Capítulo 4: CRUZANDO LA RAYA
"Lo mucho se vuelve poco con solo desear otro poco más".
Francisco de Quevedo
Miércoles, 4 de octubre de 1950
El martes pasó anodino, a medida que se acercaba la madrugada el corazón de José se desbocaba, a medianoche corrió a los brazos de Victoria, pero no estaba. Esperó y esperó, pero Victoria no estaba en su casa aquella noche. José volvió a la suya, pero no pudo dormir, estaba inquieto y asustado. ¿Dónde estaba Victoria?
El miércoles discurrió lento, ella permanecía en la penumbra. ¿Dónde estaba? “Ten resignación”, José se repetía. Trabajó callado, pero con mucho vigor, como si se sacudiese el miedo. Pasó la mañana de forma angustiosa, se entretuvo limpiando material de vidrio, en un gesto brusco una probeta cayó al suelo haciéndose añicos, su reacción fue errática, agarró otra probeta y la estrelló en la pared, al tomar conciencia de su reacción apretó sus dientes y mordió su labio inferior. Notó un sabor metálico en su boca y una gota de sangre manchó su inmaculada bata blanca, era el grito de su voz callada. Aquella tarde no fue al casino, estaba muy alterado, esperó a que cayese el sol y fue a casa de Victoria, pero no había nadie, no estaba. ¿Dónde estaba Victoria? Anduvo por las afueras del pueblo, no estaba, no, no, no. ¿Por qué? Sentía dolor en el pecho, angustia, miedo, celos. Una paleta de sentimientos encontrados desbordaba su psiquis. Sabía que ella estaba en peligro y deseó lo imposible: borrar todo el pasado de ella, amarrarla al presente y escribir su futuro. Luchando contra la realidad, término rendido. ¿Qué era eso? La necesitaba para respirar.
Volvió a casa de Victoria al ocaso, ni rastro, nada, sintió sudor, mareo y una pesadez en el pecho que lo hizo doblarse, estaba descontrolado, apoyó una mano en la pared e intentó respirar, pero se ahogaba. ¿Qué pasaba? En su desatino huyó, corrió y corrió campo adentro hasta que se tropezó y salió rodando, paró su cuerpo un árbol que se empotró en su costado derecho frenando el descenso. La punzada de dolor relajó sus nervios desquiciados. Volvió al pueblo tras recuperar la dignidad que le quedaba, pero ella seguía sin aparecer. Maldita mujer. ¿Por qué le estaba haciendo eso?
Llegó a su casa y no reparó en que Pedro estaba sentado en su salón, pasó como una exhalación y se paró en seco al oír su nombre. Pedro habló con cautela al notar que el rostro de José estaba desencajado.
−Estaba preocupado, no has venido al casino y te he visto correr como un poseso. ¿Qué pasa, José?
José se plantó delante del viejo médico y, gritándole, preguntó muy alterado:
−¿Dónde está Victoria?, ¿está bien? ¡Dime algo! Te lo suplico. −Lo último fue un quejido.
Pedro se asustó, dejó a un lado su ironía habitual y sus maneras de viejo zorro. En una actitud paternal se acercó y abrazó a José, que temblaba como un crío.
−Hijo, tranquilo, ella está bien, vuelve mañana. ¡Vamos!, cámbiate esa ropa, está sucia. Clemencia ha preparado la cena, luego siéntate, me quedaré contigo y hablaremos.
Victoria estaba cansada, había partido junto a Pancho y Julia al alba. Llevaban caminando tres horas por el monte, a escondidas, sabían muy bien cómo cruzar la raya, pero cada vez le costaba más enfrentarse a los carabineros, sortear a los guardiñas[4], negociar los precios de la mercancía, cargar con ella. Había veces que pesaba más de 20 kilos. Estaba cansada de andar escondida en los zulos, mal comiendo, a veces, incluso, había tenido que dejar que la follaran para no perder la carga, aunque, después de que aquel asqueroso guardiña de la raya se lo “había hecho” en su cara, prometió que al próximo que intentara algo le metía plomo en los huevos, desde entonces calzaba entre la liga su Astra 400. Ya solo la tocaría José, nadie más.
Solo tendrían que cruzar la raya unas pocas veces más, ya se acababa lo del contrabando. Únicamente saldría al monte para ayudar a los compañeros que se encontraban en la clandestinidad y al M16, cómo no. Las cosas serían así hasta que su hermano pudiera huir. Le debía mucho a Pedro, Emilio seguía vivo y sabía que en gran medida se lo debía a él. Aunque, en realidad, su hermano estaba vivo de milagro. El primero que le salvó la vida fue Genaro, el cual estaba en las antípodas de su pensamiento. ¡Las cosas que tiene la vida!
Sus misiones, sus trabajos de enlace con el partido y el contrabando servían para pagar sobornos que hacían la vida de Emilio más cómoda en la cárcel de Badajoz. Su hermano llevaba tanto tiempo allí, pensó con amargura, después de todo era mejor que los meses que había estado en el campo de concentración de Castuera, ¡Dios, qué horror! Solo pensarlo la hacía estremecer, lo que vio allí cuando lo visitó la marcó para los restos.
Victoria divagaba perdiéndose entre sus pensamientos en momentos de peligro o confusión. La ayudaba a soportar la presión.
Las piernas comenzaban a flaquear, hacía frío. Victoria era la guía, conocía el camino como la palma de su mano, llevaba de mochilera casi nueve años, siempre con su cuadriña. Faltaba Piedad, ya hacía tres años que la mataron, no sabían de qué escopeta salió el tiro que le atravesó el pecho, fue un fuego cruzado, solo recordaba su cuerpo flotando en el Guadiana y sus ojos sin vida clavados en sus pupilas, murió una noche de verano de luna llena; para desgracia de ella, la luz solo hizo que agravarle su dolor, jamás olvidaría aquella noche con luna. La luz de luna le traía malos presagios y negros recuerdos, desde entonces Victoria odiaba las noches de luna llena.
No llevaban carga, pero era mejor que no los vieran, tenían que esperar a que terminaran de descansar aquellos “cara vinagre” o, lo que es lo mismo, los carabineros. De pronto Victoria sintió la mano de Julia que tocaba su espalda. Esta se acercó a su oído y le dijo:
−Niña, me meo toa.
Julia era alta y fuerte, no tenía curvas, era un bloque, robusta y enjuta, como la tierra que la vio nacer, y más bruta que un arado. Victoria sonrió debido a la expresión de su amiga y le dijo con igual secretismo:
−Pues anda, a desahogarse, estos dos, de momento, no tienen intención de mover el culo.
Al poco rato notó entre sus piernas una tibieza que, lejos de producirle asco, la reconfortó, la verdad, el agua empezaba a estar fría de carajo. Pancho no se sabe lo que pensó, desde luego por la boca no moriría. La locuacidad no era su mayor virtud.
Tres horas estuvieron sumergidas de cintura para abajo en el Guadiana hasta que se alejaron los carabineros, entonces Victoria desentumeció las piernas y comenzó a tantear con su vara el lecho del río. Tentando, tentando, para adelante, para detrás, hasta que se sintió segura y salieron del agua. El resto del camino siguieron caminando por rutas difíciles de transitar, con recodos. La idea era hacerse casi invisibles, tener siempre una vía de escape, un escondite a mano, eso ella lo sabía hacer, de todas formas la vuelta era peor, cansada y con muchos kilos a la espalda, no era lo que se dice un camino de rosas.
