I<Ak. VIII 45>
Ideas para una Filosofía de la Historia de la Humanidad, por Johann Gottfried Herder (Quem te Deus esse iussit et humana qua parte locatus es in re disce).
Primera Parte (p. 318), Riga y Leipzig, 1784[2]
El espíritu de nuestro ingenioso y sugestivo autor evidencia en este escrito su ya reconocida originalidad. Por tanto, no cabe juzgarlo conforme a los patrones habituales, tal y como ocurre con muchos otros escritos salidos de su pluma. Es como si su genio no acumulara las ideas del vasto campo de las ciencias y de las artes para enriquecerlas con otras dignas de ser comunicadas, sino que las «metamorfoseara» (tomando prestada su propia expresión) en su específico modo de pensar según una determinada ley de asimilación muy peculiar, razón por la cual sus ideas se diferencian notablemente de aquellas mediante las que se sustentan y engrandecen otras almas y se hacen menos susceptibles de ser comunicadas (p. 292)[3]. Por eso, también podría suceder que la expresión «Filosofía de la Historia de la Humanidad» tuviera para él un significado completamente distinto al habitual. A su modo de ver, esta disciplina no requiere una precisión lógica en la determinación de los conceptos o una cuidadosa distinción y verificación de los principios, sino una mirada que abarca mucho sin reparar en nada, una sagacidad bien dispuesta para el hallazgo de las analogías y una osada imaginación en el empleo de las mismas que se alía con la habilidad de captar su objeto —mantenido siempre en una enigmática lejanía— por medio de sentimientos y emociones, los cuales se presentan como resultados de una enjundiosa meditación o como insinuaciones que permiten conjeturar mucho más de lo que un examen desapasionado encontraría en él. Como, a pesar de todo, la libertad de pensamiento (que aquí se da en tan generosa medida) ejercitada por una mente fecunda siempre proporciona materia para la reflexión, procuraremos resaltar —¡ojalá lo consigamos!— las ideas más importantes y originales del mismo, exponiéndolo con sus propias expresiones, si bien al final añadiremos algunas observaciones respecto del conjunto. \<Ak. VIII 46>
Nuestro autor parte de una perspectiva cósmica, con el fin de señalar al hombre su puesto entre los restantes habitantes de los planetas de nuestro sistema solar y, en base a la posición intermedia y nada desventajosa del astro donde vivimos, deduce que «hemos de contar con un entendimiento terrestre bastante mediano y con una virtud humana todavía muy ambigua, aunque (habida cuenta de que nuestros pensamientos y nuestras fuerzas germinan únicamente gracias a nuestra organización terrestre, de modo que tienden a modificarse y transformarse hasta llegar a la pureza y refinamiento consentidos por nuestra creación, suponiendo que sucede otro tanto en los demás astros si nos dejamos guiar por la analogía) cabe conjeturar que el hombre tendrá una meta común con los otros habitantes del universo, no sólo para emprender finalmente un proceso de transformación en más de una estrella, sino acaso incluso para llegar a relacionarse con todas las criaturas que han llegado a la madurez en tantos y tan diversos mundos gemelos»[4]. De aquí pasa a considerar las revoluciones que precedieron a la aparición del hombre. «Antes de que pudieran producirse nuestro aire, nuestra agua y nuestra tierra, fue preciso seguir algunas líneas que se anularon y suprimieron mutuamente. ¿Cómo no iban, pues, a presuponer múltiples revoluciones y disoluciones de lo Uno en lo Otro las diversas especies geológicas, minerales y cristalográficas, así como la organización de los moluscos, de las plantas, de los animales y, por último, del hombre? Él, hijo de todos los elementos y todos los seres, su más excelso compendio y, por decirlo así, la flor de la creación, no podía ser sino el benjamín predilecto de la Naturaleza a cuya formación y concepción tuvieron que preceder muchas evoluciones y revoluciones»[5].
En la forma esférica de la tierra encuentra un motivo de admiración en la unidad a que da lugar toda diversidad imaginable. «Quien pondera esta figura difícilmente caerá nunca en el proselitismo de una ortodoxia filosófica o religiosa ni matará en nombre de un fanatismo tan siniestro como sagrado»[6]. De igual modo la consideración de la eclíptica le da pie a considerar el destino del hombre. «Bajo la oblicua trayectoria de nuestro sol toda acción humana es un ciclo anual»[7]. El conocimiento exhaustivo de la atmósfera, así como el influjo que sobre ella ejercen los cuerpos celestes —si fuera conocido con detalle—, entrañan para él una enorme influencia sobre la historia de la humanidad. En el apartado que dedica a la distribución de la tierra firme y de los mares se \<Ak. VIII 47> presenta la estructura terrestre como un principio aclaratorio de la diversidad en la historia de los pueblos. «Asia es tan coherente en usos y costumbres como uniforme es su vasto territorio; en cambio, el pequeño Mar Rojo supone un gran hiato en relación a las costumbres, siéndolo todavía más el Golfo Pérsico. Sin embargo, los numerosos lagos, montañas y ríos de América, así como la tierra firme, ocupaban, no sin razón, una gran extensión en la zona templada; la configuración del Viejo Continente —primera morada del hombre— ha sido dispuesta por la Naturaleza, con toda intención, de un modo completamente distinto a la del Nuevo Mundo»[8]. El segundo libro se ocupa de los distintos tipos de organización que hay en la tierra y comienza por el granito, sobre el cual actuaron la luz, el calor, un aire más denso y el agua, transportando quizá el sílice hasta la tierra caliza donde se formaron los primeros seres vivos del mar: los testáceos. Luego comienza la vegetación. Comparación del desarrollo del hombre con el de las plantas y del amor sexual de aquél con la floración de éstas. Utilidad del reino vegetal en relación con el hombre. Reino animal. Transformación de los animales y del hombre de acuerdo a los climas. Los del Viejo Mundo son imperfectos. «Las clases de las criaturas aumentan cuanto más se alejan del hombre, disminuyendo cuanto más se le aproximan. En todas hay una forma principal y una estructura ósea similar. Estas transiciones hacen verosímil la hipótesis de que tanto en las criaturas marinas como en las plantas, y quizá hasta en los llamados seres inanimados, domine una y la misma predisposición hacia la organización, sólo que de una forma infinitamente tosca y confusa. Acaso ante la mirada del Ser eterno —quien ve todo en perfecta conexión— la forma primigenia de una partícula de hielo y la del copo de nieve que se configura en ella guarden una relación análoga a la de la formación del embrión en el cuerpo materno. El hombre es una criatura central entre los animales, esto es, es la forma más difundida, en la que se concentran todos los caracteres de cuantas especies le rodean. Veo llegar a los animales, procedentes del aire y del agua, de las alturas y de las profundidades, hacia el hombre, aproximándose paso a paso a su configuración»[9]. Este libro concluye así: «¡Alégrate de tu condición, oh hombre, y estúdiate, noble criatura central, en todo cuanto vive a tu alrededor!»[10].
