Capítulo 12: AL DESCUBIERTO
“Se puede engañar a algunos todo el tiempo y a todos algún tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo”.
Abraham Lincoln
Todo era extraño, estaba nerviosa e inquieta desde que recibieron el telegrama de la madre de José. El aviso llegó horas antes de salir del hotel donde se hospedaban en Madrid.
“Ven solo a casa stop deja a la familia en las cruces stop confía en mí goxua stop”.
José se había mostrado preocupado, su madre era la única que lo llamaba con ese apelativo cariñoso, era un aficionado a chuparse los dedos con ese postre. Ella solo lo llamaba con ese apodo cuando realmente estaba preocupada, así se lo hizo saber a su mujer y a su cuñado, algo pasaba y no bueno.
Los tres llegaron a la conclusión de que variarían la ruta, no harían lo establecido, por si acaso. Al llegar a San Sebastián, era de noche y, ocultándose, llegaron a la casa de Koldo, a su casa la llamaban la de las cruces, de toda la vida, pero José nunca había preguntado por qué.
Fueron recibidos por el viejo vasco, abrazando a José con el cariño de un padre. Aquel hombre, todo fibra y no muy alto, se hizo pequeño en los brazos de Joseba, como él lo llamaba. Coro, su mujer, hizo tres cuartos de lo mismo, besos y achuchones por doquier.
La mujer abultaba el doble que Koldo, tenía una sonrisa abierta que la obligaba a entrecerrar sus enormes ojos negros. Llamaba la atención su pelo plateado y abundante pulcramente recogido. Tras las presentaciones, los hermanos fueron agasajados con cariño por aquella gente humilde y trasparente. Cenaron una merluza deliciosa y hablaron amigablemente, el cansancio les pasó factura a los hermanos, que se retiraron a dormir.
La casa era típica de marineros, cerca de la playa. Victoria tenía muchas ganas de ver el mar.
Lo escuchaba algo cabreado, sintiendo un latigazo de miedo a lo desconocido.
Olía diferente, a sal, a algo que no identificaba, era chica de tierra adentro, no conocía el aroma de las olas.
Todos se retiraron a descansar excepto Koldo y José, que hablaban sentados a la lumbre en su chimenea. Victoria los miraba emocionada. “Su chico bien” se veía tan crío, tan limpio, tan él.
−Zer moduz zaude?, Joseba.
−Maite duzun bitartean, Koldo.
−Zure ama eskatu me duzu hemen, eta ez du ezer esan zure aita ostatu batetik, fina zuen. Zure aitak beti bezala. Dio bihar joan etxera bakarrik da hainbat aldiz errepikatu dut...
−Koldo, kezkatuta nago baina zer mama dio da sakratua…
−¿Quieres algo, cariño? −preguntó José al notar la presencia de su mujer.
−No, solo os escuchaba, cuando tengamos hijos les tienes que enseñar, Joseba. ¡Muhhh!, suena bien.
−Eso está hecho, Victoria, no sabíamos que estabas aquí. Ahora que nos vamos a Francia podré hacerlo sin miedo. ¿Recuerdas, Koldo, la infinidad de veces que me pusieron el anillo de castigo?
−¿Qué es eso del anillo de castigo? −preguntó Victoria, curiosa como siempre.
−Yo le enseñé a hablar en euskara a Joseba y a Eneko, pero, como sabes, está prohibido.
»¡Qué barbaridad, la cultura debería de ser sagrada! Pero, bueno, a lo que iba. En la escuela se le escapaba, como está prohibido, lo castigaban pegándole y poniéndole un anillo durante una semana.
−¡Oh!, lo siento −dijo Victoria, últimamente estaba muy sensiblona.
−No te preocupes, mi chico nunca se chivó.
−¿Qué quieres decir con eso, Koldo?
−Quiere decir que, si delataba a algún compañero que durante esa semana hablase en euskara, le tenía que pasar el anillo y le pegaban también, chivarse de un compañero era la forma de librarse de la tunda cuando se acabara la semana de castigo. Como Joseba nunca fue de mal corazón, pues le pegaban cuando se lo ponían y cuando se lo quitaban.
−¿Cuando se lo quitaban? −Victoria, estás espesa de pensamiento, se recriminó a ella misma.
−Claro, mujer, si hubiese pasado el anillo, se lo habría quitado antes de la semana y la paliza habría recaído en otro.
−¿Cómo se puede ser tan retorcido? −preguntó de forma retórica Victoria. José notó muy cansada a su mujer, normalmente no era tan preguntona, y sí más ágil de pensamiento. Ella cazaba a la primera.
−Anda, preciosa, ve a la cama, a mí me gustaría hablar un poco más con Koldo. ¿Estás bien?
−Sí, sí. No te preocupes, lo entiendo, a mí también me encanta hablar con mi familia después de no vernos en mucho tiempo. Nosotros solo tenemos una lengua, pero da para horas y horas. Bueno, ahora que pienso, mi abuela dice que hablaba en castúo, pero mi madre era pequeña cuando murió y no pudo trasmitirlo.
−Me comentaba Koldo la insistencia de mi madre en que viniera a su casa y que guardara silencio, no entiendo nada. −José cambió de tema, veía a su mujer afectada−. También me dijo que Victoria y su hermano no se acercaran a casa. Victoria, la señora me rogó que te dijera que no te lo tomaras a mal, que para ella tú ya eras su hija. Te aseguro, Victoria, que la señora Begoña es una buenísima persona, como mi Joseba. −Esto último lo dijo acariciándole el pelo a su marido.
−Tranquilo, Koldo, mañana se verá, ahora os dejo, tendréis muchas cosas de que hablar, me voy a la cama, la verdad es que estoy muy cansada. −El viejo Koldo sonrió de forma socarrona llenando su cara de surcos. El mar había pasado factura a su piel, envejeciéndola prematuramente.
−¿De qué te ríes? −preguntó José a su mentor, conocía esa sonrisa.
−Está enamoradísima de ti y a ti te veo encandilado con ella, aunque, claro, es normal, es guapísima y creo que está preñada. Ya sabes, yo tengo un sexto sentido con las hembras.
−Koldo, mi mujer no es un yegua −le corrigió divertido.
−Es una hembra y te digo que tiene los pechos de embarazada.
−Koldo, ¿le has mirado los pechos a mi mujer?
−Soy viejo, pero no ciego, pero no seas tonto, para mí esa niña es como mi hija, pero claro que la he observado, y ¿sabes?, lo ha tenido que pasar muy mal, se nota que ha sufrido, pero es fuerte y te quiere mucho. Emilio, me dice la nariz que se ha llevado muchos palos.
−¿Y eso que tiene que ver con las tetas?
−Nada, bueno a lo que íbamos. −Dio por zanjada la discusión Koldo.
−¡Ala!, como siempre me sueltas tus teorías y me dejas en ascuas.
−¿Qué quieres?, ¿que cambie a mis años?
−Imposible.
−Pues entonces no hay más que hablar.
−Pues muy bien. ¿Algo más?
−Sí. Tu madre me dijo que llegaras a casa a las diez y media de la mañana, que ella no estaría, pero que fueses solo y que, en cuanto pudieses, escaparas de la casa. La señora estaba preocupada, era todo muy raro.
−Eso sí es preocupante. En serio, Koldo, ¿cómo está mi madre?
−Como siempre, bonita pero triste, resignada, preocupada y, ahora, quisquillosa con la hora.
−Ja, ja, ja. ¿Y mi padre?
−Igual, qué quieres que te diga que tú no sepas. La señora Begoña desde que tu hermana se casó está sola.
−Comprendo. −José cambió de tema, estaba muy unido a su madre y esa nueva forma de sobreprotegerlo le estaba preocupando a él también.
−¿Cómo está Eneko? Hace dos semanas que me escribió. ¿Tú sabes algo más reciente?
−Sí, recibí carta ayer. Ya hizo los últimos exámenes y para junio ya será abogado. Nunca le podré agradecer lo suficiente a tu padre la ayuda que le prestó. Gracias a que intercedido por él, ha podido ser alguien en la vida. La beca es hermosa y dice que Navarra está muy bien.
−Se lo merece, siempre fue muy espabilado.
−Sí, ni te imaginas lo orgulloso que estoy de él. Un picapleitos en la familia. −Ambos sonrieron mientras continuaban hablando entre txikiteo y txikiteo. Estuvieron charlando casi dos horas más hasta que el cansancio y el vino tinto los hizo bostezar.
Cuando José llegó a la habitación que Cora había preparado con mimo, Victoria dormía acurrucada en el lado donde él solía dormir, la apartó con delicadeza y la sostuvo encima de él para que no notara el frío de las sábanas. Pensó en las palabras de Koldo: “Tu mujer está preñada”. −Acarició su cuerpo, sus pechos se sentían más llenos y sensibles al tacto, ella no lo rechazaba, pero hizo un gesto de dolor, su vientre estaba igual, cuando llegaran a Francia le haría una prueba. Koldo se equivocaba muy poco. Siempre había cuidado de los caballos de su padre, pero, claro, su mujer no era una yegua. Ambos habían hecho méritos para embarazarse, no paraban. El derrotero que estaban tomando los pensamientos de José estaba afectando a su libido. Ella descansaba encima de su cuerpo y él la deseaba siempre, la situación hizo sonreír al hombre. “Mujer legrada, mujer embarazada”. José evocó un dicho típico de viejas, sintiendo ternura por Victoria. La imaginó embarazada mientras acudía Morfeo en su rescate, y menos mal, de lo contrario, no hubiese sido capaz de reprimir sus instintos y era evidente que Victoria dormía plácidamente, no estaría bien despertarla, ¿o sí? Lo dicho, el sueño libró a su mujer de un encuentro enfervorecido de pasión somnolienta.
A la mañana siguiente se levantaron y tras desayunar fueron al mar, eso sí, con ropa cómoda por si había que salir por pies y sin llamar demasiado la atención.
Lo de ser discretos directamente fue imposible para Victoria, últimamente andaba más despreocupada por su seguridad. Era la primera vez que veía el mar y José no se quiso perder sus ojos de fascinación al contemplar algo tan normal para él. Emilio decidió mantenerse al margen y rezagado. Él ya conocía el mar y no se sentía seguro. Iba armado, algo en su interior lo mantenía en continua alerta desde que salió de Extremadura.
Victoria se emocionó rodeada desde su espalda por los brazos de José. Estaban apoyados en una barandilla blanca, majestuosa y decorada con ornamentos exquisitos. Delante de ella se abría la playa de La Concha, hermosa, azul, espumosa, y no pudo evitar emocionarse.
Y el olor, aquel olor, jamás se le olvidaría, tenía que memorizar el olor del mar.
Pasearon un rato los tres, pero Emilio continuaba en alerta. La pareja se dio cuenta, pero dejaron a Emilio el papel de guardián. Ellos se sentían inexplicablemente protegidos. Pasaron por el puente de María Cristina, bellísimo, todo allí era como real, y Victoria, como una cría, se asomó a ver discurrir el río bajo él.
−Es el río Urema −le dijo José preguntándole a la vez−: ¿Te gusta mi tierra, Victoria?
−Sí, me encanta −contestó chispeante toda ella.
−¿Qué te gusta más de mi tierra?
−Tú.
−Te quiero.
−No tanto como yo.
−Porque tú lo digas.
−¿Vamos a discutir por eso?
−No.
−¿Sabes, Victoria?, cuando me enfadaba o estaba alegre o pasaba algo extraordinario, Koldo me encontraba siempre paseando por aquí. No sé qué haré sin un puente para pasear. ¿Sabes?, existe el puente que pintaste en Burdeos.
−Siento tanto que tengas que despegarte de tus raíces por mi pasado.
−Pues no lo sientas. Creo que muy pocas personas son tan afortunadas como nosotros de poder vivir esto tan bello. Además, mi ciudad no tiene patas, así que no saldrá corriendo. Algún día volveremos.
−Qué gracioso te veo. Así que paseabas por el puente. ¡Uy!, si eso es así, en Zancadillas, ¿dónde ibas a pasear?
−Al río.
−Ya, ¿ibas a pasear al río o a abusar de mí?
−Lo último, sin duda.
Ambos reían, a fin de cuentas eran recién casados, pero Emilio estaba empezando a perder la calma, estaba inquieto.
−Lo siento, José, creo que deberías ir a tu casa a ver qué pasa, ¿no creéis? −interrumpió a los tortolitos Emilio, evidentemente preocupado.
−Tienes razón, Emilio.
Y, dándole un beso a su mujer, se dirigió a su casa. Los hermanos eligieron una vetusta cafetería con campo de visión a esperar noticias y estas no se hicieron esperar.
Una mujer de mediana edad, alta, de pelo oscuro y enfundada en un traje chaqueta de corte inglés de color gris perla se acercó a su mesa. Emilio se puso en guardia agarrando su arma por encima de su chaqueta, sin embargo, Victoria se sintió extrañamente relajada, su instinto nunca le fallaba, antes de que la mujer hablara Victoria ya sabía de quién se trataba, aquellos ojos esmeralda eran muy familiares para ella.
−Hola, señora Begoña. −Emilio miró extrañado a su hermana. Esta seguía con su mirada clavada en la cara de la mujer.
−Hola, Victoria. ¿Cómo has sabido que era yo?
−Tengo grabada a fuego la cara de mi marido en mi cabeza.
−Es verdad, nos parecemos mucho −respondió con dulzura la mujer.
−Siéntese, por favor. −La mujer tomó asiento, era más que evidente que estaba muy nerviosa.
−Siento mucho tanto secretismo, pero para mí esto también es extraño.
−Dígame qué pasa. −Victoria intentó imprimir más calma de la que sentía.
−Por favor, hija, no me llames señora, ni de usted, para mí, eres la mujer que ha elegido mi hijo y yo solo quiero que sea feliz, además, ya te siento mi hija, disculpa mi forma atropellada de hablar y mi falta de educación por presentarme así, pero, como te digo, para mí, esto ha sido muy extraño. Tú debes de ser el hermano de mi nuera, ¿verdad?
»¡Dios, qué guapos sois los dos! Y qué ojos más bonitos, son como me los describía mi hijo. −La mujer no pudo aguantar más la presión y comenzó a lloriquear. Victoria rompió el espacio entre ambas y la abrazó, se sorprendió al notar la calidez de sus brazos.
−Tranquila, Begoña, cuéntame. ¿Qué ha pasado? −Victoria comenzaba a estar intranquila por José−. ¿José estará bien? −preguntó Victoria sin saber exactamente el sentido de todo aquello. Tenía que admitir que cada vez estaba más desconcertada.
−Me han asegurado que estará bien, pero antes de nada me dijo que te entregara esto.
−¿Quién?
−Un hombre con un leve acento extraño, rubio y alto. Me dijo que si preguntabas te dijera que primero leyeras esto:
“¿Sabes que San Sebastián fue la última morada de los ingleses? Míralo con esos ojos extraños que tú tienes y verás con claridad la bahía, desde allí arriba las vistas son privilegiadas. Ve pronto, encontrarás serenidad”.
Firmado: Aquel que se quitó el rubí por vos.
−¡Michael! −exclamó Victoria con un hilo de voz.
−No sé, hija, no quiso decirme su nombre. −Pues le podía haber dicho uno de los cinco que tiene y no dejar a la pobre mujer en ascuas, se dijo Victoria. Ya estaba evadiéndose del peligro. Era mecánico, cada vez que se sentía amenazada, comenzaba a pensar en tonterías. Emilio era otro cantar, se quedaba tieso con los ojos espatarrados y dejándolas venir.
−Bien, Begoña, sé de quién se trata, es un buen amigo.
−¿Ah, sí? −preguntó el descolocado Emilio.
−Sí, Rubito, es el Inglés. ¿Te visitó alguna vez?, ¿lo recuerdas?
−Sí.
Emilio sabía quién era el Inglés y a qué se dedicaba solo a medias, la información, lejos de tranquilizarlo, lo alteró más. Lo único que tenía cristalino era que, si él estaba allí, algo, sin duda, iba jodidamente mal. ¿Pero qué tenía que ver su hermana con el inglés?
Victoria sabía qué estaba pensando su hermano e intentó tranquilizarlo, ya tenía bastante con intentar mantener lejos de un ataque de llanto a su recién conocida suegra.
−Tranquilo, Emilio, me quedo más tranquila. José estará a salvo con él. Tus preguntas, que son muchas, mejor te las reservas. Ya te iré contando, es largo, ahora lo importante es saber qué tiene que decirnos Begoña. ¿Dime qué ocurre?
−Hace dos días recibí una llamada de teléfono de…, ¿cómo dices que se llama?
−Michael. −“Y cinco nombres más”. A punto estuvo de soltarlo. Victoria, no divagues, se repetía.
−Eso. Me citó cerca del palacio de Ayete, en un parque cercano a una hora exacta. −Típico del Inglés. ¿Otra vez estás divagando, Victoria?
»Me dijo que era un buen amigo de vosotros, que no me podía explicar muchas cosas por mi propia seguridad. Me dijo que estabais en peligro y que bajo ningún concepto debía permitir que mi nuera y su hermano fueran a casa y que tampoco le dijera nada a mi marido, lo repitió hasta la saciedad. Yo no sabía qué pensar y le pregunté por qué no os lo había dicho él mismo. Me dijo que te dijera que, cuando supo quién era Amón, ya estabais de camino a San Sebastián y que Pedro ya no estaba en casa.