Cruzaron la raya que separa la piel de toro de Portugal más allá del mediodía. Olivenza quedaba ya lejos, su pueblo, a dos horas más de distancia. Llevaban fuera más de siete horas, pensó muchas veces en José, ese hombre había conseguido meterse en su interior con mucha fuerza. Quizás no debía haberle hablado con tanta claridad, quizás tendría que haberle dicho que estaría fuera varios días, pero lo vio muy cansado, muy aturdido.
“¡No es prudente!, ¡qué va!, ¡no lo es!”, se reprendió a sí misma. No se podía soltar parte de una vida tan dura como la de ella de una sentada, no se podía, no se podía. Debía dejarlo ir. Él se merecía alguien mejor que ella. ¿Estaría bien? Estaba preocupada por José, pero no dejó ver tales pensamientos, tenía la responsabilidad de guiar a sus compañeros, no podía evadirse en sus miedos. Ya pensaría más tarde. Pero no podía arrancar esa letanía de su cabeza. Pedro, al menos, Pedro sabría qué hacer. Él siempre sabía qué hacer.
Era muy pronto para entrar, la zona estaba muy vigilada. Se mantuvieron agazapados durante dos horas, a las dos de la tarde los vigilantes de un lado y los de otro se iban a comer, entonces sería seguro cruzar el río. Siempre cruzaban en la barca de Antonio o de Andresinho. Ellos eran de fiar, pagaban generosamente y estaban seguros de que no se chivaban a la vuelta. Alguna vez les había volado la carga al volver a España, a fin de cuentas, aquello era lo más parecido al juego del escondite, solo que en este había balas.
Cruzaron la raya casi a las tres, era tarde, tendrían que quedarse en Portugal hasta las diez o las once de la noche. ¡Malo! Era peligroso quedarse en Portugal cuando anochecía y más si eras mujer. No podían arriesgarse a perder la vida o la dignidad, que dolía más.
Los vigilantes, de ambos lados, a veces no se iban hasta las doce de la noche. En esta ocasión volverían a Extremadura muy tarde, a tientas por la oscuridad y a riesgo de que les robaran su dinero, pese a eso, era mejor perder la carga que quedarse más allá de la medianoche en zona lusa. Aunque parecía irónico, sin vigilancia gubernamental, una mujer era una presa fácil, muy fácil para algunos degenerados que pacían por esos lares.
Había barracas hechas de madera y lona, alejadas entre sí. Ellos solo entraban donde había patronas, aun así, en la última en la que entraron, cuando iban saliendo, en un descuido de la mujer el dueño del puesto le agarró el culo a Julia y le dijo bajito: “Chupa meu pau”. Julia ni se inmutó, era mejor pasar desapercibida.
Entraron en otra barraca. La Nina se llamaba la patrona, era morena, rondaba ya los cincuenta y hablaba poco, compraron café, mucho café, salía muy a cuenta, allí también compraron “los mandaos de Pepa”.
Victoria soltó a bocajarro a la vendedora:
−Nina, por las medias y las bragas te doy la mitad, ¡estás hoy muy desatá, portuguesa! ¡Tú que te has creído que soy, un banco!
−¡No! Muito barato, hermosa.
−¡Por las medias 5 pesetas! Estás borracha, Nina.
−4,5 pelas médias e não posso mas, muito barato, bella.
−¡El litro de aceite, 10 pesetas! Ni hablar, Nina, ni harta vino.
−9,80 e agora este.
Victoria hizo cálculos mentales, podría vender el cuarto de aceite a 4,50 pesetas. Vale, estaba bien.
−Bueno, no quiero discutir. Está bien, te lo compro a ese precio si me arreglas el precio del café.
−¡Qué dices, jodía españolita! −le soltó Nina en un perfecto castellano. Victoria sabía que era la mercancía que más beneficios dejaba en España, desde la guerra las mañanas olían a achicoria, tener un paquete del “Camelo” era un lujo.
Victoria estaba cansada, quería acabar cuanto antes, no quería ni pensar que tenía que volver a cruzar la raya, mirar de frente Ponte Ajuda, caminar por “maloscaminos” para luego bordear el río, y eso si todo iba bien, de lo contrario, tendría que estar a remojo un buen rato, continuar el trecho reventada por el peso, contratar la barca, andar con más de veinte kilos en los hombros y tres en el cuello de fiador[5], llegar hasta Olivenza, seguir pateando y hacer el reparto en la posada, esperar a que Isidoro le diera “lo suyo”, pasar por casa Pepa y… ¡Por los clavos de Cristo! Se le hacía muy pesado, estaba agotada con solo pensarlo.
Victoria sacudió su cabeza con un gesto muy expresivo haciendo que Pancho la mirara preocupado. Pancho la apreciaba con el alma, era su compañera de fatigas, como le decía a ella cuando estaba cansado: “Ay, compañerita, cuántas fatiguitas hemos pasao”.
Pancho hablaba poco, casi nada. Él decía muy serio cuando le reprochaba Victoria su falta de palabras: “Pa qué si tú ya me entiendes, joe con la Iglesias, qué manía con que suelte carrete”. Pancho tenía cuatro hijos y estaba casado con una muchacha “mu limpia y rechoncheta, su mariquilla”. Solo se le iluminaban sus ojillos vivarachos cuando les decía eso a sus compañeras. Desde el día que el asqueroso guardiña el Orejón había forzado “a su Victoria” delante de él mientras otro mal nacido le apuntaba con una pistola el cogote, llevaba una culpa encima que era incapaz de sacudírsela. Desde entonces, además del “fiador” con tres kilos de café colgado al cuello, por, si tenía que soltar la carga, poder ganar algo de dinero, portaba siempre una pistola encima. Cuando acabó la guerra prometió no volver a empuñar una, pero rompió la promesa por una buena causa: el honor de aquellas valientes mujeres. “Al próximo que toque a mis compañeras lo quito del medio. Por sus muertos”, eso sí que lo decía muy a menudo.
Victoria tocó con cariño el brazo de Pancho e hizo un gesto cariñoso, los ojillos vivarachos del hombre sonrieron, ya le había dicho todo a su amiga. Victoria dio por zanjado el trapicheo y concretó con Nina.
−Bueno, a ver, portuguesa, el café, a 9,20 pesetas, y nos llevamos cincuenta kilos entre los tres.
La portuguesa miró la estantería y vio que más o menos era lo que quedaba, pensó que sería estupendo poder volver pronto a su casa, pero forzó algo más.
−Si te llevas sesenta kilos, sí.
Victoria miró a su cuadriña pensando cómo carajo iba a llevar ella veinte kilos de café más el resto de la carga. Sus compañeros sin mediar palabra sabían lo que estaba pensando Victoria y asintieron con la cabeza sonriéndole, ya se las apañarían, como siempre.
−Venga, bueno, está. ¡Empezar a cargar! −ordenó Victoria.
Sobre las cinco de la tarde habían acabado las compras. A esa hora era muy arriesgado cruzar y esperaron hasta las once de la noche, cuando vieron que no había vigilancia. Estuvieron escondidos; dos mujeres pernoctando en la raya no era buena cosa, esa era la letanía que se repetían los tres de forma mecánica.
El resto de la noche fue como la seda, ¡menos mal!, porque estaban extenuados. Cruzaron el Guadiana, pagaron al barquero Andresinho y le soltaron un paquete de tabaco y un kilo de café, mejor tenerlo contento, así no se chivaba. Los guardiñas o los carabineros soltaban menos por los soplos, era mejor que el barquero se sintiera “bien pagado”. Era la forma de atarle la lengua en corto.