El tercer libro compara la estructura de las plantas y de los animales con el organismo de los hombres. No podemos seguirle aquí, ya que rentabiliza para su propósito las consideraciones de los naturalistas; sólo mencionaré algunos resultados: «Mediante tales o cuales órganos la criatura engendra, \<Ak. VIII 48> a partir de la inerte vida vegetal, un estímulo vivo y, en base a la suma de éstos, filtrados a través de sus conductos, engendra el medio de la sensación. El resultado de los estímulos se torna impulso, el resultado de la sensación, pensamiento, un eterno progreso de la creación orgánica que fue programado en toda criatura viviente»[11]. El autor no cuenta con gérmenes, sino con una fuerza orgánica, tanto en las plantas como en los animales. Dice: «Al igual que la planta misma es vida orgánica, también lo es el pólipo. Existen, por lo tanto, muchas fuerzas orgánicas, la de la vegetación, la de los estímulos musculares, la de la sensación. Cuanto mayor es el número y refinamiento de los nervios, cuanto más grande es el cerebro, tanto más inteligente llega a ser la especie. El alma animal es la suma de todas las fuerzas que actúan en una organización»[12], y el instinto no es una fuerza natural especial, sino la dirección que la Naturaleza ha fijado para cada conjunto de fuerzas a tenor de su temperamento. A medida que este único principio de la Naturaleza —que ora denominamos constitutivo (en las piedras), ora impulsivo (en las plantas), ora sensitivo, ora artísticamente constructivo y que, en el fondo, es una sola e idéntica fuerza orgánica— se va dividiendo en diferentes órganos y miembros hasta constituir un mundo propio, va desapareciendo el instinto y comienza un uso libre de los sentidos y de los miembros (como ocurre en el hombre). Finalmente, el autor da con el distintivo fundamental de la naturaleza humana: «El caminar erguido es, desde luego, algo exclusivo del hombre, algo que condiciona la organización de toda actividad emprendida por su especie y constituye su carácter distintivo»[13].
Ahora bien, no le fue asignada la posición erguida para el uso racional de sus miembros porque estuviera destinado a la razón, sino que adquirió ésta gracias a dicha posición, como el efecto natural de una disposición que era meramente necesaria para caminar erguido. «Admiremos con gratitud esta sagrada y benefactora obra de arte en virtud de la cual nuestra especie se tornó linaje humano, pues vemos que con la figura erecta de la humanidad comenzó una nueva organización de las fuerzas y cómo sólo gracias a ella el hombre se volvió hombre»[14].
En el libro cuarto el autor continúa desarrollando este punto: «¿Qué le falta a esa criatura semejante al hombre (al mono), que no llegó a ser hombre?»[15]. Y, ¿en virtud de qué lo llegó a ser éste? Gracias a la forma de la cabeza, apropiada para una figura erguida, gracias a la organización interna y externa preparada para un centro de gravedad perpendicular. El mono tiene todas las partes del \<Ak. VIII 49> cerebro que el hombre posee, pero las tiene según la configuración de su cráneo en una posición retrotraída, debido a que su cabeza fue conformada desde otro ángulo y a que no fue constituido para caminar erguido. Con lo cual todas las fuerzas orgánicas actuaron de otro modo; «mira pues hacia el cielo, oh hombre, y alégrate al contemplar estremecido tu inmenso privilegio que el Creador del mundo asoció a un principio tan sencillo: tu posición erguida»[16]. Al elevarse sobre la tierra y sobre la hierba ya no predomina el olfato, sino el ojo. Con la marcha erguida el hombre se convirtió en una criatura hábil, pues adquirió unas manos libres y artísticas; sólo con la marcha erguida aparece el lenguaje humano. Teórica y prácticamente la razón no es sino algo adquirido, una proporción y dirección de las ideas y fuerzas para la que el ser humano ha sido formado según su organización y modo de vivir»[17]. Y la libertad. «El hombre es el primer liberto de la creación: se mantiene erguido»[18]. El pudor «se tuvo que desarrollar muy pronto a causa de la posición erguida»[19]. Su naturaleza no está sometida a ninguna variedad extraordinaria. «¿A qué se debe esto? A su posición erguida y a nada más. El hombre ha sido formado para la humanidad; apacibilidad, amor sexual, simpatía y amor maternal constituyen algunos escalones de su formación erguida conducente a la humanidad… las reglas de la justicia y de la verdad se fundamentan asimismo en la posición erguida del hombre, la cual también lo formó para la decencia; la religión es la suprema humanidad. El encorvado animal tiene sensaciones confusas; Dios elevó al hombre de modo que, aún sin saberlo ni quererlo, trate de descubrir las causas de las cosas y te halle a Ti, conexión máxima de todas las cosas. La religión abre paso a la esperanza y a la creencia en la inmortalidad»[20]. De esto último trata el libro quinto: «Desde las piedras a los cristales, desde los cristales a los metales, desde los metales al mundo vegetal, del mundo vegetal al animal, llegando finalmente al hombre, vimos ascender la forma de la organización y, con ella, diversificarse las fuerzas e impulsos de la criatura hasta concentrarse por fin en la figura del hombre, en la medida en que ésta puede abarcar todo ello»[21].
