Capítulo 6: LIBERAL LOS DEMONIOS

“Es más fácil soportar un momento de sinceridad que toda una eternidad bajo sospecha”.

Isabel Garlito Pérez

 

Lunes, 4 de octubre de 1937. Regreso a Zancadillas

 

Había pasado un mes desde su bautizo como espía y en menos de dos horas comenzaría su primera misión. Regresaría de Malpartida y abandonaría Castuera acompañada de cuatro hombres muy distintos entre ellos.

Isidoro serviría de guía, los llevaría por montes y caminos. El Invisible no dudó en hacerle ese favor a su camarada Emilio, pues le tenía gran aprecio. Narciso y Pedro regresaban al pueblo a atender a sus parroquianos. Pancho oficialmente iba en la misma dirección por orden de los mandos, en realidad era miembro de la misión. Emilio se sintió aliviado de poner a salvo a su hermana. Castuera era más peligrosa que cualquier camino y, rodeada de aquellos hombres, la sentía más segura.

Últimamente era muy cotidiano el sonido de “las pavas”, que reconocían el terreno y anunciaban los bombardeos junto con las sirenas y las carreras hacia los refugios antiaéreos. La lluvia de proyectiles no respetaba a nadie, era igual si era un miliciano o un niño el que corría asustado, la muerte no considera esos aspectos.

Victoria intentó con todas sus fuerzas que Emilio regresara con ellos, pero no hubo manera de hacerlo cambiar de pensamiento, era tozudo e ingenuo. Su hermano se creía, de verdad, lo que estaba haciendo. No entraba dentro de sus posibilidades la derrota, creía a pies juntillas que ganarían la guerra y él ayudaría con el don de la palabra. Un ser maravillosamente ingenuo, pensaba Pedro, y ahora, después de lo que sabía, también lo pensaba su hermana.

Victoria hacía poco tiempo que se había convertido en colaboradora de los servicios de inteligencia inglés y ruso, a la vez, pero uno no podía saber del otro, la idea era salir de aquel atolladero cuanto antes y volver a Castuera junto a su hermano.

Rondarían las doce del mediodía cuando salieron de Castuera camino de Zancadillas. Victoria y Emilio se despidieron con un largo abrazo. Tardarían más de un año en volver a sentirse y uno de ellos carecería de libertad. La intuición hizo que aquel momento se cargara de emotividad, cosa que no pasó desapercibida para sus amigos, que ensombrecieron el gesto. En total, cinco almas que tenían por delante más de cuarenta kilómetros a pie por caminos ocultos.

En ese viaje Victoria aprendió a caminar entre sombras. Estaba asombrada de la habilidad de su hermano postizo Isidoro, entendió al instante por qué lo llamaban el Invisible. La paciencia, el temple y la profesionalidad con que se confundía con el espacio la maravillaron.

Pedro y Narciso obedecían sin rechistar al guerrillero, que se había trasfigurado en un ser metódico, poseedor de una intuición sencillamente genial para sentir presencias, decía que el silencio hablaba, que el monte tenía sonidos y que se podía ver sin mirar. Isidoro era sencillamente un genio del camuflaje.

Pancho casi no hablaba, pero parecía un búho, miraba y miraba. Victoria observaba con disimulo a Pancho, que se comportaba con una desconfianza enfermiza, debía de tener más o menos su edad, aunque parecía mayor, era de mediana estatura, sus proporciones eran equilibradas. Su piel estaba ajada por las inclemencias del tiempo. De tez morena, sus ojos eran como dos alfileres de cabeza negra, y el contraste lo daba su cabello abundante y algo largo, que peinaba hacia atrás, de un hermoso color avellana. Pancho conocía muy bien el monte y tenía toda una red de refugios, algunos de ellos espaciosos, para esconderse; sin duda aquello no era trabajo de un día, ni cosa de uno solo, comprendió Victoria sin palabras.

Llegaron a su pueblo en unas catorce horas, no hicieron el camino de tirón, pararon por precaución en varias ocasiones. Era una noche cerrada y oscura de luna nueva, no había luz que hiciera sombras, solo negro. En un cielo encapotado ni una estrella alumbraba. La noche era la mejor aliada de aquellos viajeros.

Pedro y Narciso entraron en el pueblo de madrugada mientras que Victoria lo haría tres días después, no era bueno que relacionaran su llegada.

Isidoro, Pancho y Victoria se escondieron en un zulo a unos metros de la entrada del pueblo adentrándose en el monte, años después aquel habitáculo continuaría dando refugio a los mismos personajes en sus prácticas clandestinas.

 

Sábado, 9 de octubre de 1937

 

Victoria faltaba de su casa desde hacía dos meses, la excusa para justificar su ausencia había sido que iba a casa de unas tías que vivían a unos cincuenta kilómetros tras la muerte de su madre. La excusa para regresar era que sus tías, de muy avanzada edad, habían fallecido debido a las penurias de la guerra.

Los agentes tenían órdenes concretas, debía de trabajar esa noche en casa de Leopoldo, recoger y fotografiar la información para posteriormente dársela a Pancho, que la entregaría a los ingleses, por un lado, y a los rusos, por otro, con una diferencia horaria entre ambos de unas dos horas. Pedro sería el encargado de entretener al nazi y, si era necesario, reducirlo con fármacos que anularan su voluntad.

Nadie sospecharía de un terrateniente español de baja cuna que había medrado gracias a sus nupcias con la única heredera de medio Zancadillas y parte de Castilla la Nueva. Se había servido de su apariencia física y sus encantos como embaucador para conquistar a la fea y buenísima Inés de Ponce. Vivía en una zona deprimida de España, un pequeño pueblo hundido en la miseria y el luto. ¿Quién sospecharía de aquel dandi que siempre lucía un clavel rojo en su solapa?

Sin embargo, era un ferviente simpatizante del partido nazi y del movimiento fascista italiano, años después se convertiría en un firme defensor del gobierno autocrático de Franco. De todas formas, habría apoyado a los vencedores fuesen quienes fuesen. Su bandera era vivir bien al precio que fuera y sin pegar palo al agua. No tenía escrúpulos, era uno de esos tipos que tenían que imitar cómo se lloraba para hacerlo en el entierro de su madre. Era un grandísimo hijo de perra, afirmaba convencido, sin palabras, Pedro cuando lo observaba moverse de forma narcisista como un pavo henchido entre sus invitados.

A Victoria la vistieron como un cuervo, de negro toda entera, excepto los accesorios del uniforme de malas hechuras. Le plantaron una cofia de puntillas bien encasquetada en la mollera, unas puñetas de encaje, horrorosas, en ambos antebrazos y un delantal muy bonito de algodón todo blanco impoluto. Le prestaron unos sosísimos zapatos negros de salón y unas medias negras muy tupidas. Parecía increíble, pero, a pesar de su delgadez y de su atuendo nada favorecedor, estaba guapa, pensó Pedro al entrar en el salón y verla cómo servía jerez a los comensales.

