II. De la relación entre teoría y
práctica en el derecho político
(Contra Hobbes)

Entre todos los contratos por los que un conjunto de personas se unen para formar una sociedad (pactum sociale), el contrato que establece entre ellos una constitución civil (pactum unionis civilis) es de índole tan peculiar que, aunque desde el punto de vista de la ejecución tenga mucho en común con todos los demás (que también están orientados a promover colectivamente un fin cualquiera), se diferencia esencialmente de todos ellos en el principio de su institución (constitutionis civilis). La unión de muchas personas en orden a cualquier fin (fin común, que todos tienen) se halla en todo contrato social; pero la unión de estas personas que es fin en sí misma (fin que cada uno debe tener), por tanto la unión en todas las relaciones externas, en general, de los hombres —que no pueden evitar verse abocados a un influjo recíproco—, es un deber primordial e incondicionado; tal unión sólo puede encontrarse en una sociedad en la medida en que ésta se halle en estado civil, esto es, en la medida en que constituya una comunidad. Ahora bien: este fin que en semejante relación externa es en sí mismo un deber, e incluso la suprema condición formal (conditio sirte qua non) de todos los demás deberes externos, viene a ser el derecho de los hombres bajo leyes coactivas públicas, mediante las cuales se puede atribuir a cada uno lo que es suyo y garantizárselo frente a una usurpación por parte de cualquier otro.

Sin embargo, el concepto de un derecho externo en general procede enteramente del concepto de libertad en las relaciones externas de los hombres entre sí, y no tiene nada que ver con el fin que todos los hombres persiguen de modo natural (el propósito de ser felices) ni con la prescripción de los medios para lograrlo; de suerte que, por tanto, este fin no ha de inmiscuirse de ninguna manera en aquella ley a título de fundamento para determinarla. El derecho es la limitación de la libertad de cada uno a \<Ak. VIII 290> la condición de su concordancia con la libertad de todos, en tanto que esta concordancia sea posible según una ley universal; y el derecho público es el conjunto de leyes externas que hacen posible tal concordancia sin excepción. Ahora bien: dado que toda limitación de la libertad por parte del arbitrio de otro se llama coacción, resulta que la constitución civil es una relación de hombres libres que (sin menoscabo de su libertad en el conjunto de su unión con otros) se hallan, no obstante, bajo leyes coactivas; y esto porque así lo quiere la razón misma, y ciertamente la razón pura, que legisla a priori sin tomar en cuenta ningún fin empírico (todos lo fines de esta índole son englobados bajo el nombre genérico de «felicidad»); como a este respecto, y a propósito de aquello en lo cual cada uno cifra su fin empírico, los hombres piensan de modo muy diverso, de suerte que su voluntad no puede ser situada bajo ningún principio común, síguese de ahí que tampoco puede ser situada bajo ninguna ley externa conforme con la libertad de todos.

Por tanto, el estado civil, considerado simplemente como estado jurídico, se funda en los siguientes principios a priori:

1. La libertad de cada miembro de la sociedad, en cuanto hombre.

2. La igualdad de éste con cualquier otro, en cuanto súbdito.

3. La independencia de cada miembro de una comunidad, en cuanto ciudadano.

Estos principios no son leyes que dicta el Estado ya constituido, sino más bien las únicas leyes con arreglo a las cuales es posible el establecimiento de un Estado en conformidad con los principios racionales puros del derecho humano externo en general. Así:

1. La libertad en cuanto hombre, cuyo principio para la constitución de una comunidad expreso yo en la fórmula: «Nadie me puede obligar a ser feliz a su modo (tal como él se imagina el bienestar de otros hombres), sino que es lícito a cada uno buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca, siempre y cuando no cause perjuicio a la libertad de los demás para pretender un fin semejante, libertad que puede coexistir con la libertad de todos según una posible ley universal (esto es, coexistir con ese derecho del otro)».

Un gobierno que se constituyera sobre el principio de la benevolencia para con el pueblo, al modo de un padre para con sus hijos, esto es, un gobierno paternalista (imperium paternale), en el que los súbditos —como niños menores de edad, incapaces de distinguir lo que les es verdaderamente beneficioso \<Ak. VIII 291> o perjudicial— se ven obligados a comportarse de manera meramente pasiva, aguardando sin más del juicio del jefe de Estado cómo deban ser felices y esperando simplemente de su bondad que éste también quiera que lo sean, un gobierno así es el mayor despotismo imaginable (se trata de una constitución que suprime toda libertad a los súbditos, los cuales no tienen entonces absolutamente ningún derecho). No un gobierno paternalista, sino uno patriótico (imperium non paternale, sed patrioticum), es el único que cabe pensar para hombres capaces de tener derechos, tomando en consideración, al mismo tiempo, la benevolencia del soberano. Porque el modo de pensar patriótico es aquel en que cada uno de los que se hallan dentro del Estado (sin excluir al jefe) considera a la comunidad como el seno materno, o al país como el suelo paterno, del cual y sobre el cual él mismo ha surgido, y al que ha de legar también como una preciada herencia; es aquel modo de pensar en que cada uno sólo se considera autorizado para preservar sus derechos mediante leyes de la voluntad común, pero no para someter a su capricho incondicionado el uso de todo ello. Este derecho de libertad le asiste al miembro de la comunidad en cuanto hombre, es decir, en tanto que se trata de un ser que, en general, es capaz de tener derechos.

