5. «El siglo de Federico»

Kant estaba convencido de no padecer ese despotismo. Cuando en ¿Qué es la Ilustración? se pregunta si acaso se vivía entonces en una época ilustrada, responde a renglón seguido que ciertamente no, aunque sí se podría calificarla como una «época de ilustración», a la que también se podría llamar «el siglo de Federico» (Ak. VIII 40). Federico II de Prusia es descrito aquí por Kant como «un príncipe que no considera indigno de sí reconocer como un deber suyo el no prescribir a los hombres nada en cuestiones de religión, sino que les deja plena libertad para ello e incluso rehúsa el altivo nombre de tolerancia». Un príncipe así —sigue diciendo— «es un príncipe ilustrado y merece que el mundo y la posteridad se lo agradezcan, ensalzándolo por haber sido el primero en haber librado al género humano de la minoría de edad, cuando menos por parte del gobierno, dejando libre a cada cual para servirse de su propia razón en todo cuanto tiene que ver con la conciencia» (Ak. VIII 41).

Federico el Grande no sólo se habría mostrado muy liberal en materia de religión, sino que tampoco se habría mostrado reticente a favorecer una libre opinión en cuestiones políticas, al darse cuenta de que, «incluso con respecto a su legislación, tampoco entraña peligro alguno el consentir a sus súbditos que hagan un uso público de su propia razón y expongan públicamente al mundo sus pensamientos sobre una mejor concepción de dicha legislación, aun cuando critiquen con toda franqueza la que ya ha sido promulgada». Según el Kant de 1784, Federico II sería todo un pionero en este campo, porque ningún monarca le habría precedido en ese proceder. Se trataría de un príncipe ilustrado que «no teme a las sombras», al disponer de «un cuantioso y bien disciplinado ejército para garantizar la tranquilidad pública de los ciudadanos». Cuando leyó estas líneas, la cáustica pluma de Hamann les dedicó este comentario: «¿Con qué conciencia puede reprochar un charlatán o especulador, apoltronado detrás de la estufa y con el gorro de dormir calado hasta los ojos, la cobardía del menor de edad, si su ciego tutor tiene como fiador de su infalibilidad y ortodoxia un ejército incontable y bien disciplinado?»[41].

Desde luego, como ya hemos visto Federico Guillermo II, el sucesor de Federico el Grande, sólo consiguió que Kant se reafirmara en estas opiniones y echara de menos a ese monarca ilustrado, que accedió al trono en 1740, justo el mismo año en que Kant se matriculó en la Universidad Albertina de Kónigsberg. El padre de Federico II, Federico Guillermo I, se había ganado el apodo de «Rey Sargento», porque los únicos gastos en que no reparaba era el dinero destinado a sus regimientos y, por añadidura, cifraba su mayor orgullo en reclutar para sus tropas a soldados de una elevada estatura. Una de sus mayores hazañas intelectuales fue desterrar al filósofo que había popularizado el pensamiento leibniziano, Christian Wolff, por entender que sus teorías en torno al libre albedrío podrían llegar a favorecer la deserción entre sus huestes. A pesar de haberlo intentado, el «Rey Sargento» no logró erradicar las inclinaciones literarias y la sensibilidad artística mostradas por el heredero de la corona.

Federico era un monarca bastante atípico. Le gustaba escribir versos y componer una música que luego interpretaba él mismo con su célebre flauta. En la correspondencia mantenida con su admirado Voltaire aseguraba haber preferido ser un simple filósofo en lugar de rey. De hecho, publicaba sus obras como las del «Filósofo de Sans-Souci», el palacio que se había hecho construir en Postdam para huir de la corte berlinesa. Y, antes de acceder al trono, redactó una obra titulada Antimaquiavelo, donde se propuso refutar capítulo por capítulo las tesis del Príncipe de Maquiavelo. Esta obra fue concebida como una especie de catecismo ético para gobernantes, pero jamás la hubiera publicado una vez que se unció la corona, si no hubiera sido por el empeño de Voltaire, quien por otra parte la rescribió hasta convertirla en una obra conjunta. Muchos pensadores europeos creyeron que Federico podía encarnar al Filósofo Rey soñado por Platón, pero Federico prefirió tomar como su modelo más bien a Marco Aurelio e intentó establecer su propia pax romana poniéndose a la cabeza de su ejército para conquistar los territorios vecinos. «Pronto se vio —nos dice Voltaire—, que Federico II, rey de Prusia, no era tan enemigo de Maquiavelo, como el príncipe heredero había parecido serlo.» Y Rousseau le dedicó este díptico: «Su gloria y su provecho, he ahí su Dios y su ley. Pues piensa como filósofo y se comporta como Rey».