Lo pensó él y lo pensaron el resto de los hombres de la sala, pero, sin duda, lo que más le preocupó era que lo pensara aquel hombre de dos metros, rubio como el trigo, de unos cuarenta años, ojos celestes y una cara de hijo de puta intimidante que no perdía de vista a la bella mujer.

El alemán se llamaba Otto Schmitz-Ullrich, no entendía absolutamente nada de castellano, por ello, se hacía acompañar por un ayudante llamado Götz que dominaba la lengua de Cervantes casi perfectamente. El traductor no miraba a los ojos cuando hablaba, miraba de reojo y no perdía detalle de todo lo que acontecía a su alrededor, era algo más bajo que su jefe, de piel pálida y ojos azules. El pelo era negro, peinado hacia un lado, caía lacio sobre su frente, lucía un bigote corto bien cuidado. O eran imaginaciones de Pedro o aquel tipo imitaba en su estilismo al loco que se estaba haciendo con el poder en Alemania. La verdad es que aquellos dos querían dar miedo y no solo por su aspecto, sino porque había algo en ellos oscuro y tenebroso.

Matías, el recién nombrado alcalde por el ejército sublevado, después de pasar por las armas al alcalde socialista elegido en las urnas en el 34, era dueño de muchas tierras y tenía el poder de decidir el futuro del pueblo. Rechoncho como siempre, hablaba de vinos y el alemán se mostraba muy interesado; de hecho, el nazi había mostrado mucho desprecio por todo excepto cuando hablaron de vinos. Quedaron en que antes de irse, a la mañana siguiente, pasaría a por una botella de Rioja de la cosecha del 31. ¡Excelente! Traducía Götz las palabras de su jefe, que parecía un muñeco que giraba la cabeza de un lado a otro de los parlantes. El alcalde también invitó a todos los hombres a una pelea de gallos que organizaba en su casa a eso de las once de la mañana. Mujeres no había ni una en esa reunión, estaban todas quitadas del medio, por si se escapaba una bala, pues estaban en guerra.

La cena trascurrió tranquila, cuando acabaron de comer llegaron las chicas de vida alegre para los siete hombres que asistían al banquete. Tres no quisieron “desahogarse”, estos eran Pedro y los dos alemanes; mal asunto, pensó el médico cuando escuchó que el traductor decía que el nazi se retiraba a dormir. Los engranajes de su cerebro comenzaron a funcionar a la velocidad de la luz y recordó que había visto en la puerta un precioso hispano-suizo aparcado, intuyó que era de aquel hombre más largo que un día sin pan y comenzó a hablar de coches. ¡Eureka!, el tema le gustó, no tanto como el vinícola, pero funcionó.

Le explicaron que lo había adquirido en Barcelona y que lo habían facturado en tren hasta Badajoz, el tema dio para una media hora, la otra media los mantuvo entretenidos y medio dormidos gracias a un somnífero suave que les había administrado junto a la tercera copa de vino en un descuido de los alemanes. El médico del pueblo dio por finalizado el tostón cuando Victoria desde la puerta le hizo una señal con la mano que quería decir que ya tenía el material. De una forma elegante se despidió y se retiraron a dormir.

Fue relativamente fácil su ópera prima en el mundo del espionaje para la Iglesias, en menos de un cuarto de hora había dado con los documentos, que estaban escondidos encima del armario de la alcoba del nazi. Los fotografió con dos cámaras distintas, de tamaño pequeño, que escondía entre sus bragas y, tras salir por la puerta trasera de la casa, le había hecho entrega a Pancho del material. Todo demasiado deprisa, pensó la muchacha. Recogieron parcialmente la cocina, lo más gordo, y se retiraron a descansar, al día siguiente regresaría a terminar de adecentar el caserón. Cuando salió de allí todo era silencio, en ocasiones roto por algún gemido procedente del piso superior.

Aquella mañana Victoria supo lo que era la ubicuidad, estaba en todos los sitios, como Dios. El reloj de pared tocó las diez mientras la mujer parecía un ser multitareas. Quería acabar cuanto antes para despedir a sus amigos, que partían sobre la una de la tarde y habían quedado “en el refugio” a las once de la mañana. El trabajo se le echaba encima y tenía poco tiempo.

El zulo no estaba muy lejos de casa de Leopoldo, a menos de diez minutos andando, pero debía de dejar la cocina y el salón impolutos, para eso la habían contratado. A esa hora no había nadie en casa del terrateniente. Leopoldo y el resto de invitados habían salido bien temprano a casa del alcalde. El alemán había salido una hora más tarde junto a su sirviente hacia Portugal, no volvería, misión cumplida, sonrió Victoria para sus adentros llena de satisfacción.

Hacía una hora que las criadas se habían marchado a lavar la ropa al arroyo. Tardarían al menos dos horas en regresar, con lo cual solo ella estaba disponible para recoger los restos de la noche anterior e intentar adecentar la casa hasta que volvieran las sirvientas de hacer la colada.

A Juana y Lucrecia las acompañaba Eustaquio, el viejo mayoral, para proteger a las mujeres de tanto desalmado que pululaba por los alrededores del lavadero, sin saber que la bestia estaba en casa.  

Victoria estaba contenta, la noche anterior consiguieron llevar a cabo su misión sin contratiempos.

En una de las idas y venidas de Victoria, en el pasillo que daba a la parte trasera de la casa donde estaba situado el retrete chocó de bruces con el gigante alto y rubio de facciones angulosas. La muchacha se sorprendió al ver que se trataba del nazi, al que había robado la documentación la noche anterior. Este la miraba con una sonrisa lasciva que no le alcanzaba a los ojos. El hombre con caracteres arios se acercó a la muchacha y con muy poco esfuerzo la agarró fuertemente por la cintura acercándola a su cuerpo, bruscamente la levantó del suelo sin inmutarse, tan solo con un brazo.

              Victoria se quedó muda y sintió como los músculos de su rostro se contraían de forma espasmódica. Olió el peligro cuando clavó su mirada en aquellos ojos celestes que se volvían negros por la dilatación de sus pupilas y se asustó al ver la maldad dibujada en aquellos finísimos labios que se curvaban de forma sardónica, a fin de cuentas, era solo una muchacha de pueblo de apenas veinte años; cruzó por su mente un atisbo de arrepentimiento por el hecho de estar allí, sacudiendo su ser en un  instante, pero con determinación cristalina se recompuso en breves segundos, no había marcha atrás, debía acabar lo que había empezado y, si tenía que pasar por satisfacer sexualmente a aquel alemán enorme, lo haría, su causa era lo primero.

El hombre hablaba en forma de susurro palabras ininteligibles para Victoria, no entendía el significado de la oratoria del extranjero; sin embargo, sí entendió el lenguaje no hablado.

