3. Uso privado/uso público de la razón:
¿un antídoto contra las revoluciones?

Esta indagación sería el quehacer del filósofo, tal como señala Kant en Hacia la paz perpetua (1795) y El conflicto de las Facultades (1798). Ahora bien, en ¿Qué es la Ilustración? (1784) este papel lo podía ejercer cualquier persona instruida (Gelehrte) que tuviese una opinión formada sobre un determinado asunto. La Ilustración sólo requiere libertad, la más inofensiva de las libertades —precisa Kant—, libertad para hacer un uso público de la propia razón, expresando por escrito nuestras críticas y argumentos ante aquel público que configura el mundo de los lectores (Leserwelt). A este uso público Kant contrapone un uso privado, esto es, un uso restringido a cierto ámbito, un uso particular y no general. Todo aquel que forme parte de la maquinaria del Estado debe atenerse a este uso privado, en tanto que desempeñe una determinada función o encomienda. Los ejemplos que aduce Kant son el del soldado que cumple una orden, el de un ciudadano a la hora de pagar sus impuestos y el del sacerdote cuando prepara sus homilías para los miembros de su parroquia.

Que un oficial discutiera la orden impartida por un superior al ir a ejecutarla resquebrajaría esa disciplina que requiere todo ejército y por ello ha de limitarse a cumplir sus órdenes, aun cuando luego pueda verter sus observaciones por escrito, como especialista en el tema, para denunciar las deficiencias que haya detectado y tender a subsanarlas. A la hora de pagar los impuestos, el ciudadano debe hacerlo sin rechistar, porque lo contrario podría dar lugar a una insumisión fiscal generalizada, pero eso no es óbice para que posteriormente publique sus alegaciones contra la inconveniencia o injusticia de tales tributos. De igual modo, las homilías que un sacerdote dirige a sus feligreses habrán de ajustarse al credo profesado por su Iglesia, dado que fue aceptado en su seno bajo esa condición. Cuanto enseña en función del puesto que desempeña será presentado como algo con respecto a lo cual él no es libre para enseñarlo según su propio criterio, habida cuenta de que ha sido emplazado a exponerlo según una prescripción ajena, si bien como especialista en la materia tenga plena libertad para exponer a los lectores interesados por el asunto sus discrepancias y juicios personales al respecto.

Reparemos en la paradoja que conlleva este último ejemplo del distingo kantiano entre uso público y uso privado de la propia razón. En cuanto sacerdote no es libre, ni tampoco le cabe serlo, al estar ejecutando un encargo ajeno; en cambio, como alguien docto que habla mediante sus escritos al público en general, esto es, al mundo, dicho sacerdote disfruta de una libertad ilimitada para usar públicamente su razón y hablar en su propio nombre. Al sarcástico Hamann esta distinción kantiana le parecerá tan cómica como distinguir entre lo digno de risa y lo risible. «¿Para qué me sirve —dirá Hamann en Una carta sobre la Ilustración— el traje de fiesta de la libertad, si en casa tengo que llevar el delantal de la esclavitud?»[14].

Sin embargo, Kant sí estaba plenamente convencido de que su distinción entre uso público y uso privado de la razón comportaba una indudable ventaja, puesto que bien aplicada podía evitar el recurso a la revolución. Esto lo vio muy bien Erhard en su escrito de 1795 Sobre el derecho del pueblo a una revolución: «Es posible —leemos allí— que las constituciones se adapten a los diferentes grados de emancipación, impidiendo de este modo la verdadera revolución, hasta el extremo de que todo sucede poco a poco e imperceptiblemente la constitución consigue su correcta forma moral. Igual que se dice que el pueblo es culpable de su minoría de edad, también se puede afirmar del gobierno que él fue el culpable de toda revolución, al no haberse sabido adaptar a la emancipación o no respetar los derechos humanos del pueblo. Feliz es el Estado en donde su gobierno es constantemente tan justo como para tratar al pueblo en correspondencia con lo exigido por la Ilustración. En tal Estado ocurre lo que pasa en otros a través de la revolución; sin embargo, a este tipo de Estado se llega por la evolución producida merced a la Ilustración»[15]. Kant apuesta decididamente por la vía de una paulatina reforma constitucional que vaya mejorando ésta poco a poco y haga superfluo el recurrir a un traumático proceso revolucionario. «Mediante una revolución —leemos en ¿Qué es la Ilustración? (Ak. VIII 36)— quizá se logre derrocar un despotismo personal, así como la opresión generada por su codicia y ambición, pero nunca logrará establecer una verdadera reforma en el modo de pensar» ni emanciparnos, por tanto, del prejuicio y de la superstición.