Vendieron sus encargos en la posada de Dora, sin contratiempos, fue mecánico. Julia se despidió de ellos, la esperaban en casa sus tres hijos, dos mellizos de seis años y el hijo póstumo de su hombre. Los niños se quedaban al cuidado de sus padres cuando ella cruzaba la raya. Julia se casó talludita en el 44 y preñada, pero pronto se quedó sola. Su marido había fallecido “del hígado” hacía cuatro años, les dejó en herencia un dinerito, al que ella supo sacarle beneficio jugándose la vida. “A mis niños y a mis padres no les falta de na”, decía ella orgullosa y altanera a sus amigos. Tras abrazarse con ternura, se fue con sus vástagos. “Del otro asunto” desde que acabó la guerra no quiso saber nada, pasó dos años por la cárcel y salió gracias al alcalde de su pueblo, que era su tío.
Victoria y Pancho, más aliviados sin parte de la carga a las espaldas, llegaron sobre las cinco de la madrugada a su zulo. Al bajar, Vitoria miró directamente al camastro donde había estado acostado José, sonrió al pensar que le había tocado el culo entre sueños. Cuánto lo echaba de menos, tenía que decidir algo, pero cómo le iba a contar todo lo que hacía, la angustia la invadió, pero estaba tan cansada, tenía tanta hambre. Comieron chorizo de patata y queso. Intentaron descansar, necesitaban dormir un rato. Victoria cayó en un duermevela que la desconectó de la realidad.
Sintieron golpes secos y secuenciados de siete en siete tres veces, era la contraseña, Isidoro estaba allí. Pancho se incorporó y se acercó a la trampilla con su arma en la mano, en estos tejemanejes había que ser precavido. La prudencia era el único seguro de vida. La luz entró tímidamente por el hueco y apareció Isidoro, estaba al contraluz y Pancho tardó en verle la cara, solo bajó la pistola cuando el amenazado le dijo:
−¡Baja eso, coño!, ¡que soy yo, hostia!, ¿es que no me ves? Pancho, eres más desconfiado que un jefe indio.
Pancho insinuó una sonrisa y abrazó a su amigo. Tras Isidoro, y al gesto de su mano, bajaron al escondite dos hombres. El mayor rondaba los cuarenta, el otro debía de tener unos treinta, los acompañaba una mujer de la misma edad del segundo, delgada y de delicadas facciones. Era casi rubia y sus ojos marrones expresaban cansancio, se la veía famélica y estaba sucia. Victoria pensó que ella no debía tener mucho mejor aspecto.
Isidoro se acercó a Victoria cogiéndola por ambos brazos en forma de abrazo, se acercó y le pegó un beso en la frente muy apretado, esa era la forma de saludarla, no recordaba otra.
−¿Cómo estás, Iglesias?
−Reventada, Isi, esto cada vez se hace más pesado.
−¿Quiénes son? −preguntó Victoria mientras veía trajinar a Pacho ofreciéndoles a los recién llegados comida.
−Juana, Antonio y Andrés, el más joven, son maquis como yo. El partido quiere que vayamos dejando las armas y nos exiliemos. Lo más gracioso es que, de parné poquito, a lo mejor es que quieren que salgamos del país en borriquillos y diciendo adiós con la mano. ¡Ay que joderse! En fin, mejor me lo tomo a cachondeo porque, de lo contrario, voy a perder las pocas luces que me quedan. −Victoria no pudo aguantar una risita amarga, su amigo era así y además no tenía remedio.
−Esto se acabó, Victoria, tenemos a Paquito “pa rato” y la verdad es que hacer de puta “pa no ganar na” no sale a cuenta, ¿no crees? Ya no les hacemos ni cosquillas. Bueno, algo por culo si damos, pero poco más. Cortamos algún cable del tendido eléctrico y cosas así. Iglesias, esto está visto para sentencia.
Victoria pensaba lo mismo, miró a Isidoro y le preguntó con cariño:
−Isi, ¿y tú cuándo descansarás?
Isidoro con mucha guasa le respondió:
−¡Coño, Iglesias!, ¿ya quieres que me muera?...
−Venga ya, paparuco, respóndeme en serio −protestó la mujer.
−Esperaré un poco más, pero pronto, Victoria. A mis treinta y tantos ya estoy mayor y le he dado muy mala vida a este cuerpo serrano, me crujen todas las bisagras −dijo sonriendo, en un claro gesto de suavizar su decepción con humor.
Victoria sabía leer entre líneas, con un gesto de infinita ternura depositó un beso en la mejilla ajada del hombre, este se emocionó y lloró en silencio, cuando se recuperó cogió la mano de “la Iglesias” y confesó;
−Estoy decepcionado, no me esperaba esto. Llevo trece años tirao en el monte, pegando tiros a sombras, ¿y para qué? Tú ya sabes cómo vivo, para qué contar. Estos del partido de vez en cuando vienen a verme: “Por la victoria, compañero”, “salud, compañero”, “aguanta, compañero”. ¡Los cojones! −exclamó desairado−. Los que nos dicen qué tenemos que hacer están en caliente, a cubierto, en libertad. Mandan a sus mensajeros a darnos ánimos de vez en cuando y listo. Nadie se cree ya que volveremos a conquistar la República dando pellejazos[6] por el monte. Solo tengo 35 años, me siento muy viejo y sin esperanzas −dijo con amargura.
Victoria acariciaba la mano de su amigo sintiendo como se le escapaba el cariño por sus dedos. La mujer pensó que Isidoro debió sentirlo porque rodaron muchas más lágrimas de las que recordaba haber derramado en mucho tiempo por su rostro, prematuramente envejecido. Victoria dejó pasar un tiempo abrazada a su amigo. Al cabo de un lapso prudente reanudó la conversación, preguntando con miedo:
−¿Cómo está Emilio?, ¿sabes algo, Isidoro? Hace un año que no me dejan verlo. ¿Te traen noticias de él los mensajeros? −El hombre, ya repuesto del momento, tragó saliva y habló:
−Está bien, pequeña, tu rubito es fuerte −contestó con nostalgia a Victoria refiriéndose a Emilio por el apodo cariñoso que utilizaba su hermana con él−. Le llegan los bultos y gracias a tu dinero no lo tocan, vive esperando su momento; lo llevan al despuntar el día a los caminos a trabajar por el caudillo y a la noche vuelve a la cárcel, no se sabe nada del indulto, pero no te preocupes, su huida será una realidad, no tengas dudas, tendrás que esforzarte un poco más, de lo contrario me temo que no saldrá de allí hasta que no quede una puta carretera sin reconstruir. Ha salido fuerte y trabajador el poeta.
Ambos sonrieron y recordaron a Emilio, aquel chico rubito de ojos de color miel, alto, espigado, risueño y soñador que anhelaba ser poeta. Isidoro leyendo el pensamiento de su amiga le dijo:
−Victoria, me dicen que está cambiado, más hecho, más duro, menos poeta. Preciosa, tú eres la única que estás contando años para atrás. ¡Mira qué estás guapa, jodía!
La mujer, al escuchar la última frase de su compañero, no pudo más que reír. Sin duda, la mejor arma de Isidoro era el humor y lo mantenía intacto, era increíble que continuara poniéndoles sonrisas a tiempos de duelo, sencillamente admirable. Aquel hombre sin futuro continuaba siendo juguetón y recordó lo cómico que fue el día que lo conoció.
Victoria tras su risa respiró resignada. Isi, su hermano postizo a partir de los veinte años, era así. Convencida, pensó que un año le daba de plazo a su situación. Ni física ni mentalmente podía soportar aquello por mucho más tiempo, ya se las ingeniaría, pero sacaría a Emilio e Isidoro del país aunque fuese lo último que hiciera.