−¡Amón! −exclamó Victoria negándose a asimilar la sospecha que se estaba formando en su mente.
−Sí, Amón. Me lo repitió muchas veces, estaba muy nervioso.
−De acuerdo, sigue, Begoña. No pudo contactar con nosotros y te ha utilizado a ti.
−Eso mismo me dijo él. Para no levantar sospecha. Me dijo que os hospedara en un lugar seguro. Koldo y Cora quieren a José como si fuera su hijo.
−Hiciste bien. ¿Te dijo algo más? −Ahora sí que estaba al borde de un ataque de nervios, pero, como una gran actriz, lo camufló muy convincentemente.
−Todo, hija, ese hombre funciona como un esquema y a horas exactas.−Michael y su reloj. ¡Que no divagues, coño!, pensó Victoria
−He salido a comprar para agasajaros, mi marido no lo sabe, el hombre casi me hace jurar encima de los evangelios que no lo dijera a nadie de mi familia, solo a Koldo. He dejado a la chica comprando los víveres, como él me indicó. Luego tenía que acercarme a la casa de las cruces, pero esperaría a que tu hermano y tú estuvieseis solos para acercarme a vosotros y entregaros la nota, después yo iría a la peluquería y a las 12:30 h me recogerían ellos en la puerta para encontrarme con mi hijo. −Begoña respiró fuertemente, soltar toda aquella información sin omitir detalle fue un sobreesfuerzo debido a su estado de inquietud.
−Muy bien, Begoña, siento mucho todo esto, algún día te contaré todo mi pasado.
»De antemano, te pido perdón, también te diré que protegeré la vida de José con la mía. Ahora no puedo decirte nada más, solo darte las gracias por haber sido tan valiente.
Victoria volvió a coger la nota y a intentar entender el mensaje. No eran fórmulas matemáticas. Michael quería que supiera que era él, es más, que no hubiese ninguna duda al respecto. La nota rezumaba urgencia y que asistiera a un lugar lo antes posible.
−“La morada de los ingleses”. Tú eres de la tierra, Begoña. ¿Sabes si hay algún lugar donde estén los ingleses?
−Morada no sé, pero cementerio sí.
−¿Cementerio?
−Sí, es muy viejo y solo sabemos de su existencia los lugareños, está en la ladera norte del monte Urgull, debajo del castillo, me dijo que, cuando tú supieras dónde tenías que ir, te llevaras a alguien de mi confianza.
−¿Koldo?
−¿Quién si no?
−Bien, pues vamos. −Victoria hizo ademán de levantarse, pero Emilio la paró.
−¡Yo voy contigo! −dijo Emilio tozudo.
−Como quieras. −No tenía tiempo para discutir con él.
Llegaron al cementerio de los ingleses media hora después. Eran lápidas viejas, en mal estado y muy antiguas, como presidiendo el campo santo se erguía una edificación con aires militares. Emilio se escondió tras un árbol como en sus mejores tiempos de guerrillero. Victoria inusualmente estaba tranquila, permaneció un tiempo rezagada, pero decidió romper el silencio, últimamente estaba envuelta en una aureola de felicidad interna algo peligrosa para según qué menesteres, tendría que averiguar por qué.
−¡Michael!, ya estoy aquí. −La respuesta no se hizo esperar.
−Voy, pero dile a Emilio que se tranquilice. −Victoria movió la cabeza. A ver de qué forma le explicaba al poeta todo eso y mucho más que callaba.
−Emilio, tranquilo, no nos hará nada, créeme −le dijo a su hermano, pero este continuaba ojiplático y completamente despistado. ¿A qué se había dedicado Victoria todos estos años? Era la pregunta que le taladraba los sesos constantemente a Emilio.
−Me alegra que confíes en mí, Iglesias −respondió la inconfundible voz que hasta en alto susurraba.
−¿Tengo otra opción? −respondió Victoria dirigiendo su cuerpo con los brazos en jarra hacia donde surgía la voz.
−Ya te cargaste el momento −respondió Michael. Jodido Inglés, pensó Victoria.
−Michael, estoy preocupada, por favor, ¡ven ya!
−Dile a Emilio que baje el arma.
−¡Emilio, haz lo que te dice!
−Sí, claro. −Victoria se estaba empezando a plantear lanzar al Rubito ladera abajo.
−Emilio, si hubiese querido matarnos, ya estaríamos secos.
−Pero tú no llevas arma. −¿O sí la lleva?, se preguntaba Emilio, la verdad era que a estas alturas todo eran preguntas en la testa del poeta.
−¡Que te crees tú eso! Levántale la falda y verás −dijo Michael algo exasperado.
−¡Michael!, me estás tocado las narices. −Ahora la exasperada era Victoria.
−¿Cómo?, ¿que llevas una pistola? Victoria, pero, pero, pero… ¿Tú quién eres? −Era curioso, José le había hecho la misma pregunta cuando se perdió el pobre, entre tantas sombras, pobre chico bien. A pesar de sus devaneos mentales, respondió a Emilio con cachondeo:
−¡El tío del saco! Será posible. ¡Además, se acabó la tontería, baja el arma, y tú, inglés, sal de ahí! ¡Ya! −Mientras soltaba sus órdenes, enfadada, se dirigió a Emilio e hizo el ademán de darle un manotazo en la mano. Emilio vio la mala leche contenida de su hermana y bajó la mano poco convencido.
−¡Michael! −Lo volvió a llamar Victoria. Aquello era impresionantemente raro.
−Voy, fiera. −Y llegó mirando el reloj, lo que hizo a Victoria sonreír, a la par que negaba con la cabeza.
−Siempre que te vuelvo a ver estás más guapa. ¿Qué le ha pasado a tu pelo? −dijo la frase mientras la abrazaba. Victoria sentía cariño y respeto por ese Inglés, hay cosas en la vida que marcan.
−¡Hola, sir! Nada, ya hablaremos. Me alegro de verte, pero haz el favor de aclararme todo esto. Dime, Michael, ¿qué está pasando? −Michael dio un suspiro profundo y miró fijamente a Victoria con un gesto entristecido. A la mujer le impresionó aquella mirada, juraría que tenía los ojos más negros que antes, vio en ellos cansancio y hastío. No pudo evitar sentir compasión por aquel buen hombre con demasiadas cicatrices en su alma.
−No me quedé tranquilo al no saber la identidad de Amón. Era escurridizo y después de la última misión debía estar muy enfadado, le habías hecho perder mucho dinero, sin duda, intentaría eliminarte. Era cuestión de tiempo que atentara contra ti. Él jugaba con ventaja, Ian debió decirle quiénes erais tú y Pedro. Pero tiene una virtud, es paciente, esperaría para vengarse. Estabais en peligro. Ian no era tonto, pero estaba cegado, es fácil engañar a alguien cuando no piensa con claridad. Y comencé a hacerme preguntas: ¿por qué los rusos se arriesgarían tanto? Era ilógico, tienen dinero y medios para comprar voluntades, no necesitaban montar semejante circo para hacerse con los papeles que tú conseguiste.
»Hubiese sido tan sencillo para ellos; sin embargo, los pudientes neonazis tienen dinero, pero no la maquinaria fáctica de un Estado o, lo que es lo mismo, agentes como tú.
»Mi intuición me decía que al Escocés lo habían engañado y en realidad trabajaba para los empresarios nazis sin saberlo. Me fui a Inglaterra y me zambullí en los papeles que habías conseguido; descubrí, después de muchas jornadas, una cuenta en Ginebra. Atando cabos y pagando sobornos, conseguí que la pista me trajera a San Sebastián, aquí tengo muchos contactos y agentes al servicio del M16, el resto fue cuestión de paciencia y vigilancia, supe quién era Amón cuando tú ya estabas llegando a Madrid. Pensé rápido y decidí que una madre nunca pondría en peligro la vida de su hijo.
Victoria comenzaba a sentir un sudor frío y una más que evidente sensación de vértigo, notó como su rostro se quedaba helado y tragó saliva en un vano esfuerzo por controlar sus náuseas. El cambio de color del rostro de Victoria no pasó por alto ni para Michael ni para un desconcertado y más que perplejo Emilio. ¿Su hermana era una agente?, ¿quién era su hermana?, se repetía asustado.
−¿Estás bien, hermana? −Fue Emilio el primero en preguntar, alarmado, al observar el rostro amarillento de Victoria.
−Sí, solo algo mareada. −Victoria luchó por mantener la compostura, pero su cuerpo no respondía, no era la primera vez que sentía ese malestar. Un ramalazo de ansiedad la sacudió, no era el mejor momento para sospechar de su estado de buena esperanza, apartó ese pensamiento rápidamente, pero sin poder evitarlo se tambaleó. Apoyándose en un árbol vecino, no pudo reprimir una arcada seca.
Se puso de cuclillas intentando por instinto que la sangre retornara a su cerebro, bajo la mirada preocupada de los hombres, que posaron las manos en sus hombros, como intentando arrancarle su malestar. Iban a preguntar otra vez cómo se encontraba cuando Victoria, algo más recompuesta, se irguió preguntado débilmente y directamente a Michael:
−Michael, dime lo que no me gustaría oír, por favor. ¡Vamos!, cuanto antes, mejor, compañero. −Y, cogiendo aire, hizo la pregunta, sabiendo que en el momento que conociera su nombre estaría en un camino de no retorno−: Michael, ¿quién es Amón? −Para su pesar, antes de que el inglés pronunciara su nombre, Victoria ya lo sabía.
Se rompió en mil pedazos al escuchar ese nombre, quería perderse en un mar de fantasías envuelta en aquel aroma a mar del que se había enamorado al llegar a la perla del Cantábrico, deseaba dormirse y despertar siendo aún niña para volver a empezar sabiendo lo que ya sabía, pero no se podía permitir, otra vez, evadirse. Esta vez, como tantas otras, debía hacerle frente a una realidad impuesta por otros. Había regresado a ella la agente del M16. Y, volviéndose a su hermano, encaró la dura verdad diciéndole con contundencia:
−Emilio, Michael y yo somos agentes del gobierno inglés. Tú estás en la calle como pago de mis servicios, ahora no preguntes nada hasta que estemos a salvo y pisando tierras francesas. Tienes que ser fuerte y tener paciencia. Emilio, confiaría mi vida a este hombre, tenemos mucha historia, ¿entendido? −Emilio, inexplicablemente, no se sorprendió.
−Me has robado la coletilla. −Michael recordó como Victoria se sonreía cuando él le preguntaba lo mismo después de soltar los planes a sus agentes.
−Todo se pega y ahora más que nunca comprendo tu afán por que entendiéramos las cosas.
−Gracias, más vale tarde.
−¿Qué hacemos ahora, jefe? −preguntó Victoria poniéndose a sus órdenes. Era impresionante, ya no era la mujer flotante en su particular aura de enajenación amorosa que había llegado al mar, ahora era alguien distinta, dura, eficiente, concentrada y férrea.
Emilio, al mirarla a los ojos, sintió miedo a lo desconocido, esa faceta de la pequeña de la familia no la conocía, en trece años muchas cosas habían cambiado y, sin mediar palabra, él también se puso a las órdenes de Michael, en ocasiones, sobran las palabras.
Michael les explicó los pasos que habían de seguir con la misma eficacia de antaño. Abandonarían aquel lugar. La agencia poseía un piso franco a las afueras de San Sebastián. Aquel piso era el lugar donde se habían alojado el Inglés y sus colaboradores durante los años en que el oro nazi y los minerales españoles se cruzaban en la estación internacional de Canfranc, y adonde llegaban los agentes procedentes de aquella estación con documentación para llevarla a Inglaterra.
−Emilio, a tu pregunta te contestaré yo. ¿Quién es Victoria? Victoria es la persona que ha arriesgado su vida por conseguir tu libertad. Es la mujer más fiel que jamás he conocido, tienes mucha suerte de tener en tu vida a alguien como ella. ¿Contesta eso a la pregunta que le hiciste antes a tu hermana?
−Creo que empiezo a entender −contestó Emilio mucho más sereno que al inicio del encuentro.
Su casa no quedaba muy lejos del casco viejo de San Sebastián, andando a paso ligero, unos diez minutos bordeando la playa de Zurríala, sin embargo, llegó en menos tiempo. Estaba ansioso por saber a qué atenerse. Cuando llegó a la hermosa casa de siglo XIX, se detuvo frente a ella y las prisas se tornaron en calma. Miró a las caballerizas y le pareció ver, a lo lejos, la figura de Koldo trajinando con las crines de un semental azabache que brillaba al sol. Aquella casa solariega le traía recuerdos de travesuras infantiles, siempre junto a Eneko, y recordó las palabras de su padre: “Estos dos son como el viento de poniente, desobediente y travieso”. La gran puerta estaba abierta y se escuchaban ruidos caseros, nada extraño para José, su puerta siempre estaba abierta a esas horas. Y volvió a contemplar el lugar donde se había criado. Su casa era preciosa, modernista, pero con un toque inglés debido a los ladrillos rojos que su abuela se había empeñado en traer de ultramar, lo sabía porque su abuelo persistía en criticarla cuando ella ya no estaba. A la más mínima ocasión la evocaba, José recordaba que decía: “La francesa dejó a medio puerto de San Sebastián deslomado bajando los ladrillos del barco”.
Entró en la casa y se quedó mirando el suelo de mármol blanco y pequeños cuadraditos negros en las esquinas de las baldosas, parecía un espejo. Todo estaba igual que hacía dos años, los cuadros con marcos venecianos, la boiserie, una barra de bar en una esquina del salón reservada a la sobremesa, los butacones de piel marrón y el gran ventanal con las cortinas siempre descorridas. El azul del cielo y el verde del campo casi se fundían, era el mejor tapiz para aquella estancia. No pudo reprimir mirar a lo lejos y ver “La Serré”, el invernadero de la abuela Clarise, la francesa que volvió tarumba a su abuelo, como decía la gente del lugar. Era hija de un diplomático francés y se conocieron en una recepción en San Sebastián.
“La francesa era parte de la valija diplomática, venía de regalo”, recordaba como bromeaba su abuelo. Su padre se parecía mucho a ella. Era hermosa, fría, rubia, alta y clasista. Decían que fue ella quien le eligió la novia a su padre y, solo por eso y nada más que por eso, sentía un profundo afecto por su abuela, no podía tener una madre mejor.
Aquel jardín de invierno, que miraba desde la distancia, le recordaba a aquella estirada abuela que le enseñó francés, pero que le dio muy pocos abrazos.
Se había quedado absorto en sus pensamientos, se reprochó, volvió a la realidad al recordar lo extraño que era todo desde que llegaron a San Sebastián y, mirando la enorme escalera de roble que comunicaba con el despacho de su padre, subió las escaleras de dos en dos.
José esperó un momento a que le dieran permiso para pasar, después de picar a la puerta y no hallar respuesta, volvió a llamar, pero nadie le dio paso. José no picó una tercera y entró en el despacho de su padre, le había extrañado la llamada de su madre diciéndole que fuera solo, pensaba que la causa sería Victoria, pero, aun así, quería a su padre y deseaba verlo.
−¡Hola, papá, un abrazo! −exclamó risueño dirigiéndose a su padre con los brazos abiertos.
−¡Ni te acerques! −le dijo hiriente.
−¿Cómo dices? −Desde luego, no era ni por asomo el recibimiento que esperaba por parte de su padre.
−José, me has decepcionado. −Fue duro escuchar aquellas palabras de la boca de su progenitor.
−¿Por qué me dices eso, padre?
−Yo no te mandé a ese pueblo, dejado de la mano de Dios, para que te casaras con una cualquiera. −José sintió como se caldeaban sus entrañas y respondió apretando sus puños y reprimiendo su ira. Era ese el motivo por el que su madre había insistido en que fuera solo a su casa. Su padre no quería a su mujer−. ¡No te atrevas a mirarme así! −le gritó su padre irritado.
−¡Ella es mi mujer! −escupió José con enojo, inmóvil debido al remolino de sensaciones que le desgarraba como cuchillos su interior.
−Muchacho, que te revolcaras con ella lo pude entender, pero casarte, eso, por más que quiera, no puedo comprenderlo. Es una hembra muy bella, pero pasada. ¡Es mayor que tú seis años! y ¡roja! −El descalificativo hacia Victoria le salió de la boca como el peor de los insultos enervando a José. Su voz sonaba áspera y fría, no reconocía al hombre que tenía delante. Por fin entendía por qué su madre le había insistido tanto en que no trajera a Victoria a casa.
−¡Roja! −repitió José incrédulo. −¿Pero cómo lo sabía? Por Emilio.
−Eso mismo, ¡roja! Y no me digas que no lo sabes. Sé que fuiste a recoger al hijo de puta de su hermano a la cárcel.
−¿Cómo sabe usted eso, padre? −preguntó extrañado.
−¡Idiota! −José, padre, insultó a su hijo de forma despiadada.
−¿Pero qué está pasando?, ¿me has espiado?, ¿por qué? −Incrédulo, José se tambaleaba en un mar de dudas.
−Muchacho, eres más tonto de lo que pensaba −le respondió su padre de forma irónica. José no podía salir de su asombro. Su padre nunca había manifestado ser tan clasista y antirrepublicano. ¡Por Dios santo! Si hasta había participado en los pactos de San Sebastián para derrocar a la monarquía de Alfonso XIII, era un secreto a voces.
−¿Por qué me dices eso?
−¿Todavía no te has dado cuenta de nada?
