arroyo.

El chico siguió con la mirada el sitio hacia donde apuntaba el índice de Marek.

—¡Sí! ¿Qué pasa con él?

—En el castillo hay una fuente cuya agua fluye hacia este arroyo a través de un pasadizo subterráneo natural. De pequeños nos divertíamos muchísimo atravesándolo, aunque salíamos medio ahogados, y luego nos gustaba andar escondidos entre los arbustos, porque allí no nos descubrían fácilmente. El pasadizo es demasiado angosto para un adulto, pero un muchachito delgado como tú podría pasar por él.

—¿Lograr entrar en el castillo? ¡Pero claro! —Michi se puso a dar saltos, excitado, de modo que Marek tuvo que tirar de él hacia el suelo para que no lo descubrieran. Le cogió de la mano, avanzó un poco arrastrándose y señaló hacia un viejo sauce cuyo tronco estaba doblado hasta quedar prácticamente horizontal, cortado con tanto arte que con sus ramas delgadas se asemejaba a una mujer anciana con los cabellos pendiéndole de la nuca.

—¿Ves ese árbol torcido? A su izquierda, el pasadizo desemboca en el arroyo. Puede ser que la abertura esté un poco tapada y tengas que cortar un par de ramas para poder deslizarte en su interior. Si vas vadeando el agua hasta allí, prestando mucha atención de que justo no vaya a bajar nadie al arroyo a buscar agua, seguramente podrás entrar sin ser visto. Lo mejor sería que aguardaras la llegada de la noche, pero como no conoces el lugar, en la oscuridad no podrías encontrar la salida del foso.

—Entonces partiré poco antes del anochecer, cuando las sombras estén oscuras. ¿Qué le digo a tu señor cuando entre en el castillo?

—Dile que estoy de vuelta y que he traído conmigo ciento cuarenta hombres valientes que están ansiosos por probar la cerveza de Wanda y no tienen intención alguna de dejar que los taboritas les impidan beberla.

Marek le palmeó el hombro a Michi para darle ánimos y le recalcó que tuviera cuidado.

—Para esos canallas, la vida humana vale menos que la de un ratón. Así que cuídate mucho, ocúltate en el bosque y baja hasta el arroyo sólo cuando estés bien seguro de que nadie te ve. Yo regresaré con el caballero Heinrich y le pondré sobre aviso antes de que conduzca a su gente directamente a los brazos de los taboritas.

Marek volvió a saludar a Michi con la mano y se escabulló casi sin hacer ruido entre las grandes ramas quebradizas.

Michi también se retiró a lo profundo del bosque y se ocultó detrás de un arbusto espeso. Su corazón latía golpeando con la fuerza del martillo de un herrero y tenía más miedo del que jamás había sentido en su vida. Sin embargo, en ningún momento pensó en salir corriendo detrás de Marek y reconocer que estaba tan asustado como una niñita en medio de una tormenta. Su amigo le había dicho que lo lograría, y él no quería decepcionarlo, ni a él ni al caballero Heinrich. Entretanto, había reunido suficiente experiencia con guerreros y ejércitos, y sabía que su pequeña tropa no podría retirarse indemne. Lo más seguro era que los husitas estuviesen desperdigados por toda la zona, buscando leña para hacer fuego, y probablemente descubrirían sus huellas. Y aunque sólo los persiguiesen trescientos o cuatrocientos soldados, ya no podrían regresar sanos y salvos a casa. La única oportunidad que tenían de sobrevivir era abrirse paso hacia el castillo cuanto antes.

Cuando el sol se escondió en el oeste, detrás de las cumbres del Lom, Michi se puso en camino. Como había un tramo de campo libre entre el bosque y el arroyo en el que los enemigos podrían verlo si lo atravesaba, decidió dar un rodeo más amplio y alcanzó el arroyo en una zona en la que la corriente pasaba directamente junto al bosque. Allí descendió con cuidado hasta el agua y fue remontando la corriente, vadeando agachado el arroyo. No tenía miedo de ser descubierto, ya que la orilla, que se alzaba de forma abrupta, estaba tan poblada de arbustos y de sauces que tenía que ir casi todo el tiempo por el medio del arroyo, cuya corriente venía en sentido contrario. Cuando estaba casi llegando a su objetivo y la vegetación a derecha y a izquierda comenzó a ralear un poco, oyó que alguien delante de él se abría paso entre los arbustos. Como no le quedaba tiempo para esconderse en un lugar mejor, se hundió, de modo que lo único que asomaba fuera del agua detrás de una cortina de hojas verdes era su cabeza, y se quedó aguardando con el corazón galopante a ver lo que ocurría. A unos pocos pasos de él, la persona se quedó parada en la orilla. Michi descorrió una hoja y espió a través de la abertura que quedaba. En un primer momento suspiró aliviado, ya que se trataba de una mujer, y no de alguno de los guerreros taboritas tan temidos. Sin embargo, su alivio duró hasta que descubrió el canasto de ropa que la mujer había depositado detrás de sí. Si comenzaba a lavar en ese lugar, no se movería de allí hasta que llegara la noche.

Cuando comenzó a implorarles a todos los santos que hicieran desaparecer a esa mujer de allí, ella se dio la vuelta y se arrodilló junto al agua, de modo que pudo verla con absoluta claridad. El cuerpo de Michi se puso duro como una tabla y su boca se abrió como para emitir un grito, ya que aquel hermoso rostro que asomaba bajo una corona de cabellos dorados con expresión preocupada pertenecía a una muerta.