III. «Teoría y práctica», o el papel político de la metafísica kantiana
No sé cómo debo tomar los recientes e inusitados cargos atribuidos a la metafísica y que la convierten en causa de revoluciones políticas, si como un honor inmerecido o como una ingenua difamación, puesto que desde hace ya mucho tiempo era un principio asumido por los hombres con responsabilidades políticas el relegarla a la academia como simple pedantería. (Borrador de Teoría y práctica, Ak. XXIII 127.)
El escrito En torno al tópico: «tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica» ve la luz en el año 1793, cuando ya han sido publicadas las tres Críticas y, por tanto, el sistema filosófico de Kant se halla en su plena madurez, si bien falten todavía por aparecer obras tan relevantes como Hacia la paz perpetua (1795) o la Metafísica de las costumbres (1797). Sin duda, este opúsculo representa un hito muy importante dentro de la evolución experimentada por el pensador prusiano en su reflexión práctica, dado que, por primera vez, aborda problemas de carácter jurídico-político y no sólo específicamente morales. Estas páginas nos ofrecen una clara exposición de algunas premisas fundamentales del formalismo ético, junto a un boceto de lo que serán los Principios metafísicos de la teoría del derecho; pero, por si esto fuera poco, en ellas también se recrean las categorías con que operaba su filosofía de la historia en Idea para una historia universal en clave cosmopolita (1784), para conjugarlas con ese proyecto político que cristalizará poco después en el tratado sobre la paz perpetua, cuyas líneas maestras quedan trazadas aquí. A la vista de todos estos datos no resultará exagerado afirmar que nos encontramos ante una espléndida introducción al pensamiento kantiano en su vertiente práctica.
Casi entre paréntesis mencionaré una circunstancia que siempre aconsejo tener muy presente a la hora de leer este pequeño pero enjundioso ensayo. Me refiero al hecho de que cubriera el hueco editorial dejado por un artículo censurado. En efecto, cuando lo que poco más tarde se convertiría en el segundo capítulo de La religión dentro de los límites de la mera razón (1793) no pudo ser publicado —como estaba previsto— en la Berlinische Monatsscbrift, al no contar con el beneplácito de los censores[120], el filósofo de Königsberg propone a Biester —editor de dicha revista— sustituir aquel escrito por otro trabajo sobre moral, aparentemente mucho menos conflictivo, donde pretende salir al paso de ciertos comentarios que Chr. Garve —renombrado profesor de Leipzig— había formulado en torno a sus principios éticos[121]. Sin embargo, esta oferta inicial fue ampliada sustancialmente, añadiéndose dos parágrafos más en los que Hobbes y Mendelssohn son elegidos como sendos interlocutores de sus juicios acerca del derecho y la política. Según ha observado Vorländer, Kant puso gran empeño en que los tres apartados fueran publicados conjuntamente, pues así parecía exigirlo su articulación y unidad temática[122]. A modo de apostilla, advertiré que los denominados Vorarbeiten, esto es, el borrador de la obra en cuestión, demuestran claramente que nuestro autor abrigaba desde un principio la intención de redactar esa trilogía o, cuando menos, de no limitarse al anunciado diálogo con Garve y no tratar sólo problemas morales, sino también temas jurídico-políticos. Y dicho esto señalaremos que, lejos de parecemos algo marginal o puramente anecdótico, el incidente con la censura se nos antoja harto significativo y digno de tener en cuenta. Reparemos, por ejemplo, en el énfasis con que un conocido pasaje reivindica ese irrenunciable derecho del pueblo a expresar libremente su opinión acerca de cualquier asunto y, concretamente, en materia de religión. ¿Acaso no está influyendo notablemente sobre Kant su roce con la inquisición prusiana cuando redacta estas líneas?
I
Podría decirse que, salvando las distancias, el primer apartado de En torno al tópico… es a la Crítica de la razón práctica (1788) lo que los Prolegómenos (1783) a la Crítica de la razón pura (1781/1787), en el sentido de que, tal y como éstos pretendieran hacer más asequibles los principios de su teoría epistemológica, aquí se intenta expresar con cierta sencillez aquellas tesis éticas formuladas de un modo tan riguroso en la segunda Crítica. No en vano una y la misma persona —Chr. Garve— fue quien motivó la redacción de ambas obras[123]. En este caso, las observaciones del conocido profesor de Leipzig se ven determinadas por la simpatía que éste profesaba hacia los moralistas británicos[124], es decir, precisamente por ese utilitarismo pragmático que Kant se propuso conjurar con su nueva fórmula ética; de ahí su empeño en rebatir con la mayor contundencia los malentendidos originados por una lectura hecha desde tal óptica. Ahora bien, el presunto interés de la réplica kantiana se realza sobremanera cuando comprobamos que hace diana en casi todos los puntos polémicos donde recalarán posteriormente las críticas al formalismo ético. No deja de ser sintomático que la doctrina del bien supremo[125] —uno de los temas más controvertidos del pensamiento kantiano— y sus múltiples implicaciones ocupen un lugar tan destacado en este parágrafo, inaugurando la serie de refutaciones que nuestro autor esgrime contra las tergiversaciones vertidas por Garve.