Al contrario que Erhard, Kant jamás admitió que un pueblo tuviese derecho alguno a la revolución, aunque fuera para derrocar a la más execrable de las tiranías. En La metafísica de las costumbres (1797), Kant afirma tajantemente: «Contra el supremo legislador del Estado no hay ninguna resistencia legítima por parte del pueblo; no existe ningún derecho de revolución para rebelarse o atentar contra su persona, ni siquiera bajo el pretexto de que abusa tiránicamente del poder. El más mínimo intento en ese sentido supone un crimen de alta traición y el traidor ha de ser castigado con la muerte»[16]. Kant está repitiendo aquí los argumentos explicitados en su Teoría y práctica de 1793: «Toda oposición contra el supremo poder legislativo, toda incitación que haga pasar a la acción el descontento de los súbditos, todo levantamiento que estalle en rebelión, es el delito supremo y más punible de una comunidad, porque destruye sus fundamentos. Y esta prohibición es incondicionada, de suerte que, aun cuando aquel poder o su agente —el jefe del Estado— haya llegado a violar el contrato originario y a perder con eso, ante los ojos del súbdito, el derecho a ser legislador por autorizar al gobierno para que proceda de modo absolutamente despótico (tiránico), a pesar de todo sigue sin estar permitida al súbdito ninguna oposición a título de contraviolencia»[17].

Estas contundentes afirmaciones en contra de un presunto derecho a rebelarse contra el despotismo y la tiranía las vierte alguien que, por otra parte, simpatizó abiertamente con los levantamientos de Irlanda o la sublevación de las colonias norteamericanas, además de manifestar un encendido entusiasmo hacia los revolucionarios franceses. Pero este doble rasero no significa que Kant sea inconsecuente consigo mismo, sino que aplica distintos enfoques a uno y el mismo problema. Felipe González Vicén lo explica muy bien en su libro La filosofía del Estado en Kant: «El problema de resistencia al poder no es tratado por Kant desde el punto de vista histórico de su posible justificación o no justificación, sino sólo como un problema de lógica jurídica. Su condena de toda revolución no encierra, en realidad, un juicio valorativo; sólo dictamina que un “derecho” de resistencia es un contrasentido en sí mismo, meras palabras sin contenido alguno»[18].

Ahora bien, una cosa es que la revolución, enfocada como un presunto derecho a la rebelión del pueblo contra su tirano, suponga un absurdo jurídico y otra muy distinta es el juicio que Kant emite como filósofo de la historia, cuando enjuicia desde otro punto de vista los movimientos revolucionarios de su tiempo, como es el caso de la Revolución por antonomasia, es decir, de la Revolución francesa, que Kant califica como un signo inequívoco del progreso moral de la humanidad, a la vista del entusiasmo que suscita en cualquier espectador imparcial. En la segunda parte de El conflicto de las Facultades, publicada en 1798 y que porta el significativo título de «Replanteamiento de la pregunta sobre si el género humano se halla en constante progreso hacia lo mejor», Kant afirma con toda contundencia lo siguiente: «La revolución de un pueblo pletórico, que estamos presenciando en nuestros días, puede triunfar o fracasar, puede acumular miseria y atrocidades en tal medida que cualquier hombre sensato nunca se decidiese a repetir un experimento tan costoso, aunque pudiera esperar llevarlo a cabo venturosamente al emprenderlo por segunda vez y, sin embargo, esa revolución —a mi modo de ver— encuentra en el ánimo de todos los espectadores (que no están comprometidos ellos mismos en ese juego) una simpatía conforme al deseo que colinda con el entusiasmo y cuya propia exteriorización lleva aparejado un riesgo, la cual no puede tener otra causa que una disposición moral en el género humano»[19].

Eso sí, en una de sus Reflexiones inéditas, Kant celebra que dicha revolución haya tenido lugar bastante lejos de su territorio. Al contemplar a un pueblo gobernado antes por el absolutismo y cuya republicanización conlleva las mayores tribulaciones, el espectador de la Revolución francesa queda embargado por un vivo entusiasmo que le hace desear ardientemente la consecución de tal empresa, «hasta el punto de que incluso a los habitantes de un Estado gobernado más o menos como aquél (Prusia) les gustaría realizar también esa transición, máxime si pudiera tener lugar sin una revolución violenta que no desean para sí; en parte, porque tampoco les va tan mal y, sobre todo, porque además el enclave del Estado al que pertenecen tampoco permite otra constitución sino la monárquica sin correr el riesgo de quedar desmembrado por sus vecinos colindantes»[20].