Con un suspiro gutural Isidoro preguntó:
−¿Dónde está Pedro? Tarda mucho −afirmó.
En eso sonó la contraseña y Pancho, reproduciendo mecánicamente la acción de levantarse y esperar con su arma, se colocó exactamente en el mismo sitio en el que había esperado a Isidoro. Abriendo la trampilla encañonó al recién llegado. Pedro descendió mecánicamente con agilidad. Tocó el hombro de Pancho y saludó al personal con la mano. Después se acercó a Victoria e Isidoro.
−¿Cómo ha ido, Iglesias? Habéis tardado mucho esta vez. Te veo cansada.
La mujer resopló exclamando:
−¡Cansada como una burra, sucia y agotada! Por lo demás, la vida sigue igual.
Pedro sonrió por la respuesta ágil de la mujer y dirigiéndose a Isidoro preguntó:
−¿Qué me cuenta, compañero? −Isidoro le pasó el parte sin dilación.
−Tendrás que curarle la pierna a la chica, se llama Juana, una bala le rozó la pantorrilla derecha. −Al ver la cara de preocupación del médico continuó−: No te preocupes, la bala no entró.
−Vale, la curo y luego me das los medicamentos. Porque los has conseguido, ¿verdad?
El maquis respondió resoplando:
Pues claro, ¿cuándo te he fallado yo?
−Nunca, Isidoro, nunca. −Dicho eso, se acercó a la chica y comenzó a curarla.
Isidoro se dirigió a Victoria.
−¿Cómo está el tema de los pasaportes, Iglesias?
−En el agujero de la encina, faltan las fotos.
−No te preocupes, las traen ellos −respondió señalando a los maquis.
−Vale, pues yo sigo. A ver si puedo acostarme pronto −comentó Victoria levantándose de su asiento−. A la noche vuelvo. −Y agachándose abrazó tiernamente a Isidoro, él se levantó y le dio un beso en la frente, como siempre, pero tragando saliva preguntó lo que llevaba toda la conversación esperando abordar.
−Victoria, sabes que jamás me he metido en tu vida, pero lo de tu amigo el médico, la otra noche, fue muy arriesgado. Eres muy guapa y joven, lo entiendo, amiga, y no seré yo quien te juzgue, pero lo que hacemos es peligroso, bueno, ya te lo he dicho, ¡ea!
Claramente incómodo, Isidoro dio por terminada la charla. Victoria, para aliviar el momento, decidió cambiar los papeles. Esta vez fue ella quien agarró sus brazos, como siempre hacia él, y le dio un beso muy apretado en la frente, Isidoro le sonrió. Se disponía a salir cuando llamó a Pancho, este se incorporó acercándose a ella esperando las indicaciones de “su generala”, así la llamaba cuando tenía un acceso de humor, cosa poco frecuente en él.
−Vamos a casa que a la noche volvemos, a las tres aquí, Pancho.
−Sí, mi generala.
Victoria le pegó una mirada no muy afable, diciéndole a la vez:
−Hablas poco, pero cuando lo haces sube el pan, graciosillo.
Pancho insinuó una sonrisa de medio lado. Asintió con la cabeza y se dispuso a salir. Pedro, al ver que se iban, se acercó a Victoria y en voz baja le dijo:
−Llevo dos noches emborrachando a José para intentar tranquilizarlo. Tienes que hacer algo con él, se me va de las manos. Victoria, o le cuentas algo, ¡pero ni se te ocurra decirle todo!, o lo dejas. Niña, al final, lo que no han conseguido los fascistas lo va a conseguir la desazón de José. −Y tocándole la frente le soltó−: ¿Quieres que nos den el tiro de gracia, Iglesias? Tienes al guapito desatao.
Victoria suspiró, ¡vaya con sus amigos! Estaban sincronizados, pensó resignada y sin fuerzas. Le dijo a Pedro:
−Ya lo había pensado. Mañana hablaré con él, esta noche tendrás que hacer de niñera, no puedo dejar esto a medias −afirmó dirigiendo su mirada hacia los maquis.
Pedro prosiguió:
−No sé si podré amarrarlo, irá a tu casa, haz algo esta tarde, ve a verlo, de lo contrario se me escapará, Victoria, ya me ha calao, se nota mucho que lo pongo de vino hasta las patas. Por Dios, que terminamos a gatas. −Al terminar la frase Pedro no pudo reprimir una amplia y socarrona sonrisa. Victoria lo abrazó. Su amigo era incorregible, pero siempre tenía razón. Y comenzó a reír de una forma nerviosa, la frase de “su Pedro” la había desarmado.
Llegó a casa Pepa sobre las ocho de la mañana, entró por las traseras, allí estaba Guzmán, “el espanta asquerosos”, como lo llamaba Pepa en plan coloquial. Al entrar, el hombre se puso en pie al instante, pero, cuando la reconoció, igual de rápido se volvió a sentar, saludando con un gesto de la mano a la recién llegada. El hombre imponía, era moreno y alto, debía rondar los cien kilos de peso, y “bruto como un arao”, como decía Pepa. “Se revuelve y echa bellotas, pero tiene más corazón que espaldas”. Y era verdad, al mirarle a los ojos siempre había bondad en ellos.
Recordó el día que lo conoció. Le impactaron su labio y su nariz partida, ambos se respetaban profundamente y guardaban un secreto bajo miles de toneladas. Los pactos de sangre eran sagrados. Victoria tomó asiento en una silla de enea a esperar a Pepa.
Guzmán sin mediar palabra le pasó un vaso de leche a Victoria, que se la tragó de corrido, muy a menudo se le olvidaba comer, notó que tenía hambre al beberse ávidamente la leche, cuando acabó el hombre insinuó una sonrisa de satisfacción, aquel hombre siempre la miraba con infinita ternura. Victoria agudizó el oído y escuchó la música que salía del salón, sintiendo un pequeño universo de sensaciones en su interior al escucharla: “… Ojos verdes, verdes como…”.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, conteniendo el llanto. Una mujer con voz de cazalla sacó de su pena a Victoria, era la inconfundible voz de Pepa, “madame Dan”, allá por el 44; eso la hizo sonreír. “La Pepa”, una malagueña de tronío, era la dueña del prostíbulo. La casa estaba ubicada a las afueras del pueblo. Guzmán era de un pueblo vecino y le tenía “el ojo echado a la mansión” hacía tiempo. Pepa y él se asentaron allí después de algún que otro revés de la vida. Allí solo la metían los señores con posibles, según decía Pepa, la Boquerona, como ella sola se llamaba. Explicaba que era malagueña cuando se le iba la lengua y por eso lo del automote. Decía que cuando se retirara se iría a su tierra, que un primo suyo le había mandado fotos de Nerja. Compraría una casa a la vera del mar, la Pepa siempre proyectaba más allá del momento, no tenía remedio, era una superviviente.
Aquel lugar siempre estaba limpio y sus niñas, bien alimentadas, era la “crème de la crème”, decía la señora muy orgullosa. Era sitio de recreo de los hombres pudientes de la comarca.
Pepa tenía un corazón enorme, tanto como sus tetas. Rondaría los cincuenta, era bajita y morena, iba pintada como un cuadro, pero siempre vestía con buenas telas y elegancia muy particular. Nadie pensaría que había ejercido la profesión más vieja del mundo. Lo mejorcito para ella y sus niñas, decía siempre muy ufana.