«A través de esta serie de seres observábamos una semejanza de la forma principal, la cual se aproximaba cada vez más a la configuración humana, y asimismo allegársele fuerzas e impulsos. En cada criatura la duración de su vida se adaptó al fin de la Naturaleza que ella había de secundar. Cuanto más organizada es una criatura, tanto más se compone su estructura de los reinos inferiores. El hombre \<Ak. VIII 50> es un compendio del mundo: cal, tierra, sales, ácidos, aceite y agua, fuerzas de la vegetación, de los estímulos y de las sensaciones se combinan orgánicamente en él. Esto nos da razones para suponer también un reino invisible de fuerzas —el cual se halla en idéntica conexión y experimenta transiciones similares a las del reino invisible de la creación—, así como una serie creciente de fuerzas invisibles. Esto es todo lo que sustenta la inmortalidad del alma e incluso la perduración de todas las fuerzas eficientes y vivas de la creación universal. La fuerza no puede perecer, aunque el instrumento pueda ser destruido. Lo llamado a la vida por el que todo lo anima, eso vive; lo que actúa, actúa eternamente en su eterna conexión»[22]. Estos principios no se analizan, «porque no es éste el lugar indicado para ello»[23]. No obstante, «vemos en la materia tantas fuerzas afines al espíritu, que una total oposición y contradicción de estos entes —ciertamente muy distintos—, el espíritu y la materia, parece, si no contradictoria en sí misma, al menos completamente indemostrable»[24]. «Nadie ha visto gérmenes preformados. Es impropio hablar de una epigénesis, como si los miembros creciesen desde fuera. La formación (génesis) es un efecto de fuerzas internas a las que la Naturaleza preparó una masa informe donde se vuelven invisibles al configurarla. No es nuestra alma racional la que configuró el cuerpo, sino el dedo de la divinidad, la fuerza orgánica»[25]. Ahora bien, esto quiere decir: «1) Es cierto que fuerza y órgano están íntimamente unidos, pero no por ello son una y la misma cosa. 2) Cada fuerza actúa en armonía con su órgano, pues ella lo ha configurado y asimilado únicamente para manifestar su esencia. 3) Cuando la envoltura deja de existir, subsiste la fuerza que ya existía con antelación a esa envoltura, aunque en un estado inferior e igualmente orgánico»[26]. Acto seguido el autor se dirige a los materialistas: «Supongamos que nuestra alma sea originariamente idéntica a todas las fuerzas de la materia, del estímulo, del movimiento y de la vida, y que sólo en una fase superior actúe en una organización más desarrollada y sutil; ¿acaso se ha visto nunca que perezca tan sólo una fuerza del movimiento y del estímulo, constituyendo esas fuerzas inferiores una y la misma cosa que sus órganos?»[27]. De su conexión se dice que sólo podría entrañar progreso. «Se puede considerar al género humano como la gran confluencia de fuerzas orgánicas inferiores que debían germinar en él para la formación de la humanidad»[28]. \<Ak. VIII 51>
El que la organización humana acontezca en un reino de fuerzas espirituales se muestra de la siguiente manera: «1) El pensamiento es algo completamente distinto a lo que los sentidos suministran al alma»[29]; todas las experiencias acerca del origen de las asociaciones de nuestros pensamientos»[30] aportan pruebas sobre la acción de un ser (sin duda orgánico, pero aún así arbitrario) que actúa conforme a leyes de conexión espiritual. 2) Así como el cuerpo aumenta de tamaño gracias a los alimentos, también crece el espíritu gracias a las ideas, pudiendo observar en él incluso las leyes de asimilación, crecimiento y reproducción. En resumen, se forma en nosotros un hombre espiritual interior, que tiene una naturaleza propia y utiliza el cuerpo sólo como instrumento. 3) La más clara conciencia, ese gran privilegio del alma humana, se fue integrando a ésta de un modo espiritual a través de la humanidad, etc.»[31]; en una palabra —si es que lo hemos entendido correctamente—: el alma se ha desarrollado ante todo a partir de fuerzas espirituales que se le iban agregando poco a poco. «Nuestra humanidad es sólo un ejercicio preliminar, el capullo de una flor futura. La Naturaleza se aleja paso a paso de lo innoble, cultivando por el contrario lo espiritual, refinando aún más lo sutil, y así podemos esperar que su mano de artista también hará florecer nuestro capullo de la humanidad en una existencia donde aparezca en su propia, verdadera y divina forma humana»[32].
La conclusión se cifra en este aserto: «El estado actual del hombre es, probablemente, el de un término medio que sirve de enlace entre dos mundos. Cuando el hombre cerró la cadena de las organizaciones terrenales como su miembro supremo y último, también inauguró con ello la cadena de una especie superior de criaturas como su miembro inferior, constituyendo así el anillo intermedio entre dos sistemas de la creación mutuamente entrelazados. El hombre representa a dos mundos a la vez y en eso estriba la aparente duplicidad de su ser. La vida es una lucha, y la flor de la humanidad pura e inmortal una corona difícil de conquistar. De ahí que nuestros hermanos del grado superior nos amen ciertamente más de lo que nosotros podemos buscarlos y amarlos, pues ellos ven nuestra condición con más claridad, y quizá eduquen en nosotros a partícipes de su felicidad. No podemos imaginarnos bien que la condición futura sea respecto a la actual tan completamente incomunicable como quisiera creer el animal que hay en el hombre; en este orden de cosas, el lenguaje y los comienzos de la ciencia parecen inexplicables sin una instrucción superior. También en épocas remotas se produjeron los máximos efectos sobre la tierra por medio de circunstancias inexplicables; incluso las enfermedades fueron a menudo instrumentos para ello, cuando el órgano se había vuelto inservible \<Ak. VIII 52> para el círculo habitual de la vida terrena; por tanto, parece natural que la incansable fuerza interna acaso recibiera impresiones de las cuales no era capaz una organización menos inquieta. No obstante, el hombre no puede penetrar con la mirada en su estado futuro, sino con la fe»[33]. (Pero, si cree por un momento que puede penetrarlo con la mirada, ¿cómo puede impedírsele que no intente hacer uso a veces de tal capacidad?) «Lo cierto es que en cada una de sus fuerzas subyace una infinitud; también las fuerzas del universo parecen estar ocultas en el alma, y ésta sólo necesita una organización o una serie de ellas para poder activarlas y ejercitarlas. Así como brotó la flor, cerrando con su forma erguida el reino de la creación subterránea y todavía inanimada, vuelve a erguirse el hombre por encima de todos los (animales) encorvados hacia la tierra. Con la mirada elevada y las manos levantadas permanece de pie, como un hijo de la casa que aguarda la llamada de su padre»[34].