2. La igualdad en cuanto súbdito, cuya formulación puede rezar así: «Cada miembro de la comunidad tiene derechos de coacción frente a cualquier otro, circunstancia de la que sólo queda excluido el jefe de dicha comunidad (y ello porque no es un miembro de la misma, sino su creador o conservador), siendo éste el único que tiene la facultad de coaccionar sin estar él mismo sometido a leyes de coacción. Pero todo cuanto en un Estado se halle bajo leyes es súbdito, y por tanto está sometido a leyes de coacción lo mismo que todos los demás miembros de la comunidad; sólo hay una excepción (ya se trate de persona física o moral), la del jefe de Estado, el único a través del cual puede ser ejercida toda coacción jurídica. Pues si también éste pudiera ser coaccionado, no sería entonces el jefe de Estado, y la serie de la subordinación se remontaría al infinito. Mas de haber dos (dos personas libres de coacción), ninguno de ellos se hallaría bajo leyes coactivas, y el uno no podría cometer injusticia contra el otro; lo que es imposible».

Esta igualdad general de los hombres dentro de un Estado, en cuanto súbditos del mismo, resulta, sin embargo, perfectamente compatible con la máxima desigualdad, cuantitativa o de grado, en sus posesiones, ya se trate de una superioridad corporal o espiritual sobre otros, o de riquezas externas \<Ak. VIII 292> y de derechos en general (de los que puede haber muchos) con respecto a otros; de tal modo que el bienestar del uno depende sobremanera de la voluntad del otro (el del pobre de la del rico), o que el uno ha de obedecer (como el niño a los padres o la mujer al marido) y el otro mandarle, o que el uno sirve (como jornalero) mientras el otro paga, etc. Mas según el derecho (que como expresión de la voluntad general sólo puede ser único, y que concierne a la forma de lo jurídico, no a la materia o al objeto sobre el que tengo un derecho) todos, en cuanto súbditos, son iguales entre sí, porque ninguno puede coaccionar a otro sino por medio de la ley pública (y a través de su ejecutor, el jefe de Estado); pero también en virtud de ésta todos los demás se le resisten en igual medida, no pudiendo nadie perder esta facultad de coaccionar (en consecuencia, de tener un derecho frente a otros) si no es a causa de su propio delito, ni tampoco puede renunciar a ella por sí mismo, esto es, nadie puede mediante un contrato —por tanto mediante un acto jurídico— hacer que no tenga derechos sino sólo deberes, pues con ello se despojaría a sí mismo del derecho de hacer un contrato y, consiguientemente, éste se autosuprimiría.

De esta idea de la igualdad de los hombres en la comunidad, en cuanto súbditos, resulta también la siguiente formulación: «A cada miembro de la comunidad le ha de ser lícito alcanzar dentro de ella una posición de cualquier nivel (de cualquier nivel que corresponda a un súbdito) hasta el que puedan llevarle su talento, su aplicación y su suerte. Y no es lícito que los cosúbditos le cierren el paso merced a una prerrogativa hereditaria (como privilegiados para detentar cierta posición), manteniéndole eternamente, a él y a su descendencia, en una posición inferior».

En efecto: como todo derecho consiste meramente en limitar la libertad de los demás a la condición de que pueda coexistir con la mía según una ley universal, y como el derecho público (en una comunidad) es meramente el estado de una efectiva legislación conforme con ese principio y asistida por un poder, legislación en virtud de la cual todos cuantos pertenecen a un pueblo como súbditos se encuentran, al fin y a la postre, en un estado jurídico (status iuridicus), a saber, el de la igualdad de acción y reacción entre albedríos que se limitan mutuamente conforme a la ley universal de la libertad (lo que se llama «estado civil»), síguese de ahí que en ese estado el derecho innato de cada uno (vale decir, previamente a toda acción jurídica por su parte) en orden a la facultad \<Ak. VIII 293> de coaccionar a todos los demás para que permanezcan siempre dentro de los límites de un uso de su libertad que esté de acuerdo con la mía, es igual para todos sin excepción. Ahora bien: como el nacimiento no es una acción por parte del que nace, y consiguientemente no puede acarrear a éste ninguna desigualdad de estado jurídico ni sometimiento alguno a leyes coactivas (salvo el mero sometimiento que, en cuanto súbdito del único poder legislativo supremo, tiene en común con todos los demás), resulta que no puede haber ningún privilegio innato de un miembro de la comunidad —en cuanto cosúbdito— sobre otro; y nadie puede legar a sus descendientes el privilegio de la posición que tiene dentro de la comunidad; por tanto tampoco puede impedir coactivamente —como si el nacimiento le cualificara para detentar el rango de señor— que los otros alcancen por sus propios méritos los niveles superiores de la jerarquía (los niveles del superior y el inferior, sin que uno sea imperans y el otro subjectus). Puede transmitir por herencia todo lo demás que es cosa (lo que no concierne a la personalidad), lo que como propiedad puede él adquirir y enajenar, produciendo así en la serie de descendientes una considerable desigualdad de situación económica entre los miembros de la comunidad (entre el asalariado y el arrendatario, el propietario y los peones agrícolas, etc.); pero no puede impedir que éstos, si su talento, su aplicación y su suerte lo hacen posible, estén facultados para elevarse hasta iguales posiciones. Pues, de no ser así, le sería lícito coaccionar sin poder ser, a su vez, coaccionado por la reacción de otros, y le cabría rebasar el rango propio de un cosúbdito.

Ningún hombre que viva en el estado jurídico de una comunidad puede declinar esta igualdad, a no ser por su propio delito, pero nunca por contrato o por la fuerza de las armas (ocupatio bellica); pues no puede, por medio de acto jurídico alguno (ni propio ni ajeno), dejar de ser dueño de sí mismo e ingresar en la clase de los animales domésticos, que se usan a capricho para todo servicio y, sin contar con su consentimiento, se les mantiene así tanto tiempo como se quiera, si bien con la limitación (que algunas veces es también sancionada por la religión, como ocurre entre los indios) de no mutilarlos o matarlos. Se puede considerar feliz a un hombre, en cualquier estado, sólo si es consciente de que el hecho de no ascender hasta el \<Ak. VIII 294> mismo nivel de los demás —quienes, en cuanto cosúbditos, no tienen ninguna ventaja sobre él en lo concerniente al derecho— únicamente depende de él (de su capacidad o de su sincera voluntad) o de circunstancias de las que no puede culpar a ningún otro, mas no depende de la irresistible voluntad de otros[[*]].