−Niña, qué tarde vienes, me tenías preocupá −le dijo Pepa a la mujer sucia y demacrada que estaba sentada en su silla de enea, y que en aquel momento le dio por pensar que parecía una copia ultrajada de Victoria, y con miedo e ira a la par, le gritó impaciente−: ¿Estás bien, chocho?, ¿algún cabronazo te ha hecho algo? ¡Habla, coño! −le gritó sacudiéndole el brazo.
Victoria giró su cara y se encontró de frente con la señora Pepa, como la llamaban sus chicas. Pepa se preocupó al ver el rostro cansado y los ojos vidriosos de Victoria, y con sumo cariño acarició su pelo sucio.
−Niña, ¿qué te pasa? No me asustes.
Victoria no pudo más y le gritó:
−Nada, Pepa, que estoy reventá, estoy hartita de este infierno de vida y, pa más jodienda, me he enamorao como una burra y le tengo que dar papeleta porque mi puta vida es una mierda. He sido siempre una marioneta, yo no he decidido nada, mi único pecado es haber nacido en el lado de los vencidos, ¡coño! Y encima esa canción, él tiene los ojos verdes, verdes, verdes, ¡mierda! −Y, soltada su presión, comenzó a sollozar.
Pepa, que había visto de todo y la vida tenía pocas sorpresas para ella, abrazó a Victoria con toda la fuerza que pudo, sabía que en esos momentos sobraban las palabras. Guzmán se levantó para dejarlas solas y, acercándose a Victoria, le tocó la cabeza, tras ese gesto, desapareció por la puerta.
Cuando estuvo más tranquila, Victoria habló con Pepa, era su confesora, la prefería al cura. ¿Qué coño sabía el cura de amor carnal, si se supone que eran célibes?, pensaba ella. Cuando hubo acabado, Pepa preguntó:
−Niña, es el médico nuevo, ¿verdad? Lo digo porque tiene un par de ojos verdes que te fulminan.
Victoria movió la cabeza de forma afirmativa, no era larga ni na la Pepa. Pero un momento, ¿cómo sabía ella cómo eran los ojos del médico?, ¿acaso José era cliente? Cabreadísima, preguntó a pleno pulmón y de forma seca:
−¿Cómo lo sabes, Pepa?
−No lo sabía, me lo he imaginado, don José está aquí. Ha venido…
No pudo seguir hablando Victoria, como si tuviera un muelle en las posaderas se puso en pie, tiró la silla tras ella a la vez que lanzaba un improperio.
−¡Hijo de puta, puterooo!
Pepa, al ver la reacción de la niña, se sintió culpable, le cogió la mano y le gritó zarandeándola para que se calmase:
−Tranquila, so loca, lo he llamado yo y el hombre ha venido a ver a Laura, que tiene el potorro como el bebedero de un pato. ¡Leche con los celos! ¡Siéntate, coño!
Victoria se sintió muy avergonzada, se recompuso levantando la silla del suelo y, sentándose sumisa, miró a Pepa disculpándose.
−Perdóname, Pepa.
La vieja puta respondió:
−Venga va, no pasa na, yo también me he encoñao alguna vez, la verdad es que el doctorcito esta pa reventarlo a polvos. −Y rio de forma descarada y divertida al ver la cara de desconcierto de la chica.
Victoria y Pepa hablaron de lo humano y lo divino, hacía tantos años que se conocían, de hecho, la malagueña había llegado al pueblo por ella, pero eso era uno más de sus secretos. Al cabo de un rato comenzaron a negociar precios, le dio los encargos y Pepa pagó religiosamente, esparció en la mesa su mercancía, café, tabaco, aceite, harina, arroz, perfume, jabones, aceites de esencias, medias de nailon y lencería fina. Pepa al despedirse la abrazó y le hizo entrega de un frasquito de vidrio marrón a la vez que le decía:
−Toma, antes de, ya sabes, te lo pones en la hendidura, pero bien adentro, al menos que no salgas con un bombo, son hierbas, no es que sean muy seguras, pero algo ayudan, te lo aseguro, las prepara la Filo y son de fiar.
La Filo, junto a dos mujeres más, retiradas del oficio, se encargaban de mantener limpio aquel lugar. Pepa era así, nunca abandonaba a “sus niñas”.
Victoria lo cogió guardándolo en su bolsillo y se dispuso a salir, tenía ganas de llegar a casa. Guzmán entró en la cocina y Pepa le preguntó:
−Guzmán, ¿ya ha acabado el médico de visitar a Laura?
−Sí, está en el salón, quiere hablar contigo.
El hombre pasó el parte a Pepa de forma telegráfica, le faltó decir “stop”, y se quedó inmóvil esperando órdenes de su jefa, como a veces la llamaba en la intimidad.
Victoria se puso alerta, Pepa, leyendo sus pensamientos, se giró y le dijo:
−Ves a casa, que yo lo entretengo, anda, bonita, ves a dormir.
Y la besó en las mejillas dejándole unas marcas rojas de carmín que ella misma limpió con su pañuelo de encaje verde; cuando hubo acabado de frotar, le dijo risueña:
−Bueno, al menos te he sacado los colores, ¡hija, estás pálida como una muerta! −le dijo mientras la muchacha se encaminaba hacia la salida. Estaba casi en la puerta cuando Victoria se giró sacando de sus adentros lo peor de sí misma y le dijo a la señora Pepa, sin poder evitar un tono malvado en sus palabras que hasta a ella le sorprendió:
−Pues me temo que, si Laurita está así, el cerdo de don Matías visitará a mi niño esta mañana. ¡Ojalá se le caiga la chorra a pedazos! Bueno, al menos tendré tiempo de arreglarme. −Sonó malvada y superficial. Continuó parada con aire de arpía y, no contenta con su desdén al hablar, lo adornó riéndose sardónicamente a la vez que miraba a Pepa. Victoria observó que esta la miraba extrañada por su transformación, a pesar de eso, Pepa no pudo dejar de sentirse divertida por la mala suerte del cabronazo del alcalde y, con un fracasado intento de reprimenda, le respondió a la joven:
−Vamos, Victoria, no seas mala, es un buen cliente aunque, la verdad, espero que tenga los huevos hechos bicarbonato. −Guiñándole un ojo a la vez que sonreía de oreja a oreja, se preparó para ir al encuentro del guapo médico.
Pepa salió al salón y volvió a saludar al médico, se sirvió una copa y le ofreció al hombre. José declinó la invitación con un escueto “no, gracias”. José estaba muy cabreado, su estado emocional era lo más parecido a una montaña rusa y ahora, si se topaba con Victoria, la iba a patear. ¡Pero qué estaba diciendo! Lo único que podría hacerle a esa mujer era matarla a besos.
Distraído en sus pensamientos, observó como la famosa Pepa se movía por la sala como si fuera una diva, con aire teatrero tendió la mano al joven, este inclinó la cabeza y asió levemente la mano de la mujer, Pepa supo en ese momento que José tenía dueña. Tomó asiento en un sillón de orejas granate e invitó al médico con un gesto a hacer lo propio en un diván de tapicería dorada.
−Y bien, doctor, ¿qué le pasa a Laura? −preguntó Pepa sabiendo de antemano la respuesta. Pepa había visto esos síntomas más de una vez en su carrera profesional, poco decorosa, dicho sea de paso.
José empezó a hablar con pocos tecnicismos, pensó que a Pepa nada le cogía de espanto, sintió que tras esa fachada había mucha sabiduría.
−Señora, Pepa, Laura tiene sífilis −soltó sin preámbulos, normalmente era más sutil, pero delante de aquella mujer sentía que era mejor ir al grano.
