Capítulo XI

Aproximadamente una hora más tarde, los dos hermanos condes presidían la mesa con forma de herradura del salón principal; a ambos lados de ellos, sus acólitos de mayor rango; por parte de Václav, además de Feliks Labunik estaban Marek y Michel, cuya presencia parecía irritar al conde Ottokar.

—¿Te parece bien, Václav, permitir a este alemán que se siente a tu mesa? —preguntó de forma bastante descortés.

—Es mi mesa y yo decido quién puede sentarse aquí y quién no —le replicó su hermano suave pero concluyente.

—Algunas personas no verán con buenos ojos que tengas a un alemán en tan alta estima.

El conde Václav hizo un gesto de desdén.

—Como si a alguien le interesara lo que sucede en mi castillo.

—¡Estás mintiéndote a ti mismo y lo sabes! Ni nuestro líder, Prokop el Pequeño, ni los predicadores taboritas se han olvidado de que existe un castillo de Falkenhain cuyo señor aún apoya al traidor de Segismundo. —Esta vez, la voz del conde Ottokar sonó tan fuerte como si en lugar de su hermano tuviese enfrente a un enemigo, pero enseguida volvió a moderar el tono, aunque miró al mayor de los Sokolny de forma desafiante—. Ya no estoy en condiciones de seguir protegiéndote, Václav. Tienes que unirte a nosotros; de lo contrario, te hundirás.

—¡Le he jurado lealtad al emperador Segismundo, y no romperé mi juramento para aliarme con una banda de ladrones y asesinos! —Václav Sokolny descargó un puñetazo sobre la mesa.

Uno de los caballeros que habían venido con el joven Sokolny se puso de pie, mostrando los dientes como un lobo exasperado.

—¡Ottokar tiene razón! Tienes que ponerte de nuestro lado; de lo contrario, incendiarán tu castillo contigo dentro y masacrarán a los sobrevivientes.

—¡No hemos venido a conversar acerca de tus anticuadas ideas, sino para dejarte claro que hay un solo camino para nosotros y para ti, Václav! —agregó otro—. Nosotros, los nobles checos, debemos aliarnos contra esa chusma maldita que se agrupa en torno al predicador Jan Tabor, o será nuestra perdición.

—Sus seguidores exigen cada vez con más fuerza la abolición del derecho de linaje y de propiedad, y los siervos que oyen eso ya no piensan en otra cosa que en lo que podrán robar durante el próximo saqueo en lugar de seguir atendiendo nuestros campos. Por eso, hemos decidido poner punto final a este absurdo pagano que pretenden imponernos los taboritas y nos hemos adherido a la unión de los calixtinos. Necesitamos el apoyo de todos los nobles honestos para proceder, contra aquellos que quieren poner patas para arriba el orden establecido por Dios. ¡Entra en razón! Abjura de ese Segismundo, hace ya seis años que fue despojado de su trono…

—… Y quienes lo despojaron fueron precisamente esos mismos charlatanes que han influido demasiado sobre ti —lo interrumpió Václav de mal humor.

—¡Debemos ponerlos en su lugar! Date cuenta de una vez, Václav. En aquel entonces nos pronunciamos contra Segismundo porque queríamos tener un rey que procediera de nuestra propia región, y no uno que acumulara coronas europeas sobre su cabeza y que sin embargo es extranjero en todas partes. —Ottokar se incorporó de un salto y se abrazó al respaldo de la silla de su hermano—. ¡Václav, si vacilas, pronto será demasiado tarde para ti! Este advenedizo de Vyszo ya está reuniendo gente para marchar contra tu castillo y derribarlo. Ya no podré frenarlo mucho tiempo más. Ven conmigo a ver a Prokop, échale a los pies la cabeza de ese alemán a modo de regalo y declárate partidario de nuestra causa.

Václav Sokolny se puso de pie y miró a su hermano con los ojos chispeantes de furia.

—Ese alemán cuya cabeza reclamas con tanta vehemencia le salvó la vida a mi hija. ¡Daré mi vida antes de que algo le suceda!

Ottokar Sokolny miró hacia el cielo raso de la habitación como si estuviera buscando que el cielo lo asistiera.

—¡Entonces envíalo lejos! Puedo garantizar su seguridad hasta que haya traspasado nuestra frontera.

El rostro de Václav Sokolny reflejaba una intensa lucha interna, y Michel se quedó esperando tan ansioso como los otros saber cuál sería su decisión. De ser necesario abandonaría Bohemia, aunque no tenía ni idea de adónde se dirigiría. Al mismo tiempo, le asombraba que los husitas estuviesen tan en desacuerdo entre ellos a pesar de que con sus ataques no solamente se habían ganado la enemistad del emperador, sino también la de numerosos príncipes alemanes. Si los taboritas, que de acuerdo con las acaloradas palabras de los huéspedes eran los únicos culpables de los saqueos, y los nobles calixtinos se ponían a pelear entre sí, aquello le vendría de perlas a Segismundo, sin importar cuáles fueran sus propios planes.

Pareció transcurrir una eternidad hasta que el conde Sokolny tomó una decisión y rechazó con duras palabras la propuesta de sus huéspedes. A la mañana siguiente, cuando Ottokar Sokolny y sus amigos abandonaron desilusionados el castillo, el conde parecía haber envejecido varios años de golpe, y ya parecía estar viendo su castillo incendiado. Michel lo entendía.

El juramento de fidelidad a su rey que Václav Sokolny había prestado ante Dios era sagrado para él, aunque ahora sólo sirviese para sellar la caída de Falkenhain.