[[*] Si a la palabra graciable (gnadig) se quiere asociar un concepto determinado (distinto, además, de «bondadoso», «caritativo», «protector» u otros por el estilo), sólo puede ser aplicada a aquél contra quien no hay ningún derecho de coacción. Por tanto, sólo el jefe de gobierno del Estado, que es quien procura y reparte todo el bien que es posible según las leyes públicas (pues el soberano que las da es, por decirlo así, invisible; es la propia ley personificada, no su agente), puede recibir el título de graciable señor, por cuanto que es el único frente al cual no hay derecho alguno de coacción. Así, incluso en una aristocracia, como, por ejemplo en Venecia, el senado es el único graciable señor; los nobles que lo constituyen son en su totalidad súbditos (sin excluir al propio dogo, pues sólo el gran consejo es soberano), y en lo que se refiere al ejercicio del derecho son iguales a todos los demás, de modo que frente a cada uno de ellos asiste al súbdito un derecho de coacción. Es cierto que los príncipes (vale decir, las personas a quienes corresponde un derecho hereditario de gobernar) también son llamados graciables señores, mas sólo a este respecto y por razón de esas pretensiones (cortésmente, par courtoisie); sin embargo, en cuanto a la situación de su patrimonio son cosúbditos, y contra ellos hasta el más insignificante de sus servidores tiene que estar asistido de un derecho de coacción mediante el jefe de Estado. En el Estado, por tanto, no puede haber más que un único graciable señor. Y en lo que atañe a las graciables señoras (a las señoras realmente distinguidas) cabe considerarlas así, de tal modo que su posición junto con su sexo (por consiguiente, sólo frente al masculino) las hagan acreedoras a recibir tal tratamiento, y ello en virtud del refinamiento de las costumbres (llamado galantería), a consecuencia del cual el sexo masculino cree honrarse tanto más a sí mismo cuantas más preferencias sobre sí otorgue al bello sexo.]

3. La independencia (sibisufficientia) de un miembro de la comunidad en cuanto ciudadano, esto es, en tanto que colegislador.

En lo tocante a la legislación misma, todos los que son libres e iguales bajo leyes públicas ya existentes no han de ser considerados iguales, sin embargo, en lo que se refiere al derecho de dictar esas leyes. Quienes no están facultados para este derecho se hallan sometidos también, como miembros de la comunidad, a la obediencia de esas leyes, con lo cual participan en la protección que de ellas resulta; sólo que no como ciudadanos, sino como coprotegidos.

Todo derecho depende de leyes. Pero una ley pública, que determina para todos lo que les debe estar jurídicamente permitido o prohibido, es el acto de una voluntad pública, de la cual procede todo derecho, y por tanto, no ha de cometer injusticia contra nadie. Mas, a este respecto, tal voluntad no puede ser sino la voluntad del pueblo entero (ya que todos deciden sobre todos y, por ende, cada uno sobre sí mismo), pues sólo contra sí mismo \<Ak. VIII 295> nadie puede cometer injusticia, mientras que, tratándose de otro distinto de uno mismo, la mera voluntad de éste no puede decidir sobre uno mismo nada que pudiera ser justo; consiguientemente, su ley requeriría aún otra ley que limitara su legislación, y por ello ninguna voluntad particular puede ser legisladora para una comunidad. (Propiamente, en la constitución de este concepto concurren los conceptos de libertad externa, igualdad y unidad de la voluntad de todos, y para esta última es condición la independencia, pues se requiere una votación cuando se dan las dos primeras.) A esta ley fundamental, que sólo puede emanar de la voluntad general (unida) del pueblo, se la llama contrato originario.

Ahora bien: aquel que tiene derecho a voto en esta legislación se llama ciudadano (citoyen, esto es, ciudadano del Estado, no ciudadano de la ciudad, bourgeois). La única cualidad exigida para ello, aparte de la cualidad natural (no ser niño ni mujer), es ésta: que uno sea su propio señor (sui iuris) y, por tanto, que tenga alguna propiedad (incluyendo en este concepto toda habilidad, oficio, arte o ciencia) que le mantenga; es decir, que en los casos en que haya de ganarse la vida gracias a otros lo haga sólo por venta de lo que es suyo[[*]], no por consentir que otros utilicen sus fuerzas; en consecuencia, se exige que no esté al servicio —en el sentido estricto de la palabra— de nadie más que de la comunidad. En este orden de cosas, los pertenecientes al artesanado y los grandes (o pequeños) propietarios son todos iguales entre sí, \<Ak. VIII 296> a saber, cada uno sólo tiene derecho a un voto. Pues respecto de esos propietarios (incluso sin entrar en la cuestión de cómo pudo ocurrir legalmente que alguien se haya apropiado de más tierra de la que puede explotar con sus propias manos —ya que la adquisición por conquista bélica no constituye una adquisición primera— y cómo ocurrió que muchos hombres, que de otro modo hubieran podido adquirir todos ellos unas posesiones estables, se ven con eso reducidos al mero servicio de los anteriores para poder vivir), atentaría ya contra el mencionado principio de la igualdad el hecho de que una ley les distinguiera con las prerrogativas de una posición en virtud de la cual, o bien sus descendientes han de seguir siendo siempre grandes propietarios (de feudos), sin permitir que sus propiedades sean vendidas ni partidas en herencia —impidiendo así que un mayor número de gente saque provecho de ellas—, o bien se determine incluso que, al efectuar tales particiones, nadie pueda adquirir parte alguna de esas propiedades salvo que pertenezca a cierta clase de personas arbitrariamente acreditadas para ello. En suma: el gran hacendado anula a los propietarios más pequeños, y a sus votos, en tan escasa medida como éstos podrían usurpar el puesto de aquél; así pues, aquél no vota en nombre de éstos y tiene, por tanto, sólo un voto[7].