Suplemento
El propósito que anima toda esta Primera Parte (de una obra que promete constar de muchos volúmenes) se cifra en esta tesis. Debe probarse —evitando cualquier investigación de carácter metafísico— la naturaleza espiritual del alma humana, su persistencia y progresos en la perfección a partir de la analogía con las configuraciones naturales de la materia, sobre todo en lo que atañe a su organización. A tal efecto, se supone la existencia de unas fuerzas espirituales para las que la materia sólo representa el material a estructurar, se admite cierto reino invisible de la creación, el cual entraña la fuerza vivificante que todo lo organiza y, ciertamente, de forma que el modelo de perfección para esta organización lo sea el hombre, modelo al que se fueron aproximando todas las criaturas de la tierra desde los niveles inferiores hasta que, por fin, gracias únicamente a esa organización perfecta cuya condición principal es la marcha erguida del animal apareció el hombre, cuya muerte no puede significar en ningún caso un punto final para el desarrollo y el crecimiento de las organizaciones ya mostradas anteriormente con minuciosidad en todo tipo de criaturas, sino que más bien permite esperar un salto de la Naturaleza hacia operaciones aún más refinadas, en virtud de lo cual promueva para el hombre un futuro nivel de vida todavía más alto, elevándolo desde allí al infinito. El autor de la reseña ha de confesar que no comprende cómo se puede colegir esto partiendo de la analogía con la Naturaleza, \<Ak. VIII 53> aun cuando admitiera esa gradación continua de sus criaturas junto con la regla de la misma, esto es, el aproximamiento al hombre. Pues existen distintos seres que ocupan los múltiples grados de esta organización en continuo proceso de perfeccionamiento. Por lo tanto, partiendo de semejante analogía, sólo se podría colegir que en cualquier otra parte —como sería el caso de otro planeta— podrían existir criaturas que detentaran el grado de organización inmediatamente superior al del hombre, pero no que lo alcance el mismo individuo. En los animales voladores que se desarrollan a partir de gusanos u orugas existe una disposición absolutamente peculiar y diferente de los procedimientos habituales de la Naturaleza y, por otra parte, la palingenesia no sucede a la muerte, sino sólo al estado de crisálida. En cambio, habría de probarse aquí que la Naturaleza permite a los animales, tras su descomposición o incineración, elevarse a partir de sus cenizas hacia una organización específica más perfecta, para que según la analogía pueda concluirse también esto del hombre, que aquí queda reducido a cenizas. No existe, pues, la menor semejanza entre la elevación gradual del mismo hombre a una organización más perfecta en otra vida y la jerarquía que cabe establecer entre especies e individuos totalmente diferentes de un reino natural. Aquí la Naturaleza no nos deja ver sino que abandona a los individuos a su completa destrucción, conservando tan sólo a la especie; sin embargo, se pretende saber si el individuo humano sobrevivirá a su destrucción aquí en la tierra, algo que acaso puede ser desentrañado en base a razones morales o, si se quiere, metafísicas, pero nunca conforme a una analogía con la generación visible. Mas en lo concerniente a ese reino invisible de fuerzas activas e independientes, no se entiende bien por qué el autor —después de haber creído poder deducir con seguridad su existencia a partir de las generaciones orgánicas— no prefirió pasar por alto el principio pensante del hombre como mera naturaleza espiritual, en lugar de sacarlo del caos a través del edificio de la organización; ello tendría que ser así, de tener a esas fuerzas espirituales por algo totalmente distinto del alma humana y no considerar a ésta como una naturaleza especial, sino como un mero efecto de la Naturaleza universal e invisible que actúa en la Naturaleza vivificándola, opinión que vacilamos en atribuirle. Ahora bien, ¿qué debe uno pensar en general de la hipótesis de las fuerzas invisibles \<Ak.VIII 54> que originan la organización y, por ende, del proyecto de querer explicar lo que uno no entiende a partir de aquello que entiende menos todavía? Respecto de lo primero podemos al menos conocer las leyes gracias a la experiencia, aunque desde luego permanezcan desconocidas las causas de las mismas; acerca de lo segundo nos vemos privados de toda experiencia. ¿Qué puede aducir pues el filósofo para justificar su pretensión, a no ser la mera desesperación por encontrar tal explicación en cualquier conocimiento de la Naturaleza, buscando esa apremiante resolución en el fecundo campo de la ficción poética? Pero esto no deja de ser Metafísica, e incluso muy dogmática, por mucho que nuestro autor la rechace siguiendo los dictados de la moda.
Sin embargo, en lo concerniente a la jerarquía de las organizaciones no se le puede reprochar no haber alcanzado su propósito —que tanto excedía este mundo—, ya que su uso con respecto al reino natural no conducía a nada aquí en la tierra. La insignificancia de las diferencias, cuando se ajustan las especies unas a otras según su semejanza, es dentro de tan gran diversidad una consecuencia necesaria precisamente de esa diversidad. Sólo un aire de familia entre ellas, en virtud del cual una especie procedería de otra y todas de una única especie originaria o de algo parecido a un seno materno único que hubiera procreado todo, nos conduciría a ideas, pero éstas son tan espantosas que la razón retrocede estremecida ante ellas, algo que no se puede imputar a nuestro autor sin ser injustos. En cuanto a su contribución a la anatomía comparada, relativa a todas las especies animales y las plantas, son los naturalistas a quienes compete juzgar en qué medida pueden serles de utilidad las nuevas observaciones proporcionadas aquí y si tienen algún fundamento. Pero la unidad de la fuerza orgánica (p. 141)[35], que como autoconfiguradora con respecto a la diversidad de todas las criaturas orgánicas da lugar más tarde, gracias a tal diversidad, a las diferentes especies conforme a la variedad de esos órganos y constituye la diferencia íntegra de sus múltiples géneros y especies, es una idea que se halla completamente al margen de la teoría natural basada en la observación y pertenece a una filosofía meramente especulativa en la que, si se le diese cabida, socavaría enormemente los conceptos establecidos. Ahora bien, querer determinar qué organización del cuerpo está necesariamente vinculada —exteriormente por su figura e interiormente por su cerebro— con la \<Ak. VIII 55> disposición para la marcha erguida y, más aún, cómo una organización meramente encaminada a este fin contiene el fundamento de la capacidad racional —de la que en virtud de esto participaría el animal—, es algo que supera a todas luces las fuerzas de la razón humana, la cual en ese caso sólo puede andar a tientas sirviéndose de una guía fisiológica o volar gracias a un hilo conductor de carácter metafísico.