La ética del criticismo descansa sobre una inestable aporía que puede formularse así: «La felicidad no es el principio de la moralidad, pero sí un corolario necesario de la misma»[126]. En este lacónico aforismo se cifra todo el diseño estructural de la ética kantiana, cuya definición —no hay que olvidarlo— es la de una ciencia que nos enseña cómo hacernos dignos de ser felices[127]. Siendo consecuente con tal planteamiento, Kant habrá de fijar, pese a su formalismo, una meta práctica que dote de sentido al quehacer moral del hombre, indicando un horizonte utópico al que sólo cabe aproximarse asintóticamente. Este utopema genuinamente ucrónico —llamado fin final o sumo bien— requerirá postular la existencia de Dios como su condición de posibilidad, para garantizar que nuestro proyecto ético es realizable y evitar que la razón se autocontradiga ordenando el fomento de algo imposible[128]. Con todo, los reproches de suscribir un eudemonismo encubierto y de fundamentar subrepticiamente su moral en la teología no se hicieron esperar, como testimonia la ironía derrochada por Schopenhauer[129] o los propios comentarios de Garve. Pues bien, quizá nos hallemos ante la más lúcida exposición de tan espinoso asunto. Kant logra sintetizar en poco espacio y con una gran precisión todo lo farragosamente argumentado a este respecto por la «Dialéctica de la razón pura práctica» y la «Metodología» de la Crítica del discernimiento (1790). Al perseguir el bien supremo, la determinación de nuestra voluntad no es interesada, luego no hay anatema intrasistemático. Esa es la columna vertebral de un razonamiento cuya finalidad última sería la de mostrar que una teología moral no es asimilable a la moral teológica tradicional.
Uno tras otro van desfilando los tópicos más importantes del formalismo ético. Así, por ejemplo, la distinción básica entre algo cuya bondad es relativa, comparativa o gradual y lo bueno en términos absolutos, es decir, aquella voluntad buena en sí misma y no en relación a cierto medio de que nos hablara la Fundamentación para una metafísica de las costumbres[130]. También está presente un ingenioso argumento que será retomado en los Principios metafísicos de la teoría de la virtud y que va dirigido contra esa etiología circular enarbolada por el eudemonismo, la cual convierte al efecto de cumplir con el deber —sentirse contento consigo mismo— en la causa o motivación de un comportamiento moral. Todo ello culmina con la tan célebre como patética ilustración del depósito[131], que tiene asignada una grave misión, la de patentizar lo sencillo que resulta seguir el recto camino del deber, comparado con el aventurarse por ese tortuoso sendero del eudemonismo que se basa en un incierto cálculo aleatorio de probabilidades, en un vertiginoso calibrar las ventajas y los inconvenientes acarreados por cualquier decisión. Y es que —según Kant— «la razón no tiene luz suficiente para poder vislumbrar de una sola ojeada la serie de causas antecedentes y determinantes, lo que permitiría predecir con total seguridad el éxito favorable o adverso con que se ven rematadas las acciones humanas según el mecanismo de la naturaleza. Pero, en cambio, lo que se ha de hacer para permanecer en la línea recta del deber resplandece muy claramente como fin último»[132], pues está escrito con trazos indelebles en el corazón del hombre.
II
En el segundo apartado Kant pergeña los elementos fundamentales que integran la primera parte de su Metafísica de las costumbres, donde no sufrirán grandes cambios ni la concepción del derecho —definido como una relación contractual que interlimita las libertades individuales merced a las leyes públicas de coacción— ni los tres principios a priori del estado civil, a saber: libertad (entendida esencialmente como una búsqueda personal de la felicidad que no perjudique a los demás), igualdad (la cual resulta perfectamente compatible con las diferencias de orden social, aunque se abogue por suprimir los privilegios de cuna y todo tipo de heredad) e independencia (lo que significa que todo ciudadano colegislador ha de poder sustentarse por sí mismo). Tampoco experimentará grandes modificaciones esa pieza básica del derecho kantiano denominada contrato social y que sirve como piedra de toque para la legislación jurídica en general. Gracias a esta idea de la razón —que demuestra una indudable realidad práctica— los legisladores están obligados a promulgar las leyes como si éstas pudieran haber emanado del consenso popular[133].