[[*] Aquel que elabore un opus puede cederlo a otro mediante venta, como si fuera propiedad suya. Pero la praestatio operae no es una venta. El servidor doméstico, el dependiente de comercio, el jornalero, incluso el peluquero, son meros operarii, no artífices (en el sentido más lato de la palabra), y no son miembros del Estado, por lo que tampoco están cualificados para ser ciudadanos. Aunque aquél a quien encargo mi leña y el sastre al que doy mi paño para que me haga un traje parecen encontrarse en relaciones del todo semejantes con respecto a mí, aquél se diferencia de éste como el peluquero del fabricante de pelucas (a quien también puedo haber dado el cabello para que me haga una), por tanto igual que el jornalero se diferencia del artista o del artesano, que hacen una obra y ésta les pertenece mientras no les sea pagada. Estos últimos, en tanto que fabricantes, truecan con otro su propiedad (opus); el primero trueca el uso de sus fuerzas (operam), uso que cede a otro. Es algo difícil —lo confieso— determinar los requisitos que ha de satisfacer quien pretenda la posición de un hombre que sea su propio señor.]

En consecuencia, como sólo de la capacidad, del esfuerzo y de la suerte de cada miembro de la comunidad se ha de hacer depender el hecho de que cada uno adquiera una parte, y todos el conjunto, pero como, por otro lado, esta diferencia no puede ser tomada en cuenta para la legislación general, síguese de ahí que, el número de los que tengan facultad de voto en orden a la legislación no ha de ser juzgado por la magnitud de las posesiones, sino por la cantidad de los propietarios.

Pero asimismo todos los que tienen ese derecho a voto han de estar de acuerdo en esta ley de equidad pública, pues de lo contrario se daría un conflicto jurídico entre quienes no están de acuerdo con ella y quienes sí lo están, conflicto que requeriría otro principio jurídico superior para ser resuelto. Así pues, si no cabe esperar aquella total unanimidad por parte de un pueblo entero, si todo cuanto podemos prever que se alcance es únicamente una mayoría de votos (y no por cierto de votantes directos, en el caso de un pueblo grande, sino sólo de delegados, a título de representantes del pueblo), resulta que este mismo principio, el de contentarse con la mayoría, en tanto que principio aceptado por acuerdo general, y consiguientemente por medio de un contrato, tendría que ser el fundamento supremo del establecimiento de una constitución civil. \<Ak. VIII 297>

Conclusión

Mas he ahí un contrato originario, el único sobre el que se puede fundar entre los hombres una constitución civil, legítima para todos sin excepción, el único sobre el que se puede erigir una comunidad.

Pero respecto de este contrato (llamado contractus originarius o pactum sociale), en tanto que coalición de cada voluntad particular y privada, dentro de un pueblo, para constituir una voluntad comunitaria y pública (con el fin de establecer una legislación, sin más, legítima), en modo alguno es preciso suponer que se trata de un hecho (incluso no es posible suponer tal cosa); poco más o menos como si, para considerarnos ligados a una constitución civil ya existente, ante todo hubiera que probar primero, partiendo de la historia, que un pueblo, en cuyos derechos y obligaciones hemos ingresado como descendientes, tuvo que verificar realmente alguna vez un acto semejante y legarnos de él, sea de palabra o por escrito, una información segura o cualquier documento. Por el contrario, se trata de una mera idea de la razón que tiene, sin embargo, su indudable realidad (práctica), a saber, la de obligar a todo legislador a que dicte sus leyes como si éstas pudieran haber emanado de la voluntad unida de todo un pueblo, ya que considere a cada súbdito, en la medida en que éste quiera ser ciudadano, como si hubiera expresado su acuerdo con una voluntad tal. Pues ahí se halla la piedra de toque de la legitimidad de toda ley pública. Si esa ley es de tal índole que resultara imposible a todo un pueblo otorgarle su conformidad (como sucedería, por ejemplo, en el caso de que cierta clase de súbditos hubiera de poseer el privilegio hereditario del rango señorial), entonces no es legítima; pero si es simplemente posible que un pueblo se muestre conforme con ella, entonces constituirá un deber tenerla por legítima, aun en el supuesto de que el pueblo estuviese ahora en una situación o disposición de pensamiento tales que, si se le consultara al respecto, probablemente denegaría su conformidad[[*]].

[[*] Si, por ejemplo, se prescribiese un impuesto de guerra proporcional a todos los súbditos, no podrán éstos decir que es ilegítimo por el hecho de que sea gravoso quizá porque en su opinión esa guerra es innecesaria, pues no están facultados para juzgar tal cosa; como, por el contrario, siempre queda la \<Ak. VIII 298> posibilidad de que esa guerra sea inevitable y el impuesto imprescindible, este último habrá de pasar por legítimo a juicio del súbdito. Pero si, en tal guerra, ciertos propietarios fuesen abrumados con los suministros que se les exigen, mientras que a otros de la misma condición se les dispensara de ellos, resulta obvio que el conjunto de un pueblo podría no dar su conformidad a semejante ley y está autorizado, cuando menos, a protestar contra ella, porque no puede considerar justo ese desigual reparto de las cargas.]