Notó como la apoyaba en la pared y poseía su boca de forma animal, le hacía daño la forma en que la besaba, de pronto sintió pánico, cosa que excitó, si cabe más, al hombre, que refregaba impaciente el  miembro por debajo de la tela de su pantalón sobre el vientre de Victoria. Sin ninguna delicadeza, levantó las faldas de la muchacha y rasgó las bragas de un tirón dejando colgando de una pierna la parte no rota de su ropa interior.

Victoria no pudo reprimir un grito ahogado de dolor cuando el muy animal introdujo dos dedos en su vagina, el dolor fue agudo y profundo haciendo que no pudiera moverse debido al ardor punzante y desquiciante que la mareó. La bestia rubia siguió a lo suyo, mordiendo de forma animal el cuello de la pobre mujer, que empezaba a patalear, gritar y forcejear sin conseguir mover ni un milímetro de su cuerpo al monstruo que la violaba. Al cabo de unos minutos interminables, el alemán agarró a Victoria por el cuello con solo una mano y comenzó a apretar, mientras con la otra mano sacaba su pene de la pernera. Victoria notó como su cara ardía y corrían lágrimas por su rostro, la visión comenzó a nublarse y sintió una sensación de liberación cuando comenzó a perder la conciencia, en ese momento prefería estar muerta. Pero el nazi no dejó que se desmayara, aflojó la fuerza de la mano con la que apretaba su cuello, estaba claro que disfrutaba de su fechoría.

Victoria se sintió aliviada cuando se liberó de la pinza de su verdugo. El hombre se sentía muy excitado con la resistencia de aquella mujer. La misma que la noche anterior había conseguido ponerlo muy cachondo pensando en cómo se la iba a chupar.

Se tuvo que acostar, una cena demasiado pesada y un sopor poco estimulante lo obligó a desistir de su deseo. Esa mañana se la follaría antes de partir, era raro sentirse tan empalmado, le comentó a su ayudante de cámara cuando le pidió que montara guardia a la entrada de la casa del terrateniente. “Al primero que intente pasar le vuelas la cabeza”, le dijo el nazi a su fiel sirviente.

Victoria se vio obligada a mirar hacia su falo por la presión que ejercía aquel animal cuando presionaba su nuca hacia abajo. La muchacha se encontró con el miembro del hombre enhiesto y palpitante. Escuchó como el hombre repetía en un tono agresivo una orden en alemán que no entendía.

−Leck mich! −ordenaba el salvaje constantemente.

La enésima vez que lo repitió, Victoria con voz temblorosa y convulsionando de miedo alcanzó a decir guiada por el pánico y entre llantos:

−No te entiendo.

El hombre, enfurecido, le soltó un bofetón que hizo girar su rostro de forma brusca. Notó como sangraba su nariz a la par que sus labios y como palpitaba su ojo izquierdo. Escuchó en su cerebro un zumbido y una sensación de angustia que la hicieron caer de rodillas delante del pene del hombre; este, al verla en esa posición, debió pensar que lo había entendido y, sonriendo de satisfacción debido a la actitud sumisa de la joven, la agarró por la nuca y metió el miembro en la boca de Victoria. Esta sintió un profundo asco y unas náuseas incontroladas, que hizo que vomitara en las piernas de aquella bestia rubia, que, muy enfadado y fuera de sí, le asestó una patada que alcanzó el hombro de la mujer tirándola hacia un lado con una violencia desmedida. Victoria desmadejada e indefensa notó como crujía su brazo derecho. Aturdida y asustada, sintió como una idea se abría en su mente, iba a morir en la casa del hijo de perra de Leopoldo, allí acababa su vida, y ni tan siquiera podía emitir una palabra por la sangre que emanaba de su boca y de su nariz.

Se ahogaría en su propia sangre sintiéndose ultrajada e indigna. La pena dio paso a la furia, se sintió como un animal herido y decidió morir matando. Con una energía sobrehumana se incorporó como pudo. El líquido viscoso corría por su barbilla de forma generosa.

A través de la inflamación que cerraba su ojo agredido alcanzó a ver al hijo de puta que la estaba matando y asistía empalmado, a la vez que disfrutaba, al espectáculo dantesco que daba el nefasto estado de la mujer. Sonriendo decía cosas que no entendía, hubo dos palabras que repetía constantemente y quedaron grabadas en su mente toda la vida:

−Ficken.

−Nutte.

Sin más se acercó al pene de aquel degenerado y, agarrándolo con fuerza, lo introdujo en su boca, no supo en qué momento apretó su mandíbula y no supo tampoco si el sabor metálico que se apoderó de su paladar era del animal, que empezó a chillar como un gorrino indefenso, o de ella misma. El gigante arqueó su espalda hacia adelante sin atreverse a apartar a la mujer por miedo a que le arrancase el pene de cuajo, se contorsionaba de dolor. 

Victoria se había convertido en un ser irracional y apretaba con fuerza su mandíbula sin ceder la presión en ningún momento, notó como la sangre bajaba por su garganta, pero no paró de morder, continuó apretando aún más. De pronto sintió un golpe seco y un ruido sordo retumbó en su cabeza. El alemán había estrellado en la bóveda de su cráneo un jarrón que debió agarrar en algún momento y, preso de la desesperación, lo había estrellado en la cabeza de Victoria, esta cedió en la presión cuando aturdida sintió como resbalaba la sangre generosamente por su rostro. El hombre emitió un grito agudo y cayó como un saco lleno de piedras en el suelo, convulsionando como un poseso. El alemán gritaba y sollozaba de dolor.

Victoria vio en su agonía cómo colgaba el capullo del nazi del resto del falo por apenas un hilo de carne. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, fue dando tumbos a la alacena y agarró un cuchillo de dimensiones considerables, sin pensarlo se arrodilló al lado del gigante y, tirando del pelo del nazi con su brazo lesionado, que conservaba algo de movilidad, dejó el cuello del alemán expuesto. Acalló los gritos de aquel desecho humano con un movimiento rápido y certero, rebaneando el pescuezo a aquella bestia. Victoria se desplomó en el suelo sin apenas fuerza, herida gravemente, se cernió sobre ella la oscuridad.

Pedro empezó a preocuparse cuando vio llegar a Leopoldo sin el alemán. Habían quedado la noche anterior en que antes de partir hacia Portugal se pasaría por casa del alcalde a que le diera una botella de vino Rioja del año 1931, un caldo superior de una graduación alta, excelente, según comentaba Matías ufano. Fue uno de los momentos de la velada en que Pedro entrevió humanidad en la actitud del alemán, estaba entusiasmado con la idea. También observó como el ario no le quitaba la vista de encima a Victoria cada vez que entraba en su campo de visión. Era la mirada de un animal, esa actitud lo tuvo toda la cena muy expectante, sentía que su amiga corría peligro.