Es cierto que Kant aplaude la Revolución francesa e incluso da en considerarla un hito muy significativo para el progreso moral de la humanidad, pero no es menos cierto que no está demasiado interesado en que Prusia pase por la misma experiencia. Tampoco hay necesidad, pues no le parece tan importante la forma que pueda tener un gobierno como el modo de gobernar, es decir, le preocupa sobre todo que gobierne republicana o despóticamente y le importa menos que la representación de su soberanía recaiga en uno solo (autocracia), en varios (aristocracia) o en toda la sociedad civil (democracia). Es más, él se decanta por un monarca ilustrado como Federico II, que se considere a sí mismo «el primer servidor del Estado»[21] y gobierne con un espíritu representativo, cumpliendo con el deber que Kant impone a todos los monarcas, para los que es «un deber el gobernar republicanamente (no democráticamente), aunque manden autocráticamente, es decir, supone un deber provisional para los monarcas el tratar al pueblo según principios que sean conformes a las leyes de la libertad (tal como las que un pueblo se autoprescribiría en la madurez de su razón), aun cuando no se le pida literalmente su consentimiento para ello»[22].

Para gobernar de un modo republicano y promulgar este tipo de leyes, el soberano contaría con la ficción heurística del pacto social que fundamenta toda sociedad civil. Esta idea regulativa de un contrato social originario tendría una indudable realidad práctica, «la de obligar a todo legislador a que dicte sus leyes como si éstas pudieran haber emanado de la voluntad unida de todo un pueblo […]. Pues ahí se halla la piedra de toque de la legitimidad de toda ley pública»[23]. Un soberano así sabría, claro está, que no es un ser sobrehumano dotado de inspiración celestial y, en orden a enmendar sus posibles errores legislativos, vería con agrado que todos los ciudadanos estuvieran facultados para dar «a conocer públicamente su opinión acerca de lo que le parezca injusto con la comunidad en las disposiciones del soberano». A juicio de Kant, «todo hombre tiene unos derechos inalienables a los que no podría renunciar aunque quisiera y sobre los cuales él mismo está perfectamente capacitado para juzgar». Por ello dictamina que «la libertad de pluma es el único paladín de los derechos del pueblo»[24] y el único camino que permite introducir las reformas necesarias para evitar una traumática revolución.

Esta «libertad de pluma» la tendría que poder ejercer cualquier ciudadano, pero es algo inexcusable para el filósofo, cuya tarea consistiría en ilustrar al pueblo, a la par que asesora con sus razonamientos al gobierno. «La ilustración del pueblo —escribe Kant en la segunda parte de El conflicto de las Facultades— consiste en la instrucción pública del mismo acerca de sus derechos y deberes con respecto al Estado al que pertenece. Como aquí sólo se trata de los derechos naturales y de los derivados del más elemental sentido común propio del entendimiento humano, los promulgadores e intérpretes naturales de tales derechos ante el pueblo no son los juristas designados institucionalmente por el Estado, sino los instructores del derecho que van por libre, o sea, los filósofos, quienes justamente por permitirse esa libertad resultan escandalosos para el Estado, que sólo quiere dominar siempre, y se ven desacreditados, bajo el nombre de enciclopedistas como gente peligrosa para el Estado, por más que su voz no se dirija confidencialmente al pueblo (el cual tiene escasa o nula noticia de ellos y de sus escritos), sino que se dirige respetuosamente al Estado, suplicándole a éste que tome en cuenta la exigencia jurídica de aquél; lo cual no puede tener lugar por otro camino salvo el de la publicidad»[25].

Antes, en la primera sección del mismo escrito, Kant ha subrayado el hecho de que «[la Facultad de Filosofía] no puede verse anclada con una interdicción del gobierno sin que éste actúe en contra de su auténtico propósito. […] Sólo a los […] eclesiásticos, jurisconsultos o médicos puede prohibírseles que, en el ejercicio de sus respectivas funciones, contradigan públicamente las doctrinas que les han sido confiadas por el gobierno y se arroguen el papel del filósofo. […] Si los predicadores o los magistrados se dejaran llevar por el antojo de comunicar al pueblo sus reparos y dudas frente a la legislación eclesiástica o civil, le harían sublevarse con ello en contra del gobierno»[26]. Sólo la filosofía ha de ser «independiente de los mandatos del gobierno con respecto a sus doctrinas y tener la libertad, no de dar orden alguna, pero sí de juzgar todo cuanto tenga que ver con los intereses científicos, es decir, con la verdad, terreno en el que la razón debe tener el derecho de expresarse públicamente, ya que sin ello la verdad nunca llegaría a manifestarse (en perjuicio del propio gobierno)»[27].