Pero, evidentemente, esta limitación sólo es válida para el juicio del legislador, no para el súbdito. Entonces, si un pueblo juzgara máximamente probable que, bajo cierta legislación vigente en el momento actual, perderá su felicidad, ¿qué ha de hacer en tal sentido? ¿No \<Ak. VIII 298> debe oponerse? La respuesta sólo puede ser la siguiente: no le queda más remedio que obedecer. Pues no se trata aquí de la felicidad que al súbdito le cabe esperar de una situación o del gobierno de la comunidad, sino simplemente, y ante todo, del derecho que por ese medio debe ser garantizado a cada uno: éste es el principio supremo del que han de emanar todas las máximas que conciernen a una comunidad, principio que no está limitado por ningún otro. Respecto de lo primero (de la felicidad) no hay ningún principio universalmente válido que pueda ser considerado como ley. Porque tanto las circunstancias como la ilusión en que alguien cifra su felicidad, ilusión muy opuesta según los casos y además muy variable (y nadie puede prescribirle dónde ha de cifrarla), hacen que todo principio fijo sea imposible y que sea, por sí solo, inútil como principio de la legislación. La sentencia salus publica suprema civitatis lex est conserva íntegramente su valor y su crédito; pero la salud pública que se ha de tomar en consideración ante todo es precisamente aquella constitución legal que garantiza a cada uno su libertad por medio de leyes, con lo cual, cada uno sigue siendo dueño de buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca, siempre y cuando no perjudique a esa legítima libertad general y, por tanto, al derecho de los otros cosúbditos.

Cuando el poder supremo dicta leyes orientadas directamente a la felicidad (al bienestar de los ciudadanos, a la población, etc.) no lo hace como fin del establecimiento de una constitución civil, sino sólo como medio para asegurar el estado de derecho, sobre todo frente a enemigos exteriores del pueblo. A este respecto, el jefe de Estado ha de tener facultad para juzgar, él mismo y por sí solo, si leyes así son necesarias para el auge de la comunidad, auge que resulta imprescindible a fin de garantizar su fuerza y su firmeza, tanto internamente como frente a enemigos exteriores; mas no está facultado para hacer que el pueblo sea —por así decir— feliz contra su voluntad, sino sólo \<Ak. VIII 299> para procurar que exista como una comunidad[[*]]. Al juzgar si esas medidas adoptadas son prudentes o no, el legislador puede ciertamente equivocarse, pero no puede errar cuando se pregunta a sí mismo si la ley es también conforme o no con el principio del Derecho, ya que en este caso tiene a su disposición, incluso a priori, aquella idea del contrato originario como criterio infalible (sin tener que aguardar, tal y como ocurre con el principio de la felicidad, a experiencias que le instruyan previamente sobre la conveniencia de sus medidas). Pues basta con que no sea contradictorio que todo un pueblo esté de acuerdo con semejante ley, por muy dura que le resulte, para que esa ley sea legítima. Pero si una ley pública es legítima y, por consiguiente, irreprochable (irreprehensible) desde el punto de vista del Derecho, están también ligadas a ella la facultad de coaccionar y, por el otro lado, la prohibición de oponerse a la voluntad del legislador, incluso aunque no sea de obra; es decir: el poder que en el Estado da efectividad a la ley no admite resistencia (es irresistible), y no hay comunidad jurídicamente constituida sin tal poder, sin un poder que eche por tierra toda resistencia interior, pues ésta acontecería conforme a una máxima que, universalizada, destruiría toda constitución civil, aniquilando el único estado en que los hombres pueden poseer derechos en general.

[[*] A estas medidas pertenecen ciertas prohibiciones de importar, con el fin de que se fomenten los medios de producción en orden al mayor bien de los súbditos, no al provecho de los extranjeros y al estímulo de la actividad ajena, toda vez que sin el bienestar del pueblo el Estado no tendría fuerzas suficientes para enfrentarse a enemigos exteriores o para mantenerse a sí mismo como una comunidad.]

De ahí se sigue que toda oposición contra el supremo poder legislativo, toda incitación que haga pasar a la acción el descontento de los súbditos, todo levantamiento que estalle en rebelión, es el delito supremo y más punible en una comunidad, porque destruye sus fundamentos. Y esta prohibición es incondicionada, de suerte que, aun cuando aquel poder o su agente —el jefe de Estado— haya llegado a violar el contrato originario y a perder con eso, ante los ojos del súbdito, el derecho a ser legislador por autorizar al gobierno para que proceda de modo absolutamente despótico (tiránico), a pesar de todo sigue sin estar permitida al súbdito ninguna oposición a título de contraviolencia. La razón de ello es que, en una constitución civil \<Ak. VIII 300> ya existente, el pueblo no sigue teniendo el derecho de emitir constantemente un juicio sobre cómo debe ser administrada tal constitución. Pues supongamos que tiene ese derecho, el de oponerse al juicio del efectivo jefe de Estado: ¿quién debe decidir de qué lado está el Derecho? Ninguno de los dos puede hacerlo, porque sería juez en su propia causa. Luego por encima del jefe tendría que haber aún otro jefe que decidiera entre aquél y el pueblo, lo que resulta contradictorio.