Pero la tesis estelar del discurso se hará esperar hasta el final, siendo expuesta como un corolario de todo lo argumentado anteriormente. A juicio de nuestro autor, no hay ninguna resistencia legítima por parte del pueblo en contra de su soberano, bajo el pretexto de que éste abusa del poder tiránicamente. Y esto es algo de lo que no se retractará en sus publicaciones posteriores, donde reafirma tal doctrina[134]. Se han derramado mares de tinta en torno a esta escabrosa cuestión[135], pues desde siempre produjo escándalo que un supuesto admirador de la Revolución francesa[136] negara estatuto jurídico a toda sublevación popular y las hipótesis para explicar esta paradójica postura del filósofo de Königsberg cubren un amplio espectro, desde las que apelan al socorrido recurso del temor a la censura[137], hasta las que corrigen doctrinalmente al propio Kant invocando fragmentos de Nacblaβ[138] donde se justificaría la rebelión en caso de regresión al estado de naturaleza[139]. Debe reconocerse que todas ellas comparten un sospechoso aire de familia, ya que persiguen un objetivo idéntico: rescribir la partitura kantiana. La interpretación más plausible —a mi parecer— es la de F. González Vicén, para quien no se trata de «una contradicción o una inconsecuencia, sino de una doble perspectiva de uno y el mismo problema»[140], advirtiendo que no debe confundirse una valoración de un acontecimiento histórico con el enjuiciamiento del mismo problema bajo la luz de una insobornable lógica jurídica.
D. Henrich[141] ha sugerido que con esta polémica tesis Kant habría querido demostrar al célebre matemático Kástner (autor de una senil sátira sobre la filosofía transcendental) que, si la filosofía política no engendra revolución alguna, ello no se debe —como él presume— a que sea impotente para lograrlo por tratarse de una mera teoría, sino a que dicha teoría no puede, si es consecuente con sus propios axiomas, albergar un derecho semejante. Esta lectura —he de añadir— se ve refrendada por el borrador del escrito en cuestión, en donde, justo al comienzo, se viene a decir que no es extraño, dado el carácter dogmático de su ciencia, que los matemáticos —siempre tan preocupados únicamente por su erudición— se mantengan al margen de toda revolución política, mientras que la metafísica es acusada tiempo atrás de suponer un serio peligro en tal sentido[142]. En esa misma línea y con un desacostumbrado tono sarcástico el prefacio de Hacia la paz perpetua pedirá a los políticos que sean coherentes consigo mismos y no vean en las hueras ideas de un pobre filósofo ninguna sombra de amenaza para el Estado.
III
La tercera sección contiene los materiales que darán lugar a la segunda parte de El conflicto de las Facultades, aquella que lleva por título «Replanteamiento de la pregunta sobre si el género humano se halla en constante progreso hacia lo mejor». Contra la visión pesimista de Mendelssohn, Kant apuesta por un incesante progreso, si bien paulatino y no exento de hiatos, hacia lo mejor. Paralelamente, se gesta en este apartado ese proyecto político que desarrollará La paz perpetua, a saber, crear una federación de naciones que acabe para siempre con las guerras. La solución es aparentemente sencilla: tal y como los individuos ingresan en una constitución civil huyendo de la violencia propia del estado natural, los Estados habrán de abandonar su constante belicismo y organizarse políticamente dentro de una constitución cosmopolita[143]. El éxito de tal empresa viene avalado por un adagio latino (fata volentem ducunt, nolentem trahunt[144]) que revela la impronta estoica de la Idea de una historia universal en sentido cosmopolita.
En efecto, Kant rentabiliza para este contexto las categorías con que opera su filosofía de la historia. Así, el Estado no tendrá más que imitar a la Naturaleza y servirse del antagonismo para conseguir su propósito. Pero, además, se cuenta con un aval que certifica la buena marcha del proceso. «La naturaleza garantiza la paz perpetua utilizando en su provecho el mecanismo de las inclinaciones humanas. Desde luego, esa garantía no es bastante para vaticinar con seguridad teórica el porvenir, pero, en sentido práctico, sí resulta suficiente para convertir en un deber el trabajo por conseguir ese fin que no es una mera ilusión»[145]. En otro lugar[146] he propuesto la homologación del estatuto concedido a la fe racional con el detentado por la creencia en un progreso moral histórico, puesto que ambos tienen idéntica función, el suministrar la certeza práctica de que no estamos persiguiendo una vana quimera, la confianza de que nuestra meta práctica (moral o política, respectivamente) es realizable. Al igual que la ética kantiana se abre hacia esa religión antropocéntrica de una novedosa teología moral, su doctrina política requiere un aval para garantizar el horizonte utópico de la paz perpetua y éste lo proporciona esa teodicea secularizada que supone su filosofía de la historia.