−Sé quién es mi mujer y su hermano, por supuesto que sí. ¿Qué más tengo que saber, padre?
−¿Y yo?, ¿sabes quién soy yo?, desgraciado, porque eso es lo que eres desde que te casaste con esa malnacida. −A José se le hacía muy difícil mantener su puño alejado del rostro de su padre, sin embargo, este continuó hablando de forma despótica pasando por alto la mirada asesina de su hijo.
»Fuiste a buscar a Emilio a la cárcel con otro desgraciado al que hemos investigado, pero está limpio, además tiene influencias familiares en la benemérita, creo.
»Te siguieron en el coche que te regalé, pero, sin duda, alguien te había asesorado bien y te perdieron la pista. Ni idea de dónde y quién escondió al desgraciado de “tu cuñado”. Volvieron a veros al día siguiente en el pueblo, pero nadie te vio llegar. Tengo que admitir que esa gente es buena en lo suyo. Un día antes del esperpento de tu boda vieron entrar en la casa de Pedro al procurador en cortes Genaro Freneza Giestis, y eso eran palabras mayores
»¿Cómo coño están relacionados esos rojos de mierda con él? Tuve que dejar que te casaras, pero ahora llegó el momento de arreglar el desaguisado.
−¿Que nos siguieron?, ¿que nos investigaron?, ¿arreglar el desaguisado?, ¿de qué estás hablando? −José no salía de su asombro. Su padre le contestó a todas sus preguntas con una sonrisa sardónica.
José no pudo reprimir por más tiempo su ira y, acercándose a su padre, asestó un duro golpe en el escritorio que le protegía. Su progenitor vio el odio hasta ese momento desconocido de su hijo y dio un paso atrás parando al sentir la estantería de su despacho rozar su espalda.
−Tú eres mi padre o eso creía, porque, la verdad, ahora mismo no tengo ni puta idea de quién es la persona que tengo delante.
−Tienes delante a un colaborador de las fortunas alemanas que se lucran en nuestra España y, cómo no, un fiel seguidor de nuestro caudillo, lo de mi colaboración con los nazis es secreto hasta para Franco.
−¿Cómo? −Perplejidad.
−No me hagas reír ni te hagas el tonto. Nunca te has parado a pensar cómo he mantenido y duplicado toda mi fortuna, imbécil. −José estaba bloqueado. ¿De qué coño le estaba hablando su padre?
−Por culpa de esa, a la que tú llamas tu mujer, he dejado de ganar una fortuna.
−¡¿Qué?! −Confusión.
−Te dieron la plaza en Zancadillas gracias a un general que habló con don Leopoldo, ¡payaso! Y no me preguntes quién es don Leopoldo y a qué se dedica porque a estas alturas sabes más de él de lo que jamás debiste saber.
José se derrumbó en un sillón negándose a entender lo que su padre insinuaba.
−Tengo que reconocer que esa gente está muy acertada poniendo alias, la verdad, me encantó que me relacionaran con la mitología egipcia, todo un honor llevar el nombre de un dios. −José quería negar la verdad que se estaba abriendo paso en su mente y rogó al cielo que su padre no pronunciara el nombre de ese dios. La amargura del momento era tal que a duras penas continuaba consciente.
−El que se encuentra en todo lugar y en todo momento, “el oculto”.
−¡No! −La negación salió de la garganta de José con un hilo de voz.
−¡Sí! −dijo José padre, con un narcisismo más que evidente, elevando a la par la cabeza.
−No puede ser. −José, sin fuerzas, negaba lo evidente.
−¡Soy Amón! −No pudo evitar sentirse ufano por la importancia del nombre que le habían asignado sus enemigos, sin duda era importante. En un momento de su borrachera de vanidad miró a su hijo, que estaba hundido en el sillón con sus hermosos ojos verdes llenos de…, buscó la palabra exacta, pero no la encontró, hasta que alzó la mirada sin decir nada. “Nada”, esa era la palabra, y un ramalazo de ternura le invadió, quería a su hijo, pero a su manera.
−¿No dices nada? −preguntó con el deseo de dejar de sentir aquella mirada vacía.
−¿Cómo has podido? −Y la ira volvió a la cara de José, tan verde como su iris, tanto que se asustó, pero respondió en la línea anterior. Ahora no era momento de cursiladas.
−Por dinero, claro está. −Sin duda, ese era un extraño, pensó José.
»Sospechábamos que alguien ayudaba desde el pueblo, pero eran escurridizos, demasiados casos abortados en un pueblucho de mala muerte, estábamos perdidos, hasta que hace unos meses alguien identificó un agente inglés en Zancadillas. La noche que te reuniste con él en aquel establo no murieron esos rojos porque tú eras mi hijo y estabas allí. Después decidimos que tu mujer siguiera con la misión, dejaríamos que ella hiciera el trabajo sucio. Nosotros solo tendríamos que robarle los papeles. ¡Hija de puta! Es muy lista, consiguió los documentos, y, como tú como seguías pegado a ella como un perro faldero, no pudimos eliminarla. ¡Estoy muy enfadado con ella! ¿Lo entiendes ahora? −Su padre se inclinó desde el escritorio hacia él ladeando la cabeza mientras le hacía la pregunta a su hijo. A José se le heló la sangre, no podía ser verdad.
−¿Te quedaste mudo? −preguntó Amón.
−¿Por qué no los matasteis en el congreso? −Le costaba encajar el puzle y quiso saber más.
−Porque la roja es muy astuta. El escocés creía que colaboraba con la URSS, pero en realidad estaba colaborando con los alemanes, lo engañamos al pobre incauto. Menos mal que se mató, de lo contrario, yo mismo lo hubiese descuartizado.
−¿Eres un nazi?, ¿quién coño eres tú? −Esta vez fue José el que preguntó insultantemente.
−¡Idiota! No soy nada, solo quiero seguir siendo rico.
−¡Dios mío! −exclamó José abatido.
−¡Yo soy el testaferro al que jamás tuvieron cojones de descubrir! Por el norte ha entrado mucha mercancía y, como comprenderás, me importa un carajo para qué utilizan el dinero los alemanes. Esa puta me ha jodido el negocio. Al viejo zorro de Pedro no pude tocarle un pelo cuando se fue a Francia, pero no voy a permitir que “tu mujer y tu cuñado” se vayan de rositas. Tú te olvidarás de ella, pronto serás viudo, te quedarás aquí y olvidarás lo que te he contado. Te vas a librar de correr su misma suerte porque eres mi hijo.
José hacía mucho tiempo que había dejado de respirar, notaba como le quemaba la garganta y se le revolvía el estómago. La habitación giraba en torno a él mientras eso que decía ser su padre continuaba hablando.
−Ayer nombraron a Leopoldo alcalde de Zancadillas. ¿Nunca te preguntaste por qué murió el anterior? He acordado con el general que tu traslado sea efectivo desde mañana, vas a trabajar cerca de San Sebastián, no puedo dejarte lejos, eres un hombre muy enamoradizo, ves unas faldas bonitas y te desarmas.
José comenzó a sudar, estaba bloqueado, incluso notó como boqueaba intentando coger aire, pero sus comprimidos pulmones se negaban a reaccionar. “Piensa”, se decía, pero era evidente que en su estado de shock eso era misión imposible.
−¡José, compórtate como un hombre! −ordenó su padre ocultando su preocupación, era su hijo a pesar de los pesares.
Continuó peleándose por pensar, sin duda su padre no sabía ni la mitad de lo que habían hecho durante todos esos años su mujer y Pedro. Tampoco sabía de la red de amigos de Victoria, eso era una ventaja, al menos, los que quedasen en España estarían seguros. Los habían descubierto en la última misión, de lo contrario, los habrían matado mucho antes. Su mente era una locomotora y su frente, un surtidor de agua.
−Ahora baja con esa zorra y su hermano, yo iré en un rato y disimula. Tranquilo, esta noche no haremos nada. Mañana esos dos pasarán a mejor vida. Escúchame bien, si no haces lo que te digo, tú correrás la misma suerte. ¿Entendido? −José, a duras penas, pensó que lo mejor era seguirle el juego al depravado de su padre.
−Está bien −respondió sumiso, era lo más inteligente. Debía proteger a Victoria y buscar la forma de salir de aquella encrucijada. Vio como su padre sonreía satisfecho.
−¡Vete de mi vista, panoli! Y la próxima vez asegúrate para quién abres la bragueta. −Fue lo último que le soltó Amón. ¡Dios del cielo! Su padre era Amón. Se levantó tambaleándose, pero se detuvo al escuchar tras él la voz del Oculto.
»Una cosa más. Tu madre debe continuar en la inopia, como siempre.
−¡A mi madre ni la toques! Destrózame a mí, pero ella es sagrada −le exclamó desesperado.
−Y para mí, es el sueño de cualquier hombre, una mujer guapa y tonta.
Desgraciado, imbécil, enano de miras, si supiera que, gracias a ella, Victoria continuaría con vida. Visto lo visto, no le temblaría el pulso en deshacerse de ella. Sin duda alguien había alertado a su madre. Pero ¿quién? ¡Michael!, ¿quién si no? Era una intuición, pero se hizo caso, su instinto de protección estaba en un momento álgido y se escuchó. En ese momento comprendió a Victoria mejor que nunca, así era como debía sentirse cuando era empujada por el destino. Tenía que salir de aquella ratonera lo antes posible. Abrió la puerta del despacho de su padre y se giró hacia él repasando con la mirada aquella estancia por última vez, diciéndole:
−Me has destrozado la vida. −Para su asombro, su padre se sentó en su sillón y, lanzándole una mirada triste, le contestó:
−Te mandé a aquel pueblo para que cogieras rodaje como médico, jamás pensé que te enamorarías de mi enemigo, es más, no sabía que era esa mujer el motivo de mis quebraderos de cabeza. Lo siento, hijo, pero se te pasará, solo es una más, nada más.
−Te equivocas.
−No lo creo, sabe más el diablo por viejo que por sabio.
−En eso estamos de acuerdo, para mi desgracia eres la dos cosas.
−No tientes tu suerte, hijo −respondió amenazante su padre.
−Haré lo que me dices, pero nunca más me llames hijo, te viene grande. −A pesar de ser quien era, sintió como escarcha las palabras de su hijo, pero de forma soberbia respondió:
−Ningún problema, así será, mientras cumplas con tu parte. Llevo muchos años entre sombras para que ahora me saque, precisamente, mi hijo, a la luz. −José sonrió, parecía una mofa del destino, él mismo había utilizado esa frase cuando le dijo a Pedro que Victoria vivía entre sombras y se le antojó que aquellas palabras mancillaban a su mujer.
−¿Entre sombras? Dices que has vivido entre sombras, yo diría, más bien, que has vivido entre tinieblas porque te has inclinado hacia el mal. ¿Sabes una cosa?, los que viven entre sombras ven la bondad y luchan por sobrevivir, en cambio, los que caminan entre tinieblas no saben distinguir ningún color excepto el del dinero. En el fondo solo siento dolor por ti, padre. Y esta es la última vez que oirás de mi boca esa palabra, no te la mereces.
−¡Largo! Y espera abajo, cobarde. −Nada, no sintió nada, aquel ser ya no era su padre. Pero su progenitor sintió dolor. Era duro escuchar de la boca del descarriado de su hijo aquellas afiladas palabras.
José voló hacia la salida de su casa en busca de su mujer. Amón no sabía que Victoria no estaba allí, su madre había salvado la vida de su mujer, algún día sabría cómo y por qué; de momento, lo primordial era huir lejos de aquel país de locos junto a ella.
José corría calle abajo y, al doblar la esquina, vio como un coche negro estacionaba, su sentido de protección hizo que se le erizara el pelo de todo su cuerpo, se paró con actitud de protección ocultándose en un portal, desde allí vio como la puerta trasera del coche se abría y descendía un hombre alto y rubio. El corazón amenazaba por abandonar su cuerpo, podía escuchar su martilleo frenético y se sintió como un niño desprotegido.
¿A quién acudir? El hombre al que más amaba lo acababa de traicionar. ¿En quién confiar? Su madre, Koldo, Victoria y sus amigos, pero no estaban, de pronto el pánico se convirtió en ira al ver bajar del mismo coche a ¡su madre! Y, sin pensarlo, la miró de frente, estaba asustada, pero no parecía amenazada. El hombre que la acompañaba intentaba serenarla hablándole mientras acariciaba su rostro. ¿Qué estaba ocurriendo allí? ¡Michael! Era el Inglés, sin saber por qué y de forma irracional, corrió a los brazos de su madre, confiaba en ellos, sin poder explicarlo sabía que lo buscaban.
−¡Mamá! −gritó José echándose en los brazos de Begoña como cuando era un niño.
−¡Hijo mío! No grites, cariño, sube al coche −ordenó su madre bloqueando el abrazo y protegiendo a José con su propio cuerpo en un claro instinto de protección. Michael empujó a ambos al interior acomodándose a su lado.
Begoña besaba el rostro de su hijo mientras los tres hombres que los acompañaban respetaron el encuentro filial.
−José, hijo mío, ¿estás bien?
−No, mamá, pero sobreviviré. ¿Victoria está bien?
−Sí, hijo, estate tranquilo.
−Michael, ¿cómo has sabido?, ¿por qué no me avisaste?, ¿Victoria está a salvo? ¡Dios mío, Michael!, ¿cómo es posible?
−José, luego te explico, tranquilo, los Iglesias están a salvo y custodiados por mi gente, ahora despídete de tu madre, de lo contrario, su tardanza haría sospechar a Amón y su vida correría peligro. Begoña se reunirá con vosotros en Francia cuando pase un tiempo prudencial, así lo ha decidido.
Begoña asintió con la cabeza, aparcaron el coche en un descampado y dejaron a madre e hijo a solas un rato.
Canfranc, martes, 18 de marzo de 1952
Estelas cruzaban el cielo del ocaso y la bóveda celestial se empeñaba en mostrar descarada miles de estrellas que centelleaban haciendo más leve el sentimiento de desazón que se empeñaba en romper la poca cordura que aún acompañaba a José. Absorto en su infierno personal, no se percató de la llegada de Michael, que, respetuoso y en susurros, le habló:
−Lo siento, José −dijo Michael precavido.
−Ahora, el que no sé quién es soy yo, Michael −respondió triste José.
−Me puedo imaginar tu pesar.
−Es impresionante.
−¿El qué?
−Hablas español perfectamente, se nota un poco de acento inglés, pero… Perdona, estoy diciendo tonterías, con lo que ocurre y yo preguntándote estupideces. −Michael apretó el hombro de José, él mejor que nadie sabía que era normal distraerse cuando el dolor acecha amenazante con romperte internamente, y decidió distraerlo de su negrura, aunque solo fuese por unos momentos.
−Mi abuela materna era alemana, vivía con nosotros, nunca me hablaba en otra lengua que no fuera la suya. Yo me enfadaba, ahora se lo agradezco, me ha salvado la vida muchas veces. Mi institutriz era francesa, te puedes imaginar en qué idioma me hablaba. Mi casa era la torre de babel. El español lo aprendí en la guerra, en España. Te parecerá mentira, pero es el que mejor hablo después del mío, comerse latas de sardinas encima de cadáveres para pasar por muerto, mientras el de al lado está más vivo que tú, agiliza el aprendizaje de una lengua una barbaridad. La necesidad obliga, querido José. −Consiguió arrancarle una sonrisa al médico, si no fuera porque no podía apartar de su mente que José era amado por la mujer a la que él amaba, lo abrazaría, pero de momento ya era demasiado sentir empatía por el médico, pensó Michael.
−Gracias por lo que estás intentando, pero, en honor a la verdad, estoy sobrepasado.
−Lo siento, José, descubrir lo que has descubierto de tu padre no debe ser fácil.
−Jamás lo hubiese pensado. Todo San Sebastián sabe que uno de sus ilustres médicos es un mujeriego y vividor, pero de ahí a ser un mercenario va un abismo. Se acaban de caer todos mis esquemas como una montaña de naipes delante de mí.
−¿Decepcionado? −afirmó Michael.
−Mucho. Pero ¿cómo es que en tanto tiempo no habéis podido saber su identidad?
−Es escurridizo, hábil, astuto y con mucha suerte.
−¿Suerte?
−Sí, mucha, estuve a punto de darle caza en el año 43.
−¿Cómo fue?
−¿De verdad quieres saberlo? −El Inglés tenía sus reticencias a explicarle aquello a un hijo más que noqueado por la información.
−Michael, hace dos años pensé que la vida era sencilla, sin dobleces, ahora siento que cualquier cosa es posible. Como dice Pedro, nada es lo que parece en este mundo por el que os movéis.
−Es verdad, José, a estas alturas me hubiera gustado nacer unos años después. Mi vida ha sido demasiado intensa, me siento muy cansado.
−¿Qué te pasó con mi pa…, bueno, con Amón? −Michael se dio cuenta del rechazo de José por su padre llamándolo por su alias.
−¿No recuerdas haber visto a tu padre herido? −preguntó el Inglés, con el fin de ganar tiempo.
−Sí, ahora que lo dices, en una de sus juergas, que duraban más de tres días, apareció con un bastón y la pierna vendada, yo era muy joven. ¿Qué le pasó en la pierna?
−Supongo que le alcanzó alguna de mis balas, lo siento, José. −De pronto Michael se sintió culpable, a fin de cuentas, estaban hablando de su padre aunque José lo llamara Amón.
