III. De la relación entre teoría y práctica en el
Derecho internacional, considerada con propósitos
filantrópicos universales, esto es, cosmopolitas[[*]]
(Contra Moses Mendelssohn)
[[*] No salta de inmediato a la vista cómo un supuesto de filantropía universal remite a una constitución política, pero sí cómo esta última indica la instauración de un Derecho internacional en tanto que único estado en el cual pueden ser debidamente desarrolladas las disposiciones de la humanidad, disposiciones que hacen a nuestra especie digna de ser amada. La conclusión de este apartado pondrá de manifiesto tal conexión.]
¿Hay que amar al género humano en su totalidad o es <Ak. VIII 307>éste un objeto que se ha de contemplar con enojo, un objeto al que ciertamente se desea todo bien (para no convertirse en misántropo) pero sin esperarlo jamás de él, por lo cual será mejor apartar de él la vista? La respuesta a esa pregunta depende de la que se dé a esta otra: ¿Hay en la naturaleza humana disposiciones de las cuales se puede desprender que la especie progresará siempre a mejor, y que el mal del presente y del pasado desaparecerá en el bien del futuro?
Porque entonces podemos amar a la especie, aunque sea siquiera en su constante acercamiento al bien; de lo contrario, tendríamos que odiarla o despreciarla, diga lo que diga en contra de esto la afectación de una filantropía universal (que sería entonces, a lo sumo, un amor de benevolencia, no de complacencia). Pues, aunque se haga el mayor de los esfuerzos para que el amor surja dentro de uno mismo, no se puede evitar el odio hacia lo que es y sigue siendo malo (sobre todo hacia esa maldad que consiste en una premeditada violación recíproca de los más sacrosantos derechos del hombre). Y no precisamente para hacer mal a los hombres, pero sí para tener con ellos el menor trato posible.
Moses Mendelssohn era de esta última opinión (Jerusalem [o sobre el poder religioso y el judaismo], Secc. 2, pp. 44-47), que opone a la hipótesis de una instrucción divina del género humano, hipótesis formulada por su amigo Lessing. Para él es una quimera «que la totalidad, la humanidad en este mundo, haya de perfeccionarse y caminar siempre adelante en el curso de los tiempos». «Vemos —dice— que el género humano en su conjunto efectúa pequeñas oscilaciones, y que nunca dio un paso adelante sin retroceder poco después, con redoblada velocidad, hasta un estado anterior.» (Eso es justamente la piedra de Sísifo; de\<Ak. VIII 308> este modo, al igual que entre los indios, se toma a la tierra como lugar de expiación por pecados antiguos que ahora ya no se recuerdan.) El hombre sigue su marcha, pero la humanidad efectúa continuas oscilaciones hacia arriba y hacia abajo, en medio de límites fijos; mas si se la considera en su conjunto, mantiene en todas las épocas aproximadamente el mismo nivel de moralidad, la misma dosis de religión e irreligión, de virtud y vicio, de felicidad (?)[11] e infortunio. Introduce estas afirmaciones (p. 46) diciendo: «¿Queréis adivinar qué designios se propone la Providencia con la humanidad? No inventéis hipótesis» (antes las había llamado teorías); «limitaos a mirar en torno de vosotros lo que realmente sucede, y si podéis lanzar una ojeada panorámica a la historia de todos los tiempos, contemplad también lo que siempre ha sucedido. Esto es un hecho; esto tiene que pertenecer a los designios, tiene que haber sido aprobado o, cuando menos, consentido dentro del plan de la sabiduría».
Yo soy de otra opinión. Si es espectáculo digno de una divinidad el de un hombre virtuoso luchando contra adversidades y tentaciones que inducen al mal, sin arredrarse ante ellas a pesar de todo, también es un espectáculo sumamente indigno (no diré ya de una divinidad, sino incluso del más común de los hombres, siempre que sea bienintencionado) el que ofrece periódicamente el género humano ascendiendo unos cuantos pasos hacia la virtud para recaer poco después, y siempre con igual profundidad, en el vicio y la miseria. Contemplar unos instantes esta tragedia quizá pueda ser conmovedor e instructivo, pero el telón por fin tiene que caer, pues a la larga se convierte en farsa, y aunque los actores no se cansen, porque están chiflados, sí se cansa el espectador, que en un acto u otro tiene ya bastante, si de ahí es capaz de inferir fundadamente que esa interminable pieza será siempre igual. Cuando se trata de una mera representación de teatro, sin duda el castigo final puede resarcir de las sensaciones desagradables, merced al desenlace. Pero dejar que en la realidad se amontonen vicios sin cuento (aunque entreverados de virtudes) para que puedan ser castigados con toda justicia un buen día, resulta incluso contrario —al menos en mi concepto— a la moralidad de un sabio creador y gobernador del mundo.