A pesar de todo, estas advertencias no deben privar de todo mérito a una obra tan rica en ideas. Cabe destacar (para no mencionar aquí algunas de sus reflexiones tan bellamente expuestas como noble y sinceramente meditadas) el valor con que su autor ha sabido superar los escrúpulos de su gremio, que tan a menudo restringe toda filosofía al ensayo de la razón y a lo que ésta pueda alcanzar por sí misma, audacia en la que le deseamos muchos seguidores. Por otro lado, la misteriosa oscuridad en la que la propia Naturaleza envuelve sus operaciones de organización y clasificación de sus criaturas, tiene algo de culpa en la oscuridad e imprecisión que caracterizan a esta primera parte de una historia filosófica de la humanidad, que fue trazada con el fin de enlazar, en la medida de lo posible, los extremos de la misma, esto es, el punto a partir del cual comenzó la historia y aquél donde se pierde en lo infinito más allá de la historia terrenal; este intento es ciertamente audaz, pero sin duda también connatural al instinto investigador de nuestra razón y no carece de gloria incluso aun cuando no se haya consumado plenamente. Sin embargo, sería tanto más deseable que nuestro ingenioso autor dominara su genio vivaz en la continuación de su obra y encontrara un suelo firme ante sí, de modo que la filosofía —cuyo cuidado consiste más en la poda que en el cultivo de retoños exuberantes— pueda conducirle a la consumación de su empresa, no por medio de insinuaciones, sino de conceptos precisos, no mediante leyes forjadas por el temperamento, sino por la observación, no por medio de una imaginación a la que han dado alas ya sea la metafísica o los sentidos, sino a través de una razón ambiciosa en materia de proyectos, pero cauta en su ejecución. \
II
<Ak. VIII 56>Advertencias del autor de la recensión sobre la obra de Herder Ideas para una Filosofía de la Historia de la Humanidad, aparecida en el núm. 4 del Allgemeine Litteraturzeitung, respecto de un escrito dirigido contra esta recensión que ha sido publicado en el Teutscher Merkur del mes de febrero[36].
En la página 148 del Teutscher Merkur del mes de febrero se presenta, bajo el pseudónimo de «un clérigo», un defensor del libro de Herder contra el presunto ataque aparecido en nuestro Allgemeine Litteraturzeitung. No sería justo implicar el nombre de un escritor respetado en la polémica entre el autor de la recensión y su adversario; por consiguiente, sólo queremos justificar aquí nuestro modo de proceder en la divulgación y enjuiciamiento de la obra mencionada, haciendo nuestras las máximas de exactitud, imparcialidad y moderación que este periódico ha adoptado como pautas de conducta. En su escrito, «el clérigo» porfía con un metafísico que sólo existe en su imaginación, al que se representa como absolutamente negado para la instrucción proveniente de la experiencia e incapaz de apreciar las conclusiones aportadas por la analogía de la Naturaleza allí donde no llega la experiencia, empecinado como está en amoldarlo todo a su horma escolástica de abstracciones estériles. El autor de la reseña puede ver con agrado esta disputa, pues en esto coincide plenamente con la opinión del «clérigo», constituyendo la propia recensión la mejor prueba de ello. Pero, puesto que cree conocer bastante bien los materiales de una antropología y algo respecto al método con que deben aplicarse para procurar una historia de la humanidad considerando su destino, está convencido de que tales materiales no han de buscarse ni en la metafísica ni tampoco en el gabinete de los naturalistas mediante la comparación (comparación que dirá muy poco respecto a su destino en otro mundo), sino que dichos materiales sólo pueden ser encontrados en sus acciones, a través de las cuales manifiesta el hombre su carácter; también se halla persuadido de que Herder no ha albergado ni por un momento la intención de suministrar los auténticos materiales para una historia del hombre en esa primera parte de su obra (la cual contiene únicamente una presentación del hombre en tanto que animal inmerso en el sistema universal de la Naturaleza y, por lo tanto, como un precursor de las ideas futuras), sino sólo reflexiones que pueden interesar a los fisiólogos, ampliando sus investigaciones —que por lo general suele ceñir a la intención mecánica de la estructura animal— \<Ak. VIII 57> cuanto ello es posible hasta la organización teleológica que condiciona el uso de la razón en esa criatura (si bien les concede mayor importancia de la que merecen). Tampoco es necesario que quien sea partidario de esta última opinión demuestre (tal y como exige el «clérigo» en la p. 161) que la razón humana sería posible bajo alguna otra forma de organización, pues esto puede resultar tan poco comprensible como que únicamente sea posible bajo la forma actual. El uso racional de la experiencia también tiene sus limitaciones. Sin duda, la experiencia puede mostrar que algo está constituido de tal o cual manera, pero nunca que no pueda ser de otra manera completamente distinta; ni tampoco analogía alguna puede llenar ese inconmensurable abismo que media entre lo contingente y lo necesario. En la recensión quedó dicho: «La insignificancia de las diferencias, cuando se ajustan las especies unas a otras según su semejanza, es dentro de tan gran diversidad una consecuencia necesaria precisamente de esa diversidad. Sólo un aire de familia entre ellas, en virtud del cual una especie procedería de otra y todas de una única especie originaria o de algo parecido a un seno materno único que hubiera procreado todo, nos conduciría a ideas, pero éstas son tan espantosas que la razón retrocede estremecida ante ellas, algo que no se puede imputar a nuestro autor sin ser injustos». Estas palabras indujeron al «clérigo» a suponer una especie de ortodoxia metafísica en la recensión de la obra y, por consiguiente, a encontrar en ella intolerancia; por eso añade: «La sana razón abandonada a su libertad no retrocede estremecida ante ninguna idea». Pero no hay nada que temer por ese lado, como él cree erróneamente. Es simplemente el horror vacui lo que en este caso hace retroceder estremecida a la razón humana universal, cuando se topa con una idea con la que no puede pensarse nada en absoluto, pudiendo el código ontológico servir de canon, en este sentido, al teológico y, ciertamente, en aras de la tolerancia. Por otra parte, «el clérigo» encuentra demasiado trivial para un autor tan célebre el mérito de la libertad de pensamiento concedido al libro. Sin duda, piensa que se trata de la libertad externa, la cual no representa en efecto mérito alguno al depender del tiempo y del lugar. Sin embargo, la reseña consideraba únicamente aquella libertad interna que se libera de las cadenas de los conceptos y modos de pensar habituales fortalecidos por la opinión generalizada, una libertad tan poco común que incluso quienes profesan la filosofía muy raras veces han podido levantar la vista \<Ak. VIII 58> hacia ella. A la recensión le reprocha «que escoge pasajes donde se expresan los resultados, obviando aquellos que los preparan», lo cual no deja de ser un mal inevitable para todo literato, resultando siempre más aceptable que elogiar o descalificar mediante la mera elección de uno u otro pasaje. Con el debido respeto e incluso interesándonos por la gloria —sobre todo por la venidera— del autor, mantenemos el juicio emitido sobre la obra considerada, que desde luego sostiene algo completamente distinto a lo que «el clérigo» le atribuye (con cierta mala fe) en la página 161, esto es, que el libro no había cumplido con lo que prometía su título. Pues el título no prometía de ningún modo cumplir ya en el primer tomo —que sólo contiene ejercicios preliminares sobre cuestiones fisiológicas generales— con lo que se espera de los siguientes (que, en la medida en que se puede prever, contendrán la Antropología propiamente dicha), y la advertencia no era superflua: restringir en ese próximo volumen la libertad que en el anterior merecía indulgencia. Por lo demás, ahora depende sólo del propio autor el ofrecernos aquello que prometía el título, algo que cabe esperar de su talento y erudición.