−¿Qué pasó? −preguntó otra vez José, un secreto más o menos ya no le podía afectar.
−Yo guardo un recuerdo en mi hombro izquierdo de aquella noche. Por suerte su bala no me dio más arriba.
−¡Pistola!, ¿llevaba pistola? −El pobre José no ganaba para sorpresas.
−José, tu padre no es cualquiera, llevamos más de doce años tras él.
−Ya veo.
−Te voy a explicar una parte de mi vida importante, pocos agentes lo saben, pero creo que te mereces que te la cuente. No sé si conseguiré sosegar tu incertidumbre, pero, si te sirve de algo, tú padre viajaba con tu foto. −Iba a resultar que al único al que de verdad quería era a él, era el pensamiento que cruzaba por la cabeza de José.
−¿Quieres más vino?
−Sí, por favor. −José le sirvió.
−José, este mundo mío es una mierda.
−Ya me he dado cuenta.
−Con el tiempo te acostumbras a no confiar en nadie, a mirar siempre tras de ti, a dejar de vivir por ti mismo y darlo todo por una causa y no siempre sale bien.
−¿Merece la pena?
−No. −Fue categórico.
−Entonces, ¿por qué lo sigues haciendo?
−Es difícil salir de esto, así que agarra a Victoria y no mires atrás.
−¿Tú qué harás?
−No te voy a mentir, acepté esta última misión para proponerle a Victoria que viniera a Inglaterra, fui un necio dejándola escapar, pero llegó a mi vida en un momento difícil. Ahora es tarde, veo cómo te mira y en el fondo soy feliz, aunque te cueste entenderlo.
−¿La amas? −preguntó José disimulando su miedo.
−No lo sé, la verdad, lo único que sí sé es que podría hacerlo.
−Entiendo.
−José, estate tranquilo.
−Lo intento. −Fue sincero, hecho que conmovió al Inglés, aquel chico era realmente puro en aquel mundo de falsedades, Victoria se merecía alguien así, era como renacer.
−Os dejaré cuando estemos en suelo francés, después regresaré a Inglaterra. Tengo que criar a mi hija.
−¿Cómo?, ¿eres padre?
−Sí y no.
−Y eso, ¿cómo es?
−Es Sarah, la hija de Ian, el Escocés, soy su tutor. Está en casa de mi hermana. Ian no tenía familia, la madre de la niña falleció. Ian quería meterla en un internado hasta poder ocuparse de ella, pero mi hermana no quiso, en realidad, yo soy tío Edgar para mi princesa de nueve años. En mi ilusión quería regresar con…, qué más da, lo siento, José, estoy cansado.
−¿Te llamas Edgar?
−Sí, y cinco nombres más. Muy poca gente lo sabe en tu país. Michael es uno de ellos. −Sintió pena al contabilizar los nombres que tenía. La última vez que dijo lo mismo le dio la espalda a Victoria.
−Vaya, creo que, si nos hubiésemos conocido en otras circunstancias, seriamos amigos.
−Yo también lo creo, eres un buen hombre, José.
−¿Me cuentas qué paso aquella noche en la que te encontraste con mi pa…, con Amón?
−Si así lo quieres.
−Hazlo, Michael. −Y Michael le relató a José aquel trozo de su memoria.
Nota del autor:
La estación internacional de Canfranc está situada en la provincia de Huesca, a solo 8 km de la frontera francesa. La estación se convirtió en paso fronterizo a través de los Pirineos para comunicar España con Francia tras las inundaciones de Portbou.
En esa época Europa estaba sumida en la Segunda Guerra Mundial, saber qué ocurría en ella era una prioridad para el bloque aliado. Y la información era, es y será sinónimo de poder.
Los aliados temían que los nazis se hicieran con el control de la Península Ibérica, geográficamente tiene una situación de elevada importancia. El avance nazi y la eficiente industria de guerra por parte alemana tenían muy preocupados al bloque aliado, por ese motivo, precisaban información del movimiento de tropas, personas y mercancías que atravesaban la frontera de España.
Canfranc fue invadida por redes de espionaje de forma silenciosa. Por un lado, Francia estaba ocupada por los nazis y la resistencia francesa se organizó creando una red de informadores en Canfranc, y, por otro lado, la Gestapo actuaba con impunidad en un país desolado por la postguerra y a priori neutral.
La documentación conseguida por los agentes aliados era trasportada a costa de la seguridad de personas que hasta la fecha eran gente corriente. La información era llevada a Londres en valija diplomática. Existe constancia de un juicio por espionaje efectuado en suelo español; a pesar de las continuas presiones para trasladar a estas personas a Alemania y ser juzgadas allí, fueron condenadas en España a penas de prisión, hecho que las libró de la pena de muerte. Hitler no perdonaba estas prácticas sin que pagaran con su vida.
La estación rezumaba elegancia y buen gusto, daba la sensación de estar en algún lugar de un palacio francés. Su estructura era alargada y su parte central contaba con grandes ventanales que ayudaban a iluminar su vestíbulo. Arquitectónicamente grandiosa, reposaba a los pies de los Pirineos, que esplendorosos la enmarcaban.
Por aquel entonces la estación era un punto estratégico para ambos bandos. Por allí el tráfico del oro robado a los países expoliados se calculaba en toneladas; llegaba en tren desde Europa hasta Canfranc y, desde allí, hasta Portugal, para después ser enviado a América. Era la forma de financiar la locura alemana.
Desde la misma estación partían hacia Alemania minerales extraídos en Asturias de wolframio, que aceleraba la alineación del acero, y blenda, mineral que galvanizaba el hierro y evitaba la oxidación, este último lo extraían de un yacimiento situado en Áliva, en Cantabria. Estos productos servían para crear más armamento y pagaban por ellos a Franco con el oro robado. Por otro lado, en la estación había un ir y venir de personas, mayoritariamente judíos que escapaban del holocausto, si tenían suerte y no eran descubiertos por el avispero de miembros de la Gestapo enviados a aquel pueblo del Pirineo aragonés.
Amón era el objetivo del M16, por sus manos pasaban documentos de vital importancia para los nazis; por otro lado, era el gran testaferro, se desconocía su identidad, lo único que a priori podía asegurarse es que vivía en algún lugar de San Sebastián.
Domingo, 16 de mayo de 1943
Aquella noche del 43 Amón estuvo a punto de ser cazado por Michael, pero era escurridizo y listo. Lo único que consiguió el inglés fue saber que aquella noche partió desde la estación destino a Portugal un cargamento de oro de más de ochenta toneladas, y le dejó de recuerdo un balazo en el hombro izquierdo, el Oculto tenía buena puntería y una flor en el culo, la suerte también juega sus cartas.
Michael estaba escondido en los alrededores de la estación; disfrazado de coronel alemán, esperaba la llegada del “tren del oro”. Su perfecto alemán y su cabello rubio eran sus aliados, además de un matrimonio que vivía en el segundo piso de la estación y trabajaba en la aduana francesa, la mujer era además miembro de la resistencia francesa. Ella y su pequeña hija de nueve años pasaban documentos al país vecino cada quince días. Negro sobre blanco, había mucha información arrancada inocentemente de los labios de personajes afines al Tercer Reich en la esplendorosa estación.
Michael acechaba la llegada de Amón en Canfranc. El Inglés se sentía dolido después de tener noticias de Polonia. Ese mismo día los nazis habían volado la gran sinagoga de la calle Tlomackie, fuera del gueto judío de Varsovia, después de mandar al último judío que quedaba al matadero. El acto fue una demostración de poder, un mensaje al resto del mundo de que luchaban y conseguirían hacer perecer de rodillas a todos los enemigos del Tercer Reich.
Michael vivía en aquel pueblo aragonés, Canfranc, desde hacía unos meses. Lo habían enviado allí a descubrir a un personaje que colaboraba con los nazis dando cobertura logística y pasando información sobre los miembros de la resistencia francesa en suelo español.
Serían las nueve de la noche cuando de un Peugeot 402 negro bajó un hombre alto, rubio, según sus informadores, liado con una chica de la limpieza que vivía en una de las habitaciones reservadas para las empleadas de la estación.
Michael sospechaba de aquel hombre, que cada quince días viajaba hasta la estación para pasar una noche con aquella mujer poco agraciada. Era extraño, la desconfianza lo mantenía con vida, por ese motivo hizo lo que siempre hacía: observar. Cuando el misterioso hombre sin rostro bajó del automóvil, él subió. Registró cada centímetro del vehículo, extrajo la conclusión de que el coche estaba a nombre de una empresa alemana y matriculado en San Sebastián. Lo más significativo que logró encontrar fue la foto vieja en blanco y negro de un niño, de unos siete años, de pelo negro y ojos claros, en el reverso se podía leer en letra infantil: “Para mi padre, de tu hijo, que te quiere, José. San Sebastián 1930”.
¿El hombre era de San Sebastián? Su apariencia lo había confundido, ¿sería él? Esperó y esperó, a punto estaba de abandonar su vigilancia cuando vio salir a alguien de las habitaciones de los empleados, vestía ropa de trabajo y cubría su pelo con una gorra. Hubiese jurado que era el hombre del coche, la noche no era muy oscura, pero la distancia era considerable, no distinguía bien; decidió seguirlo hasta la zona de máquinas, donde desapareció de su campo de visión; descolocado, se escondió tras un vagón esperando la nada, porque eso fue lo que consiguió, nada. Andaba de vuelta a su puesto, cansado y hastiado, cuando escuchó como dos personas hablaban bajito, una de ellas con un marcado acento vasco.
−Aquí tienes toda la documentación.
−¿Está firmada?
−Sí.
−¿Falta algo?
−No, todo está. No volveré hasta pasado un tiempo, diles que tendremos que pasar la información en otro sitio, sospecho que me siguen. Ya no es seguro.
−De acuerdo, se lo haré saber.
−¿En San Sebastián alguien duda de ti?
−No, para nada, sigo siendo el mismo vividor mujeriego de siempre.
−¿Tu mujer?
−En la inopia, como debe ser.
−Vasco, me han dicho que te diga que están muy satisfechos de tu trabajo.
−Diles que gracias, para mí es un honor.
−¿Seguro?
−Desde luego, yo no muerdo la mano que me da de comer.
−Y algo más.
−Por supuesto, lo que tienes entre las manos lo vale.
−Adelántame algo.
−Es la red de espionaje para pasar los documentos y la información de los planes de Alemania que tienen montada entre San Sebastián, Zaragoza, Canfranc y París, faltan algunos nombres, pero están cinco de ellos; a poco que apretéis las tuercas cantarán.
−Bien, esto es dinamita, dale las gracias a María.
−Así lo haré, pero ella solo es un peón, el que se juega las pelotas soy yo, que no se le olvide a nadie.
−No te preocupes, lo tenemos en cuenta.
−Está bien, sal para casa en cuanto te cambies.
−¿Tan pronto?
−Llegará un barco con material para la fábrica nuestra, tendrás que firmar.
−Bien.
−¿No preguntas de qué se trata?
−No me importa, pagarme, eso es todo lo que quiero saber.
−Adiós.
−Hasta la vista.
Michael se encontraba en un dilema: ¿a quién seguía: al vasco o al hombre con acento alemán y con una pinta de ser de la Gestapo insufrible? El dilema quedó resuelto cuando vio aparecer a tres hombres uniformados de negro escoltando al supuesto miembro de la Gestapo, demasiados para él solo. Decidió seguir al vasco. ¿Y si era él el agente de los servicios de espionaje alemán más escurridizo que existía en el norte de España?
Lo siguió con cautela, sabía que era peligroso, hacía tiempo que no sentía como sus nervios de acero se resentían tanto, se recriminó su actitud, pero de verdad aquella sombra que se movía delante de él le asustaba. Al llegar a una zona de arboleda desapareció de su vista, un frío interno lo atereció. Lo siguiente que sintió fue un ardor en su hombro izquierdo tras un destello que iluminó la noche y un ruido que amortiguó la llegada del tren del oro. Desesperado, disparó su arma pegando tiros a la nada hasta vaciar el cargador, uno de esos tiros a la desesperada debió herirlo, porque se escuchó una exclamación en forma de exabrupto.
−¡Hijo de puta!
Michael, como pudo, siguió en silencio y al cabo de unos minutos escuchó el crujir de las ramas tras él, cerró sus ojos y decidió autoeliminarse, tanteándose su chaqueta en busca de una cápsula prendida con un imperdible a su guerrera. Cuando estaba a punto de llevar a cabo su suicidio, escuchó una voz que hablaba tras él y lo frenó en seco.
−Inglés, no lo hagas.
−¿Quién eres?
−El aduanero, soy uno de los vuestros, te he seguido al salir de la estación dirección a mi casa, he visto como seguías a ese hombre que viene a ver a María, la limpiadora, y he esperado a ver si venias.
−Me han herido.
−Ven conmigo, te ayudaré.
−Estáis en peligro, no te preocupes por mí, es solo un roce, debéis huir, os han descubierto, he escuchado como hablaba con alguien de la Gestapo. −Michael escuchó el castañeo de los dientes de aquel hombre con pinta de burócrata.
−¿Qué hago?
−Avisar al resto y huir.
−¿Y tú?
−No te preocupes por mí, saldré de esta. Si ves a alguien herido, memoriza su rostro.
−Ese vasco nunca da la cara.
−Ahora está herido, necesitará ayuda.
−De acuerdo.
−¡Huid ya! Avisa a todos, a todos. ¿Entendido?
−Sí, a todos.
−Yo no puedo, estoy herido, y no tardarían en atar cabos. ¡Avisa a todos! ¿Entendido?
−¡Que sí! Voy.
−Yo voy a que me curen, salud, compañero.
−Salud.
Michael, tras varios intentos por levantarse, lo consiguió, pero apenas pudo dar dos pasos, sintió como un calor le subía por el pecho hasta la garganta haciendo que salivara y una sensación de muerte inminente se apoderó de él, lo último que vio fue su mano llena de sangre antes de desplomarse sobre el suelo.
Se despertó con unas terribles ganas de orinar, abrió sus párpados pesados y se encontró con la luz cegadora, volvió a cerrar los ojos y comenzó a moverse con cuidado, de pronto un dolor punzante en su hombro lo hizo gritar de dolor.
−¿Estás bien? −¿Era Ian?, ¿dónde estaba? La voz volvió a hablar−. Michael, ¿estás bien? −Sí, era Ian.
−Sí, necesito orinar −contestó Michael con voz rasposa.
−De acuerdo, deja que te ayude.
A duras penas volvió a la cama después de ocuparse de sus necesidades.
−¿Qué ha pasado, Escocés?
−Estaba preocupado por tu tardanza cuando vi llegar al aduanero muy nervioso, me explicó lo que había ocurrido y fui a buscarte.
−Tú siempre tan esquemático. −Ian ni se inmutó, él siempre tenía una pose como de “a mí todo me da igual”, y con una pequeña navaja se limpiaba las uñas. Michael era su superior, con lo cual comenzó a ejercer de jefe, era la única forma de hacer al Escocés más locuaz.
−¡Pásame el informe, Escocés!
−Ya está en Francia nuestra célula, han escapado, y ya están relevados cinco de los siete agentes por nuestra gente. Te encontré en el lugar donde me dijo el aduanero que estabas herido, estabas inconsciente, te ha curado un médico de los nuestros. Tomé el mando porque tú has estado dos días inconsciente, mandé a Josep y a Melisa a Londres y yo me he quedado contigo. Estamos en casa de unos adinerados que huyeron cuando la guerra. Dice el médico que has perdido mucha sangre y que la bala te rozó la clavícula, que tardarás algunos días en poder viajar. −Soltó el informe y esperó sentado nuevas órdenes con actitud marcial.
−De acuerdo. ¿Cuándo viene el médico?
−A las siete.
−¿Qué hora es?
−Las cuatro de la tarde.
−Prepáralo todo, mañana partimos. Nos iremos a pie por el camino de los melancólicos.
−¿A pie?
−Sí, es lo más seguro.
−Tú estás mal. −Ian estaba preocupado, tanto que, por primera vez, estaba cuestionando una orden de Michael.
−No te preocupes, Escocés, podré, he salido de peores, ahora tenemos que salir de España. Por cierto, muy acertada la orden de evacuar a Josep y Melisa y gracias por permanecer a mi lado. −Michael vio como el Escocés se sonrojaba.
−Es mi deber.
−Por supuesto, pero, aun así, gracias. −El Escocés cambió de tema incómodo por el agradecimiento. Ian le preguntó zafándose del embarazoso momento:
−¿Nos iremos de madrugada? −Michael vislumbró pesar en el rostro de su compañero. ¿Qué le ocurría? Estaba preocupado por algo, además de por él, pero ¿qué era?
−No, a esa hora cruzar ese camino es imprudente, hay mucha gente, nos iremos sobre las tres o las cuatro de la tarde. Ahora tráeme algo para reponer fuerzas y déjame que descanse, por favor. −Ian se levantó veloz y se fue a cumplir las órdenes con diligencia, aquel hombre era un militar en su esencia.
No pudieron huir. La herida de bala se complicó y una infección por poco se lo lleva al otro barrio. Hubo momentos de semiinconsciencia, de delirios debido a la fiebre, de duermevela para sus cuidadores, de dolor y, en alguna ocasión, de preocupación al pensar que moriría. Michael no volvió a la total consciencia hasta un mes después.
