Capítulo V

En la noche que siguió al regreso de Michi, prácticamente ninguno de los hombres en el campamento del caballero Heinrich pudo dormir, y el día siguiente transcurrió tan rápidamente que sólo terminaron con sus preparativos poco antes de que oscureciera. Heinrich von Hettenheim volvió a controlar una vez más cada detalle para asegurarse de que no hubiese por su culpa ningún incidente que les causara algún impedimento en el camino. Había meditado sobre si sería mejor dejar las carretas allí, pero finalmente había decidido que no. Por un lado, a Trudi y a las mujeres les resultaría casi imposible mantenerse al paso de los hombres en medio del tumulto de la batalla, y las carretas al menos les proporcionaban cierta protección. Y por el otro, no quería que todo el armamento que había traído cayera en manos del enemigo. Para no alertar a los husitas con el ruido de las ruedas reforzadas con hierro de las carretas, habían envuelto las ruedas con pasto, mantas y tela de carpa, y habían acolchado y asegurado todo lo que pudiera llegar a chocar entre sí y hacer ruido.

Bajo el último resplandor de la luz del día, el caballero reunió a sus hombres y señaló hacia el este, donde la cumbre del Lom se recortaba nítidamente en el cielo cada vez más oscuro.

—Sabéis lo que nos espera esta noche. Estamos frente a un enemigo muy superior y sólo tendremos posibilidades de entrar en el castillo si conseguimos sorprenderlos. Así que, por favor, aseguraos de que vuestras armas no chirríen por el camino y no emitáis sonido alguno. Liquidaré con mis propias manos a todo el que olvide estas premisas. Esto también vale para ti, Eva, y para el resto de las mujeres. No quiero oír ni maldiciones ni latigazos.

—Seremos tan sigilosas como las comadrejas cuando se acercan al gallinero —prometió Eva.

Labunik soltó una risita y le guiñó el ojo a Marek.

—¡No sabía que te interesaran tanto los gallineros! —Como el hidalgo Heribert se quedó mirándolo, perplejo, Labunik le explicó que Lasicek, el nombre de la estirpe de Marek, derivaba de la palabra checa para «comadreja». Entonces el resto de los presentes se echó a reír también, ganándose la cólera del caballero Heinrich.

—Me alegro de que estéis de tan buen humor, pero deberíais demostrarlo en voz más baja. ¡Cualquier husita puede oíros a millas de distancia!

—¡Pero señor caballero, si los taboritas realmente estuvieran cerca, también os oirían a vos ahora! —respondió Marek con candidez, haciendo estallar a todos nuevamente en carcajadas.

Heinrich von Hettenheim reprimió una maldición que habría sobrepasado en mucho las voces de sus soldados y esbozó una sonrisa forzada. En cierto modo se sentía aliviado de que sus hombres marchasen a la batalla alegres y con el corazón bien resuelto en vez de andar arrodillados por el suelo, implorando a todos los santos habidos y por haber por la salvación de sus almas.

—Ya veremos cuánto valéis. Descansad un poco e intentad dormir. Cuando la luna asome por encima de los árboles, la holganza habrá terminado.

—Ése sí que fue un buen discurso —alabó Eva, al tiempo que le alcanzaba un vaso de vino—. ¡Que todo salga bien, señor!

—¡Que todo salga bien! —Heinrich von Hettenheim se bebió el vino de un trago y le devolvió el vaso.

—¿Queréis otro más? —preguntó Eva.

El caballero hizo un gesto negativo con la mano.

—No, debo mantener la cabeza fresca. Respecto a ti y a Theres, ambas sabéis lo que debéis hacer, ¿no?

—Teniendo en cuenta que ya nos lo habéis explicado cinco veces, deberíamos haber entendido —se burló la vivandera—. Pero, para vuestra tranquilidad, os lo repetiré una vez más. Mantendremos nuestras carretas bien juntas. Yo iré delante con Michi y con Trudi. La pequeña irá escondida en la parte de atrás, para que no le pase nada. Theres irá detrás de mí y más atrás vendrán las dos carretas de pertrechos. Alrededor de las carretas dispondréis a vuestros hombres de manera tal que vayamos avanzando como un erizo con púas hacia nuestros enemigos, que, si Dios quiere, no nos descubrirán sino hasta el último momento, y ya no podrán reunirse para franquearnos el paso.

—¡Demonios! —la reconvino el caballero Heinrich, al tiempo que señalaba el vaso—. Sírveme otro vaso. En tus labios mi plan no suena ni remotamente tan bien como me lo imaginé. Ahora sí que necesito algo que me levante el ánimo.

—No lo levantéis demasiado, de lo contrario tendremos que acostaros en la carreta al lado de Trudi. Y si comenzáis a roncar, tendré que poneros una mordaza para que no alertéis a los husitas de nuestra presencia.

El caballero Heinrich tomó impulso como para responder con un golpe suave a semejante insolencia, pero la anciana lo esquivó ágilmente y regresó entre risitas a su carreta para llenarle el vaso.

Aquella noche, Heinrich von Hettenheim hubiese deseado que un ángel del Señor contara las horas en su lugar. Se quedó sentado en un árbol caído esperando a que llegara el momento indicado para partir, con la vista levantada hacia el cielo, tan despejado esa noche que el número de estrellas parecía haberse multiplicado por decenas. El hidalgo Heribert y Urs Sprüngli se le unieron en silencio, cada uno enfrascado en sus propios pensamientos. Por fin, el caballero no aguantó más la tensión. Se puso de pie, palmeó a ambos en los hombros y se dispuso a dar la orden de despertar a los que estaban durmiendo. Sin embargo, no hizo falta, ya que casi nadie había podido conciliar el sueño, y apenas vieron acercarse a su líder se pusieron de pie y echaron mano de sus picas. A la luz de la delgada luna creciente, que ya asomaba desde el sur por encima de las copas de los árboles, Heinrich no podía ver sus rostros, pero supuso que no estarían tan alegres como lo habían estado al caer la noche.

—Está más oscuro de lo que suponía —le dijo a Marek.

—¿No sería mejor que encendiéramos antorchas, al menos mientras la última loma nos separe de los sitiadores?

Marek dejó escapar el aire con un silbido.

—Yo no os lo aconsejaría. Si los taboritas han apostado a algún hombre en la loma, ese hombre verá el resplandor de nuestra luz, y nuestro momento de sorpresa se habrá esfumado. Conozco esta región como la palma de mi mano, y puedo guiaros. Decidles a vuestros hombres que tanteen el suelo delante de ellos con el mango de sus jabalinas y que lleven a sus animales del cabestro.

El caballero Heinrich apoyó pesadamente la mano sobre el hombro de Marek.

—Espero por Dios que tengas razón, ya que no quiero llegar al castillo después del amanecer, cuando nuestros enemigos vuelvan a estar frescos y puedan arrojarse sobre nosotros con toda su furia.

—No os preocupéis. Estaremos allí como lo planeamos, cuando los primeros albores del día comiencen a aclarar el cielo.

Marek apartó la mano de Heinrich de su hombro y se puso a la cabeza de la caravana. Poco después estaban en camino, y más de uno iba elevando sus plegarias silenciosas a la madre de Dios y a todos los santos que conocía, pidiéndoles que lo ayudaran en aquella noche.