Tampoco puede darse en este caso algo así como un derecho de necesidad (ius in casu necessitatis), que por lo demás, en cuanto pretendido derecho a cometer injusticia en caso de necesidad extrema (física), es un absurdo[[*]]; ni tal derecho puede proporcionar la llave que levante la barrera que limita el poder propio del pueblo. Pues el jefe de Estado puede pretender que su duro proceder contra los súbditos se justifica por la rebelión de éstos, al igual que éstos pueden pretender que su rebelión contra él está justificada por sus quejas de un padecimiento inmerecido, y ¿quién decidirá ahora? Quien se encuentre en posesión de la suprema administración pública de la justicia, que es precisamente el jefe de Estado; sólo éste puede hacerlo, y dentro de la comunidad nadie puede tener, por tanto, el derecho de disputarle esa posesión. \<Ak. VIII 301>

[[*] No existe casus necessitatis salvo en el caso de que entren en conflicto mutuo ciertos deberes, a saber, un deber incondicionado y otro, quizá importante, pero a pesar de eso condicionado; por ejemplo, si se trata de evitar un desastre del Estado cuya causa sea la traición de un hombre que se halla, con respecto a otro, en una relación semejante a la del padre con el hijo. Por parte del primero, evitar el mal del Estado es un deber incondicionado[8], pero evitar el infortunio del hijo es sólo un deber condicionado… (pues que él no se ha hecho culpable de ningún delito contra el Estado). Tal vez el hijo denunciaría ante la autoridad los propósitos de su padre muy a disgusto, pero lo haría instado por la necesidad (a saber: por la necesidad moral).

Mas si de un náufrago que desaloja a otro de su tabla, para salvar su propia vida, se dijera que la necesidad (en este caso la física) le da derecho a ello, eso sería totalmente falso. Pues conservar mi vida es sólo un deber condicionado (está sometido a la condición de que pueda hacerse sin incurrir en delito); mientras que es un deber incondicionado no quitar la vida a otro que no me daña y que ni siquiera me pone en peligro de perder la mía. No obstante, los teóricos del Derecho civil general proceden con entera consecuencia cuando otorgan licitud jurídica a ese recurso de emergencia, pues la autoridad no puede asignar ningún castigo a esa prohibición, dado que tal castigo tendría que ser la muerte. Y sería una ley absurda la que amenazase con la muerte a quien, en situaciones de peligro, no se entregue a la muerte de manera voluntaria.]

Encuentro, con todo, a hombres respetables que defienden esta facultad del súbdito para oponerse por la fuerza a su superior bajo ciertas circunstancias; entre ellos sólo voy a mencionar aquí al muy cauteloso, preciso y discreto Achenwall, quien en sus teorías sobre el Derecho natural[[*]] dice: «Si el peligro que se cierne sobre la comunidad, a consecuencia de soportar largamente la injusticia del soberano, es mayor del que puede temerse como resultado de que se tomen las armas contra él, entonces el pueblo se le podrá oponer, podrá rescindir en favor de ese derecho su contrato de sumisión y destronarle por tirano». Y concluye: «De esta manera (con relación a su anterior soberano) el pueblo retorna al estado de naturaleza».

[[*] Ius Naturae. Editio Vta. Pars posterior §§ 203-206.]

Quiero creer que ni Achenwall, ni ninguno de los hombres honrados que están de acuerdo con él en sus sutilezas a este respecto, hubieran dado, llegado el caso, su consejo o aprobación a empresas tan peligrosas; además, apenas cabe dudar de que, si hubieran fracasado aquellas revoluciones por las cuales Suiza, los Países Bajos o también Gran Bretaña han conseguido sus constituciones, ahora tan alabadas por su acierto, el lector de la historia de las mismas no vería en el ajusticiamiento de sus promotores —tan ensalzados actualmente— sino el merecido castigo de los grandes criminales de Estado. Pues el éxito suele mezclarse en el juicio sobre los fundamentos de Derecho, aunque ese éxito sea incierto mientras que estos últimos son, sin embargo, ciertos. Pero, en lo concerniente a los fundamentos de derecho (aun admitiendo que con tal rebelión no se comete injusticia alguna contra el soberano, quien habría violado algo así como una joyeuse entrée consistente en un contrato real con el pueblo, contrato que subyace como fundamento) resulta claro que el pueblo, con este modo de buscar sus derechos, ha cometido injusticia en altísimo grado, porque tal modo de proceder (una vez aceptado como máxima) torna insegura toda constitución jurídica e introduce un estado de absoluta ausencia de ley (status naturalis) en el que todo derecho cesa, cuando menos, de surtir efectos.

Respecto de esa tendencia a hablar en favor del pueblo (para perdición de éste) que tienen tantos autores bienintencionados, sólo quiero advertir que su causa es, en parte, la habitual confusión consistente en que, cuando se trata del principio del Derecho, lo truecan subrepticiamente en sus juicios por el principio de la felicidad; también es en parte causa de aquella tendencia el hecho de que, como no cabe hallar ningún documento de un contrato realmente propuesto a la comunidad, aceptado por su soberano \<Ak. VIII 302> y sancionado por ambos, consideraron a la idea de un contrato originario —idea que siempre se halla en la razón a título de fundamento— como algo que tiene que haber ocurrido realmente, y así pretenden reservar siempre al pueblo la facultad de rescindir ese contrato a discreción, en cuanto juzgue que se ha producido una violación flagrante del mismo[[*]].

[[*] En todo caso, aunque sea conculcado el contrato real del pueblo con el soberano, el pueblo no puede reaccionar de súbito como comunidad, sino sólo por facciones. Pues la constitución existente hasta entonces fue rota por el pueblo, y primeramente debería organizarse una nueva comunidad. Mas en ese momento se presenta un estado de anarquía con todas sus atrocidades, que al menos son posibles por él. Y la injusticia que entonces sobreviene es la que cada facción del pueblo causa a las otras, como se pone de manifiesto en el ejemplo aludido, donde los amotinados súbditos de aquel Estado terminaron queriendo imponerse mutuamente por la fuerza una constitución que hubiera sido mucho más opresiva que aquella que abandonaban, pues pudieron ser devorados por clérigos y aristócratas, mientras que bajo un soberano con dominio sobre todos les cabía esperar más equidad en el reparto de las cargas estatales.]