Pedro intentó disimular su ansiedad, pero tanto se preocupó que decidió salir a buscar a Victoria, algo le olía mal. Su decisión fue más firme cuando escuchó al terrateniente excusar a Otto diciendo que se había sentido indispuesto, cosa que no tranquilizó al médico, lejos de eso lo angustió más. Sabía que debía estar en Portugal a la una. A una cita semejante se va aunque sea a rastras. Pensó en Victoria bajo el mismo techo de aquel ser sin alma y se le heló la sangre. Excusándose y fingiendo una indisposición de vientre, consiguió salir de casa del alcalde a las 10:45 h.

Cuando se acercaba a casa del Leopoldo vio como el traductor del ario esperaba enfrente de la puerta principal, eso lo agitó más si cabía. ¿Qué hacían a aquella hora allí?, ¿por qué esperaba en la puerta? Con naturalidad se acercó al hombre y, quitándose el sombrero, lo saludó amablemente, el sirviente ni se inmutó, lo único que dijo fue “hola”, de forma seca y cortante. Pedro, volviendo a tocarse con su sombrero, hizo un gesto con la cabeza y se dispuso a entrar en el caserón. Götz, al ver la intención del hombre, corrió hasta su altura y dijo con autoridad a la vez que lo miraba de forma impersonal:

−¡No se puede entrar, vete!

Pedro tragó saliva y apretó la empuñadura de la pistola que llevaba dentro del bolsillo derecho de su chaqueta, sin parpadear se miraron desafiantes unos segundos hasta que Götz sacó velozmente una pistola y apuntó entre ceja y ceja a Pedro diciendo en un perfecto español a la vez que quitaba el seguro del arma:

−Si disparas, te vuelo los sesos.

La tensión se palpaba, el silencio era enloquecedor hasta que de repente Pedro vio como dos brazos peludos salidos de la nada agarraban por la cabeza y el cuello en forma de abrazo mortal desde atrás al traductor y con un gesto seco y fuerte rompían el cuello del hombre, que se desplomó inerte en el suelo; como sincronizados, los dos hombres se miraron y entendieron. Metieron rápidamente al nazi en la parte de atrás del coche y corrieron al interior de la casa. Escucharon la voz de Pancho, que gritaba angustiado a sus amigos a modo de guía. El Chaparro había entrado por la parte de atrás de la casa.

−Aquí, en la cocina, aquí, rápido, rápido.

Corrieron guiados por la voz el largo trecho que separaba la puerta principal de las traseras de la casona, como alma que lleva el diablo. Cuando llegaron a la estancia donde todo había ocurrido, el espectáculo era aterrador. El alemán yacía en el suelo con los pantalones bajados y su miembro destrozado, los ojos sin vida miraban hacia el techo, su piel estaba pálida y presentaba una raja horizontal que le cogía de oreja a oreja, llevaba puesto un traje gris y una camisa celeste, toda su ropa estaba teñida de rojo.  Sobre el suelo, la sangre comenzaba a coagularse y parecía una balsa viscosa que pintaba de granate todo el piso. Tirada en el suelo boca abajo, estaba Victoria, empuñaba todavía el cuchillo en su mano. 

Pedro estaba petrificado mirando la escena, asustado se lanzó como un rayo hacia Victoria. Pancho sin decir una palabra le había dado la vuelta y la miraba con dolor, tanto dolor sintió que el hombre de hielo terminó por derrumbarse llorando sin control. Isidoro, amarillo como la cera. Pedro se acercó a Pancho y lo apartó, seguro de sí, ocupando su lugar. Pedro comprobó si Victoria estaba viva y localizó un pulso muy débil en su cuello, limpió la sangre que chorreaba por su cara y observó el ojo izquierdo de la muchacha completamente cerrado, intentó abrirlo, consiguió ver por una ranura que estaba completamente inyectado en sangre. La pupila de su ojo sano era reactiva al movimiento, eso lo tranquilizó. Localizó la fuente del sangrado y vio que el líquido manaba de la piel que envolvía el hueso parietal, realizó una cura de urgencia para frenar la hemorragia y continuó inspeccionándola, el brazo derecho estaba muy hinchado y comenzaba a adquirir un tono lila, pero se movía, por suerte no estaba roto.

Y llegó adonde tenía pánico de llegar, a su vagina, la muchacha sangraba y se observaban laceraciones, sin duda aquel animal la había violado; la ira nubló su mente, pero no perdió en ningún momento su pose profesional, cuando acabó de revisarla, la envolvió en su propia chaqueta y miró a Isidoro, que con miedo le preguntó:

−¿Está, compañero?

Pedro asintió con la cabeza y repuso:

−Tengo que llevarla a la consulta. ¿Qué hacemos con esto?

Isidoro respondió con un autocontrol que ni él mismo reconoció porque en realidad estaba temblando.

−Imposible, tardarías mucho en llegar a pie y te verían, es de día, ve al refugio, allí hay lo necesario para atenderla, lo revisamos anoche Pancho y yo. Recogeremos toda esta mierda, atiéndela a ella, no te preocupes de nada, calculo que regresaremos al amanecer, si te falta algo iré a buscarlo, cuando vuelva, nadie me verá.

Antes de marcharse con Victoria en brazos preguntó Pedro:

−¿Hay calmantes, jeringas, agujas…?

Pancho no lo dejó acabar y respondió:

−Hay lo mismo que en las cajas que te da Catalina, ¿te sirve?

−Sí −respondió Pedro, y desapareció con Victoria a cuestas.

A las doce de la mañana acabaron de recoger toda la basura de casa de Leopoldo, olía todo a limpio y no quedaba ni rastro de lo que acababa de suceder allí mismo dos horas antes. Cargaron los dos cadáveres en el coche y se dispusieron a deshacerse de aquellos cuerpos que, aunque humanos, se les antojaban escoria. Llegaron al Guadiana, cerca de la frontera con Portugal, y esperaron escondidos hasta que la noche cayó. El río que aparece y desaparece se engulló aquel precioso Hispano-Suiza T-64 Cabriolet Karmann de 1930 rojo, con la capota amarilla, lleno de mierda humana dentro. Ahí se perdía la pista del alemán y su sirviente, sin rastro. Nadie indagó, los rusos pensaron que se habría arrepentido, pero, con lo desconfiados que eran por naturaleza, los papeles ya obraban en su poder, los ingleses ni se dieron cuenta, los alemanes lo tacharon de traidor y al resto les importó un carajo dónde estaba el nazi.

Sonaron golpes en la trampilla del refugio, secuenciados de siete en siete tres veces, Pedro se dispuso a abrir armado hasta los dientes. Eran los dos hombres, cuando llegaron sería algo más de las cuatro de la madrugada.

−¿Cómo está Victoria? −preguntaron a dúo y con una más que evidente ansiedad.

Pedro contestó rápidamente con la voz ronca de cansancio:

−Grave pero estable, todavía no ha recuperado la consciencia. Creo que tardará. El golpe en la cabeza ha sido muy fuerte.