Lavanda, la casa olía a la lavanda, a montaña, a hogar. Un suave olor a comida lo hizo salivar, verdaderamente tenía hambre. El curtido agente se planteaba cambiar de estilo de vida en cuanto pudiese, por una vida ya era suficiente tanta desazón. Estaba muy débil, un mes en la cama había debilitado todos sus músculos.
Michael decidió salir de la habitación y, al abrir la puerta, todas esas sensaciones lo trasportaron a los inicios con Linda, su mujer, pero la cruda realidad le martilleó la razón. Hasta que todo acabase no sufriría otra vez la pérdida de un amor.
En el pasillo que conducía a las escaleras contó, al menos, ocho habitaciones. Todo estaba exquisitamente decorado. Contempló la imagen delgada y demacrada que le devolvía el espejo con marco estilo francés tallado en color plateado, realmente estaba muy desmejorado, pensó Michael. Bajó por unas hermosas escaleras de mármol travertino y pasamanos ornamentados de madera labrada. La vista se recreó por la sala diáfana llena de luz que hacía las veces de recibidor, la puerta de entrada era enorme y de color blanco, las paredes pintadas en sutiles tonos crema contrastaba con el color del sol, realmente era un sitio muy elegante.
Le llamó la atención un sofá estilo Chesterfield de color crema, tapizado en estilo capitoné, él tenía uno igual en Londres aunque de color marrón. Hacía días que sabía que la casa donde se alojaban era de unas personas adineradas y los dos empleados que la guardaban eran colaboradores desde hacía más de un año. Los había reclutado Ian en uno de sus viajes a Canfranc. Los dueños habían huido a Suiza después de estallar la guerra. Los carísimos muebles, durante toda la contienda, habían estado ocultos en un refugio y en la casa solamente quedaban Salas y Moisés, un anciano que se encargaba del mantenimiento de la casona hasta que sus señores regresaran, ella se ocupaba de casi todo lo demás.
Michael no conocía a Salas y, como buen agente, estaba intrigado. ¿Por qué no se dejaba ver? Él tampoco había tenido fuerzas para salir de la habitación, pero ya había llegado el momento de husmear.
Michael decidió dirigirse a lo que intuyó que sería la cocina y observó desde la puerta a una mujer bajita, joven, morena y bien formada que canturreaba de espaldas a él mientras condimentaba un estofado en una cocina de carbón. La voz era dulce, desgarrada, y la letra de la canción, amarga. Quizás debía ser por la debilidad, pero su alma estaba triste y sensible. Necesitaba amar, sentirse cuidado, desde que murió Linda se había comportado como un kamikaze, pero todavía faltaba tiempo para volver a empezar. La mujer cantaba realmente bien.
…Escúchame
que aunque me duela el alma…
…que nos queremos tanto
Debemos separarnos
no me preguntes más...
La puerta contigua, que estaba situada a pocos metros de la cocina donde cocía la mujer, se abrió y apareció un Ian sonriente y con algo especial en su mirada. ¿Amor? Michael decidió ocultarse, pero no se fue, después de ver tanto dolor, aquella imagen limpia lo emocionó.
Su compañero-amigo, dado a pocas demostraciones de cariño, abrazó a aquella mujer menuda por detrás y le besó el cuello como si de algo muy frágil se tratase, ella se giró y Michael vio un abultado vientre, estaba embarazada y de bastante tiempo; ajenos al mirón, se besaron con ternura. Ian la miraba emocionado y, por primera vez, vio como el Escocés lloraba sonriendo. Michael estaba muy conmovido, era quizás la imagen más bella que había contemplado en mucho tiempo y se alegró por ellos desde lo más profundo de su ser, sin duda Ian era feliz.
Continuaron la danza de besos. Ian acariciaba el rostro de la mujer con ambas manos, como si temiera que se rompiese, y ella le correspondía con devoción. La escena subió de tono hasta que la tumbó en la mesa y con sumo cuidado la penetró, era pasión aunque disfrazada de ternura.
Como leyó alguna vez a un escritor francés: “La ternura es el reposo de la pasión”.
Él, en otro tiempo, había tenido eso y era feliz por su amigo, merecía amor después de tanto odio.
La maravillosa escena continuó, era sublime y pensó en lo loco que andaba el mundo.
Se escandalizaba porque unas personas se fusionaran en una espiral de cariño y, sin embargo, veía normal que las cabezas rodaran en una bacanal de sangre y odio. Cada vez sentía más profundamente en su interior que su reino no era de este mundo.
Silencioso, se dirigió al salón esperando la llegada de su Escocés y enamorado amigo.
Pasaron unos minutos cuando vio como Ian se dirigía escaleras arriba con una bandeja, y lo paró con voz bajita, no quería asustarlo.
−Estoy aquí, Escocés.
−Hola −le respondió Ian con una sonrisa de oreja a oreja.
−Estoy bien y he decidido salir de la habitación, necesito volver a conectarme con el mundo.
−Me alegro, el viejo guerrero ha vuelto.
−¿Comes conmigo? −Ian miró hacia atrás, sin duda el amor es una enajenación mental transitoria, como diría algún científico preocupado más por buscar una explicación pragmática a cualquier manifestación espontánea de calor humano que en admitir que se trata, simplemente, de magia, sin más. Aunque, siendo justos, eso de la enajenación era mal negocio para los menesteres en los que andaban metidos.
−Si tienes algo que hacer, te comprenderé, no he avisado, ve a comer con el resto, yo no es que sea muy buena compañía, más tarde me los presentas. −El pelirrojo palideció y Michael no pudo evitar esbozar una sonrisa.
−Jefe, no está bien que te deje solo −Ian dijo algo nervioso.
−Escocés, tú y tu sentido del deber, no te preocupes, hombre, estaré bien, comeré este estofado, que huele a gloria, y descansaré un poco. Escocés, ¿estamos protegidos?
−Sí, hay dos camaradas vigilando la finca y cada tres horas son reemplazados por dos más.
−Bien, pues ve a tus cosas. Si quieres, luego a la cena comemos juntos y me presentas al resto de habitantes de la casa y a los compañeros, ¿te parece? −Michael notó como Ian se ponía nervioso, era tan reservado su amigo. Y decidió suavizar el momento.
−Tranquilo, Escocés, en otro momento será.
−No, Michael, quiero cenar contigo, a las ocho después de la cura, ¿te parece bien?
−Estupendo, me vestiré de forma adecuada, a fin de cuentas, soy todo un lord.
−Me parece bien, su excelencia. −Ambos sonrieron, ni uno ni otro creían en toda esa parafernalia de la nobleza, su máxima era que todos eran iguales. Él, un lord, y Ian, un jornalero, que se profesaban fidelidad, solo eso importaba en estado de guerra.
Y llegó la hora de la cura. El médico, Albert Hakim Alfaro; en su pasaporte falso su apellido pasó a ser García García, su afán era pasar desapercibido y este era un apellido de lo más usual.
Nació y vivió en París hasta que intuyó que Francia sería invadida, decidiendo poner pies en polvorosa en la tierra de su madre, una aragonesa de carácter.
Regordete y con cara de luna, siempre llevaba unas lentes a modo de diadema que solo se las colocaba en su sitio cuando tenía que ver algo de cerca. Concienzudo y meticuloso, no decía ni pío mientras trabajaba, era como si se trasladase a su mundo particular. Cuando terminaba su cura tomaba asiento y explicaba a Michael los avances en su estado de salud, eso era todo.
Un último detalle, era de origen sefardí, su apellido lo delataba, había salido del barrio judío de París antes de que fuera ocupada la ciudad por los nazis.
“La prevención son los cimientos de la medicina”, era su respuesta cuando le preguntaba Michael por qué había huido cuatro meses antes de la ocupación.
−Albert, ¿cómo está la herida?
−Michael, cicatriza bien, quedará una marca importante, lo tuvimos que drenar muchas veces, la infección ha remitido, lo creo porque durante tres días la fiebre ha desaparecido. Tu estado de debilidad se debe, como sabes, a la pérdida de sangre, aunque te trasfundimos, todavía pasará tiempo hasta reponerte del todo y el mes que has estado sin moverte ha debilitado tus músculos. Ahora toca ganar fuerzas y creo que en unos quince días podrás partir.
−¿Quién me dio la sangre?
−Moisés, era el único compatible contigo, de hecho su sangre es compatible con la de todo el mundo. Ha salvado la vida a muchas personas, pero creo que, si ayuda a alguien más, al que tendremos que trasfundir será a él. −¡Vaya, el médico tenía sentido del humor! Hasta había esbozado una sonrisa. Hoy, especialmente, estaba simpático.
Albert metódicamente siguió el ritual de siempre, recogió todas sus cosas, se lavó las manos, se colocó la chaqueta y salió de la habitación. Cuando estaba en la puerta le dijo:
−Hasta esta noche, Michael.
−¿Esta noche?
−Perdón, ¿no sabes nada?
−¿Qué tendría que saber? −El hombre comenzó a ponerse nervioso, algo se salía del guion y al parecer la improvisación lo sobrepasaba.
−Hoy tenemos reunión. −Michael lo miraba con el ceño fruncido cuando vio que, tras el médico, algo azorado, llegaba Ian. Desvió la mirada hacia él y este entendió su torpeza.
−Lo siento, Michael, llegó el mensaje a las tres de la tarde y dormías. Decidí avisarte más tarde, pero…, yo… lo siento… −¿Ian balbuceando? Lo de la mujer embarazada afectaba a las entendederas del pelirrojo. El tema, sin duda, era peor de lo que imaginaba.
−Albert, gracias y hasta luego. Escocés, pasa y cierra la puerta, tenemos que hablar. −Ian hizo lo que se le mandó y se quedó a los pies de la cama tieso como un garrote.
−Bien, Escocés, seamos claros, ¿qué tienes que contarme de Salas? −Directo, sin preámbulos. Ian dejó de ser pelirrojo, ahora era albino, se había quedado sin color.
−Pero ¡¿cómo te has enterado?! −Más que una pregunta era una exclamación.
−¿Te olvidaste de quién soy?
−No, claro que no. Debí suponerlo. La zorra pierde el pelo, pero no la condición.
−Si no te importa, prefiero que me llames zorro. −Ian lo miró indirectamente, pero no dijo nada−. Escocés, no seré yo quien se meta en tu vida, pero no estamos aquí de vacaciones. Lo primero es la misión y es inexcusable que no cumplas con tu deber, si cometes un error como este otra vez, podremos perder la vida. Infórmame de la reunión primero y luego hablaremos de esto.
−Será a media noche, vendrán aquí. He pensado que podrías hacerla en el sótano, está bien ventilado y acondicionado, como prevención. Nos vienen a informar de la misión en Madrid. Es todo lo que sé.
−¿Y bien? −Era obvio que Michael sabía lo suyo con Salas.
−Salas y yo estamos juntos desde hace un año, está embarazada y el niño es mío. Es viuda, lo ocultamos para evitar habladurías, está recluida, ya no cose, en el pueblo piensan que está de viaje en casa de unos familiares. Cuando pueda quiero llevarla conmigo a Inglaterra, la amo y soy feliz. −Cuando acabó de confesar, se sonrió como un tontorrón, gesto que suavizó la mala gaita del Inglés.
−¿Y cuándo pensabas decírmelo?
−Te lo iba a contar esta noche.
−Escocés, céntrate, de lo contrario, tu hijo o hija se perderá conocer a su padre. −Otra vez la cara de tonto. ¡Impresionante! El Escocés estaba girado como un calcetín.
»Escocés, luego preséntame a tu mujer y, por favor, que no se esconda más de mí.
−Gracias, ¿sabes?, si es niño, lo llamaré Edgar, como tú, y, si es niña, Sarah, como mi madre. Salas está de acuerdo. −Y, para sorpresa del Inglés, Ian le pegó un abrazo de los que duelen.
−Me siento muy honrado, Escocés, pero es mejor que me llames por mi alias, ¿entendido? ¿No le habrás dicho a nadie mi verdadero nombre, verdad?
−No, qué va, ¿te crees que soy tonto? −Menos mal, Ian no estaba tan idiota de amor como se pensaba. Al menos, no había bajado la guardia debido al enamoramiento. ¿O sí?
−¿Y a ti te llaman con un alias o te llaman por tu verdadero nombre?
−¡No le he dicho mi nombre ni a Salas! ¿Por quién me tomas? −Michael sonrió.
−¿Cómo te llaman?
−¡Escocés!, es mi alias. −La madre que lo parió. ¿No podía haberse inventado un nombre falso? De pronto se lo imaginó diciéndole a la española que lo llamara Escocés con cariño y se le antojó divertido.
−Bien, Escocés. Anda, ve con Salas, en un rato bajo a cenar y espero que me acompañéis a la mesa. Otra cosa, ¿para cuándo el parto?
−Ya está fuera de cuentas, dice ella.
−Escocés, perdona que me inmiscuya, pero ¿cómo piensas sacarla de aquí?
−Vendré a buscarlos. ¿Me ayudarás?
−Por supuesto, pero vamos a ver si podemos organizarlo para que vengan con nosotros. ¿Te parece?
−Sí, pero debemos planearlo con tiempo.
−Ok.
−Ok, ¿bajas?
−Voy en un momento. Enhorabuena, amigo.
−Gracias, Edgar.
−De nada, Ian, pero recuerda, delante del resto utilizaremos los alias, ¿entendido? Que te veo muy confiado, “papá”. −Al Escocés le sonreían los ojos.
Salas era joven, calculó que tenía alrededor de 25 años, no era muy alta, ni muy guapa, ni muy llamativa, pero tenía algo. La mirada entre traviesa y tímida era atrayente. Sus ojos eran grandes y de un azul oscuro deslumbrante, pero lo que más llamaba la atención era su alegría, su insultante y perenne estado de felicidad. Su vientre abultado la hacía tierna y particularmente hermosa. Michael se sentía emocionado viendo como su amigo la miraba con admiración.
La muchacha resultó ser toda una intelectual autodidacta, hablaba de obras de teatro clásico, de ópera, de cualquier cosa, sin parecer petulante. Al parecer, devoraba los libros de la biblioteca de sus señores cuando nadie la veía. A Moisés ya lo conocía del tiempo que había estado enfermo. Ian y él habían ejercido de enfermeros.
−Gracias, Moisés, sé que la sangre que necesité era tuya.
−De nada, Michael, es un honor. Saber que un hombre justo, gracias a mi sangre, le da de palos a esos alemanes fascistas me enorgullece −afirmó el hombre convencido.
Moisés era un hombre de firmes principios y alardeaba de ser anarquista. No había estado en el frente, por edad, pero a la chita callando había hecho su particular guerra. Saltaría la cincuentena, era alto y espigado, se le antojó que parecía un insecto palo, todo él era fibra, el pelo, como el carbón, veteado de canas por todos lados, la piel, como el nácar, y los ojos marrones y vivarachos, sonreía abiertamente. Era curioso, aquellas gentes, a pesar de los reveses de la vida, parecían felices o, al menos, conformes con su destino.
La velada concluyó y se dispusieron a bajar al sótano de la casa a esperar “al visitante”, alias el Suizo; haciendo honor a su apodo, llegó con precisión y exactitud, como un reloj. El hombre, al parecer, era un suizo rubio de más de dos metros, algo desgarbado y de ojos celestes; pasaba por alemán y cuando abrió la boca todos se sorprendieron. Tenía un acento andaluz que les desmontó la imagen de él en una milésima de segundo. El rubio, al ver la cara de los asistentes a “la reunión”, se carcajeó y dijo:
−¡Mi arma!, ¿a que parezco uno de ellos? Como pa fiarse de las apariencias. Ya ves, soy del barrio de Triana, casi na. La pinta de extranjero es porque la pobrecita de mi abuela, que Dios la tenga en su gloria, era de allí, de Suiza me refiero, y toíto se hereda. ¡Ozú!, estaba deseadito poder hablar normal. −Nadie salía de su asombro y duró ese impacto, entonces el de Triana suavizó su acento y funcionó como un reloj suizo, preciso, exacto y directo.
−Buenas noches, la reunión durará una hora. Ya sabéis el protocolo de destrucción de documentos. Soy el Suizo y vengo a dos cosas: primera, constatar el estado de salud de Michael, y, si es óptimo, comenzar a informarles de la próxima misión.
−Buenas noches, Suizo, según el médico en quince días podré partir.
−Bien, ¿tenéis un plan de evacuación? −El Escocés palideció y el Inglés supo el motivo.
−Estamos valorándolo, de momento, no hay nada firme.
−Intentad tenerlo claro en un espacio corto de tiempo, no digáis a nadie cómo, cuándo y ni por dónde partiréis por motivos de seguridad. Os esperamos en Londres en esta fecha, si no estáis en las siguientes cuarenta y ocho horas después,, se os dará por caídos. −Y les pasó un papel encriptado.
»Prosigamos. −Con esa palabra, el visitante hizo un punto y aparte y pasó al siguiente punto. El hombre se dispuso a pasar unas diapositivas con los rostros de sus objetivos y los agentes reclutados para llevarlas a cabo−. La misión se llama “Desmantelar” y se prevé larga, durará alrededor de cuatro meses. Se desarrollará en Madrid
»Franco creó en 1939 una ley por la cual ninguna empresa extranjera puede tener más del 25 % del capital en España. Por esta razón, existen incontables hombres de paja nacidos en España que figuran como dueños de esas empresas, pero en realidad solo prestan su nacionalidad con el único objetivo de enriquecerse. El más escurridizo de todos es Amón, sabemos que reside en San Sebastián y juega duro, Michael es una prueba de ello.
