<Ak. VIII 275>Se denomina teoría incluso a un conjunto de reglas prácticas, siempre que tales reglas sean pensadas como principios, con cierta universalidad, y por tanto siempre que hayan sido abstraídas de la multitud de condiciones que concurren necesariamente en su aplicación. Por el contrario, no se llama práctica a cualquier manipulación, sino sólo a aquella realización de un fin que sea pensada como el cumplimiento de ciertos principios representados con universalidad.

Por muy completa que sea la teoría, salta a la vista que entre la teoría y la práctica se requiere aún un término medio como enlace para el tránsito de la una hacia la otra, pues al concepto del entendimiento, concepto que contiene la regla, se tiene que añadir un acto del entendimiento por medio del cual el práctico distingue si algo cae bajo la regla o no. Y como, por otra parte, para la facultad de juzgar no siempre se pueden dar reglas conforme a las cuales tenga que regirse en la subsunción (porque se daría un regressus in infinitum), puede haber teóricos que nunca en su vida serán capaces de convertirse en prácticos, porque carecen de discernimiento; tal es el caso, por ejemplo, de médicos o juristas que han hecho bien sus estudios pero no saben cómo han de conducirse a la hora de dar un consejo. Mas aun contando con ese don natural, todavía puede haber una falta de premisas, esto es, puede suceder que la teoría sea incompleta y que acaso sólo quepa completarla mediante pruebas y experimentos ulteriores, a partir de los cuales el médico, el agricultor o el economista recién salidos de la escuela pueden y deben arbitrar nuevas reglas para completar su teoría. Por tanto, cuando la teoría sirve de poco para la práctica, esto no se debe achacar a la teoría, sino precisamente al hecho de que no había bastante teoría, de modo que el hombre hubiera debido aprender de la experiencia la teoría que le falta, y que es verdadera teoría aunque él no esté en condiciones de proporcionarla por sí mismo, ni de presentarla sistemáticamente en proposiciones universales, como un maestro; por consiguiente, aunque no pueda pretender la denominación de \<Ak. VIII 276> médico teórico, agricultor teórico u otras por el estilo. Así pues, nadie puede hacerse pasar por prácticamente versado en una ciencia y a la vez despreciar la teoría, sin reconocerse ignorante en su especialidad, por cuanto cree que con tanteos y experimentos realizados a ciegas puede ir más allá del punto hasta donde la teoría es capaz de conducirle, sin hacer acopio de ciertos principios (que constituyen, propiamente, lo que se denomina teoría) y sin haber considerado globalmente su quehacer (lo cual, cuando se procede metódicamente, se llama sistema).

Pero que un ignorante, en su presunta práctica, considere a la teoría como innecesaria y superflua resulta, a pesar de todo, aún más tolerable que el hecho de que un experto le conceda un valor puramente escolar (en cierto modo sólo para ejercitar la cabeza), mientras sostiene, al propio tiempo, que en la práctica todo es bien distinto, que cuando uno sale de la escuela al mundo se percata de que ha estado persiguiendo vanos ideales y ensueños filosóficos; en una palabra: que lo que suena bien en la teoría carece de validez para la práctica (muy a menudo esto mismo es expresado así: esta o aquella proposición valen ciertamente in thesi, pero no in hypothesi). Ahora bien: uno se reiría, sin más, del mecánico empírico o del artillero que quisieran dar de lado, respectivamente, a la mecánica general o al cálculo matemático del bombardeo arguyendo que esas teorías sin duda están bien pensadas, pero que de nada valen en la práctica, pues en el ejercicio de ésta la experiencia proporciona resultados completamente distintos a los de la teoría (uno se reiría de eso porque, si a la primera se le añade la teoría de la fricción y a la segunda la de la resistencia del aire, por tanto añadiendo en definitiva aún más teoría, concordarían perfectamente bien con la experiencia). Sin embargo, todo adquiere un cariz completamente distinto según se trate de una teoría que concierne a objetos de la intuición o de aquellas teorías en que éstos sólo son representados mediante conceptos (como ocurre con los objetos de la matemática y de la filosofía); estas últimas teorías quizá pueden ser perfecta e irreprochablemente pensadas (por parte de la razón), pero acaso no puedan ser dadas, sino que tal vez sean meras ideas vacías de las cuales ningún uso cabe hacer en la experiencia, o hasta cupiera hacer un uso perjudicial. En tales casos, aquel dicho común estaría bien justificado.

Sólo en una teoría fundada sobre el concepto del deber se desvanece enteramente el recelo causado por la vacía idealidad de ese concepto. Pues no sería un deber perseguir cierto efecto \<Ak. VIII 277> de nuestra voluntad si éste no fuera posible en la experiencia (piénseselo como ya consumado o en constante acercamiento a su consumación). Y en el presente tratado sólo nos ocuparemos de esta clase de teoría, porque a propósito de ella, y para escándalo de la filosofía, se pretexta con no poca frecuencia que lo que tal vez sea correcto en dicha teoría no es válido para la práctica, pretendiendo sin duda, con tono altivo y desdeñoso, lleno de arrogancia, reformar por medio de la experiencia a la razón misma, precisamente allí donde ésta sitúa su más alto honor; pretendiendo además que en las tinieblas de la sabiduría[2], con ojos de topo apegados a la experiencia, se puede ver más lejos y con mayor seguridad que con los ojos asignados a un ser que fue hecho para mantenerse erguido y contemplar el cielo.

Esa máxima —que ha llegado a ser bien común en nuestros días, tan abundantes en dichos como parcos en hechos— ocasiona el mayor daño cuando afecta al ámbito moral (al deber de la virtud o del derecho), pues se trata ahí del canon de la razón (en lo práctico), donde el valor de la práctica depende por completo de su conformidad con la teoría subyacente, y donde todo está perdido cuando las condiciones empíricas —por ende contingentes— de la ejecución de la ley se convierten en condiciones de la ley misma, por tanto cuando una práctica calculada en orden a un resultado probable —probable con arreglo a la experiencia que se acumuló hasta la fecha— queda autorizada para dominar la teoría, que es subsistente por sí misma.

Dividiré este tratado siguiendo los tres distintos puntos de vista conforme a los cuales suele juzgar su objeto ese hombre de honor[3] que tan atrevidamente reniega de teorías y sistemas; siguiendo, pues, una triple cualidad: 1) como hombre privado, pero con ocupaciones y responsabilidades (Geschäftsmann); 2) como hombre político; 3) como cosmopolita (o ciudadano del mundo). Estas tres personas coinciden en arremeter contra el académico, que elabora teorías para todos ellos y en su beneficio; y como ellos se figuran que entienden más del asunto, le indican que se vaya a su escuela (illa se iactet in aula!)[4], como a un pedante que, perdido para la práctica, no hace sino cerrarles el paso de su experimentada sabiduría.

Presentaremos, pues, la relación entre teoría y práctica en tres apartados: primero, en la moral en general (con las miras puestas en el bien de todo hombre); segundo, en la política (en relación con el bien de los Estados); tercero, desde un punto de vista cosmopolita (con vistas al bien del género humano en su conjunto, y en tanto que se lo concibe progresando hacia ese bien a través de la serie \<Ak. VIII 278> de todas las generaciones futuras). Los títulos de los apartados expresarán —por razones que se desprenden del propio tratado— la relación entre teoría y práctica en la moral, en el derecho político y en el derecho internacional.