Se me permitirá, pues, admitir que, como el género humano se halla en continuo avance por lo que respecta a la cultura, que es su fin natural, también cabe concebir que progresa a mejor en lo concerniente al \<Ak. VIII 309> fin moral de su existencia, de modo que este progreso sin duda será a veces interrumpido pero jamás roto. No tengo necesidad de demostrar esta suposición; es el adversario de ella quien ha de proporcionar una prueba. Porque yo me apoyo en un deber para mí innato, consistente en que cada miembro de la serie de generaciones (serie en la que yo —como hombre en general— estoy, aunque con arreglo a la calidad moral que cabe exigir de mí no soy tan bueno como debería y, por tanto, podría ser) actúe sobre la posteridad de tal manera que ésta se haga cada vez mejor (también se ha de admitir, por ende, la posibilidad de esto) y de manera que ese deber pueda así transmitirse legítimamente de un miembro de la serie a otro. Ahora bien: por más dudas que de la historia quepa extraer contra mis esperanzas —dudas que, si fueran probatorias, podrían inducirme a desistir de un trabajo aparentemente baldío—, mientras eso no pueda probarse con absoluta certeza, me asiste pese a todo la posibilidad de no trocar el deber (que es lo liquidum) por la regla de prudencia consistente en no dedicarse a lo impracticable (que sería lo illiquidum, pues es mera hipótesis); por incierto que me resulte y que me siga resultando siempre si cabe esperar lo mejor para el género humano, esto no puede destruir, sin embargo, la máxima —ni por tanto la necesidad de presuponerla con miras prácticas— de que tal cosa es factible.
Esta esperanza de tiempos mejores, sin la cual nunca hubiera entusiasmado al corazón humano un deseo serio de hacer algo provechoso para el bien universal, también ha ejercido siempre su influjo sobre la labor de los bienpensantes. El buen Mendelssohn debía haber contado con eso cuando tan vehementemente se esforzaba en pro de la ilustración y la prosperidad de la nación a la que pertenecía, pues no podía esperar razonablemente que las consiguiera él mismo y por sí solo, sin que otros tras él continuaran por la misma senda. Ante el triste espectáculo que ofrecen, no tanto los males que agobian al género humano por causas naturales, sino más bien aquellos que los propios hombres se infligen mutuamente, el ánimo se reconforta gracias a la perspectiva de que el futuro puede ser mejor, y ciertamente con benevolencia desinteresada, pues llevaremos mucho tiempo en la tumba antes de que se cosechen los frutos que en parte hemos sembrado nosotros mismos. Los argumentos empíricos contra el éxito de estas resoluciones tomadas por esperanza son aquí del todo inoperantes; la suposición de que, cuanto hasta ahora aún no se ha logrado, sólo por eso tampoco se va a lograr jamás, no autoriza en modo alguno \<Ak. VIII 310> a desistir de propósitos pragmáticos o técnicos (como, por ejemplo, el de viajar por el aire con globos aerostáticos), y menos todavía de un propósito moral, pues respecto de este último basta con que no se haya demostrado la imposibilidad de su realización para que constituya un deber. Además, se pueden ofrecer muchas pruebas de que el género humano en su conjunto ha hecho realmente considerables progresos, incluso por el camino de su perfeccionamiento moral, si se compara nuestra época con todas las anteriores (breves detenciones no pueden probar nada en contra); y el clamor ante el continuo aumento de su degeneración se debe precisamente a que, habiéndose situado en un nivel de moralidad más alto, tiene ante sí más amplios horizontes, y su juicio sobre lo que se es en comparación con lo que se debe ser —por tanto su autocensura— se vuelve tanto más estricto cuantos más niveles de moralidad hayamos ascendido en el curso del mundo que hemos llegado a conocer.