En definitiva, el escrito en su conjunto constituye un canto apologético del vituperado idealismo, un alegato en favor del deber ser lanzado contra quienes todo lo basan en la experiencia desdeñando la teoría, sin darse cuenta de que, aunque «la experiencia nos proporciona las reglas y es fuente de la verdad cuando se considera la naturaleza, esa misma experiencia es, desgraciadamente, madre de la ilusión en lo que atañe a las leyes morales, resultando altamente perjudicial querer derivar las leyes sobre lo que debo hacer de lo que se ha hecho o limitarlas en virtud de esto último»[147]. Nuestros políticos —comenta el autor de El conflicto de las Facultades— vaticinan decadencia y ruina, siendo sus pronósticos tan acertados como lo eran los de los profetas judíos, por la sencilla razón de que, en ambos casos, son ellos los causantes de que acontezca lo previsto. Dicen —prosigue— que hay que tomar a los hombres tal cual son, y no como los pedantes ajenos al mundo o los soñadores bien intencionados imaginan que deben ser; pero en lugar de cómo son habrían de decir más bien lo que hemos hecho de ellos[148].
Contra ese «realismo» del dirigente político se alza la peculiar metafísica kantiana, cuya quintaesencia queda bien reflejada en la siguiente aseveración: «Algunas cosas sólo se dejan conocer a través de la razón, no por medio de la experiencia: cuando no se desea saber cómo es algo, sino cómo tiene que o debe ser. De ahí las ideas de Platón»[149]. ¿Acaso no tiene la idea del contrato social una innegable realidad práctica como piedra de toque para el supremo legislador? «Nada hay más pernicioso e indigno de un filósofo —sentenció el Kant de la Crítica de la razón pura— que la plebeya apelación a una presunta experiencia contradictoria, la cual no hubiera tenido lugar de haber existido a tiempo instituciones conforme a ideas y de no existir, en su lugar, burdos conceptos —extraídos precisamente de la experiencia— que hicieran fracasar toda buena intención»[150].
Esta última reflexión es el auténtico telón de fondo del escrito que nos ocupa, cuya motivación más directa era la de mostrar (quizá aguijoneado por Kästner) que si hay algo que pueda ser verdaderamente revolucionario, eso es una teoría metafísica —tan despreciada por los avezados empiristas prácticos—. Y lo demuestra con un ejemplo contundente, al posibilitar el programa político de un Estado federal cosmopolita gracias a los principios que proporciona esa teodicea secularizada que es la filosofía moral de la historia. Todo el pensamiento práctico de Kant es esencialmente revolucionario, en cuanto nos marca un horizonte utópico, unas metas prácticas cuya persecución irá remodelando el actual mundo fenoménico según el patrón eidético aplicado. Una cosa es que situado en la lógica inexorable del discurso jurídico no reconozca un presunto derecho a rebelarse contra las tiranías y otra muy distinta que toda la filosofía práctica de Kant no presuponga una verdadera revolución, tanto en el orden moral como en el político, pese a que se trate de una empresa que resulte asintótica para sus agentes. Aunque las ideas encarnen una perfección que se sabe inalcanzable, nuestra tarea ética es la de aproximarnos asintóticamente hacia ese horizonte de utopías ucrónicas.
En esta empresa el filósofo, ese molesto personaje a quien los influyentes pretenden recluir en su torre de marfil para que sutilice cuanto quiera, pero eso sí, sin traspasar el coto académico, asume un papel decisivo, al tener que fijar el rumbo del proyecto moral y alumbrar los utopemas ucrónicos a que han de aspirar tanto el individuo como la sociedad, señalando el horizonte utópico al que debe aproximarse asintóticamente la humanidad. Desde luego, ésa fue la misión que Kant impuso a su propia metafísica: promover una «revolución asintótica» mediante su teoría preñada de metas prácticas. Para conseguir este objetivo tan ambicioso sólo pedirá una cosa, que los filósofos puedan manifestar con entera libertad su pensamiento, proporcionando con ello a los gobernantes elementos de juicio para cotejar el acierto de sus decisiones. Este planteamiento determina que nuestro autor no pueda suscribir el ideal platónico del rey-filósofo, sino más bien al revés. «No cabe confiar en que los reyes filosofen o esperar que los filósofos lleguen a ser reyes, pero tampoco hay que desearlo, porque detentar el poder corrompe inexorablemente el libre juicio de la razón. Sin embargo, es imprescindible que los reyes no hagan desaparecer o acallar a la clase de los filósofos y que, por el contrario, les dejen hablar públicamente para que iluminen su tarea»[151].