Con todo eso resulta claro que el principio de la felicidad (propiamente incapaz de constituirse en auténtico principio) también conduce al mal en el derecho político, tal y como lo hacía en la moral, por óptima que sea la intención que se proponen sus defensores. El soberano quiere hacer feliz al pueblo según su concepto, y se convierte en déspota. El pueblo no quiere renunciar a la general pretensión humana de ser feliz, y se vuelve rebelde. Si se hubiese preguntado, ante todo y sobre todo, qué es conforme a Derecho (aquí los principios están fijados apriori y ningún empírico puede hacer chapucerías), la idea del contrato social mantendría su indiscutible crédito; pero no como un factum (según quiere Danton[9], quien declara nulos y sin valor todos los derechos amparados por la constitución civil realmente existente, así como toda propiedad, en caso de que no haya tal factum), sino sólo como principio racional para juzgar toda constitución jurídica pública en general. Asimismo, resultará comprensible que, antes de existir la voluntad general, el pueblo no posee ningún derecho de coacción contra quien le manda, porque sólo a través de éste puede aquél coaccionar jurídicamente; pero si existe esa voluntad general, tampoco puede ejercer coacción alguna contra él, pues en ese caso el pueblo mismo sería la autoridad suprema; en consecuencia, nunca corresponde al pueblo un derecho de coacción (una facultad para oponerse, sea de palabra o de obra) contra el jefe de Estado. \<Ak. VIII 303>

Vemos también que esta teoría se confirma suficientemente en la práctica. En la constitución de Gran Bretaña, donde el pueblo tanto se ufanó de ella como si fuese ejemplo para el mundo entero, encontramos que guarda total silencio sobre la facultad que correspondería al pueblo en caso de que el monarca quebrantara el contrato de 1688; por tanto, tácitamente se excluye una rebelión contra él, para el caso de que quisiera quebrantar la constitución, pues ninguna ley hay al respecto. Que la constitución contuviera una ley para tal caso, una ley que autorizara a derrocar la constitución vigente —de la cual dimanan todas las leyes particulares— en el supuesto de que el contrato sea quebrantado, sería una clara contradicción, porque entonces habría de contener también un contrapoder públicamente constituido[[*]] y, por ende, sería preciso todavía un segundo jefe de Estado que amparase los derechos del pueblo frente al primero, e incluso un tercero que decidiese entre ambos para dirimir de parte de cuál de ellos está el derecho.

[[*] En el Estado ningún derecho puede ser silenciado maliciosamente, por así decir, mediante una cláusula secreta; menos aún el derecho que el pueblo se arroga en lo que atañe a la constitución, pues es preciso pensar que todas las leyes de ésta emanan de una voluntad pública. Por tanto, si la constitución permitiera la rebelión, tendría que proclamar públicamente el derecho a la misma y el modo de usar ese derecho.]

También a aquellos conductores del pueblo (o, si se quiere, tutores de él) les ha preocupado una acusación semejante, para el caso de que su empresa fracasara: han preferido inventarse que el monarca por ellos amedrentado y expulsado renuncia a gobernar, antes que arrogarse el derecho de deponerlo, pues con esto último habrían puesto la constitución en contradicción manifiesta consigo misma.

Mas si a la vista de estas afirmaciones mías no se me hará, a buen seguro, el reproche de que con tal inviolabilidad lisonjeo en exceso al monarca, cabe esperar que se me ahorre también el reproche de que favorezco demasiado al pueblo cuando digo que éste tiene, igualmente, sus derechos inalienables frente al jefe de Estado, aunque no puedan ser derechos de coacción. Hobbes es de la opinión opuesta. Según él (De cive, cap. 7 § 14), el jefe de Estado no está vinculado en modo alguno con el pueblo mediante contrato, y por ello nunca puede incurrir en injusticia contra el ciudadano (del que puede disponer como desee). Esta tesis sería del todo correcta si por injusticia se entiende aquella lesión \<Ak. VIII 304> que concede al agraviado un derecho de coacción contra quien le ha tratado injustamente; pero tomada así, en toda su generalidad, esa tesis resulta espantosa.

El súbdito no rebelde ha de poder admitir que su soberano no quiere ser injusto con él. Por tanto, puesto que todo hombre tiene, sin embargo, sus derechos inalienables, a los que ni puede renunciar aunque quiera y sobre los cuales él mismo está facultado para juzgar, y puesto que, por otro lado, la injusticia que en su opinión sufre proviene, según esa hipótesis, del error o del desconocimiento de ciertas consecuencias de las leyes por parte del poder supremo, resulta que se ha de otorgar al ciudadano —y además con permiso del propio soberano— la facultad de dar a conocer públicamente su opinión acerca de lo que en las disposiciones de ese soberano le parece haber de injusto para con la comunidad. Pues admitir que el soberano ni siquiera puede equivocarse o ignorar alguna cosa sería imaginarlo como un ser sobrehumano dotado de inspiración celestial. Por consiguiente, la libertad de pluma es el único paladín de los derechos del pueblo (siempre que se mantenga dentro de los límites del respeto y el amor a la constitución en que se vive, gracias al modo de pensar liberal de los súbditos, también inculcado por esa constitución, para lo cual las plumas se limitan además mutuamente por sí mismas con objeto de no perder su libertad). Pues querer negarle esta libertad no sólo es arrebatarle toda pretensión a tener derechos frente al supremo mandatario —como Hobbes pretende— sino también privar al mandatario supremo (cuya voluntad, por el mero hecho de que representa a la voluntad general del pueblo, da órdenes a los súbditos en cuanto ciudadanos) de toda noticia sobre aquello que él mismo modificaría si lo supiera, dando lugar a que se ponga en contradicción consigo mismo. Pero infundir en el soberano la preocupación de que los súbditos, al pensar por sí mismos y expresar públicamente su pensamiento, podrían provocar disturbios en el Estado equivale a despertar en él la desconfianza frente a su propio poder, o incluso el odio contra su pueblo.