III
Ideas para una Filosofía de la Historia de la Humanidad, por Johann Gottfried Herder. Segunda Parte (344 pp.), Riga y Leipzig, 1785[37].
Esta parte —que se prolonga hasta el libro décimo— comienza por describir a lo largo de los seis epígrafes del libro sexto la organización de los pueblos cercanos al Polo Norte y a las zonas altas de Asia, la de esa región habitada por los pueblos más bellos y cultos, la de los países africanos, la de los hombres que pueblan las islas del Trópico y la de los americanos. El autor concluye la descripción expresando el deseo de que se coleccionaran esos grabados de distintos países realizados recientemente por Niebuhr, Parkinson, Cook, Hóst, Georgi y otros muchos. «Sería un espléndido regalo para todos el que alguien, capaz de hacerlo, coleccionara los fieles retratos de la variedad de nuestra especie que se hallan dispersos aquí y allá, preparando así el terreno a una elocuente antropología fisionómica de la humanidad. Difícilmente podría el arte encontrar una aplicación más filosófica, \<Ak. VIII 59> y un mapamundi antropológico —similar a la cartografía zoológica procurada por Zimmermann— donde no habría de indicarse sino la diversidad propia de la humanidad, si bien en todas sus vertientes y manifestaciones, coronaría esa tarea filantrópica»[38].
El libro séptimo examina en primer lugar la tesis de que, pese a sus diversas manifestaciones, el género humano constituye una especie única que se ha aclimatado a todos los lugares de la tierra. Seguidamente, se consideran los influjos del clima sobre la formación del cuerpo y el alma del hombre. El autor observa con agudeza que todavía faltan muchos trabajos previos para poder llegar a establecer una climatología fisiológico-patológica, por no hablar de una que comprenda todas las fuerzas intelectivas y sensitivas del hombre; se da cuenta de que no es posible sistematizar ese caos de causas y efectos (la altitud del terreno, su orografía y sus productos, los alimentos y bebidas, el régimen de vida, los trabajos, la vestimenta, las diversiones, las artes y el resto de circunstancias confluyentes) en un universo donde cada cosa, cada comarca en particular, obtenga todo ello con equidad, sin exceso ni defecto. Por eso, con una modestia digna de elogio en la página 99[39] califica como problemas las observaciones generales de la página 92[40]. Éstas son las tesis fundamentales allí contenidas: 1) Por medio de múltiples causas se fomenta en la tierra un conjunto de factores climáticos que forman parte de la existencia de los seres vivos. 2) El territorio habitable de nuestra tierra se halla concentrado en regiones donde la mayoría de los seres vivos actúan de la forma que les resulta más satisfactoria; esta situación de los continentes influye sobre el clima de todos ellos. 3) Gracias a los sistemas montañosos de la tierra no sólo se ha modificado incontables veces el clima para una buena parte de los seres vivientes, sino que también se impidió la dispersión del género humano, tal y como puede impedirse. En el cuarto apartado de este libro el autor sostiene que la fuerza genética es la madre de todas las configuraciones sobre la tierra, sobre la que el clima sólo actúa favorable o desfavorablemente, y concluye con algunas observaciones sobre la desavenencia entre la génesis y el clima, haciendo votos por la elaboración de una historia físico-geográfica del origen y evolución de nuestra especie según los climas y las épocas.
En el libro octavo Herder atiende al empleo de los sentidos humanos, a la imaginación del hombre, a su entendimiento práctico, a sus instintos y a su felicidad e ilustra el influjo de la tradición, \<Ak. VIII 60> de las opiniones, del uso y la costumbre, mediante ejemplos de distintos países.
El noveno se ocupa de la dependencia del hombre respecto a otros en lo que atañe a la evolución de sus capacidades, del lenguaje en tanto que vehículo de la formación de los hombres, de la invención de las artes y las ciencias en virtud de la imitación, la razón y el lenguaje, de los gobiernos en cuanto sistemas de organización entre los hombres que la mayor parte de las veces se han constituido a partir de tradiciones heredadas, concluyendo con observaciones acerca de la religión y la más antigua tradición.
El décimo contiene en buena medida el resultado de las reflexiones que el autor ha expuesto ya en otros lugares; junto a las consideraciones sobre la primera morada de los hombres y las tradiciones asiáticas sobre la creación de la tierra y del género humano, repite lo esencial de la hipótesis sobre la historia mosaica de la creación vertida en su escrito: El documento más antiguo del género humano (1776).
También en esta parte, estas sucintas indicaciones son sólo un anuncio del contenido y no una exposición del espíritu de la obra; pretenden invitar a leerla, no reemplazar o hacer innecesaria su lectura.
