Capítulo VII

El carro de provisiones que habían anunciado seguía sin aparecer, y otra vez había para comer puré de pinas de pino, como lo llamaba Trudi. Sin embargo, esta vez nadie se quejó de la comida, ya que los rumores sobrevolaban el campamento como si fueran mariposas de colores. Poco antes de repartir la comida había llegado un mensajero procedente de Núremberg trayendo un mensaje lacrado en el mejor papel para el caballero Heinrich y luego se despidió de inmediato. Ahora Heinrich von Hettenheim estaba sentado en un rincón de la choza de Eva, con la cazuela llena en el regazo y siguiendo con tanto interés el contenido del mensaje que se le estaba enfriando el puré. Lo leyó una y otra vez, y en el medio hacía una pausa en la que se quedaba con la mirada fija en el vacío, hasta que al final comenzó a echar unas maldiciones tan blasfemas como nunca antes nadie le había oído decir.

—¡Esta canallada no puede ser sino obra de mi miserable primo!

—¿Qué? —El hidalgo Heribert se incorporó de un salto, como solía suceder cada vez que alguien nombraba a Falko von Hettenheim, y se dirigió deprisa hasta donde estaba Heinrich. Éste le extendió el escrito del emperador con gesto furioso.

—¡Léelo tú mismo! A su majestad imperial se le antoja enviarnos al castillo de Falkenhain, que al parecer queda a dos días de cabalgata de la ciudad de Pilsen en dirección hacia el norte, para apoyar a los súbditos bohemios que le han permanecido leales allí. Nuestro deber es proteger al conde Sokolny de los husitas.

Seibelstorff lo miró, confundido.

—No entiendo vuestro enojo, señor Heinrich. Se trata de un acto noble y valeroso que nos coronará de gloria.

—Temo que allí no habrá gloria para recoger. Nos toparemos con un ejército de bohemios muy superior en número y que nos matarán a todos antes de que hayamos recorrido siquiera la mitad del camino. Esa empresa es una locura absoluta. —En su agitación, el caballero Heinrich no se había dado cuenta de que había más de una docena de personas escuchándolo. Cuando percibió los rostros asustados que lo rodeaban, torció el gesto hasta hacer una mueca afligida—. No me tomaré a mal si alguno de vosotros decide no acompañarme hasta Bohemia y en su lugar emprende otro camino diferente del que me toca recorrer a mí.

—Yo no pienso abandonaros —exclamó el hidalgo Heribert, conmocionado. Los dos escuderos, Anselm y Görch, intercambiaron unas miradas rápidas y luego suspiraron, entregados.

—Bien, donde nuestros señores vayan, debemos seguirlos —dijo Görch en su dialecto franco.

Eva agitó el cucharón como si quisiera amenazar con él a todos los bohemios que se atrevieran a interponerse en su camino.

—No sabría adónde ir, señor Heinrich. Mi carreta y yo somos parte de vuestra tropa.

Theres asintió también.

—La muerte es parte de la guerra. Puede sorprenderme en Flandes o en Suabia del mismo modo que en tierra bohemia.

Los soldados que se contaban entre los huéspedes de Theres y Eva se miraron vacilantes, pero como ninguno hacía ademán de levantarse y escabullirse o protestar, finalmente terminaron por asentir. Uno de ellos miró al señor Heinrich con una sonrisa fatigosa.

—Bueno, señor caballero, si no estuviésemos dispuestos a ir con vos a la guerra, no habríamos permanecido aquí durante todo el invierno. Si Dios nos acompaña, tendremos la suerte de salir airosos de esta campaña también.

Sus camaradas asintieron enérgicamente al oír sus palabras. El caballero Heinrich se sintió profundamente conmovido por las muestras de lealtad de sus hombres, y su abatimiento cedió paso a una confianza que no sólo contagió a los presentes, sino también a aquellos camaradas que se enteraron de la noticia poco después.

Al día siguiente, Gisbert Pauer apareció como emisario del emperador, trayendo, además del carro de provisiones prometido, otro carro más cargado con armas y armaduras. Mientras los soldados y los criados descargaban las provisiones y las acomodaban, el mariscal acompañó al caballero Heinrich a su cuartel para transmitirle las últimas órdenes del emperador. Heinrich oyó lo que Segismundo tenía que decirle y se sacudió por dentro. Lo único que pudo escuchar fueron deseos piadosos que no tenían absolutamente nada que ver con la realidad en Bohemia.