Los hombres estaban visiblemente cansados. A Pedro se le veía agotado física y psíquicamente. Estaba tremendamente angustiado, se responsabilizaba del estado de Victoria. Pedro se flagelaba mentalmente, la había metido en todo esto él, si se moría, jamás se lo perdonaría.

Se turnaron el resto de la noche, pero Victoria seguía entre mundos, de vez en cuando movía algo sus extremidades, emitía un leve gruñido y esa era toda la comunicación que fue capaz de articular en setenta y dos horas.

Pancho estuvo allí dos días, pero tuvo que regresar al frente. Dio su palabra de que, si se encontraba con Emilio, no le contaría lo que había sucedido, no podían asumir la imprevisible reacción del hermano de Victoria. Pancho prometió volver en dos semanas, cosa que cumplió.

Isidoro pasaba todo el día con ella y Pedro iba al caer la noche, debía continuar con “sus cosas” para no levantar sospecha. En el pueblo, Pedro había hecho circular la noticia de que la Iglesias había tenido que salir zumbando porque una hermana de la madre, que vivía en Toledo, la reclamaba. Estaba enferma y, cuando se mejorara, volvería. No sabía si se lo habían creído, pero le importaba un bledo, ahora lo que le preocupaba es que Victoria continuara en ese duermevela agónico que lo estaba haciendo enfermar.

Victoria escuchaba a lo lejos los pasos de alguien y algún ruido que otro alcanzó a distinguir, un sonido como de latón y, al poco tiempo, un olor a guiso riquísimo, tenía mucha hambre, intentó hablar, pero no podía, intentó abrir los ojos, pero no podía, se rindió y se hizo el silencio.

Isidoro lavó con mimo el cuerpo de su hermana postiza. La vistió y la tapó con sábanas limpias, cuando hubo acabado miró a la frágil muchachita de color morado. Pobrecita, tan chiquita y tan bonita, qué clase de hombre podía hacerle eso a una mujer, pensaba el guerrero, sintió una ternura tan infinita y una pena tan honda que lo dejó un buen rato sin resuello hasta que, por fin y sin poder evitarlo, brotaron lágrimas de sus grandes ojos negros.

El acto se repitió durante tres días con sus tres noches, hasta que una mañana la superviviente venció la guerra a la muerte. Victoria consiguió abrir un ojo, el otro, no sabía por qué, no respondía a sus deseos. Quiso saber el motivo e intentó llevar su mano al ojo perezoso y, tocándolo con cuidado, se asustó por el tacto, quiso levantarse y mirarse en un espejo, pero al intentar incorporarse su cabeza explotó. “¡Qué dolor!, ¡Dios santo!”, exclamó la mujer para sí misma sin fuerzas para emitir palabra.

Buscando información de su estado, intentó llevar sus dos manos a la cabeza, pero se quedó clavada a causa del dolor que sintió en su miembro superior, intentó mover su brazo izquierdo, pero no pudo y optó por mirar su extremidad, que estaba vendada, se veían asomar por el vendaje unos dedos hinchados como morcillas. Dios santo, estaba hecho un cristo, se dijo a sí misma. Victoria estaba muy preocupada.

Preguntas angustiosas empezaron a adueñarse de su ser sintiendo como se estremecía de ansiedad y miedo. ¿Por qué estaba así?, ¿qué había pasado?, ¿dónde estaba? Intentó serenarse y buscar respuestas en su interior. Los recuerdos inundaron su dolorida cabeza, recordó su violación y como ella misma había ejecutado a su agresor. Lo acontecido se ordenó en su mente y, lejos de hacerle perder la cordura, lo que consiguieron fue calmarla. Había estado en el infierno y había regresado del otro lado más segura. No sintió arrepentimiento por haber matado a un hombre, lejos de eso, se dijo sin atisbo de dudas que lo volvería a hacer si alguien intentaba quitarle su tesoro. Su dignidad no la pisaría nadie sin antes luchar.

Victoria más repuesta miró hacia la mesa y vio por su ojo sano como Isidoro estaba sentado en una silla y leía un libro, liado en una manta de rayas grises, quiso llamarlo y tras varios intentos consiguió emitir su nombre apenas con un hilo de voz:

−Isi.

Isidoro se levantó como si tuviera un muelle en el trasero y miró hacia el camastro, allí estaba la muñequita morada, sentada en la cama con la cabeza y el brazo vendado, que miraba pidiendo una explicación con su único ojo útil. El hombre, emocionado, se acercó al camastro y le dijo a Victoria:

−No te muevas, te ha hecho mucho daño, en una hora vendrá Pedro, estate tranquila, estás a salvo. Duerme, preciosa.

Victoria bebió agua y tomó un poco de caldo, después de eso volvió a dormir hasta que vino Pedro.

Pasaron dos meses hasta que Victoria pudo salir de su escondite, su aspecto era demacrado, pero no tenía secuelas físicas, lo único, una cicatriz en su cabeza que con el cabello no se vería. Ella de vez en cuando se la tocaba cuando las cosas pintaban mal para recordar que de peores había salido y que su dignidad era su posesión más valiosa.

Sus amigos, o, mejor dicho, su familia, eran lo mejor que tenía, a pesar de aquel duro episodio de su vida, en el fondo se sentía bien. Ahora sabía que era fuerte, se conocía mejor y estaba rodeada de personas leales, por ellos estaría dispuesta a todo, ellos merecían su vida.

Sábado, 18 de noviembre de 1950

 

Habían pasado casi dos semanas tras la confesión del episodio más sórdido de la vida de Victoria e, inexplicablemente para ella, José seguía a su lado. Aunque, en honor a la verdad, todavía no sabía de la misa la mitad. Lejos de alejarse, su amado se mostraba más unido a ella, su relación era aún más fuerte. No mostraba signos de debilidad, se habían convertido en algo más que amantes y luchaban por esconder su férrea complicidad, disimulando su conexión sin éxito. Intentando ser discretamente inseparables, trascurrió lo que quedaba de semana. Aunque lo de ser discretos se estaba convirtiendo en un propósito imposible.

José sentía un respeto casi reverencial por Victoria. Lejos de querer huir, estaba dispuesto a interiorizar a Victoria dentro de él. Tras las revelaciones de aquella mujer, a la que consideraba la suya, su deseo y amor por ella crecía incontrolado en lo más profundo de su ser.

Victoria se sentía querida y respetada. Hacía mucho tiempo que no estaba tan viva, pero irónicamente ese sentimiento de vida podía hacer que la perdiera, estaba bajando la guardia y eso no se lo podía permitir. En dos ocasiones estuvieron a punto de ser sorprendidos en el cuarto de la plancha por Clemencia mientras se poseían como posesos. Debían ser más precavidos, pronto recibirían las indicaciones de la última misión y era primordial una total y absoluta concentración, cualidad de la que no podía hacer alarde cuando estaba cerca de él.