Pepa no esperó a que el médico le hablara del tratamiento, además sabía ella cuál era.
−Don José, ¿puede conseguirme penicilina? Pero pronto, no puedo esperar. −Pepa había cambiado, ya no aparentaba ser una diva, ahora se mostraba como una madre protectora, eso emocionó al hombre, que contestó:
−Tardará alrededor de tres semanas, señora.
−Bien, pues deme la receta, Laura tomará la primera dosis antes de que caiga el sol.
José sonrió y supo quién le proporcionaría su tesoro, Pedro, y se preguntó con miedo si sería Victoria quien correría el riesgo de traerla para que Pedro la distribuyera. Se asustó del rumbo que tomaban sus pensamientos, se recompuso y tras darle la receta no pudo contenerse e imprudentemente preguntó:
−¿Quiere que le dé la receta yo?
Pepa desconfió, gracias a ese recelo innato en ella, seguía viva, y de forma cortés respondió:
−No se preocupe, José, “mis niñas” son cosa mía y, ahora, si no dispone nada más… −Dejó la frase suspendida en el aire y José supo que aquella mujer daba por concluida la visita, se dispuso a levantarse cuando Pepa le dijo−: Se me olvidaba, doctor, ¿qué le debo?
José le pasó el recibo, sus niñas no tenían iguala, su oficio no cotizaba. La Pepa se levantó y buscó dinero en un bolso de mano de color esmeralda, tras pagarle esperó de pie la salida del hombre. Cuando José llegó a la puerta, Pepa ya lo había recorrido de arriba abajo y pensó sin reprimirse en el festín que se iba a dar la Iglesias con semejante ejemplar, sonriendo al tiempo, cosa que no pasó desapercibida para José, que vio su expresión al girarse para decir adiós. Un tanto coqueto, saludó a modo de despedida tocando el ala de su sombrero y pensando a la vez que Victoria tenía razón: la Pepa estaría encantada de recibirlo.
Tal como vaticinó Victoria a Pepa, al llegar José a su consulta se encontró al alcalde. Del vaticinio el médico no sabía nada, por lo cual se sorprendió al ver que esperaba en su casa don Matías; al verlo, sin saber por medio de qué mecanismo, se imaginó que sus dolencias, seguramente, estarían asociadas a las de Laura. ¿Sería intuición? Decía su madre que los que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma opinión. ¿Tanto le afectaba Victoria? Otra vez estaba pensando en ella, era obsesivo, se recriminó. Poniéndose la máscara de serio profesional, rodeó su mesa situándose enfrente de su paciente y, sin mirarlo directamente a los ojos, preguntó:
−¿En qué puedo ayudarle, señor Matías?
Notó la frente del hombre totalmente sudada. El alcalde se mostraba muy nervioso revolviéndose involuntariamente en el asiento. Apenas empezó a hablar pasó un pañuelo, bastante sobado, por su cara.
José esperaba impasible a que el hombre hablara, pero no movió ni un solo músculo para evitar su desasosiego, no se sintió culpable por prolongar la situación, sino al contrario, el concepto que tenía de él era muy similar al de una hiena.
Tras varios minutos el alcalde resopló y empezó a hablar balbuceante.
−Verá, José, yo, bueno, verá..., pues yo…, me pasa, bueno…
José volvió a formular la pregunta seguro de sí mismo y sabiendo que dominaba la escena, no sabía por qué, pero era la primera vez que estaba haciendo abuso de su poder.
−¿Qué le pasa, señor alcalde? −preguntó dejando arrastrar la pregunta.
−Bueno, doctor, tengo mis partes mal. −José se levantó, se acercó a la camilla y le espetó sin delicadeza:
−Desnúdese de cintura para abajo, tengo que verlo.
El hombre sudaba como un gorrino, toda la altanería se tornó en pudor y miedo. Al notarlo, José aclaró, más por acabar pronto que por hacérselo más fácil al paciente:
−No le haré daño, pero, si no veo, no puedo diagnosticar.
Tras el reconocimiento, José ordenó que se vistiera, se lavó escrupulosamente sus manos y se sentó a esperar a que el hombre se subiera los pantalones.
José, sin preámbulos y técnicamente, le dijo cuál era el mal que le aquejaba.
−Verá, Sr. Matías, padece usted de sífilis y lamento decirle que está en la segunda fase.
Al terminar esa frase vio como al hombre se le desfiguraba la cara. Balbuceante le preguntó:
−¿Eso qué quiere decir, doctor? ¿Me curaré? Puedo pagar.
José, empático por naturaleza, respondió con algo más de cercanía:
−Sí, está a tiempo todavía. Le explico.
El alcalde soltó un resoplido y ansioso le dijo:
−¡Dígame, doctor!
−La sífilis tiene tres fases, hace alrededor de seis meses usted debió de tener una llaga en sus partes o en la boca, sería grande, fea e indolora, ¿es así?
−Sí, pero se fue sola y a mí me daba vergüenza, ya sabe, bueno, ¡eh!
José notó su incomodidad y prosiguió su oratoria:
−Después de dos o tres semanas desaparece y al cabo de unos meses sentirá dolor de cabeza, fatiga, fiebre, malestar y unas manchas por el pecho, la cara o la espalda llamadas “clavos sifilíticos”, no duelen, pero asustan. En su caso, también presenta alguna lesión en los testículos, ahora mismo es usted muy contagioso, si cualquier lesión se rompe, contagiará a todos los que lo toquen si no estrenamos las medidas higiénicas.
El alcalde, muy asustado, preguntó:
−¿Cuál es el remedio? −Matías estaba verdaderamente asustado e incómodo.
−La penicilina, en la segunda fase, es efectiva, a pocas dosis. Todavía la enfermedad no está en fase tres, con lo cual no ha llegado a su sistema nervioso. El problema es que el antibiótico tarda en suministrarse y no tiene tiempo. Hasta el 44 el único tratamiento que curaba la sífilis era el Neosalvarsán 914, “la bala mágica” le llamaban, porque atacaba en el centro del germen. Es derivado del arsénico y en esta fase cura la enfermedad, no es tan efectiva como la penicilina, pero se la puedo conseguir rápidamente, la penicilina es escasa y tardará, al menos tres semanas. Usted no puede esperar, es altamente contagioso y corremos peligro de entrar en fase 3, difícil de cura.
El alcalde movió nerviosamente sus ojos de roedor y contestó con soberbia:
−Escriba lo que necesito, sé cómo conseguirla, no me tome por incauto. El estraperlo funciona, hoy mismo la tengo, el precio me la trae al pairo. Eso otro que me ha dicho antes quédeselo. −Sin duda alguna, aquel hombre era lo más parecido a un roedor, pensó José.
José pensó que la receta “milagrosa” era un negocio de oro, calculó que la ampolla debía de costar alrededor de 30 pesetas, en el mercado negro no quería ni imaginarlo. Sabía del trapicheo que tenían montado los militares con la fórmula bendita y sintió una repugnancia atroz y una pregunta lo angustió: ¿de dónde la sacaba Pedro? Curiosidad otra vez, en fin, como decía su madre: “No preguntes por saber, que el tiempo te lo dirá, que no hay nada más bonito que saber sin preguntar”.
José lo miró con hastío y, sin más, le recetó el tratamiento y le aconsejó que en su casa lo limpiaran todo con lejía y que evitara estar en zonas comunes. El hombre se marchó, sin despedirse, pero volvió a entrar con el sombrero en la mano y con aire sumiso le dijo:
−Confío en su discreción, mi mujer no se puede enterar.