Pauer parecía compartir su opinión, ya que no desestimó los peligros a los que la tropa de Heinrich habría de enfrentarse, aunque expresó fervientemente su esperanza de que aquella arriesgada campaña culminara con éxito.

—Los mensajeros del conde Sokolny os conducirán hasta su patria por caminos seguros, de modo que hasta llegar al castillo de Falkenhain no tenéis nada que temer. ¡Así que reunid vuestros doscientos hombres y partid tan pronto como os sea posible!

Heinrich von Hettenheim lanzó una amarga carcajada.

—¿De qué doscientos hombres me habláis? Muchos de mis hombres han caído el año pasado o han muerto de enfermedades y, bien entrado el otoño, los caballeros partieron de regreso a sus castillos junto con sus soldados a caballo. No los culpo, ya que el dinero y las provisiones prometidas por los funcionarios del emperador a día de hoy aún no han llegado. Para que la gente que se quedó conmigo pudiera pasar el invierno tuve que vaciar mi propia caja hasta el último centavo.

Daba la sensación de que Pauer estaba terriblemente conmovido, ya que sabía perfectamente que el gobierno imperial de los ejércitos no se destacaba precisamente por su celeridad. Solían pasar años hasta que los comandantes y los capitanes recibían la soldada prometida, y más de uno de ellos había empobrecido, como había sucedido con Heribald, el padre del hidalgo, porque jamás les habían pagado.

El mariscal se sacudió de encima aquellos malos pensamientos.

—El emperador prometió doscientos hombres a los bohemios, así que la cantidad no puede ser muy inferior a ésa. Veré qué otra tropa puedo enviarle para que podáis comandarla.

El mariscal esbozó una sonrisa bastante forzada, le preguntó al caballero si tenía algún otro deseo especial que cumplir y se despidió, indicándole que los bohemios llegarían ese mismo día. Hasta el momento, el caballero Heinrich siempre se había llevado muy bien con el mariscal imperial, pero esta vez se alegró de que Pauer se subiera a su montura y regresara al galope a Núremberg, ya que de lo contrario habría desahogado un poco su furia con un par más de palabras ordinarias.

Justo cuando iba a entrar en su cuartel, los dos escuderos salieron corriendo a su encuentro, al tiempo que el hidalgo Heribert se acercaba con pasos medidos. Sin embargo, su cara delataba que también se moría de curiosidad.

—¿Qué ha dicho Pauer?

—Recibiremos refuerzos, y los bohemios a los que debemos escoltar hasta su patria vendrán hoy mismo a nuestro encuentro. Anselm, ve con Eva y Theres e infórmales de la noticia para que ayuden a cocinar para los hombres.

—Lástima que ya haya venido el carro de provisiones. Me habría encantado darles a esos hombres la inmunda comida que hemos tenido que tragar durante todo el invierno.

Anselm parecía querer que Theres cocinara especialmente para los extraños una porción de esa pasta gris.

Görch balanceó la cabeza.

—Estos bohemios… ¿no serán husitas disfrazados que quieren tenderle una trampa al emperador?

—Esperemos que no —respondió el caballero Heinrich con una risa un poco fingida. Tenía tanta expectativa como su gente de conocer a los extranjeros, e hizo una mueca de decepción al ver acercarse a Feliks Labunik y a Marek Lasicek acompañados de un par de toscos sirvientes enfundados en sobretodos de piel de oveja. Después del revuelo que habían causado los hombres en la corte y el gobierno imperial, no hubiese esperado encontrarse con un noble de rostro sufrido y hombros caídos y un soldado malhumorado, que, enfundados en sus abrigos de piel de lobo, parecían más cazadores salvajes que hombres civilizados.

Labunik saludó amablemente a Heinrich von Hettenheim, mientras que Marek respondió a su mirada con expresión abiertamente desafiante. Jamás había oído hablar del hombre que el emperador había asignado para liderar la tropa que los escoltaría, peros sí sabía qué opinión le merecía su primo Falko, y no podía controlar su desconfianza.

A su vez, Heinrich tampoco estaba precisamente muy feliz de tener que ponerse al servicio de esos dos hombres, pero la orden del emperador no le dejaba otra opción.

Súbitamente resuelto, se dio la vuelta señalando al hidalgo, que estaba a sus espaldas.

—Éste es Heribert von Seibelstorff, mi lugarteniente.