El viernes ya había entregado los vestidos que llevarían las damas de alta cuna la noche del sábado, en honor de Miguel, el hijo de Leopoldo e Inés; se dejaba las pestañas hasta las tres de la madrugada. Desde hacía diez años cosía los atuendos de las mujeres pudientes de la comarca. Le pagaban lo suficiente para poder vivir, pero ella necesitaba mucho más.

Se quedó un ratito más en la cama, estaba muy cansada; con tranquilidad se aseó y se dispuso a lavar su ropa. La mañana estaba preciosa, con un sol espléndido y cálido. Cargó el cesto de su ropa y el jabón y se fue al arroyo. Hizo un atadillo y se llevó un poco de queso, chorizo de patata, pan de hogaza y se permitió un exceso, echó la bota de su padre con un poco de vino de pitarra. Saliendo de su casa recibió el aire otoñal en su rostro como una bendición, se iba a dedicar a ella aquella mañana.

Sobre las doce de la mañana José había acabado con sus visitas, quería estar con Victoria, pero ¿cuándo no?, se preguntaba sonriendo. Iría al río, Victoria le dijo que estaría allí lavando su ropa, no le gustó que fuera sola, pero a estas alturas ya había comprendido que era imposible ponerle puertas al campo. Así que decidió ir a verla dando un paseo con Poder, el caballo que le había comprado a Leopoldo días antes de sentir una repugnancia absoluta por aquel hombre. Ahora sabía a qué se dedicaba aquel vividor.

Poder era un semental de color pardo, de finas patas e imponente estampa. José recordaba como Koldo le enseñó a montar a caballo en el caserío de su abuelo cuando apenas levantaba un palmo del suelo. Recordó a aquel buen vasco que le enseñó a disfrutar de las pequeñas cosas de la vida y le enseñó a hablar en euskara a escondidas. Pasaba mucho tiempo con el capataz y su hijo. Evocó sus mañanas de verano en el mar y las tardes en que jugaban a piratas en el cementerio de los ingleses y sus peleíllas con Eneko en la casa de las cruces, cerquita de la Concha, las meriendas con chocolate que les hacía Cora. Su infancia fue feliz. Su madre decía que crecía asilvestrado, pero, cuando eres niño, vivir sin preocupaciones y en libertad debería ser un derecho. Su infancia, comparada con la de todos los niños harapientos y famélicos que habitaban en el submundo de la postguerra, se le antojaba una bendición.

Comparar su vida con la de Victoria sin duda lo ayudó a entender que la vida tiene muchos colores. La nostalgia le vino a visitar cuando empezó a pensar en aquellas tardes de sol en la isla Santa Clara, donde recogía lagartijas y jugaba a pelearlas con Eneko. Jugaban cerca del faro, desde allí se veía la Concha. Echaba de menos el olor a mar y monte. Cuando era niño imaginaba que era el rey del castillo del monte Urgull, lo malo es que Eneko lo imaginaba también y siempre acababan a palos.

Echaba de menos su tierra, tan diferente a aquella que pisaba su caballo, pero ya no podría dejar atrás a Victoria, quería llevarla allí, a su casa, con su gente, liberarla de la losa que un destino ciego le había colocado sobre sus hombros. Sin darse cuenta llegó al puente viejo que cruzaba el río, siguió a caballo observando el ir y venir de los labriegos y escuchó algunos cantos de las mozas que se afanaban en hacer la colada. Vio que, a pesar de los duros tiempos que corrían, reían y parecían felices. No veía a Victoria por ninguna parte y decidió seguir el cauce del río, que discurría imparable y cristalino. Llegando casi a la gran casa del alcalde, el río describía en su trayecto una entrada de agua que se adentraba en una zona de vegetación más frondosa, observó como una columna de humo no muy grande crecía vertical, sin duda alguien estaba calentando algo, bajó de su caballo y andando se acercó, vio a escasos metros un agujero en la tierra rodeado de piedras del cual emanaba vapor. La curiosidad le invadió y, acercándose aún más, vio como enterrado había un caldero de barro rojo y algo de lumbre. Dentro del recipiente se veía ropa blanca enjabonada puesta en remojo. Sin duda estas cosas eran de alguien que sabía convivir con el medio, intuyó que Victoria no andaría muy lejos y, amarrando al animal a una rama, se adentró en la vegetación buscando de nuevo el río, agudizo el oído y escuchó como salpicaban agua, siguió el sonido con la mirada y encontró a Victoria de rodillas lavándose el pelo. El agua bajaba por su nuca y el jabón acariciaba su sedoso cabello negro, se enjuagaba su melena pausadamente acariciando su nuca de forma sexual, sus pechos se balanceaban debajo de una fina tela estampada de color amarillo y blanco mientras el agua se deslizaba buscando el nacimiento de sus senos. Quiso abalanzarse hacia ella, pero no quería asustarla y decidió esperar.

Victoria se incorporó y comenzó a secar su cabello con una toalla suavemente, se iban formando ondas a medida que se evaporaba la humedad. Victoria decidió apartarse a una zona del río más discreta y José fue tras ella. Al apartar una rama de su camino se encontró con Victoria delante de él, que lo observaba con ojos juguetones. José sonriendo travieso le dijo:

−Me has pillado. ¿Desde cuándo sabes que te estoy mirando? −dijo pícaro.

Victoria insinuante se acercó a escasos centímetros de su oído y en susurros le dijo:

−Desde que has cogido el caballo en tu casa, mi niño. −Victoria, pensó divertida que el pitarra la estaba desinhibiendo

José, encantado por el atrevimiento de Victoria, y sonando más ingenuo de lo que quería parecer, le contestó:

−Pero si no estabas, ¿cuándo me has visto?, cuéntame  −contestó sensualmente.

Victoria, sin perder su lascivia, le dijo la verdad entre suaves caricias por el lóbulo de la oreja de José.

−No te he visto, pero sabía que eras tú.

José, sin poder contener sus impulsos e intentando frenar la vida propia de sus pantalones, debido al ataque poco piadoso de la mujer que amenazaba con hacer que claudicara la poca contención de sus deseos, le dijo a la chica traviesa que amaba:

−Tienes que ser más precavida, alguien te puede ver −sonriendo insinuante− y observar tus encantos. ¿Porque cómo puedes saber si soy yo sin mirar?

Victoria, con una sensualidad incontrolable, se acercó a la boca del hombre y, tras un beso muy subido de revoluciones, le dijo con una voz cargada de erotismo:

−Porque nadie me hace sentir como tú, cuanto te siento tiemblo, me pongo en guardia, me siento segura y creo que podría estallar de deseo. Por eso sé que eres tú.