Mas el principio universal con que un pueblo ha de juzgar sus derechos negativamente (es decir, sólo acerca de aquello que cabría considerar que el supremo legislador no lo ha ordenado con su mejor voluntad) está contenido en esta sentencia: Lo que un pueblo no puede decidir sobre sí mismo, tampoco puede decidirlo el legislador sobre el pueblo.

Así pues, en caso de que la cuestión sea, por ejemplo, si una ley que dispone la definitiva perdurabilidad de cierta constitución eclesiástica, en otro tiempo dictada, \<Ak. VIII 305> puede considerarse surgida de la auténtica voluntad del legislador (de su intención), se ha de preguntar primero si a un pueblo le es lícito instituir en ley el hecho de que ciertos artículos de fe y ciertas formas de religión externa, aceptados en otro tiempo, deben permanecer para siempre; por tanto, hay que preguntar primero si es lícito que se prohíba a sí mismo, en su posteridad, seguir progresando en materia de concepciones religiosas o corregir eventuales errores antiguos. Mas en ese caso resulta claro que un contrato originario del pueblo que instituyera tal cosa en ley sería en sí mismo nulo e inválido, por atentar contra el destino y los fines de la humanidad; en consecuencia, una ley así dictada no se ha de considerar como la auténtica voluntad del monarca, por lo que cabe ponerle objeciones. Pero siempre que algo sea dispuesto de esa manera por el legislador supremo, sin duda puede ser enjuiciado universal y públicamente, mas nunca podrá ser convocada una resistencia en contra, sea de palabra o de obra.

En toda comunidad tiene que haber una obediencia sujeta al mecanismo de la constitución estatal, con arreglo a leyes coactivas (que conciernen a todos), pero a la vez tiene que haber un espíritu de libertad, pues en lo que atañe al deber universal de los hombres todos exigen ser persuadidos racionalmente de que tal coacción es legítima, a fin de no incurrir en contradicción consigo mismos. La obediencia sin este espíritu de libertad es la causa que da lugar a todas las sociedades secretas. Porque la intercomunicación es una vocación natural de la humanidad, principalmente en aquello que concierne al hombre en general; en consecuencia, esas sociedades serían eliminadas si esta libertad se propiciara. Y, además, ¿por qué otro medio podría el gobierno alcanzar los conocimientos que favorecen su propia intención esencial, si no es dejando que se exprese este espíritu de libertad, tan digno de respeto en su origen y en sus efectos?

* * *

Una práctica que da de lado a todos los principios puros de la razón en ninguna parte reniega de la teoría con más arrogancia que en la cuestión de los requisitos para una buena constitución política.

Esto se debe a que una constitución legal, existente desde hace mucho tiempo, va acostumbrando paulatinamente al pueblo a una regla: la de juzgar tanto su felicidad como sus derechos con arreglo a la situación en la cual todo ha estado hasta el momento, siguiendo su tranquilo curso. Pero no lo acostumbra, en sentido inverso, a valorar esta situación con arreglo a los conceptos \<Ak. VIII 306> del Derecho y la felicidad que la razón pone en su mano; más bien lo habitúa a preferir siempre aquella situación pasiva antes que el peligroso trance de buscar una mejor (aquí es válido aquello que Hipócrates advierte a los médicos: iudicium anceps, experimentum periculosum). Y como todas las constituciones que existen desde hace bastante tiempo, cualesquiera que sean sus defectos y pese a todas sus diferencias, arrojan en este punto idéntico resultado, a saber, el de contentarse con el statu quo, síguese de ahí que ninguna teoría es auténticamente válida cuando se considera el bienestar del pueblo, sino que todo se apoya en una práctica dócil a la experiencia.

Pero si en la razón hay algo que quepa expresar con el nombre de Derecho político, y si este concepto tiene para los hombres —enfrentados unos con otros por el antagonismo de su libertad— fuerza vinculante, por tanto realidad objetiva (práctica), sin que sea lícito tomar en consideración el bienestar o el malestar que de ello pudieran derivarse (esto es cosa que sólo se puede conocer por experiencia), entonces ese derecho se funda en principios a priori (pues la experiencia no puede enseñar qué es el Derecho) y hay una teoría del Derecho político, sin conformidad con la cual ninguna práctica tiene validez y contra esto nada se puede alegar, salvo que, si bien los hombres tienen en su cabeza la idea de los derechos que les asisten, la dureza de su corazón les hace, sin embargo, incapaces e indignos de ser tratados con arreglo a ella; por eso es lícito y necesario un poder supremo que, procediendo simplemente de acuerdo con reglas de prudencia, los mantenga en orden. Pero este salto a la desesperada (salto mortale) es de tal índole que, si por ventura no se tratase del Derecho sino sólo de la fuerza, también al pueblo le estaría permitido intentar ejercer la suya, tornando así insegura toda constitución legal. Si nada hay que infunda racionalmente un respeto inmediato (como es el caso de los derechos humanos), todo influjo sobre el arbitrio de los hombres será incapaz de refrenar su libertad. Pero si, junto a la benevolencia, se hace oír el Derecho, entonces la naturaleza humana no se muestra tan corrompida como para no escuchar atentamente su voz (Tum, pietate gravem ac meritis si forte virum quem conspexere, silent arrectisque auribus adstant. Virgilio[10]).