El hidalgo Heribert no desveló con la expresión de su rostro que era la primera vez que el caballero Heinrich lo presentaba de ese modo, sino que saludó a los hombres con un fuerte apretón de manos. La expresión de Labunik reveló que en ningún momento había pensado intentar imponerse como el segundo hombre en ese ejército, sino que se alegraba de que los dos nobles alemanes los saludaran afablemente. Con gran alivio siguió al hidalgo Heribert, quien por orden del caballero Heinrich condujo a él y a sus acompañantes a un cuartel en el que podrían permanecer hasta el momento de la partida.

Marek caminaba lentamente detrás del grupo mientras observaba el pueblo miserable y el escaso grupo que debería conducir a Falkenhain. Todo el asunto se le antojaba una broma de mal gusto que el depuesto rey de Bohemia se permitía con los súbditos que le habían permanecido leales, y se preguntó si había valido la pena hacer semejante viaje por ese par de hombres con picas. La única ventaja que podía sacar de esa situación era que tal vez así tendría alguna oportunidad de hacerlos pasar por entre los grupos de patrulla de los taborítas sin ser vistos. Pero solamente un ejército realmente grande con el emperador a la cabeza podría poner fin a Prokop el Pequeño y a toda su pandilla de ladrones y preservar Falkenhain de una caída segura.

Heinrich von Hettenheim y Marek no eran los únicos que debían lidiar con problemas en vista de su inminente partida. Michi también estaba preocupado, y cuando al día siguiente volvieron a llegar vituallas al campamento, le preguntó a Görch dónde diablos quedaba ese castillo de Falkenhain.

El escudero frunció los labios sin alegría.

—En el corazón de Bohemia. Si le entendí bien al tal Labunik, nos llevará al menos dos meses llegar hasta allá, y eso si los husitas no nos degüellan antes.

Michi lo miró con miedo.

—Entonces tú crees que puede llegar a ser peligroso…

—De eso puedes estar seguro. Desde que comenzó el levantamiento, ningún ejército alemán ha logrado penetrar ni hasta la mitad de ese camino. —Görch exageraba descaradamente, pero Michi dio sus palabras por ciertas. El escudero se burló de él—. ¿Qué te sucede, muchacho? ¿Acaso tienes miedo?

—No, claro que no.

La respuesta de Michi llegó demasiado pronto como para ser cierta. De hecho, sí tenía miedo, pero no tanto por él, sino más bien por Trudi. Desde la desaparición de Marie se había unido estrechamente a Eva y se había ocupado de la pequeña, a quien consideraba su hermana, y se había jurado llevarla con su madre cuanto antes. Ella adoptaría a Trudi y la cuidaría. Sin embargo, a sus ojos, Rheinsobern quedaba casi al otro extremo del mundo, y —entretanto lo había comprendido— jamás lograría llegar a su destino sin una bolsa repleta de monedas. Hasta ese día había abrigado la esperanza de poder ir ahorrando dinero suficiente como para poder llevar a Trudi a su casa el próximo otoño haciendo diversos encargos. Pero ahora parecía que no le quedaría más remedio que llevarla a un viaje sin retorno. Buscó desesperadamente una salida, ya que le debía a su madre y a Marie evitar poner en peligro la vida de la pequeña. Görch podía ayudarlo tan poco como Eva o el caballero Heinrich, por eso se despidió del escudero y abandonó el campamento para dirigirse hacia Núremberg.

En la puerta de ciudad, los soldados rasos y los bagajeros eran rechazados de inmediato si no venían con algún mensaje y podían mostrar una carta lacrada a modo de prueba. Por eso, al llegar a la ciudad, Michi se puso detrás de un carro tirado por un flaco rocín sobre el cual iba sentado un solo hombre, y se puso a empujar el coche desde atrás como si fuera con él. Como seguía teniendo ropa de campesino, los guardias cayeron en la trampa, de modo que Michi pudo franquear las puertas sin que nadie opusiese resistencia. Una vez que quedó fuera del alcance de su vista, soltó el carro y se deslizó por entre los transeúntes hasta meterse en una callecita lateral. Poco después llegó a una casa torcida por los años, de estructura angosta y paredes entramadas, cuya pared posterior había sido construida apoyándose contra la muralla de la ciudad, e hizo sonar el llamador carcomido por el viento y el clima.

Pasó un rato hasta que abrió una mujer mayor de rasgos toscos cuya voz tenía el sonido de una bisagra oxidada.

—¡Ah, conque eres tú! ¿Y qué es lo que quieres ahora?

—¡Necesito hablar con Timo!

—Iré a ver si está.