José apretó con fuerza a la mujer hacia su cuerpo y esta notó el efecto que causaba en él. Se sintió muy mujer, muy viva, no quería ser decente, no quería reprimirse, lo quería todo de él, no pensó en consecuencias, en conveniencias, en convencionalismos.  Ni tan siquiera se planteó el riesgo que corrían. Simplemente no pensó. Lo único que quería era hacerlo feliz en ese momento. Se podía acabar el mundo, si llegase ese instante ella seguiría guiándolo hacia el precipicio del desenfreno. Sentir hasta perder la razón. Y así fue, no recordaba Victoria haber ido tan desbocada, en asuntos de alcoba, en toda su vida.

José besó con veneración cada centímetro de la piel canela de Victoria, abrazó su cuerpo como si quisiera fundirla en su interior, a duras penas lograban ambos mantener la cordura. Fueron duros, tiernos, duros, tiernos y vuelta a empezar.

Los amantes descansaban en el lecho del río. Adormilada Victoria, notó el crujir de una rama, sus sentidos se alertaron, se incorporó bruscamente y le pareció oír como alguien se alejaba. Distrajeron su estado de alerta los exigentes brazos de José.

Tras varios intentos de dar por acabado su encuentro amoroso, consiguieron vestirse. El sopor les hizo la tarea altamente complicada. Sus movimientos eran deliciosamente torpes. Victoria solo quería dormir, sus parpados se cerraban, solo la despertó la risa cantarina de José. Victoria entendió ipso facto a qué venían las carcajadas de su precioso hombre, al que veía tan sumamente irresistible con su pelo despeinado y sus labios del color de la grana. Victoria se colocaba el pantalón de José, sentada en un risco algo escarpado, cuando se cayó al agua al sumarse a la juerga de José. Se tumbó de la risa literalmente con verdaderas ganas. José la levantó y vuelta a empezar: pasión, ternura, pasión, ternura y vuelta a empezar. Eran casi las tres de la tarde cuando los amantes se iban del río a lomos de Poder.

Se sentía la mujer más bella del mundo, pero la realidad no tardó en presentarse en forma de inseguridad. Tantos años reprimiendo sus emociones habían conseguido hacer de ella alguien asexual. Hasta hacía bien poco, se sentía dejada y poco atractiva. No quería despertar de aquel sueño y ver como José se lanzaba hacia los brazos de una señorita decente y de buena familia. Ella era una “mala vasija”, como le recordaba la envidia que hablaba por la boca de las beatas devotas de su amado pueblo. Sentía que aquello era un sueño, pero de momento tocaba dormirlo.

José no quería ser racional, la amaba, lo hacía feliz, disfrutaba de cada encuentro con Victoria, reía con ganas con sus ocurrencias, que ella le hablara era como escuchar una sirena, no podía dejar de mirar sus labios. La besaba como si fuese el último deseo de un condenado y quería pasar el resto de su existencia a su lado. Qué más dará si revienta el mundo, él la besaría.

Victoria, nada más llegar a su casa, se encontró esperándola en su puerta a Matildita con un “mandao” de la hija del alcalde. Victoria tenía que acercarse a casa de don Matías. La creída de Ventura había enganchado su falda y había mandado llamarla mediante una niña del pueblo de apenas siete años llena de mierda y famélica. Matildita era la hija mediana de las tres que tenía Clotilde, una lavandera a la que se le había muerto el marido a causa de una neumonía en el monte cuando hacía la trashumancia hacía Huelva. Pedro no pudo hacer nada cuando los empleados del terrateniente al que cuidaba las ovejas lo trajeron en parihuela a Zancadillas. Murió dos semanas más tarde y la mujer no cobraba nada. Narciso estaba intentando arreglárselo con la ayuda de Miguel, el abogado amanerado, anfitrión de la fiesta de aquella noche. Victoria le dio un atadillo a la niña con comida, por lo menos para dos días, y, limpiando su rostro con su pañuelo, la besó en una mejilla con ternura. La niña salió volada para su casa mientras Victoria sintió una impotencia indescriptible.

Media hora después del aviso Victoria llegó a casa del alcalde. Las sirvientas la condujeron a la habitación de la “víbora”, según órdenes de la niñata caprichosa; ese detalle, sin saber por qué, puso en alerta a Victoria, algo no iba bien, se lo decía su instinto. Siempre la recibía en el cuarto de la plancha. En su habitación no entraba cualquiera, decía la idiota, y ella era “cualquiera” sin duda, algo en todo aquello era peligroso.

Victoria entró en la alcoba de Ventura, nunca había estado allí y se deslumbró al contemplarla. Era más grande que su casa. Al abrir aquellas pesadas puertas de madera labrada, un agradable olor a gardenias le inundó los sentidos, en la estancia se mecían todavía los vapores del baño que sin duda la mujer se había dado. En el extremo derecho de la estancia, una puerta de color crema abierta de par en par dejaba ver una hermosa bañera esmaltada con patas que imitaban cuerpos de cocodrilos de metal. Tiradas en el suelo blanco del baño, se veían toallas de lino adornadas con encaje de bolillo. De las paredes embaldosadas del cuarto de aseo chorreaba agua. Eran unos exquisitos azulejos blancos ilustrados de escenas románticas que se enmarcaban en paisajes bucólicos, resultaban muy sobrecargados. Sin duda, la dama estirada había estado en remojo mucho tiempo.

Victoria continuó mirando a su alrededor, en el extremo izquierdo de la habitación había una cama grande, alta y con dosel, del cual colgaban telas de organza blanca que se movían al mínimo movimiento del aire. La ropa de cama era de un blanco impoluto y el cabezal estaba lleno de cojines de algodón con extremos de encaje, a los pies de la cama reposaba estirada una delicadísima bata de raso blanco. Justo enfrente de la puerta, un armario, enorme también, de madera ornamentada presidía la estancia. Un espejo alto y abatible de forma ovalada estaba situado al lado izquierdo del gran ropero, junto a un baúl de más de un metro de alto por medio de ancho, calculó mentalmente. Unos cortinajes dobles blancos, de una tela liviana, y otros encima de terciopelo azul se combinaban con unas paredes pintadas en tonos verdes y cremas. La decoración cargaba de forma prepotente el dormitorio de la mujer. Sin duda esta mujer era muy poco cálida, todo a su alrededor estaba perfectamente calculado en tonalidades frías.

A los pies del armario de tres puertas, una pesada alfombra de colores, también fríos, separaba la zona de sueño de la del acicalamiento. Le llamó la atención que encima del carísimo felpudo hubiese esparcida ropa interior delicadísima.