»Esperamos descubrir su identidad después de la misión. Gracias a estos testaferros, los alemanes están creando un verdadero imperio y parte de esos beneficios se utilizan para sostener el Tercer Reich. Al régimen español, hasta ahora, le ha ido bien, pero están empezando a preocuparse, pierden poder y les falta información. Hemos contactado con Franco, de momento están esperando el resultado de la guerra, si pierden los alemanes, ayudarán.
»Estamos empezando a preparar la misión, que calculamos que se pondrá en marcha en un año, más o menos. Estamos reclutando personas y células durmientes no quemadas.
“El visitante” continuó explicando quién era quién por medio de las diapositivas, objetivos y sus alias y agentes y sus alias, hasta que la imagen de una mujer y su particular historia lo intrigó.
−¿Nadie la ha descubierto? −preguntó Michael intrigado, era toda una heroína y pasaba desapercibida. Además era bella. ¿Cómo lo hacía? Sentía curiosidad.
−Es toda un camaleón, vive en un pequeño pueblo de Extremadura y, como veis, en su corta vida ha tenido que encarar momentos difíciles. Nadie sospecha de ella ni de su mentor. Son los mejores, aunque ella está verde y eso nos preocupa. Michael, tendrás que tantear su tolerancia a la presión, su papel es fundamental, ella será el trofeo de esos nazis.
En la foto no se observa, pero tiene una mirada muy especial. −Michael estaba intrigado. ¿Una foto le estaba acelerando el pulso? Tendría que buscar a una mujer pronto, sin duda, lo necesitaba.
−¿Por qué? −Michael preguntó excesivamente curioso.
−No sé a qué te refieres. −El Suizo no entendía la pregunta de Michael.
−¿Por qué tiene una mirada tan especial?
−El color de sus ojos es poco habitual y su mirada, muy fuerte, aparte de eso, es guapa y es una mujer atrayente, pero con clase. Su mentor, Jara, la ha instruido muy bien, tanto como agente como intelectualmente, da signos de templanza, pero, como he dicho antes, es joven. Creemos que es la persona idónea para esta misión y para los objetivos que le hemos asignado. De todas formas, no es fácil conseguir agentes. De momento, es todo lo que deben saber, más adelante les entregaremos un dosier con información de nuestros agentes.
El visitador continuó con la charla y Michael no podía evitar sentirse atraído por la imagen de aquella mujer a la que no conocía sintiendo en su interior una alarma. Debía mantenerla alejada de su corazón o saldría dañado.
−Esto es todo, salud, compañeros, y andad con cuidadito que la cosa está muy mala.
Michael tenía que admitir que su capacidad de sorpresa era bien escasa, quién iba a decir que el rubio era sevillano.
El Suizo destruyó todo el material y se esfumó con precisión, tal y como había llegado.
Había pasado una semana cuando en mitad de la noche Ian avisó a Michael. Salas estaba de parto.
Laborioso, fue difícil el parto. La criatura no salía y la madre estaba extenuada, al final, Albert le tuvo que practicar una cesárea. Ian cada día estaba más preocupado, a pesar de las constantes atenciones médicas, la fiebre no remitió y Salas falleció.
Ian murió con ella y su hija Sarah se agarraba a la vida con ahínco. Era un bebé regordete, con el pelo de color zanahoria y los ojos azul intenso de su madre. Michael cuidó de la niña mientras su roto amigo se peleaba por continuar viviendo después de la tragedia. Su hija pasó a ser lo primero.
Michael preparaba la huida. No podían irse en tren desde Canfranc a Francia, sin duda, los alemanes estarían al acecho y era difícil pasar desapercibidos. Dos hombres extranjeros con un bebé eran más que sospechosos. La solución se la brindó Moisés.
−Michael, tengo familia que colabora con la causa en Barcelona. Un primo mío trabaja en el puerto de esquilador, podría conseguir embarcaros hacia Inglaterra, solo tengo que hacerle llegar un mensaje, tenemos un código. Nuria, una exmiliciana anarquista, que espera una oportunidad para huir, os acompañaría pasándose por la madre de la niña.
−¿Tiene pasaporte falso?
−Eso es fácil de conseguir, solo basta que tú quieras que colabore. Michael pensó, pero poco tiempo, no tenía una mejor opción y el tiempo corría en su contra.
−De acuerdo, manda el mensaje.
−Me pongo a ello. Ágilmente redactó un telegrama a priori inocente.
“María llevará a su retoño a conocer a sus abuelos stop Os llevo telas una naranja y la otra dorada Stop para que me hagas unas cortinas Stop son cuatro metros de tela Stop”.
−María significaba “madre”, pero también el alias de Nuria. El retoño: “un bebé”. Las telas: “hombres” y uno era pelirrojo y el otro rubio. Las cortinas era “huir”, y los metros de tela, “el día del viaje: 4 de diciembre”.
Una semana después de enterrar a su gran amor en el jardín de la finca, el Escocés, roto por el dolor, abandonó España con destino a Londres acompañado de su amigo y de su hija, no volvió la vista atrás. Dejó en algún lugar de su alma dolorida aquel lugar donde jamás volvería y donde fue feliz, sintiendo como un espejismo el año más hermoso de su vida. Cuando no se divisaba la casa, Ian se paró y, extendiéndole un papel a Michael, le dijo:
−Sabes que no tengo familia, cuando todo acabe me dedicaré a mi hija. De momento estará en un internado, pero deseo criarla yo. Si me ocurre algo, quiero que tú seas su tutor, en el caso de que también perezcas, quiero que tu hermana sea su tutora, ella siempre me tuvo en gran estima, pero cuando llegue a Londres se lo preguntaré. ¿Quieres, Edgar?
−Será un honor, Ian. −Esta vez lo llamó por su nombre.
−Gracias, solo confío en ti y ella es mi mayor tesoro.
−Pase lo que pase, Sarah podrá contar conmigo.
−Ese es un documento donde te nombro su tutor.
−Ian, lo siento mucho, amigo.
−Lo sé. −Los dos hombres partieron hacia Barcelona en coche con la pequeña Sarah y un sentimiento de tristeza difícil de digerir. Michael tuvo claro que, mientras siguiera en activo, jamás mezclaría el corazón con el trabajo. Nunca iniciaría una relación con ninguna mujer en semejantes circunstancias. Ver a Ian destrozado lo ratificó en su idea de una forma contundente.
Llegaron a Londres fuera de plazo. El reencuentro con sus superiores fue una victoria, ya los daban por muertos. Permanecieron un año en la sombra hasta que tuvieron que viajar a España para comenzar la misión “Desmantelar”. Allí conoció a la mujer con ojos de color miel y heridas en el alma que se convertiría en su imposible. Victoria, alias la Iglesias, era alguien que hacía de su día a día un triunfo. Su nombre no podía ser más apropiado.
Canfranc, miércoles, 19 de marzo de 1952
Moisés, el viejo anarquista, seguía igual, los nueve años que habían pasado por encima de él habían sido benévolos. El tipo era pura dinamita, si la memoria no le fallaba, debía de estar cerca de llegar a la década de los setenta, lo que para otros sería estar senil para aquel hombre larguirucho, con mucho nervio, era seguir cazando en el monte, cortar la leña, cuidar del ganado, levantarse con el alba y comer como un descosido sin que una lorza de carne se asentara en su fibroso cuerpo. Michael y sus acompañantes habían llegado la noche anterior, previo telegrama de aviso con el particular código inventado por Moisés, a su casa.
Vivía solo, era viudo desde hacía mucho tiempo y sus hijos vivían cerca de Barcelona, un tío de su difunta mujer los había colocado en la fábrica de la seda, el monte no era para ellos. Victoria seguía extraña, algo desconectada de la realidad y pegada a José. Emilio, de forma inteligente, había optado por dejarse llevar. Después de la comida se retiraron a sus habitaciones, dejaron un rato de intimidad a aquellos viejos camaradas.
−Moisés, te veo bien −afirmó Michael sonriendo con cariño al viejo Moisés.
−Sí, soy feliz con mis cosas, una vez al año vienen mis hijos a verme. Tengo nueve nietos. Una se llama Sara. Se lo dejé caer a mi nuera, la de mi hijo mayor, y al parecer le gustó, creo que hasta le hice un favor, ya no le quedaban nombres en el santoral, es una coneja, estos dos me han dado seis nietos y lo que te rondaré morena. −El hombre se partía de risa y Michael lo siguió.
−Michael, ¿cómo está Sarah? ¿Y el Zanahorio?, ¿es buen padre?
−¿Zanahorio?
−El Escocés, ¡vamos, ahora me dirás que no es pelirrojo! −Michael sonreía a la par que pensaba la forma de decirle a Moisés que Ian estaba muerto, sabía que el anciano apreciaba a Ian.
−Qué ocurrencias tienes. −Michael respiró con fuerza para decirle la suerte que había corrido el Escocés.
−Ian falleció en acto de servicio hace unos meses, siento darte la noticia así. −Recordar el motivo de la muerte de, a pesar de todo, su amigo le afectaba más de lo que él mismo se creía.
−Vaya, lo siento, ¿y la niña? ¿Qué ha sido de la niña?, ¿está solita?
−Está con mi hermana. Moisés, esta es mi última misión, luego me dedicaré a ella, soy su tutor legal y, siempre que hemos podido, tanto su padre como yo hemos cuidado de ella. Sarah es preciosa, zanahoria, como tú dices, pero de piel dorada, y tiene los mismos ojazos de su madre. Ya es toda una mujercita de nueve años. Le estoy enseñando el idioma de su madre, siempre le hablo en castellano para que no pierda sus raíces. No quiero criar a una mujer desarraigada, deseo que de mayor se sienta orgullosa del sacrificio que hicieron sus padres para que ella viva en un mundo algo más justo. Pregunta mucho y le contesto lo que puedo, todavía es pequeña. −Moisés estaba emocionado y lloraba al escuchar las leales palabras de aquel inglés al que respetaba.
En otro lado de la casa Victoria se desnudaba para asearse antes de ir a la cama. José se había quedado en el porche hablando con Emilio. No sabía qué hacer con José, era evidente que se sentía muy impactado por el descubrimiento de la identidad de su padre. Decidió que dejaría que fuese su marido el que marcase los tiempos.
El agua estaba en la temperatura exacta y ella disfrutaba de aquel barreño enorme de zinc que hacía las veces de bañera, lavaba su cuerpo con mimo con una pastilla de jabón con esencias de jazmín que le había regalado Pepa, ella decía que ese aroma era muy sensual y sí que lo era, al menos para ella. Olía de maravillas, tras una media hora en remojo, decidió salir de la bañera cuando sus dedos estaban arrugados.
José entró en la habitación y un aroma que identificó al instante lo trasportó a un lugar sensual y emotivo a la vez.
−José.
−Sí, dime.
−Nada, he escuchado la puerta.
−¿Qué haces? −preguntaba lo que era obvio.
−Lavarme.
−Vale. −José le hablaba desde la alcoba y no se acercaba al baño, qué raro.
Los habían alojado en una de las habitaciones que ocupaban los hijos de Moisés cuando venían a verlo, el hombre había construido un baño en cada una de las habitaciones que ocupaban los matrimonios, era una forma de decir “te quiero”, pensó Victoria.
Estaba tan perdida entre sus pensamientos que no se percató de que José estaba con las mangas de la camisa remangadas y observaba desde la puerta cómo se pasaba un paño enjabonado por sus piernas. José, ladeando la cabeza y curvando sexualmente la sonrisa, la acechaba, pero no se acercó. Ella entendió el juego y le siguió la corriente. La danza del jabón por sus formas la excitaba y, ajena a la pelea interna que libraba su marido por no abalanzarse sobre ella, continuó masajeándose traviesa.
Victoria, deliciosamente aturdida y con el corazón acelerado, se sentía desinhibida.
Se acariciaba lentamente. Saber que él la miraba hacía que su embriaguez la trasportara a un lugar desconocido de su mente, podía llegar al éxtasis al notar que José la tocaba con la mirada. Estaba tan cerca de amarlo, sin tabúes, que la impaciencia de hacerle el amor, sin ningún tipo de límites, era tan intensa que la hacía temblar. Dio por finalizada la danza del baño y se secó con una suave toalla de lino con la misma sensualidad. José continuaba con la misma pose sonriendo de una forma lasciva, y a ratos divertido por lo traviesa que era la atrevida de su mujer.
Victoria se plantó delante de un gran espejo y comenzó a contemplarse con ojos felinos, estaban alegres, mojados, contraídos y llenos de deseo, pero, si miraba dentro, las huellas de una vida dura brillaban en sus ojos parduzcos, eso la hizo sentir fuerte. A pesar de las dificultades, era feliz por primera vez. No tenía miedo aunque tenía motivos para sentirlo. Quería perderse en los brazos de José. La anticipación de lo que estaba por llegar la tenía impaciente. Nada le importaba y si la tierra se abriese ella no se movería. Necesitaba ser amada y él podía hacerlo, sin condiciones, sin negociaciones, sin dobleces, piel contra piel.
Victoria se colocó un liviano camisón, muy suave, era de satén negro. La prenda no dejaba ver su cuerpo, pero se intuía, la hacía sentir mujer, caliente. El leve roce de la prenda no ayudaba a calmarla. José no podía quedarse un minuto más quieto, el sudor perlaba su frente y le dolía la mandíbula de apretarla.
José se dirigió a su mujer como un cazador, pero su presa era toda una fiera, eso lo mareó deliciosamente. Victoria sintió como José se acercaba por su espalda, notó su excitación y eso aceleró su corazón tanto que comenzó a temblar. Sus brazos rodearon sus hombros apretándola contra él, las manos de Victoria acariciaron sus fuertes brazos y un intenso escalofrío le recorrió la columna hasta llegar al pecho, notó que sus pezones se contraían y casi no podía respirar, intentó calmarse y descansó su cabeza en el torso de su hombre, cerró los ojos y notó como perdía la estabilidad haciendo que se tambaleara. José no estaba mucho mejor, a duras penas contrarrestó el vaivén de su mujer firmemente.
El juego le gustaba a Victoria, tanto que comenzó a pensar cosas indecentes. José la apretó contra su pecho al notar la inestabilidad de la mujer y Victoria quiso saltar otro escalón más en su descaro.
−Agárrame fuerte que me caigo, aunque, pensándolo bien, con tu falo hubiese servido para sostenerme.
José, que tenía el rostro ladeado, le rozaba juguetón el cuello con sus labios, levantó la vista y se encontró con la hermosa cara de Victoria reflejada en el espejo sonriéndole con deseo.
El hombre emitió un leve sonido que traicionero se escapó de su garganta, Victoria notó que el estado de José había empeorado por la presión que ejercía su pene en su espalda y volviéndose miró con descaro el resultado de su provocación. Coqueta, sonriéndole y sin dejar de acariciar su intimidad, le dijo a José fingiendo una falsa inocencia:
−¿Qué te pasa? −José quiso jugar un poco más y, apretándola contra él, bajó su mano comenzando a acariciar la parte más íntima de Victoria.
−Señora, está usted muy… digamos que líquida. Voy a tener que reñirle a su marido, está usted muy abandonada. Antes de hablar con su señor, creo que voy a aliviarla un poco. ¿Le parece? −Victoria tardó en contestarle, el deseo la dejaba muda, arqueó su cuerpo y José paró su enfebrecido roce, la mujer protestó, pero él chasqueando la lengua le dijo:
−Espera, fiera, si sigo tocándote, acabaré en los pantalones. −Y, cogiéndole una mano, la posó en su entrepierna, lo que hizo gemir a ambos.
−Mira lo que me haces y me empieza a doler, señora, a ver cómo lo arreglas, porque tú tienes la culpa de esto. −Lo último lo dijo dejando resbalar por sus piernas el pantalón, Victoria lo miró lasciva y, sin pensar demasiado, se dejó llevar arrodillándose delante de él. Lo que vino después fue devastador. Sí, era verdad, se pueden ver colores al alcanzar el sumo placer, pensaba Victoria. José la tomó, pero no fue duro, fue dulce y pausado en su vaivén, cosa que no desagradó a Victoria, pero que la dejó con ganas de un poco más.
−Gracias, Victoria, me has hecho sentir muy bien.
−Gracias a ti, pero…, bueno…, verás, yo…
−José, ¿por qué ha sido tan delicado? Me ha gustado, pero yo, bueno, estaba desatada contigo, no siento vergüenza, hago lo que me apetece y quiero ser libre a tu lado.
−Te lo agradezco y así quiero que sea, te quiero libre, te quiero como eres.
−Ya, pero te he visto algo comedido a la hora de penetrarme. ¿Por qué?
−Creo que estás embarazada, lo siento así y, además, Koldo me lo dijo y nunca se equivoca. −Victoria se quedó callada, acto que hizo que José le levantara el rostro y la mirara fijamente.
−¿Qué te pasa?, cariño, ¿por qué lloras?
−No lo sé, estoy sensiblona y preocupada.
−Es normal, mi amor, el embarazo tiene estas cosas.
−Sí, lo entiendo, ya he estado embarazada y algo en mí me decía que lo volvía a estar, pero me preocupa perder a este otra vez.
−La niña nacerá, estoy seguro.
−¿La niña?
−Quiero una muñequita igual que su madre, aunque me temo que tendré que espantar a moscardones mil.
