Capítulo IV

Media hora más tarde, Sokolny estaba sentado en una silla de respaldo tallado situada en la cabecera de la mesa en la habitación de la torre, observando a sus hombres. Además de Michel y Ludvik, en la habitación se hallaban Feliks Labunik, su castellano, Marek Lasicek y cuatro hombres más. Sus rostros transmitían seriedad, casi conmoción, y el conde leyó en muy pocos de ellos el valor y la resolución necesarios para hacer frente a los husitas. El alemán estaba dispuesto a enfrentarse con ellos, pero el conde ya contaba con que eso sucedería. Marek también se mostraba combativo; en cambio, Labunik permanecía sentado en su silla, tan pálido y caído como si un ángel del Señor acabara de anunciarle su próximo final.

El conde miró a todos fijamente, uno por uno, como si intentase despertarles el orgullo guerrero.

—Hasta el día de hoy, mi hermano y mis buenos amigos han logrado protegernos, aunque nosotros nunca hemos podido hacer prácticamente nada por ellos. Pero esas épocas se terminaron. Prokop el Pequeño y Vyszo ansían nuestra sangre, y no descansarán hasta hacernos sangrar. Pero no vamos a entregarnos a ellos de forma voluntaria. Quien quiera matarnos deberá pagar un alto precio por ello.

Labunik exhaló el aire de sus pulmones.

—Vuestras palabras son muy nobles y valientes. ¿Pero qué podemos hacer con nuestros pocos hombres contra los asesinos incendiarios de los taboritas?

—Podemos defender nuestras murallas —lo reprendió Michel—, y si Dios nos ayuda, los enviaremos a casa con las cabezas ensangrentadas.

—Así regresan al año siguiente y nos linchan —se le escapó a Labunik.

El conde lo midió con una mirada irritada.

—¿Acaso piensas quedarte cruzado de brazos esperando a que los taboritas estén a las puertas del castillo? ¡Para eso mejor ponte una soga al cuello y sal a su encuentro con la mortaja puesta! Yo tengo intenciones de agriarles mi final todo lo que me sea posible. Por eso enviaré un mensaje al rey Segismundo pidiéndole ayuda. Y estoy seguro que no nos la negará.

Sokolny notó que, al oír sus últimas palabras, los hombres se incorporaban e incluso Labunik recuperaba los colores.

—Si vais a enviar un mensaje al rey, será mejor que lo hagáis cuanto antes, ahora que el frío retiene al enemigo en sus cuarteles.

—Ésa es mi intención, Feliks. Hoy mismo decidiremos quiénes formarán parte del grupo que partirá mañana de Falkenhain para elevar mi petición al emperador. —Sokolny vio que Michel levantaba la mano y se volvió hacia él con un gesto de disculpa—. Sé que quieres regresar con tu gente para revelar el enigma de tu origen, Frantischek. Pero te necesito aquí. Tus conocimientos y tu experiencia, que ni tú mismo sospechas dónde pudiste haber adquirido, son demasiado valiosos para mí. Feliks y Marek serán mis mensajeros.

Marek Lasicek le sonrió a Michel.

—Alégrate, nemec, de poder permanecer en el castillo calentito mientras que nosotros tenemos que abrirnos paso hacia el oeste a través de las alturas heladas de los bosques de Bohemia.

Michel no estaba para bromas, ya que un viaje a las tierras del emperador borraría las sombras que cubrían su pasado, de eso estaba seguro. Sin embargo, aceptó la decisión del conde. Puede que Labunik fuese un excelente administrador, pero no era un guerrero; Marek buscaba guerreros como él, pero sin embargo no tenía experiencia en preparar un castillo para defenderse del ataque de un ejército muy superior. En cambio, él mismo había demostrado sus conocimientos en reiteradas ocasiones, llamando la atención de Sokolny sobre los puntos débiles de Falkenhain tantas veces que ahora el conde no quería prescindir de él. Por un momento, Michel deseó saber menos sobre el arte de la guerra y más sobre su origen, si bien esas consideraciones eran ociosas en vista de la situación.

Sokolny impartió un par de órdenes más a Labunik y a Marek y los envió a escoger a los hombres que los acompañarían. Luego se retiró para escribirle una carta al rey de Bohemia y emperador alemán y ponerlo al tanto de la situación desesperante que estaba atravesando. Michel pensó en acompañar a Labunik y a Marek, pero finalmente decidió quedarse solo. Fue a buscar su abrigo y sus botas gruesas, que había dejado en la antesala de la cocina, y estaba a punto de salir otra vez al patio para regresar a lo alto de la torre cuando Janka, la hija de Sokolny, apareció y le cogió de la mano.

—Me alegro de que te quedes aquí, Frantischek.

Michel la miró sorprendido y se preguntó cómo había podido enterarse tan rápidamente de los planes que se habían discutido en la habitación de la torre. Por lo visto, la costumbre de espiar conversaciones detrás de las puertas estaba bastante difundida en Falkenhain. Michel sonrió con benevolencia, ya que comprendía a la gente. Rara vez llegaban noticias al castillo, y las que llegaban generalmente eran tan malas que alimentaban los miedos y pesadillas de sus habitantes.

Michel le sonrió a Janka e intentó tranquilizarla.

—No os preocupéis, señora. Seguro que el emperador nos enviará ayuda.

Ella se rió con amargura.

—¿Realmente lo crees? ¿A cuántas ciudades que permanecieron fieles a él en Bohemia ha ayudado hasta ahora? ¿Acaso no terminaron todas arrepintiéndose bajo los manguales de los taboritas de haber llamado a Segismundo su rey? ¿Qué te hace creer entonces que a él puede interesarle lo que suceda con un castillo tan pequeño e insignificante como Falkenhain?

Antes de que Michel atinara a responderle, Janka lo abrazó y presionó su boca contra los labios de él. Michel se resistió, asustado.

—¡No debéis hacer eso, señora!

—No quiero morir sin haber conocido el amor —exclamó la joven, inflamada de pasión.

—Y ciertamente no moriréis sin conocer el amor, señora, creedme. Muy pronto hallaréis un caballero noble y valeroso con quien seréis muy feliz.

—¿Un hombre noble? ¿Tal vez alguien como Feliks?

Su voz dejaba traslucir desprecio.

Michel sabía que Labunik se hacía ilusiones de terminar convirtiéndose en el yerno de Sokolny a falta de más candidatos, y hasta entonces él también esperaba que así fuera, ya que no se consideraba un candidato adecuado para pedir la mano de Janka Sokolny. Aun cuando el conde hubiese estado dispuesto a entregar la mano de su hija a un aventurero sin nombre, cuya única virtud era su destreza con la espada, el matrimonio no figuraba entre sus planes. Si bien experimentaba cierta simpatía por Janka, su corazón permanecía en silencio al verla. En sus pensamientos no había lugar más que para una sola mujer, y esa mujer se llamaba Marie.

—¡Señora, no deberíais permanecer en la puerta con semejante frío! Regresad mejor a vuestros aposentos. Y dispensadme, debo ir a supervisar a los guardias.

Michel le hizo un gesto y salió. Mientras se dirigía hacia la torre atravesando la noche en ciernes y subía las escaleras con cautela, se dijo que por el momento los husitas no constituían su mayor problema.