Los libros sexto y séptimo contienen en su mayor parte sinopsis descriptivas de pueblos, sin duda seleccionadas con acierto, dispuestas con maestría y acompañadas en todo momento por opiniones propias e ingeniosas, mas justamente por ello muy poco susceptibles de un resumen detallado. Tampoco es nuestra intención entresacar o analizar tantos hermosos pasajes llenos de elocuencia poética, que todo lector con sensibilidad sabrá apreciar por sí mismo. Pero mucho menos nos proponemos investigar aquí si el espíritu poético que aviva la expresión no se ha infiltrado a veces en la filosofía del autor, si los sinónimos no se hacen pasar de cuando en cuando por explicaciones y las alegorías por verdades, o si los cruces entre los terrenos colindantes de la filosofía y el lenguaje poético no han trastocado por completo en ocasiones los lindes y dominios de ambos, ni si en muchos lugares la trama de audaces metáforas, de figuras poéticas, de alusiones mitológicas, no ha servido precisamente para ocultar el cuerpo de los pensamientos como bajo una especie de miriñaque, en lugar de para insinuarlo bajo un velo transparente. Dejamos en manos de los críticos de la elegancia del estilo filosófico o, en última \<Ak.VIII 61> instancia, del propio autor, el indagar si no hubiera sido mejor decir, por ejemplo: no sólo el día y la noche y el cambio de las estaciones modifican el clima, en lugar de lo escrito en la página 99: «No sólo el día y la noche, así como la danza en que se van turnando las estaciones del año, modifican el clima»; ellos han de juzgar asimismo si en la página 100 conviene agregar, tras una descripción histórico-natural de tales modificaciones, una imagen, indudablemente bella, propia de una oda ditirámbica: «En torno al trono de Júpiter danzan las Horas en una continua hilera y lo que se forma bajo sus pies es en verdad sólo una perfección imperfecta, porque todo se basa en la combinación de elementos heterogéneos, pero gracias a una cohesión interna y al enlace conyugal de unos con otros nacerá por doquier el hijo de la Naturaleza, la regularidad y la belleza sensible»[41]; o si no resulta demasiado épica esta locución con que se inicia el libro octavo (cuando el descriptor de viajes sobre la organización de los diversos pueblos y su clima deja paso al acopio de principios generales extraídos de lo anterior: «Mi situación es comparable a la de alguien que emprendiera una navegación por el aire a partir de las olas del mar, pues ahora, tras examinar las formas y las fuerzas naturales de la humanidad, llego a su espíritu, aventurándome a investigar las variables cualidades del mismo en nuestra vasta tierra circular a partir de informaciones ajenas, incompletas y parcialmente inseguras»[42]. Tampoco comprobaremos si el torrente de su elocuencia no le hace incurrir en contradicciones aquí y allá, si por ejemplo, cuando en la página 248[43] se menciona que muy a menudo los inventores tienen que ceder a la posteridad el provecho de su invento —que crearon para sí mismos—, acaso no subyace aquí un nuevo ejemplo para confirmar la tesis de que las disposiciones naturales del hombre relativas al uso de su razón sólo se desarrollarán por completo en la especie, pero no en el individuo; tesis a la que se ve inclinado a inculpar —junto a otras que se derivan de ella—, y así lo hace en la página 206[44], como una ofensa a la majestad de la Naturaleza (algo a lo que otros llamarían en prosa «sacrilegio»). Pero, teniendo presentes los límites que aquí se nos imponen, hemos de pasar por alto todas estas cuestiones.
Quien suscribe habría deseado que una mente histórico-crítica hubiera preparado el terreno a nuestro autor, como a cualquier otro filósofo que acometa una historia natural del hombre con carácter universal, al haber seleccionado entre tal cúmulo de informaciones relativas a la naturaleza humana, proporcionadas por las descripciones \<Ak. VIII 62> de pueblos o los relatos de viajes, justo aquellas que se contradicen mutuamente, colocándolas unas junto a otras (por supuesto, con advertencias adjuntas respecto a la credibilidad de cada narrador); pues así nadie se apoyaría con tanta audacia en informaciones unilaterales, sin haber sopesado previamente otros informes. Sin embargo, actualmente, en base a un gran número de descripciones sobre distintos países, puede demostrarse —si así se desea— que los americanos, tibetanos y otros pueblos genuinamente mongoles, no tienen barba, pero también —en caso de que alguien lo prefiera— que son barbados por naturaleza y sólo se han depilado la cara; asimismo cabe demostrar que los americanos y los negros constituyen una raza inferior entre los demás miembros de la especie humana en lo referente a las disposiciones espirituales, mas de otro lado, según informaciones igualmente verosímiles, podría probarse que respecto a sus disposiciones naturales han de ser valorados como cualquier otro habitante del mundo, por lo que corresponde al filósofo elegir si admite diferencias naturales o pretende juzgar todo conforme al principio tout comme chez nous, puesto que todos sus sistemas erigidos sobre una base tan inestable cobrarán la apariencia de hipótesis ruinosas. Nuestro autor no se muestra favorable a la división de la especie humana en razas —máxime cuando ésta se basa en el color hereditario—, probablemente porque no le ha sido precisado con claridad el concepto de raza. En el tercer apartado del libro séptimo denomina «fuerza genética» a la causa de la diversidad humana dependiente del clima. Respecto al significado que pueda tener esta expresión para Herder, el autor de la reseña entiende lo siguiente: por una parte, pretende rechazar el sistema de la evolución, mas, por otro lado, rechaza también el mero influjo mecánico de las causas externas, como sendos fundamentos de explicación claramente insuficientes, admitiendo un principio vital que se modifique internamente a sí mismo conforme a la diversidad de las circunstancias exteriores al adecuarse a las mismas, algo en lo que quien suscribe coincide plenamente, con una salvedad: si la causa que organiza desde dentro estuviera limitada por su naturaleza a un cierto número y grado de diferencias en el desarrollo de su criatura (organización según la cual dicha causa no sería libre para modelar conforme a otro patrón en caso de modificarse las circunstancias), podría denominarse a esta determinación natural de la Naturaleza configuradora «gérmenes» o «disposiciones originarias», sin considerar por ello a los primeros como dispositivos colocados en un principio que sólo se despliegan por casualidad y aisladamente cual capullos (como en el sistema de la evolución), sino, como meras limitaciones inexplicables de una \<Ak. VIII 63> facultad autoconfiguradora que tampoco podríamos explicar o hacer comprensible.
Con el libro octavo se inicia un nuevo hilo argumental que continúa hasta el final de esta segunda parte, en el que se estudia el origen de la formación del hombre en cuanto criatura racional y moral, abordando por consiguiente el comienzo de la cultura, el cual no ha de buscarse —según el autor— en la propia capacidad de la especie humana, sino enteramente fuera de ella, en una instrucción y enseñanza por parte de otras naturalezas; con este punto de partida, el progreso de la cultura se convierte en una mera participación y propagación casual de una tradición originaria, a la cual, y no a sí mismo, ha de atribuir el hombre toda su aproximación a la sabiduría. Como quiera que el autor de la reseña se encuentra desconcertado si coloca un pie fuera de la Naturaleza y del camino cognoscitivo de la razón, puesto que no es ningún experto en la erudita investigación filológica o en el análisis de documentos antiguos, no sabe por lo tanto rentabilizar filosóficamente los hechos narrados —y al mismo tiempo valorados— en tales documentos, reconociendo carecer de juicio alguno a este respecto. Sin embargo, se permite presumir que la vasta erudición del autor, así como su don especial para reunir datos bajo un solo punto de vista, nos obsequiarán con la lectura de páginas muy hermosas en torno al transcurso de las cosas humanas y esto, en la medida que pueda servirnos para conocer más de cerca el carácter de la especie y a ser posible hasta ciertas diferenciaciones clásicas de la misma, puede resultar instructivo incluso para aquel que tenga otra opinión sobre el origen de la cultura humana. El autor expone brevemente los fundamentos de la suya en las páginas 338-339 (con inclusión de la nota): «Este instructivo relato (mosaico) narra que los primeros hombres creados tuvieron trato con los Elohim[45], quienes los educaban, adquiriendo bajo su dirección gracias a la observación de los animales el lenguaje y la razón dominadora; pero el hombre quiso igualarles también en el conocimiento del mal, que le estaba vedado, obteniendo este conocimiento para su desgracia, pues desde entonces fue relegado a otro lugar e inició una nueva forma de vida menos acorde con la Naturaleza. Si la divinidad pretendía, pues, que el hombre ejercitase la razón y la previsión, también tuvo que ocuparse de los asuntos humanos con racionalidad y previsión. Ahora bien, ¿cómo se encargaron los Elohim de los hombres, esto es, cómo les instruyeron, aleccionaron y enseñaron? Sobre la cuestión de si no es tan temerario formular \<Ak. VIII 64> esta pregunta como responderla, la propia tradición debe brindarnos una explicación al respecto en algún otro lugar»[46].