El matrimonio rio feliz ansiando estar a salvo y comenzar una nueva vida. A ambos se les saltaba el alma de alegría, a pesar de los pesares, la vida era hermosa y ella se sentía fuerte, tenía mucha suerte por haber encontrado a su hombre bello de alma, ¿qué más pedir?
Barcelona, sábado, 22 de marzo de 1952
La rosa de fuego, era una ciudad viva, chispeante, llena de transeúntes que bullían de un lado a otro, variopintos en sus formas y con prisa, siempre andaban corriendo.
Victoria, alegremente alterada, pensaba cuán diferente era su tierra, por algo se llamaba La Serena.
La rosa de fuego se ganó el mote allá recién estrenado el siglo veinte.
Los obreros catalanes se negaron a cumplir el decreto del presidente Maura. No hay nada más lamentable que un político que se encierra en su despacho y no pone un pie en una fábrica, no vaya a ser que se le ensucie el ropaje.
El hombre, que ejercía de presidente, bastante enojado por la pérdida de las últimas colonias españolas, dio la orden de mandar al frente a hombres sin esperanzas a defender las posesiones españolas en Marruecos, sin duda, no sabía de las largas jornadas laborales, de la falta de cobertura sanitaria, del gran índice de analfabetismo, de los niños que, apenas con ocho años, eran explotados en las fábricas para poder malcomer una vez al día. Demasiadas penurias en las factorías, no era el momento para ir a hacer la guerra.
Los obreros comenzaron a sindicarse en Solidaridad, allí había un popurrí de formas de entender la sociedad, desde los socialistas, pasando por los republicanos hasta llegar a los anarquistas, que eran la mayoría. Poco después la llamaron CNT, tampoco sabían, en ese momento, que en Barcelona la Guerra Civil se desarrollaría bajo un prisma anarco, muy pero que muy particular.
Barcelona es anarquista, gritona y rebelde, esa es su esencia, lo demás es consecuencia de su idiosincrasia. En aquel pulso que mantuvieron los trabajadores con el presidente Maura se sembró la semilla de la protesta. La clase obrera gritaba rebelde: “¡Abajo la guerra! ¡Que vayan los ricos! ¡Todos o ninguno!”.
Después de una semana a palos, los obreros volvieron al tajo, pero con muchas bajas. Algunos fueron ajusticiados y Barcelona terminó envuelta en llamas, de ahí lo de rosa de fuego. Los ciudadanos de la ciudad que mira al mar a pesar de las represarías se mantuvieron firmes, así son, si deciden dar un paso hacia adelante, no retrocederán, pero para nada son impulsivos, siempre hay un porqué, aunque no se deje ver.
−“Primer seny i després molta rauxa” −les explicaba Michael al resto, que, muy atentos, lo escuchaban sentados en una cafetería de la Rambla de las flores.
−¿Qué quiere decir? −preguntó Emilio.
−Primero sensatez y luego rabia para llevar a cabo lo decidido. Más o menos. En definitiva, pensarlo bien antes de hacerlo −contestó el Inglés, que, por cierto, desde que habían llegado a Barcelona no paraba de hablar y hablar.
−¿Estuviste mucho tiempo aquí? −Esta vez fue José quien se mostraba curioso.
−Sí, al principio de la guerra. Vine con mi mujer. −José sintió curiosidad por la mujer muerta del Inglés, pero no dijo nada por prudencia. Michael continuó habla que te habla:
»Esto era un hervidero de ideas, la verdad es que se organizaron muy bien, tanto fue así que el gobierno de la Generalitat dejó de gobernar, en fin, sería largo de explicar y ahora lo principal es ponernos a resguardo, solo os diré que un día se metieron en el Hotel Ritz a mesa y a mantel, lo expropiaron y pasó a ser del pueblo y para el pueblo. Era una imagen sin igual ver a todos esos milicianos comer en los grandes salones del hotel de lujo. −Michael lo contaba con semblante de “ver para creer”.
−¿Qué pasó con Maura? −preguntó espontánea Victoria, que hasta la fecha se había comportado como si no fuera con ella lo que acontecía a su alrededor. Está muy rara la siempre eficaz agente Iglesias, pensaba el Inglés.
−Maura pagó el desatino con su puesto −contestó rapidito Michael, observando a la bella mujer, haciéndole a su vez una pregunta−: ¿Estás bien, Victoria?
−Sí, ¿por qué?
−No sé, estas como ausente.
−Tranquilo, estoy bien, solo que me encanta Barcelona.
−Eso está bien, pero, Iglesias, estamos en peligro, que no se te olvide. −José salió al paso justificando a su mujer, cosa que mosqueó mucho más a Michael, ¿qué ocultaban esos dos?
−No te preocupes, Michael. Demasiados mundos por conocer, demasiadas emociones. Hace poco, apenas había salido de su tierra, es comprensible, ¿no crees?
−Será eso −contestó el curtido agente, más escamado que un jefe indio.
Michael continuó reflexionando. La eterna ciudad seguía hirviendo en un carrusel de contradicciones, aquella semana de antaño fue una semana trágica, de las muchas que la historia le tenía reservada a la insolente rosa de fuego que mira al mar.
Barcelona era irrespetuosa con las normas y te atrapaba como una bella mujer con alma de guerrera.
Diferente e irreverente, se vestía de gris porque era el color oficial del régimen, pero la muy descarada dejaba entrever sus ligas rojas de forma casi indecorosa. Su rebeldía la hacía especial, caprichosa y seductora. Te atraía hasta envolverte en su singular manera de entender la represión, a la par que en silencio gritaba libertad.
Las sombras también existían, pero la urbe las escondía, la codicia reinaba en las pupilas de los que vivían alejados del mar, en la parte alta de la rosa de fuego.
−Los poderosos siempre viven arriba, la visión es más amplia desde la cumbre y es más difícil que te cacen si eres el que vuelas −decía Michael, que cansado hacía de improvisado guía turístico.
−¡Ay, ay, ay, que quien la teme es porque la debe! −respondía Emilio encantado de la vida, ni por asomo pensó que saldría desde detrás de los barrotes y pisaría la gran Barcelona.
Un submundo sórdido braceaba, a duras penas, por no sucumbir en una ciudad que, aunque parecía cosmopolita, hubo un tiempo que se llamó Barcino, y, quieras o no, la historia pesa y mucho en ocasiones, pensaba, pero no decía, un introspectivo José, que caminaba de la mano de una deslumbrada Victoria mientras se adentraban en las calles adyacentes a la Rambla de Barcelona.
−Las cosas no son porque sí. El motivo por el cual su gente es así lo ves si miras con detenimiento hacia atrás. El abuso lleva inexorablemente a la rebeldía. Tarde o temprano cada pueblo se revuelve, de una forma u otra −sentenció Emilio, sin duda, la experiencia lo había vuelto más realista, menos poeta. Pero el encanto trasnochado de sus ojos de gato continuaba ahí, solo tenías que mirar en su interior, pensaba Victoria, que de vez en cuando bajaba de su particular nebulosa de felicidad.
Paseo de Gracia, llegaron una hora después a un edificio espectacular pero raro a los ojos de los hermanos Iglesias. Para José, el impacto no fue tan grande, había visto postales y fotos en libros que su ahora no padre le regalaba cuando llegaba de algunos de sus múltiples viajes. La versión oficial era que viajaba por asuntos de medicina, pero, visto lo visto, a saber cuál era la verdad.
El edificio era espectacular, ni recto ni convencional, estaba lleno de formas imposibles, ondulantes, a priori sin patrón, no se veía ni una sola línea por ningún lado. Si lo observabas, parecían ramas con formas que imitaban a la naturaleza, a Victoria le pareció ver hasta hojas de enredaderas de color verde talladas en la piedra, pero, como estaba rara, seguro sería producto de su imaginación, pensaba la fuerte mujer. La gran puerta de medio arco de entrada al edificio los fascinó, o estaban locos o el hierro parecía un revoltijo de ramas de árboles adornados con cristal. Nada estaba al azar, todo era un homenaje a la naturaleza, el vestíbulo era soberbio y muy espacioso. El suelo, de mármol de color teja, brillaba recién encerado. Los zócalos eran del mismo color, pero adornados con hojas de madreselva con sus flores de colores y todo. Daba la sensación de que una enredadera rodeaba todo el bajo de la pared y estaba en crecimiento, porque subía hacia arriba. Lámparas de cristales asimétricos en colores vivos, figuras de mosaico pegadas a la pared que imitaban las formas de animales de jardín, como, por ejemplo, una lagartija.
El mostrador del portero era sencillamente espectacular, de madera oscura, todo el perímetro de la encimera, con cantos redondeados, estaba labrado simulando yedra con hojas y flores en forma de campanillas que sobresalían de la madera; las patas parecían troncos de árboles puestos al revés, anchos en la parte de arriba, se estrechaban progresivamente al llegar al suelo, daba la sensación de que se iban a romper. Todo, absolutamente todo, era distinto. Michael les explicó que era arte modernista y les habló de un arquitecto llamado Gaudí.
Ensimismados estaban mirando aquel vestíbulo, que bien podía formar parte de un museo, cuando escucharon a Michael que hablaba con el portero y este le daba una llave.
−Al parecer, el hombre es uno de los de los nuestros, porque ha contestado a la contraseña. −Le hizo saber Victoria a su marido, que recibió la explicación con una total naturalidad, Emilio, sin embargo, la miraba con las cejas levantadas. Mucho le tendría que explicar su hermana cuando estuvieran en suelo francés; ¿uno de los nuestros?, ¿pero a qué carajo se había dedicado la muchachilla durante su cautiverio?
El hombre en cuestión era joven, calcularon por lo alto que tendría unos 25 años, de mediana estatura, ojos marrones, corpulento, sonrisa franca y un marcado acento catalán que sin éxito se empeñaba en disimular.
−Buenas noches, bienvenidos, síganme, por favor.
−Bona nit, Pep −le contestó José bajito acercándose a él, haciendo que al portero se le iluminara la cara, pero no contestó, no era prudente hacerlo, las paredes tienen oídos.
El piso era enorme, de altos techos abovedados, con puertas anchas de medio punto pero a la vez ondulantes, vamos, una virguería, muebles exquisitos, paredes adornadas elegantemente con motivos florales, baños alicatados hasta media pared en color blanco y azul. Todo era espacioso y, de día, seguro, luminoso. El que lo diseñó tenía alergia a las puertas, pensaba Victoria, curiosa por naturaleza, había muchas columnas, arcos y cornisas, pero, puertas, las justas. Los espacios eran grandes y las zonas comunes, de suelos de madera que brillaban exageradamente. Sencillamente espectacular.
Pep habló con Michael mientras los demás aguardaban indicaciones.
−Mi nombre es Pep, aunque para el resto soy Pepe. Fuera ya están montando guardia dos compañeros, Michael. Mañana vendrá Eulalia por si necesitáis algo. Moisés nos explicó la situación con su particular clave. −Ambos hombres sonrieron. Pep era el hijo del primo esquilador de Moisés, que en otra época había sacado de más de un apuro al inglés.
Eulalia, Lali para los amigos, era la mujer de Pep, aunque él coloquialmente la llamaba la Mastressa, ambos habían heredado las prácticas de su progenitor. Llevaba tiempo colaborando con Michael y daban muestras de ser muy eficientes. El piso, de más de 300 metros cuadrados, pertenecía al gobierno inglés, pero estaba a nombre de un empleado de la embajada del Reino Unido.
Cenaron un pollo con un sutil aroma a canela, delicioso. Victoria mojaba pan con deleite en una salsita de color marrón rojizo con patatitas al horno y cebollitas dulces, Michael no pudo reprimir esbozar una sonrisa, pero para su sorpresa el resto la miraba con el mismo gesto, qué rara estaba la Iglesias. De postre tomaron unas natillas con una capa crujiente de caramelo, deliciosas. El vinito rosado, algo espumoso, entraba divinamente. Tras la cena, poco a poco, se retiraron a dormir, después de que Michael hablase con los hombres que tenían que velar sus sueños.
Tocaron la tres de la madrugada en el reloj de cuco del salón. Victoria tenía sueño de día y le daban las tantas hasta que conseguía coger el sueño por la noche, otra cosa más de embarazada. José decía que cuando llegaran a Francia le haría pruebas, pero no hacía falta, para enero pariría. Su marido no paraba de sopesarle los pechos, auscultarle el vientre, mirar por el interior de su cosita, y entre manoseo y manoseo, pasaba lo inevitable.
José era incapaz de ser profesional si se trataba de la vagina de Victoria. Esta vez todo iría bien y, además, a la tercera iba la vencida, pensaba Victoria. Se levantó y, cubriéndose con una bata, se fue a la cocina, no quiso despertar a José, era la primera noche que dormía profundamente desde que salieron del pueblo.
Estaba en el salón con una tenue luz que procedía de una lámpara de pie cuando escuchó un ruido en el techo, antes de darse cuenta estaba de pie, había dejado el libro en una mesita y llevaba en la mano su pistola, ni que decir tiene que no se separaba de ella ni de noche ni de día. Salió a la puerta y se encaminó hacia el lugar desde donde procedían los ruidos, era como si alguien se hubiese tropezado con algo y estuviese recogiéndolo intentando, sin éxito, no hacer ruido.
Llegó a una azotea levemente iluminada por las luces de neón de los edificios cercanos, allí no era como en el campo, la ciudad siempre intenta no quedarse a oscuras.
Con el arma en posición de disparo, se adentró en la terraza, una bocanada de aire frío la estremeció, pero no la amilanó. La voz que susurraba le dijo desde la diestra de ella, pero a cierta distancia:
−Baja el arma, Iglesias, soy yo, no podía dormir y he subido a que me dé el aire, me he tropezado con estos cubos y mira qué estropicio.
−Lo siento, no puedo evitarlo, vivo en vilo −contestó la agente Iglesias.
−Pues no lo parece, agente.
−¿Por qué lo dices, Michael?
−Te veo rara, como despistada. Entiendo que estáis recién casados, pero no bajes la guardia-.
−Estoy aquí, señal que sigo siendo quien soy, ¿no crees?
−Tienes razón, estás aquí, pero ¿qué te pasa?
−Estoy embarazada −respondió Victoria. Sabía que o le decía la verdad al inglés o no pararía de hacerse cábalas, a cual más fantástica.
−¡Vaya! Me alegro por ti, pero no te voy a engañar, siento envidia de él. −Victoria decidió no contestar, entre otras cosas, porque no sabía qué decirle. Con él ya todo estaba dicho.
−Michael, hace frío, baja. −Fue lo más parecido a decirle que lo quería, que se preocupaba por él, pero sin hacerle entender lo que no era.
−En un rato, baja tú.
−¡No!
−No, ¿por qué?
−Porque no quiero.
−¿Por qué eres tan rebelde? −preguntó el hombre algo irritado.
−Porque, si no fuese así, no sería yo, ¡y yo que sé, Michael! ¡Baja ya!, que hace frío.
−Ahora iré, vete tú, yo no puedo dormir.
−¿Estás preocupado?
−Es evidente.
−¿Es por Sarah?
−Es por todo y por ella también.
−Michael, escuché lo que le contabas a José. −Directa y a la yugular. A la Iglesias eso de los rodeos no se le daba bien.
−Iglesias, por una casualidad, ¿tú sabes lo que es la diplomacia? No te andas por las ramas, además no está bien escuchar las conversaciones de los demás.
−¡A buenas horas, mangas verdes!
−¿Cómo?, ¿qué dices de mangas y verdes? No te entiendo.
−Lo siento, a veces, se me olvida que no eres español.
−¿Qué has querido decir?
−Que llevo toda mi vida escuchando tras las paredes, es defecto profesional, ¿eso lo has entendido?
−Perfectamente.
−Es muy honorable lo que haces, a fin de cuentas, es el amigo que te traicionó −le dijo Victoria sintiendo como al hablar cruzaba la línea roja.
−Sí, pero eso nunca lo sabrá Sarah, es como mi hija, nunca la abandonaré.
Victoria estaba al lado de Michael, ambos miraban al horizonte, resguardados de un hipotético campo de tiro.
−¿Qué harás cuando estemos en Francia?
−Desaparecer de tu vista e intentar rehacer mi vida. Se acabó el M16, llegó el momento de descansar y, si el destino me pone en el camino a alguien, la amaré sin recelos.
−Me alegraré mucho si eso es así.
−Lo sé, eres lo más bello que se ha cruzado en mi vida en mucho tiempo.
Victoria dio por acabada la conversación con sabor a despedida, encaminándose hacia la salida. Sabía que era la última vez que estarían a solas y decidió darle las gracias a su compañero y amigo, el Inglés.
−Gracias por todo, Edgar. −Sorprendido, el inglés la miró con tristeza en sus ojos, era la primera vez que la Iglesias lo llamaba por su verdadero nombre y le sonó en sus labios como un canto de sirena.
−Gracias a ti, Victoria, ha sido un honor conocerte.
Victoria lo miró desde la distancia y le dijo algo que hizo que Edgar cerrase un episodio de su vida, por fin.
−Edgar, yo también te quise y también es culpa mía que no fuese lo que pudo ser entre tú y yo. Debí levantarme esa noche y no dejarte salir de mi casa, pero no lo hice porque pensé que no era suficiente buena para ti.