Si preguntamos ahora por qué medios cabría mantener, e incluso acelerar, este incesante progreso a mejor, pronto se ve que tal éxito —que llega a perderse en la inmensidad— no dependerá tanto de lo que hagamos nosotros (por ejemplo, de la educación que demos a la juventud) y del método con que nosotros hemos de proceder para conseguirlo, cuanto de lo que haga la naturaleza humana en nosotros y con nosotros para forzarnos a seguir una vía a la que difícilmente nos doblegaríamos por nosotros mismos. Pues sólo de esa naturaleza, o más bien de la Providencia (porque se requiere una sabiduría suprema para cumplir tal fin), podemos esperar un éxito que alcance a la totalidad y, desde ésta, llegue a las partes, mientras que los hombres en sus proyectos sólo arrancan de las partes, e incluso se quedan en ellas; hasta la totalidad como tal —demasiado grande para los hombres— llegarán ciertamente las ideas de éstos, pero no su influjo, sobre todo porque, al oponerse unos a otros en sus proyectos, difícilmente se unirían para ello por su propia y libre decisión.
Así como la general violencia, y la necesidad resultante de ella, terminaron haciendo que un pueblo decidiese someterse a la coacción que la razón misma le prescribe como medio, esto es, someterse a leyes públicas e ingresar en una constitución civil, también la necesidad resultante de las continuas guerras con que los Estados tratan una y otra vez de menguarse o sojuzgarse entre sí ha de llevarlos finalmente, incluso contra su voluntad, a ingresar en una constitución cosmopolita; o bien, por otra parte, si cierta situación de paz \<Ak. VIII 311> universal (como ha ocurrido múltiples veces en el caso de Estados demasiado grandes) resulta todavía más peligrosa para la libertad, por producir el más terrible despotismo, esta necesidad les llevará entonces a una situación que no es, ciertamente, la de una comunidad cosmopolita sometida a un jefe, pero sí es una situación jurídica de federación con arreglo a un derecho internacional comunitariamente pactado.
En efecto. El progreso cultural de los Estados, junto con su propensión —también creciente— a extenderse a costa de los otros valiéndose de la astucia o la violencia, hacen que se multipliquen las guerras y que se produzcan gastos cada vez mayores, ocasionados por ejércitos siempre en aumento (y con soldada permanente), ejércitos que se mantienen a punto y disciplinados, provistos de instrumentos bélicos cada vez más numerosos; mientras tanto, los precios de todo lo que se necesita suben constantemente, sin que quepa esperar un aumento equivalente y progresivo de los metales con que se pagan; además, ninguna paz dura tanto tiempo como para que el ahorro hecho mientras dura llegue a igualar los costes de la próxima guerra, contra lo cual la invención de la deuda pública es sin duda un recurso muy ingenioso, pero termina destruyéndose a sí mismo. Por todo ello, lo que la buena voluntad hubiera debido hacer, y no hizo, finalmente tiene que hacerlo la impotencia: organizar internamente cada Estado de manera que no sea su jefe (a quien la guerra no cuesta realmente nada, porque traslada sus costes a otro, esto es, al pueblo) sino el pueblo, a quien sí le cuesta, el que tenga la última palabra sobre si debe haber guerra o no (para eso sin duda se ha de presuponer necesariamente la realización de aquella idea del contrato originario). Pues el pueblo se guardará muy bien de exponerse al peligro de caer en su propia y particular indigencia —peligro que no afecta al jefe— sólo por ansias de expansión o por mor de presuntas ofensas meramente verbales. Y de este modo también la posteridad (sobre la cual no se harán recaer cargas de las que no es culpable, y eso no ya por amor a ella sino sólo por el amor que toda época se profesa a sí misma) podrá progresar siempre a mejor incluso en sentido moral, mientras cada comunidad, desprovista ya de facultad para dañar violentamente a otra, haya de atenerse tan sólo al derecho y pueda esperar con fundamento que otras comunidades de igual configuración acudirán entonces en su ayuda.