José sintió una punzada de bienestar cuando vio a aquel asno implorar, pero respondió de forma aséptica:
−Tranquilo, soy médico, lo que pase en mi consulta jamás verá la luz, ahora eso sí, invente cualquier excusa, pero no toque a su mujer en un mes y que extremen las medidas higiénicas, que use lejía en las superficies que usted utilice, diga que tiene una infección en la piel.
El hombre agachó la cabeza y por primera vez desde que lo conocía vio tristeza en sus ojos, lo que hizo ablandar algo al médico.
−Por ese lado no hay pena, hace tres años que Dorotea no deja que la toque, buenos días y gracias, doctor.
−Buenos días, don Matías.
Sin más cerró la puerta tras él dejando pensativo al joven médico. José mandó fregar con agua muy caliente y lejía todo lo que don Matías había tocado. No sin recibir las quejas, no verbales, de Clemencia, a la que no le gustaba nada aquel líquido que olía distinto y manchaba su ropa negra.
Victoria estaba aseada, olía a jabón. Había comido y, a pesar de no haber dormido, se sentía llena de vitalidad; en esos pensamientos estaba cuando sintió una punzada de deseo al pensar en él, se miró al espejo y le gusto lo que vio. Se había puesto lencería fina, “un capricho”. El tacto de las medias en sus piernas y el satén de su combinación negra que acariciaba sus pechos la excitaban.
Victoria abrió el frasco que le había dado Pepa y recordó sus palabras: “Te lo pones en la hendidura, pero bien adentro, al menos, que no salgas con un bombo, son hierbas, las prepara Filo”. Olió el ungüento, olía a hierbas concentradas, pero era agradable y la textura era como aceite. Mojó un dedo de forma generosa y lo introdujo en su sexo bien adentro, su cuerpo reaccionó de forma exagerada, optó por sacarlo rápidamente, quería dárselo todo a José.
Victoria terminó de vestirse, una falda de tubo negra y una camisa burdeos, hasta a ella le pareció cruelmente provocativa, no podía salir así y optó por colocar sobre sus hombros una toca que cubría desde su melena suelta y ondulada hasta sus muslos. Salió a buscar su deseo al caer el sol.
Entró por las traseras de la casa de José y observó cómo Clemencia se despedía de él. Vio como “su hombre” destapaba y tapaba el plato de la cena y se encendía un cigarro. Notaba como se iba poniendo nervioso, de pronto se fue de la cocina y volvió con Pedro, ambos hombres se sirvieron vino, pero cada vez José estaba más intranquilo, a Pedro le costaba gestionar la situación. José había perdido las formas y le exigía a Pedro que respondiera a sus preguntas. Victoria no pudo más y asustada abrió la puerta trasera plantándose delante de los hombres. Pedro rompió el silencio diciendo desairado.
−Iglesias, si quieres seguir con esto, o hablas tú o lo haré yo, ¡coño!, que yo no sirvo para alcahueta.
Ninguno de los amantes se movieron, no escucharon, se miraban desafiantes, con furia. José estaba herido y ella asustada. Los sacó de aquel trance el portazo de Pedro al salir de la casa.
José la miró de arriba abajo, era tan endiabladamente guapa. Victoria se despojó del manto y se expuso ante él majestuosa, fingiendo una seguridad que no tenía. José se desarmó, pero, haciendo servir el poco orgullo que le quedaba, le gritó descontrolado preguntas atropelladas:
−Victoria, ¿quién eres?, ¿qué me has hecho?, ¿por qué estoy así?, ¿dónde has estado?, ¿de dónde has sacado toda esa ropa?, ¿por qué me vuelves loco?, ¿por qué te deseo tanto?, ¿quién te ha comprado esa ropa?, ¿a quién coño te has follado?, ¿qué haces en el monte?, ¿quién coño eres, Victoria?, ¿por qué te burlas de mí? ¡Tengo miedo, Victoria!
Sin más, y tomando un giro inesperado la situación, José se derrumbó en el suelo de rodillas y comenzó a llorar como un animal herido. Victoria se asustó mucho, ¿qué hacía? Se sintió culpable, no tenía derecho a trastocarlo, no podía hacerle eso. Se arrodilló delante de él con miedo a tocarlo. No sabía cuál podría ser la reacción de aquel hombre. Él levantó la cara hacia ella y de forma agresiva la agarró de los brazos y la tumbó en el suelo. Como poseído, la besó violetamente, asió sus pechos con fuerza, le rompió la ropa a tirones, se montó encima de ella a horcajadas, le sacó las bragas y separó sus piernas con las rodillas gritándole al tiempo:
−¡Eres míaaaaa!, ¡no volverás a desaparecer!, ¡te quiero!, ¡tengo celos!, ¡tengo miedo, Victoria!
Victoria estaba encogida, un relámpago de pánico la dejó inmóvil, sin duda fruto de sus más sórdidos recuerdos. Ese atroz malestar pasó rápido al intuir el amor que José sentía por ella. Muerta de vergüenza por lo que estaba provocando en aquel hombre con un pasado trasparente, decidió no hacer nada. Victoria no sintió miedo, a pesar de la violencia de su posesión. Sabía que él jamás le haría daño. Aunque, si la abofeteaba, no se lo perdonaría, todo habría acabado, otra vez sus endiablados recuerdos la acosaban como sombras oscuras.
José estaba fuera de sí; cuando se disponía a penetrarla, la miró a los ojos viendo en ellos súplica y dolor. Sus bellos ojos como la miel estaban asustados, las pupilas, contraídas, y vio como las lágrimas rodaban por el rostro de Victoria, su excitación se esfumó, la ira se transformó en amor y paró su carrusel de locura.
Como si de algo muy frágil se tratase, la levantó en brazos del suelo y la colocó en un sillón del salón. Le retiró la poca ropa que le quedaba puesta, suavemente, como venerándola; cuando estuvo totalmente desnuda le hizo el amor, fue la tarde más insoportablemente fuerte de toda su vida.
Viernes, 6 de octubre de 1950
Perdieron la noción del tiempo y la orientación del espacio, navegaban en deseo, lujuria, pasión y después ternura. El tiempo se paró, lloraron, mientras se poseían no hablaban, solo sentían, había algo inexplicable, jamás habían sentido nada parecido. Si existía la gloria, debía ser muy parecida a aquello. Ella se abandonó al sueño, pero se despertó por la punzada del frío. Él estaba a su lado dormido, quieto, bello y muy suyo. Miró el reloj, ya pasaba la media noche, no podía volver a desaparecer, pero tampoco podía abandonar a su suerte a sus compañeros, y tomó una decisión, despertó con ternura a su hombre y le dijo:
−Tengo que confesarte cosas, si me traicionas moriré, te quiero como nunca he amado a nadie, pero, por nuestro bien, después de escucharme has de intentar olvidarme.
Al escuchar sus últimas palabras, José se estremeció de miedo y comenzó a temblar como una hoja. Victoria lo tapó con su camisa y acariciándole el pelo le susurró:
−José, te amo, pero una mujer como yo no puede amar, es así de duro. Que tú me ames es temerario…
La interrumpió el hombre con un quejido:
−Cariño −susurró ella.
José abrazó su cuerpo con veneración y dijo:
−No me dejarás, eres mía, lo quiero todo contigo, y ahora, por favor, cuéntame.