En un desierto intransitado el pensador, al igual que el viajero, ha de elegir su camino con entera libertad; hay que esperar a ver cómo le va y si, tras haber alcanzado su objetivo, regresa oportunamente sano y salvo a casa, esto es, a la morada de la razón, en tal caso podría prometerse tener sucesores. Por eso, quien suscribe no tiene nada que decir sobre el peculiar camino especulativo seguido por el autor, si bien se cree autorizado a tomar la defensa de algunos de los principios rebatidos por Herder a lo largo de ese camino, ya que también al autor de la reseña ha de corresponderle esa libertad de trazarse sus propios derroteros. En la página 260 se afirma: «Sería un principio ciertamente cómodo pero igualmente nocivo para la filosofía de la historia de la humanidad el sostener lo siguiente: el hombre es un animal que necesita un señor —o quizá varios— de quien(es) espera la felicidad de su destino final»[47]. Este principio acaso resulte sencillo, puesto que lo confirma la experiencia de todas las épocas y de todos los pueblos, ¿pero es acaso malo? En la página 205 se dice: «La Providencia discurrió bondadosamente al anteponer la más sencilla felicidad del individuo a las finalidades artificiosas de las grandes sociedades y evitar el mayor tiempo que le fue posible esa costosa maquinaria del Estado»[48]. Completamente de acuerdo, pero dicha felicidad es, antes que nada, la felicidad de un animal, después la de un niño, más tarde la de un joven y, por último, la del hombre. En todas las épocas de la humanidad —así como dentro de un período determinado en todos los estratos sociales— se da una felicidad adecuada al concepto y a las costumbres de la criatura conforme a las circunstancias en las que ha nacido y crecido; en lo referente a este punto no es posible establecer una comparación del grado de felicidad ni señalar privilegios de una clase humana o de una generación sobre las otras. Ahora bien, cuál sería el auténtico objetivo de la Providencia, no siéndolo ese espectro de felicidad que se forja cada uno, sino la actividad y la cultura —en constante aumento y progreso— puestas por ello en juego, cuya cota máxima sólo puede ser el producto de una constitución política estructurada conforme a los conceptos del Derecho humano y, por lo tanto, una obra del propio hombre; según la página 206 «cada individuo en particular poseería dentro de sí la medida de su felicidad»[49], sin ceder ni un ápice de su disfrute a la posteridad; sin embargo, no sería en la condición de tales individuos —si es que existen—, sino únicamente en lo que atañe al valor de su existencia misma (esto es, la razón por la cual están ahí) \ <Ak. VIII 65>donde se manifestaría una sabia intención de conjunto. El autor cree que si los afortunados habitantes de Tahití, destinados al parecer a vivir durante milenios en su pacífica indolencia, no hubieran sido visitados nunca por naciones civilizadas, se podría dar una respuesta satisfactoria a la pregunta de por qué existen; ¿acaso no hubiese sido igual de bueno que esta isla fuese ocupada con felices ovejas y carneros, que poblada por hombres dichosos entregados únicamente al deleite? Aquel principio no es, por consiguiente, tan malo como piensa el autor (quizá quería decir más bien malvado, refiriéndose al artífice de tal principio)[50]. Un segundo principio a defender sería éste. En la página 212 se lee: «Si alguien afirmara que no se educa al individuo, sino a la especie, diría algo incomprensible para mí, puesto que género y especie sólo son conceptos universales y únicamente existen en la medida en que haya seres individuales. Es como si yo hablara de la “animalidad”, de la “petreidad” o de la “mineralidad” en abstracto, adornándolas con los atributos más excelsos, pero que se contradicen mutuamente en los seres individuales. Por ese camino de la filosofía averroísta no debe caminar nuestra filosofía de la historia»[51]. Ciertamente, quien dijese que ningún caballo tiene cuernos, pero que tal cosa es propia de la especie, diría un burdo disparate; pues «especie» no significa sino el rasgo característico en el que coinciden todos los individuos entre sí. Ahora bien, si la especie supone (en su sentido más usual) el conjunto de una serie de generaciones que se extiende hasta el infinito (hasta lo indeterminable) y se acepta que tal serie se aproxima incesantemente a la línea de su destino, entonces no resulta contradictorio sostener que esta línea del destino es asintótica a cada uno de los puntos de la línea generacional y coincide con ésta en el todo; en otras palabras, que ningún miembro de todas las generaciones del género humano alcanza plenamente su destino, sino únicamente la especie. Es competencia del matemático aclarar esta metáfora; la tarea del filósofo consiste en afirmar que el destino del género humano en su conjunto es un progresar ininterrumpido y la consumación de tal progreso es una mera idea «aunque muy provechosa desde cualquier punto de vista» del objetivo al que hemos de dirigir nuestros esfuerzos conforme con la intención de la Providencia. Con todo, esta equivocación del polémico pasaje citado es una nimiedad comparado con la de su conclusión: «Por ese camino de la filosofía averroísta —se dice— no \<Ak. VIII 66> debe caminar nuestra filosofía de la historia». De ello cabe colegir que nuestro autor, que tanto ha censurado la filosofía que se ha dado hasta el momento, no se contente con estériles elucidaciones filológicas, sino que mediante el ejemplo de su prolija obra ofrecerá al mundo una muestra del auténtico modo de filosofar.