Es verdad que Federico, tal como le dice a D’Alembert en 1770, decía cosas como éstas: «Yo creo que es bueno ilustrar a los hombres. Combatir el fanatismo es desarmar al monstruo más cruel y sanguinario»[42]. Pero también que veía ciertas dificultades para realizar esa tarea y librar a los hombres de la superstición asentada en absurdas fábulas religiosas. En otra de sus cartas cruzadas con D’Alembert escribe lo siguiente: «La condición humana y el trabajo diario suponen un serio impedimento para ilustrar a los hombres y hacer que superen los prejuicios de la educación. Tomemos cualquier monarquía y descontemos primero a los labradores, trabajadores manuales, artesanos y soldados; nos quedarán unas cincuenta mil personas entre hombres y mujeres; de ellas, descontemos la mitad; el resto lo compondrá la nobleza y la buena burguesía; de ellos, examinemos cuántos espíritus no cultivados habrá, cuántos imbéciles, cuántas almas pusilánimes, cuántos libertinos, y de ese cálculo resultará aproximadamente que, de lo que se llama una nación civilizada, apenas encontraréis mil personas doctas, y aún entre ellas, ¡qué diferencia de ingenio! Suponed, pues, que fuera posible que estos mil filósofos tuvieran todos ellos idéntico sentimiento y estuvieran también tan desprovistos de prejuicios los unos como los otros; ¿qué efectos producirían en el público sus lecciones? Si ocho décimas partes de la nación, ocupadas en conseguir vivir, no leen nada; si otra décima no se aplica a ello por frivolidad, por libertinaje o por ineptitud, se deduce de todo ello que el buen sentido del que es capaz nuestra especie no puede residir más que en la menor parte de una nación y que el resto no es susceptible de ello. Por tanto, estas consideraciones me llevan a creer que la credulidad, la superstición y el temor timorato de las almas débiles, se impondrán siempre en la balanza del público, que el número de los filósofos será pequeño y que siempre una superstición cualquiera dominará el universo; es un gasto estéril intentar ilustrar y, frecuentemente, esa empresa es peligrosa para quienes se encargan de ella. Hay que contentarse con ser sabio para uno mismo, si se puede serlo, y abandonar al vulgo a su error, tratando de apartarlo de los crímenes que alteran el orden de la sociedad»[43].

En 1777 Federico sugiere a Fornay, el secretario perpetuo de la Academia berlinesa, que promueva un concurso (algo muy en boga por la época, como testimonian los dos célebres discursos de Rousseau) para fomentar ensayos en torno al tema ¿Puede ser útil engañar al pueblo? Un año después, en 1778, la Real Academia de Ciencias y Letras de Berlín convoca un concurso para responder a esta pregunta: «¿Puede ser útil para el pueblo algún tipo de engaño, ya sea que consista en inducir a nuevos errores o bien en mantenerlo en los antiguos?». No habrá sólo un premio, sino dos. Cuando en 1780 se falla el doble premio, recayendo sobre Rudolf Zacharias Becker y Frédéric de Castillon, todo el mundo sabe que se ha querido contentar a Federico y que por eso se ha premiado también al segundo, a pesar de haber gustado más el primero. Este había respondido negativamente, pero el otro había desgranado argumentos para mostrar cuán útil puede resultar engañar al pueblo. He aquí cómo era ese monarca ilustrado en el que Kant depositó tantas esperanzas para ilustrar al pueblo y hacer valer sus derechos con arreglo a la dignidad propia de todo hombre.