La anciana se dio la vuelta y volvió a meterse en la casa arrastrando los pies. Michi se quedó parado en la puerta, ya que si la seguía, la mujer le bombardearía con insultos y aseguraría que quería robarle. Cuando volvió a oír su voz disonante, que se escuchaba desde fuera procedente del primer piso, volvió a preguntarse cómo Timo podía soportar vivir en casa de esa bruja. Ya le había preguntado al cojo en varias ocasiones por qué se quedaba con una mujer tan descortés, pero él siempre le había respondido con evasivas.

Timo le decía que él no tenía problemas con la señora Lotte y que el alquiler que ella le cobraba era barato; lo que le había callado al muchacho era que el cura seguramente no habría aprobado la manera en que convivían él y aquella viuda posadera. El antiguo siervo de armas de Michel aún seguía considerando un milagro haberse encontrado con Marie el Verano pasado. Ella le había dado tanto dinero que, si lo administraba con mesura, podría vivir un par de años con la señora Lotte, disfrutando de algo más que del tibio lecho de su anfitriona. Si bien la noticia de la desaparición de Marie le había afectado, al mismo tiempo tenía la sensación de que, a partir de ese momento, era dueño de su propia vida. Su posadera le había reforzado esa actitud, llevándolo entretanto al punto de considerar a Michi cada vez más molesto.

—¡Hola, Michi! ¿A qué se debe esta vez el motivo de tu visita? —preguntó de forma no precisamente amable.

Michi se estremeció al oír aquel tono rudo, pero se enderezó y miró fijamente al cojo.

—Tienes que ayudarme sí o sí, Timo. La tropa a la que pertenezco marchará hacia la guerra en pocos días, y no puedo llevar a Trudi conmigo. Por favor, quédate con ella hasta mi regreso, y si al llegar el otoño aún no he regresado, entonces tendrás que llevarla a Rheinsobern, a casa de mi madre. Seguramente ella te recompensará.

Timo asintió inconscientemente, ya que sentía que le debía cierta lealtad a la hija de Michel y de Marie.

—Por mí, no hay ningún problema, pero debo hablar primero con la señora Lotte para ver si ella quiere acogerla. Aguarda un momento aquí.

Timo dio media vuelta y volvió a entrar en la casa cojeando, apoyado sobre sus muletas. Como había dejado la puerta entreabierta, Michi pudo espiar la conversación entre ambos. Tal como temía, la señora Lotte comenzó a protestar, negándose a permitir que una criatura mendicante —tal fue la manera en que se refirió a Trudi— entrara en su casa. Pero cuando Timo le explicó que Trudi era la heredera de un caballero imperial y que seguramente el emperador les daría una abundante recompensa si le llevaban a la niña, el tono de su voz adoptó otro color. Michi, en cambio, tuvo que esforzarse para contener las lágrimas. Jamás habría esperado que su antiguo amigo lo traicionara de ese modo. Marie le había contado a Timo que quería preservar a su hija del destino de ser pupila de un noble señor, y él, Michi, se sentía atado a esas palabras como si se trataran de un legado divino.

Se quedó escuchando un rato más cómo Timo y la señora deliraban imaginándose todo lo que harían con la recompensa, luego se dio la vuelta y salió corriendo. Cuando Timo regresó al poco tiempo, halló vacío el lugar en la puerta. Se dio la vuelta, encogiéndose de hombros, y volvió a entrar en la casa arrastrando los pies.

—El muchacho se ha ido. Se ve que se cansó de esperar a que yo regresara, pero creo que volverá a aparecer mañana o pasado.

Su posadera frunció el ceño.

—¿Estás seguro de que el emperador nos recompensará?

A pesar de que Timo asintió, la expresión en el rostro de la señora Lotte comenzó a tornarse cada vez más escéptica.

—¿Has pensado en qué haremos para acercarnos al noble señor? Lo más probable es que sus guardias nos rechacen en la misma puerta.

Timo llevó el labio inferior hacia delante y frunció el ceño. De alguna manera se había imaginado que bastaría con acercarse al cuartel del emperador llevando a Trudi de la mano para que lo saludaran afectuosamente. Pero ahora se daba cuenta de que la única garantía que podía ofrecer para certificar el origen de la niña era su palabra, y el emperador le pediría certificados y más testigos. Decepcionado, volvió cojeando hasta la pequeña cocina repleta de hollín y se dejó caer sobre una de las sillas que había allí.

—Creo que tienes razón, Lotte. No tiene sentido, ya que jamás podríamos probar el origen de la niña.

—¿Y entonces qué vamos a hacer con la criatura? ¡No necesito una boca inútil más que alimentar! —respondió la mujer, tras lo cual regresó a sus ollas.