»Te quiero, Edgar, por ser leal y, pase lo que pase y estés donde estés, puedes contar conmigo si necesitas mi ayuda. No dudes, ni por un instante, que iré a buscarte al mismo infierno si estás en peligro. −La emoción la embriagó, tragó saliva diciéndole a un hombre rubio y lloroso que la miraba con devoción su último adiós.
−Será un bebé muy bonito −dijo el inglés intentando prolongar la despedida.
−¿Sabes, Edgar?, me gusta tu nombre, creo que a José no le importaría que un hijo nuestro lo llevara. −El Inglés notó como estaba lloraba serenamente.
−Será un honor, Victoria.
−Hasta siempre, Edgar.
−Hasta siempre, Victoria. −Le temblaba la voz al hombre, que hablaba susurrando. La puerta se cerró tras ella y Michael, tras la despedida, se sintió algo más ligero de equipaje, ahora era ella la que cerraba la puerta, la última puerta entre los dos.
−José, ¿vamos? −le preguntó Pep a un felicísimo José, que decidió hacer unos recados mientras su mujer descansaba, debido al embarazo dormía a deshoras.
Estaban a tres manzanas del piso cuando Pep se dio cuenta de que no llevaba su cartera. José lo esperó sentado en un banco, mirando el ir y venir de personas normales siempre con cara de velocidad, “¿por qué tenían tanta prisa?, qué manera de caminar, bueno, más bien, qué forma de correr”. Ensimismado estaba en sus pensamientos, sin saber que en pocos segundos su vida iba a cambiar.
−Cuando una parte de algo amenaza con destruir el todo, ha de ser eliminada. −José reconoció aquella voz a sus espaldas al momento y un escalofrío le despertó lo más oscuro que habitaba en él, haciéndole sentir como si tuviese cristales en su interior. Recordó que aquel ya no era su padre y respondió sin miedo:
−Si intentas tocarle un pelo a mi mujer, te mataré −le dijo José a Amón mientras desde su asiento se giraba hacia su padre lentamente.
−¿Serías capaz? −incrédulo, respondió el padre.
−¿Tú qué crees? −irónico, contestó el hijo.
−Creo que sí, estás muy enamorado, mala cosa, José. −José padre se tambaleaba en su determinación aunque intentaba ocultarlo por todos los medios. Su hijo lo notó.
−Amón, Victoria está a salvo −afirmó José hijo, intentando creerse lo que decía. Su padre olió su miedo.
−Ya lo sé.
−Entonces, ¿a qué has venido, Amón? Te gusta que te llamen así, ¿verdad? La vanidad es mala cosa, viejo. −Aquel nombre en la boca de su hijo sonaba a hiel, era la persona a la que más quería en este mundo.
−Pasaré por alto tus palabras hirientes −contestó dolido el padre al cabo de un rato.
−¿A qué has venido? −recalcó José.
−He venido a despedirme.
−No hacía falta, ¿cómo has sabido dónde estábamos? −dijo hiriente, sin duda, había perdido a su hijo.
−En este mundo las apariencias engañan, deberías saberlo, hijo. −José, muy alterado, se abalanzó hacia su padre agarrándolo por las solapas y, desesperado, le gritó:
−¡Victoria está embarazada! Juró por Dios que, si le ocurre algo a mi mujer o a mi hijo, te mataré. −A José padre se le cambió el semblante y, muy nervioso, al ver a lo que más quería en el mundo tan afectado, dijo:
−Los puentes, en tiempo de guerra, es lo primero que se elimina para que el objetivo no pueda huir, es de manual.
Exasperado, José le exigió a su padre:
−Deja de hablarme como un asqueroso mafioso y dime quién es tu contacto, está en juego la vida de mi mujer y, para mí, vale más que la mía. Si alguna vez me amaste, no me mates en vida. −La sola idea de que su hijo muriera hizo razonar a Amón a la par que lo hacía morirse de miedo.
−Eulalia, la Mastressa −contestó resignado.
−¿Ella es tu confidente? −La ansiedad de José era cada vez más evidente.
−Sí.
−¡Dios mío!, ¡Victoria!
−¿Qué pasa? −preguntó José padre.
−Está con ella, a solas, hoy se encontraba mal, se ha ofrecido a hacerle compañía, por eso de que son mujeres. Me voy.
−¡Espera! No he dado la orden, no la tocará hasta que reciba mi llamada.
−No te creo −dijo José a la vez que corría desesperado hasta el piso.
−¡José, te quiero mucho, hijo! −le gritó desesperado. Su hijo, sorprendido, se giró mirándolo con una pena honda, infinita, y una oleada de dolor le recorrió el pecho. Ahora sí tenía a su padre enfrente y quiso abrazarlo, pero no podía, él era el padre de alguien que estaba en peligro, no había tiempo que perder. Comprendió en ese instante lo que dolía un hijo. Su padre tenía el más terrible de los castigos, había perdido al suyo.
−¡Yo, también, a mi pesar! ¡Adiós, padre! −le dijo elevando la voz desde la distancia.
−¡Adiós, mi niño! −gritó desesperado Amón, había cometido el mayor error de su vida. José notó mientras corría como lloraba el duelo por la pérdida de su padre. Su padre se repetía en su mente, a modo de mantra, de qué le había servido tanto almacenar dinero, matar, robar, vender su alma a cualquiera, al final, estaba solo y había perdido lo más bello de su vida, su hijo.
Victoria ya no se sentía tan mareada y decidió salir al salón, aprovecharía para tomarse el lujo de no hacer nada hasta que regresara José de hacer unas compras con su tocayo Pep.
Michael volvió a la azotea, les había dicho a todos que iría a hacer unos recados, pero lo había visto subir a hurtadillas, también vio como salía a la calle sin decir adónde iba. Michael estaba incómodo y taciturno, pensaba la mujer. Emilio había decidido dar una vuelta por las Ramblas acompañado por un vigilante, como decía él. Para el inglés, la seguridad de ellos era su prioridad.
Victoria rebuscó en una gran librería algo interesante para leer y encontró un programa de algún sitio llamado “El molino”, las chicas eran espectaculares, ¡caray! Cómo le gustaría ir, esas cosas en su pueblo ni por asomo existían.
EL MOLINO
Vila Vilá, 93 Teléfono 235256
Palacio de variedades
Único Music- Hall de Barcelona
Éxito sin precedente del sensacional show
FLORES EN EL MOLINO
Un lujo maravilloso nunca igualado…
…La Orquídea, Emilia Estanco. Estrella de color, siempre maravillosa…
Soltó el programa después de mirarlo detenidamente y se encontró con un librito donde hablaba del Teatro Liceo, las fotos era preciosas. Decía que era de estilo ecléctico, ¿qué querrá decir eso? La sacó de dudas una nota a lápiz en el borde de la página: “escoger de toda la historia del arte lo que más te interese”; parecía letra de hombre, su curiosidad estaba disparada.
Victoria decidió semiacostarse en un sofá, comodísimo, a leer un libro llamado La colmena. Al parecer, la realidad supera muchas veces la ficción, tendría que hablar con Cela, seguro que si le explicaba su vida algo podría hacer, de todas formas, la posguerra era tan dura que decidió dejar el libro por el momento y contemplar algunos cuadros colgados en la pared de enfrente, cuando llegara a Francia pintaría durante todo el embarazo, ahora le tocaba a ella disfrutar, se sentía tan inexplicablemente feliz. Qué cuadros más vivos, qué colores, qué forma de pintar, ¿cómo se llamaría la técnica? Tenía que aprender. Mirando y mirando, le llamó la atención uno en especial, estaba firmado por Joan Abelló, deslumbrada, mirando los colores estaba cuando sintió un pinchazo en el cuello que la dejó paralizada. Sorprendida por la agresión, se tambaleó intentando por todos sus medios no perder el conocimiento, pero la vista se nublaba y la oscuridad la invadió. “¿Por qué ahora?, ahora no quería morir. ¿Y su bebé? ¡No, podía morir, esta vez, tenía que nacer! ¿Quién le había pinchado? ¡Noooo! ¡Tengo que vivir!”, se repetía en su semiinconsciencia, sin fuerzas para emitir palabra.
A pesar de la gravedad del momento, estaba segura de que todo saldría bien, simplemente, no tocaba morir. Victoria no podía abrir los ojos, pero escuchaba y sentía como alguien la arrastraba hacia algún sitio, en principio el suelo por la que la trasportaban era liso, pero después sintió golpes en su cuerpo, supo que la arrastraban por unas escaleras, ¡Dios santo! Mira que le habían dado palos desde que el inoportuno gato cambió su vida.
Eulalia estaba muy nerviosa, había colaborado alguna vez con el vasco, el cual se hacía llamar Sr. García, pero eso de matar no iba con ella, pero, por otra parte, tenía cinco hijos y el hombre era muy mandón y daba miedo. Le dijo que la llamaría cuando tuviera que eliminarla, incluso le había hecho llegar las jeringas con el anestésico, después le dijo que cuando estuviera dormida la tirara por la escalera del sótano y la rematase con un golpe en la cabeza, pero la guapísima mujer no se terminó de dormir y sentía como le faltaba el valor, aunque aun así lo haría. El vasco dijo que la llamaría, pero la ocasión era inmejorable, era el momento. El Sr. García era una bestia y la amenazó con matar a sus hijos. Eulalia, la Mastressa, se disponía a darle un palo con una barra de hierro cuando el sonido de la puerta de la calle la frenó; nerviosísima, dejó la barra y se dispuso a ir a ver quién era.
−Pep, ¿qué haces aquí?, ¿no habías ido a acompañar al señor José?
−Sí, pero me he dejado la cartera, está esperándome abajo. ¿Sabes dónde está la cartera?
−No sé, igual la dejaste en el poyete de la cocina.
−Es posible, voy a ver si la dejé allí. ¿Qué te pasa?, estás pálida.
−Nada, es que me ha bajado la regla y no me encuentro muy bien.
−Descansa un rato. ¿Y la señora Victoria se ha levantado ya?
−No −respondió tajante Eulalia.
−Está embarazada, me lo ha dicho su marido. −A la mujer se le cambió el rostro, matar ya era algo impensable para ella, pero encima si estaba encinta era algo abominable.
−¿Qué te pasa? No tendrás envidia, ya tenemos cinco bocas que alimentar. Cómo sois las mujeres. −Envidia decía el bueno de Pep, lo que le pasaba era que se sentía como una bruja mala con verrugas por lo que estaba a punto de hacer.
Pep tardó mucho rato en dar con la cartera, tiempo que a Eulalia se le estaba haciendo eterno. Cuando estaba a punto de salir entró en tromba un desencajado José que vociferaba:
−¿Qué has hecho con mi mujer, mala puta? Si le has hecho daño, juro por Dios que te mato.
Pep estaba desconcertado por oír lo que oía y por ver la expresión de culpabilidad de su mujer reflejada en su cara.
−Eulalia, ¿qué es lo que pasa?, ¿dónde está la señora? −preguntó Pep totalmente anonadado.
Eulalia era débil de espíritu y, desbordada por la situación, comenzó a sollozar impidiéndose a sí misma hablar. Pep zarandeó a su mujer hasta que consiguió sacarle una sola palabra.
−Sótano. −A ambos hombres se les trasfiguró la cara. José comenzó a gritar.
−¿Dónde está el sótano? −Pep soltó a su mujer de los brazos, y esta se derrumbó en el suelo como si de un saco pesado se tratase, y salió corriendo hacia el sitio donde se suponía que se encontraba Victoria, seguido de José.
Una leve luz procedente de una bombilla que se movía, colocada en el techo, alumbraba un sitio frío, oscuro, húmedo, de paredes de ladrillos, y rodeada con botelleros donde había botellas muy viejas de vino. Enfocaron la vista y en un rincón vieron un bulto en postura fetal que se abrazaba el vientre con una mano y con la otra se tocaba la cabeza débilmente emitiendo unos sonidos ininteligibles.
−¡Victoria! −gritó José, sintiéndose muy culpable, no había protegido a su mujer. Se precipitó hacia ella y la chequeó, no parecía estar herida, solo aturdida. Observó que de la parte derecha de su cuello salía algo de sangre. En el suelo, cerca de su cuerpo, vio una jeringa, ¿qué le habrían inoculado? Asustado, cogió a su mujer en brazos ante la mirada de desconcierto de un Pep con los hombros hundidos y cara de asustado. Pep subió delante de la pareja cuando se escuchó un disparo y un grito de mujer. Se quedaron inmóviles, sin saber qué hacer, cuando desde arriba se escuchó una voz que gritaba:
−¡¿Qué le has hecho a mi hijo?!, ¡¿dónde está su mujer?! Te dije que esperaras la orden, ¡¿dónde están?! −Las preguntas no obtuvieron respuestas.
Era su padre, ¿qué hacía allí? Armándose de valor, dejó al descubierto las piernas de Victoria, retirándole su liviana bata blanca, y sacó de una de sus ligas el arma que siempre portaba. Salieron del sótano esperando lo peor y dispuestos a todo.
−José, baja el arma, jamás te haría daño, ¿cómo está Victoria? −le preguntó Amón.
−No lo sé, ¡maldito hijo de puta! ¿Qué le han pinchado? ¡Habla!
−Fenobarbital. La dosis solo era para aturdirla, si la mataba con la medicación, tú te habrías dado cuenta.
José empuñó el arma con una mano y con la otra sostenía el cuerpo, casi inerte, de Victoria, en aquel momento tenía una fuerza sobrehumana, quitó el seguro de la pistola cuando escuchó la pastosa voz de su ángel caído que le decía:
−Deja ir a tu padre, por favor, no lo hagas, cariño. Hazlo por nuestro hijo.
−Lo siento −dijo Amón con los brazos agachados y una atormentada mirada azul perdida.
Se dio la vuelta y esta vez dijo la última palabra antes de desaparecer para siempre.
−Me he equivocado, te quiero, José, sin ti nada tiene sentido, adiós, mi niño. Cuida de tu familia, yo no he sabido cuidar de la mía y, si algún día puedes, perdóname.
En una esquina del salón el cadáver de Eulalia yacía con un tiro mortal en medio de su pecho. Pep la miraba de pie en estado de shock.
Michael regresó a los pocos minutos encontrándose con un paisaje dantesco que olía a sangre y a Victoria, que recuperaba la conciencia junto a un preocupado José.
Después de ser informado de lo ocurrido, se sintió culpable, no había estado a la altura de su cargo. Por culpa de sus demonios dejó a sus compañeros al descubierto, no lo dijo, pero jamás se perdonó su desliz.
Hizo un par de llamadas a la embajada británica y en pocas horas no quedaba ni rastro de la tragedia en el piso.
Emilio apareció al anochecer, maldijo su alma de poeta porque no podía cambiar. Sabía irse, pero no sabía regresar. Después de darle esquinazo a su sombra, se perdió toda la tarde por los lugares no anunciados en las guías turísticas. Había estado extasiado en los suburbios barceloneses escuchando a pintores fracasados, poetas trasnochados, putas aburridas de la vida, chulos embadurnados de brillantina y taberneros con mucho oficio, y acabó el día de ocio con dos fulanas que se lo trajinaron haciéndole de todo menos hablarle de rimas y sonetos. Al llegar la noche, regresó de su bacanal sin gayumbos y con resaca. La culpa lo llevó a querer lanzarse por la ventana, pero no lo hizo para no añadir más dolor a su familia.
Un día después, apareció el cuerpo sin vida de Amón en una fonda del barrio chino de Barcelona con un tiro en la boca y una nota que decía:
“Toda mi vida ha estado equivocada, perdonadme. Me perdí en los callejones de la ambición y la soberbia, no supe valorar a mi familia. José, vivir es sencillo si reconoces el verdadero amor. Tú lo tienes, no lo dejes escapar. Te quiero, mi niño de ojos verdes. Adiós y perdóname si puedes. Recuérdame como tu padre, no como Amón, es lo único que soy capaz de pedirte. Si hay Dios, espero que perdone todo el mal que dejé a mi alrededor”.
José sintió una pena profunda, de esas que te parten por la mitad, que te hacen retorcerte de dolor, que te ponen patas arriba tus cimientos, que te… No encontró más palabras, hay cosas que son tan difíciles de explicar que es mejor lamerse las heridas y callar.
Él mismo se encargó de comunicarles a su madre y a su hermana lo sucedido, dos días después daban sepultura al cuerpo de su padre en San Sebastián, ese mismo día cruzaban la frontera francesa por la Junquera, sin contratiempos, tanto miedo de los poderes asalariados del régimen y al final el enemigo estaba dentro y era su propio padre. José recordó las siempre sabias palabras de Pedro, el viejo médico curtido en mil batallas: “En este mundo las cosas, a veces, no son lo que parecen”. Michael no se despidió con palabras, pernoctaron en un hostal donde comieron un poco de queso brie, una tabla de fiambres, una baguette y algo de foie. Antes del amanecer el Inglés desapareció dejando una escueta nota.
“`A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante´. Oscar Wilde.
Me habéis enseñado el significado de la lealtad.
Edgar, el inglés que deambula buscando su lugar”.
Nunca más lo volvieron a ver. Supieron de él cada año por Navidad, siempre cada 25 de diciembre llegaba una postal felicitándoles las fiestas y siempre ponía lo mismo, hasta el año 1974, a partir de esa fecha recibirían una visita de hermosos ojos azules:
“Felices fiestas y todo mi cariño para mis leales amigos”.
Lord Edgar, y cinco nombres más, de Flatcher.
Edimburgo, Scortland