Esto, sin embargo, es sólo opinión y mera hipótesis: incierta como todos los juicios que quieren asignar a un efecto que se intenta, pero que no está del todo en nuestro poder, la única causa natural adecuada a él. \<Ak. VIII 312> E incluso, dentro de un Estado ya existente, esa hipótesis no contiene, como tal, ningún principio para que el súbdito trate de imponerla por la fuerza (como se mostró antes), sino sólo para que la pongan en práctica los soberanos libres de coacción. Si bien es cierto que no está en la naturaleza del hombre, según el orden habitual, renunciar voluntariamente a su poder, no es sin embargo imposible que eso ocurra en circunstancias apremiantes. Esperar, pues, que la Providencia introduzca las circunstancias requeridas para ello podría considerarse como una expresión no inadecuada de los deseos y esperanzas morales de los hombres (cuando son conscientes de su incapacidad). La providencia proporcionará una salida al fin de la humanidad tomada en el conjunto de su especie, para que ésta alcance su destino final mediante el uso libre de sus fuerzas y hasta donde tales fuerzas den de sí, salida a la que, por cierto, se oponen los fines de los hombres tomados individualmente. Y justo el hecho de que las inclinaciones —origen del mal— se contrarresten mutuamente facilita a la razón un libre juego para dominarlas a todas y para hacer que, en lugar de reinar el mal, que se autodestruye, reine el bien, que, una vez implantado, se mantiene por sí mismo en lo sucesivo.
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La naturaleza humana en ninguna otra parte se muestra menos digna de ser amada que en las relaciones mutuas entre pueblos. No hay un Estado que se encuentre seguro frente a otro, ni por un momento, en lo que respecta a su independencia o a su patrimonio. Siempre existe en el uno la voluntad de sojuzgar al otro o de reducir sus posesiones; y los pertrechos defensivos, que frecuentemente hacen a la paz todavía más agobiante y ruinosa para el bienestar interior que la propia guerra, nunca disminuyen. Ahora bien: contra esto ningún otro remedio es posible —por analogía con el Derecho civil o político de los hombres tomados individualmente— salvo el de un Derecho internacional fundado en leyes públicas con el respaldo de un poder, leyes a las cuales todo Estado tendría que someterse, pues una paz universal duradera conseguida mediante el llamado equilibrio de las potencias en Europa es una simple quimera, igual que la casa de Swift, tan perfectamente construida por un arquitecto de acuerdo con todas las leyes del equilibrio que, al posarse sobre ella un gorrión, se vino en seguida abajo.
Pero los Estados —se dirá— no se someterán jamás a tales leyes coactivas, y la propuesta de un Estado universal de pueblos bajo cuyo poder deberían acomodarse voluntariamente \<Ak. VIII 313> todos los Estados particulares para obedecer sus leyes, por muy bien que suene en la teoría de un Abbé de Saint Pierre[12] o de un Rousseau[13], no es válida, sin embargo, para la práctica; porque, además, así es como consideraron a tal propuesta grandes estadistas, y más aún los jefes de Estado, quienes siempre la han tenido por sospechosa de ser una idea pedante y pueril, salida de la escuela.
Por mi parte, en cambio, confío en la teoría, pues ésta parte del principio jurídico de cómo debe ser la relación entre hombres y entre Estados, y recomienda a los dioses de la tierra la máxima de proceder siempre, en sus disputas, de modo tal que con él se introduzca ese Estado universal de los pueblos, admitiéndolo como posible (in praxi) y como capaz de existir. Pero, a la vez, también confío (in subsidium) en la naturaleza de las cosas, que lleva por la fuerza a donde no se quiere ir de buen grado (fata volentem ducunt, nolentem trahunt)[14]. Y en la naturaleza de las cosas se incluye asimismo la naturaleza humana; como en esta última siempre continúa vivo el respeto por el Derecho y el deber, no puedo ni quiero considerarla hundida en el mal hasta el extremo de que la razón práctica moral, tras muchos intentos fallidos, no vaya a triunfar finalmente sobre el mal y no nos presente a la naturaleza humana como digna de ser amada. Así pues, también desde el punto de vista cosmopolita se mantiene la tesis: lo que por fundamentos racionales vale para la teoría, es asimismo válido para la práctica.