−Soy Victoria, mi apodo es “la del Iglesias”, mi hermano está en la cárcel de Badajoz acusado de rebelión militar, irónico, ¿verdad? Resulta que son los otros los rebeldes y es a él al que acusan de rebelión, pero eso es otro cantar. Te voy a contar cosas que de saberse serían mi condena a muerte, lo haré deprisa, no quiero entrar en detalles, de momento ni yo misma estoy preparada para rememorarlos:
»José, comencé a hacer estraperlo para pagar favores a los funcionarios que custodiaban a mi hermano, pero pronto comprendí que conseguía más dinero cruzando la frontera. Soy la guía de una cuadriña de contrabandistas que se juegan la vida para sobrevivir. Me han violado tres veces, no importa quién, algunos no están para contarlo. Colaboro con el servicio secreto inglés, antes lo hice con el ruso y en un tiempo con ambos a la vez. Soy miembro del Partido Comunista. Opero en la clandestinidad, ayudo a compañeros a evadirse, negocio en el mercado negro la compra de armas y documentos para apoyo de maquis, hago de enlace dejando en estafetas víveres, medicinas y ropa, me la juego demasiadas veces. Gracias a mi hermano muerto, tuve el salvoconducto para que no me fusilaran en la guerra y, después, para trabajar en casas de personas vinculadas al régimen.
»Yo estuve en el sitio equivocado por razones de destino, por eso me convertí en lo que soy. Pasé información a los aliados, aunque a veces tuve que pasar por la cama de algunos poderosos, otras tuve que matar. −Silencio, miedo−. Tuve que pasar a cuchillo a dos hombres. −Mueca de disgusto y suspiros desde muy hondo−. No me siento orgullosa, pero lo volvería a… −Silencio−. Me han hecho tanto daño físico y moral que estoy destrozada. Soy lo peor que te ha podido pasar, cariño. No creo en nada y, por supuesto, no tengo fe ciega por ninguna ideología, solo creo que algunas son menos malas.
»La maldad que habita en algunas personas no ha conseguido romper la esperanza y mi lealtad por mi gente, sé que tengo amigos que han comprometido y comprometerían su vida por mí, pero estoy rota, tú te mereces alguien sin este espeso pasado. No quiero usar contigo paños calientes, pero ni te imaginas lo que puedo llegar a hacer. José, por tu bien, olvídate de mí y aléjate ahora que estás a tiempo.
A José se le escapó un gemido de dolor y ella se sintió como la peor escoria. Siempre intentó huir del amor y ahora la miraba de frente desde lo más profundo de sus ojos.
Victoria no pudo reprimir sus sentimientos y agarró con sus dos manos el bello rostro del hombre, mirándolo fijamente, vio tanto amor en aquel par de ojos verdes que se sintió sucia y malvada. Debía apartarlo de su lado, no quería dañarlo y no ahorró dureza en su posterior relato, tenía que ahuyentarlo por su bien, no podía condenar al infierno a un inocente.
−Finjo tener una vida sencilla, es mi tapadera, la noche es mi aliada, por eso me muevo entre sombras para seguir viva, José. Sigo en España porque no me iré de aquí sin mi hermano Emilio; es fuerte, tiene medicinas y está bien alimentado gracias a mis actividades, pero el indulto no llega y yo no puedo más. Estamos planeando su huida, pero a cambio me piden mi última misión, no te la puedo explicar porque yo no la sé. Esta madrugada tengo que volver al monte para cerrar la fuga de tres compañeros. Si continúas conmigo, tendrás que huir del país, quizás nunca volverás, serás un exiliado, es posible que no vuelvas a ver a tu familia, es posible que mueras y es muy probable que tengas que darme sepultura antes de que Emilio sea libre. José, te aseguro que no merece la pena estar conmigo. Te pido disculpas por haber sido débil contigo. −Llanto silencioso de José.
Victoria hizo un gesto de parada con su mano. Le dolía ver el estado del hombre y maldijo tener tanta mierda que ofrecerle, pero no podía parar, era todo o nada.
−Quizás tardarás mucho en ejercer la medicina, tu vida ya no será cómoda, durante mucho tiempo tendrás que vivir mirando a tus espaldas, te daré muy malos momentos, a ratos sentirás miedo, angustia y dolor. Puede que pierdas la vida. ¿Crees que estás preparado, José? No contestes ahora, piénsalo, date tiempo; si tomas la decisión de dejarme ir, lo vas a pasar mal, pero sobrevivirás y, quizás, bueno estoy segura, encontrarás a una mujer digna de ti, tendrás una vida normal y no te faltará el trabajo.
José se derrumbó y, aferrándose a la cintura de Victoria, la inmovilizó, pero esta no paró, continuó su monólogo kamikaze:
−Mis ojos han visto crímenes en los dos bandos, muerte, dolor, rencor… He vivido más que muchas personas en cien años, soy joven, pero me siento muy vieja, he matado a dos hombres y curiosamente no me arrepiento, te amo con toda mi alma, pero sobreviviré, siempre lo hago. Entenderé que no continúes, jamás te lo reprocharé, cariño, piénsalo.
»No soy como me ven en el pueblo, ni te imaginas lo que soy capaz de hacer por mi causa, me han robado el alma tantas veces que la muerte para mí sería un alivio. La verdadera Victoria la acabas de ver debajo de ti hace un momento, me tienes en tus manos, tú tienes el verdadero poder.
»Si vas a hablar, aunque sé que solo lo harías para protegerme, espera a que amanezca, mis compañeros no tienen la culpa de mi falta de voluntad.
En ese preciso momento José comprendió el acto de amor que le estaba regalando Victoria, sencillamente tenía su vida en sus manos.
−Yo no elegí lo que soy, la vida eligió por mí. Preguntabas quién era. Pues esta soy yo. ¿Me tomas o me dejas, José? Piénsalo, cariño. Por tu bien, elige dejarme. Ahora tengo que acabar lo que empecé, no puedo abandonar.
A pesar de la firmeza de sus palabras, Victoria deseaba en su fuero interno que José eligiera quedarse, pero su racionalidad le gritaba que era mejor que su amado se marchara. Estaba hecha un mar de contradicciones aunque no lo aparentase.
José tenía paz en su rostro, la miraba detrás de aquellas pestañas, casi con adoración; para sorpresa de Victoria, no estaba asustado, pero ella sabía bien a qué se enfrentaba, ahora lo tenía a su merced, pero así no lo quería, deseaba que tomara sus decisiones como lo que era, un gran hombre. Victoria se irguió y se mantuvo de pie completamente desnuda. José alzó sus manos y acarició sus caderas desde el suelo rompiendo su silencio. Su voz sonó fuerte y resignada a sus sentimientos.
−Victoria, te tomo, prefiero vivir huyendo toda mi vida que sentirme vacío como hasta el momento en que te conocí.
Sin más, se entregó a ella con verdadero amor.
José escuchaba a Victoria, pero no la oía, supo desde el mismo instante en que la vio que ella sería el eje de su vida, ¿para qué pelear? Se sentía afortunado y seguro, eso que lo hacía vibrar era difícil de conseguir. Victoria merecía la pena.
La Iglesias salió a terminar su misión, José la esperó hasta el alba, costó convencerlo para que no la acompañara, pero él no podía ir. Ella corría más peligro si la acompañaba. Esa madrugada sintió por primera vez la angustia y el miedo que le había anunciado Victoria, solo se relajó cuando la vio llegar sucia y muy cansada. La lavó con mimo, la acunó en su cama y se durmió entre sus brazos. Su pecho se conmovió cuando observó los rasguños en los brazos de Victoria. Esa noche José lloró en silencio, como solo se hace cuando el dolor es profundo. Se rompió calladamente mientras su mujer dormía.