Al lado del baño un tocador blanco de tres espejos ovalados daba algo de curvatura al mueble permitiendo ver el frente y los perfiles de quien se contemplara en él. Estaba adornado con dibujos sobrecargados en finos trazos dorados que invitaba a sentarse en el sillón orejero que estaba enfrente. Era del mismo color que las cortinas y tapaba la visión de quien descansaba en él. El majestuoso sillón estaba ligeramente rotado a la izquierda, impidiendo constatar si estaba ocupado o no, ese hecho puso, si cabía, más en alerta a Victoria; sin duda, todo era una puesta en escena, ¿pero por qué? Su faceta de sobreviviente se puso en marcha, se agudizaron sus cincos sentidos y un sexto, que le avisaba si estaba en peligro, lamentó no haber cargado su pistola, quien se sentaba en aquel imponente reposa posaderas se intuía peligroso. “En esto nadie es quien dice ser, nadie es nadie. ¡Cuidado, Iglesias!”, recordaba Victoria las palabras de Pedro.

En un instante el sillón se giró quedando la imagen fija en el triple espejo del tocador. Centró la mirada en el espejo y comprobó que el reflejo de alguien la observaba con unos inmensos ojos azules. El rostro estaba pálido, con un suave rubor en sus mejillas, su perfecto maquillaje le aportaba una apariencia de porcelana a su rostro increíble. Sus ojos estaban perfilados con una raya en su párpado superior que acentuaba su color turquesa. Sus labios, que no eran para nada sensuales, lo parecían camuflados en un carmín rojo intenso. Su sedoso pelo rubio estaba recogido en un perfecto moño francés. Pudo ver en su estilizado cuello una gargantilla delicada de perlas. Sin duda era Ventura, la fría y calculadora hija del alcalde.

Victoria estaba totalmente en alerta, algo no iba bien y, sin duda, ella era el motivo. Lo supo cuando antes de girar el sillón la petrificó con una falsa sonrisa que no dio ni un ápice de humanidad a su helado y hermoso rostro. Cuando se quedó enfrente de Victoria, esta ya no tuvo dudas. La niña rica sentía a la criada como una amenaza y sin duda era por su hombre. ¿Por qué precisamente ella tenía que sospechar? ¿Por la mañana? ¿El río? ¡Ya está! Alguien los observó, lo sintió, ¿sería ella?

Ventura continuaba sentada con las piernas, que eran larguísimas, cruzadas, y envuelta en una toalla preciosa muy adornada. Cuando le pareció, sin perder la sonrisa y haciendo el gesto de levantarse, ordenó con desdén a Victoria:

−Victoria, cierra la puerta.

Esta no hizo un solo gesto y, tras unos segundos y sin perder el contacto visual, dejó el costurero en el suelo y cerró la puerta tras ella, y continuó mirándola fríamente. Ambas sabían, muy bien sabían, que no valía la pena explotar en ira, la toleraría, pensó Victoria, aunque se juró que algún día le partiría la boca, esa sonrisa estaba vacía.

De repente, Ventura, poniéndose de pie, dejó resbalar la delicada toalla de lino por su cuerpo quedándose en cueros. Victoria dio por acabado el desafío visual y, de forma cortante, le dijo a la mujer desnuda que seguía erguida de forma majestuosa imitando la pose de una estatua de mármol:

−Señorita Ventura, cuando quiera le retoco el descosido. Me esperan en casa de doña Inés a las siete de la tarde.

Sin más, la víbora sonrió de forma sádica y se encaminó hacia el espejo. Victoria no se sorprendió, esperaba algo de “la mademoiselle”, estaba descansada, con ganas de guerra y soltera a los veintisiete años, eso era un castigo en aquella época, pero, claro, con cualquiera no la iban a casar; sin embargo, con un joven de familia adinerada, con una retahíla de apellidos que aburría, médico y encima guapo, la llevarían al altar en volandas. ¡Dios santo, qué cenita le iba a dar la pedazo de estirada!

La costurera proscrita, con un temple que no parecía humano, la miró de arriba abajo tranquilamente. Era guapa, no sobraba ni faltaba nada, la gravedad no había hecho acto de presencia en su cuerpo, sus formas eran proporcionadas y de una elegancia exquisita, pero de belleza sin alma.

Ventura empezó a inquietarse, sin duda no era esa la reacción que esperaba de aquella mujer, a la que siempre había envidiado a pesar de su condición. Poseía algo que en muchas ocasiones la había hecho tocarse en la oscuridad de su alcoba. Sabía desde siempre que no le costaría nada yacer con una fémina aunque disfrutaba de sus encuentros clandestinos con el guardia civil.

Le parecía absurdo eso que explicaba su hermana de enamorarse, ella solo quería sentir, el resto le importaba un pito. Aquella tarde, cuando vio cómo disfrutaban el médico y la Iglesias, no sintió celos, solo un deseo incontrolable de meterse en medio, así era ella, no se sentía mal por ello, solo impaciente. El tiempo pasaba y necesitaba un marido con posibles. Encontrar un hombre como José no pasaba todos los días y aquella mujer de mala fama no sería un obstáculo.

Victoria, cuando acabó el repaso visual, le dijo con sarcasmo mal controlado:

−Vamos, señorita, le pondré el vestido, que con la gargantilla de perla a modo de abrigo va a coger usted frío.

Ventura insinuó una de sus sonrisas, pero esta vez también hizo que sus ojos se curvaran ligeramente, al menos esa sonrisa no era tan fingida, pensó victoria. Recogió del suelo unas preciosas bragas blancas de encaje a conjunto con un corsé de raso con una finísima blonda alrededor del pecho, del mismo color. Victoria le ayudó a colocarse la ropa interior. El corsé enmarcaba de una forma muy sexual la forma de sus pechos, que se mantenían erguidos por inercia, la prenda era liviana y delicada. Junto con el ligero conjunto, las medias de fina seda y unos zapatos de tacón de unos cuatro centímetros estaba casi a su altura, la verdad, era una chica muy guapa y estaba vistiéndose para la guerra y, encima, su enemiga la ayudaba.

“Iglesias, esta noche perdiste al novio”, se machacaba Victoria sin emitir palabra. Cómo no se va a fijar en este bombón José. Bueno, ese era el mensaje que quería lanzar la calculadora Ventura y lo había conseguido. Los celos se clavaban como cuchillos en el pecho de la fuerte, vencida y enamorada Victoria.

Colocó la falda de crinolina sobre las caderas de Ventura dándole volumen a una falda de organdí muy vaporosa de color azul turquesa. La prenda lucía bordados unos adornos negros de grueso encaje en forma de ramas con hojas pequeñas que caían desde la cintura hasta la mitad de sus muslos, ella misma los había comprado en Portugal, mintió diciendo que doña María había encargado los abalorios a un viajante de productos farmacéuticos que los había adquirido en una mercería de Madrid.

Victoria localizó al arrodillarse el motivo por el cual la niña Ventura había reclamado su presencia; era un descosido de uno de los encajes y un leve desgarro en la falda, excusa más que suficiente para requerir mandar llamar a Victoria precisamente en ese momento, y una coartada perfecta para lanzar su mensaje en forma de dardo envenenado a la bella y descarriada Iglesias.

Victoria cosió con destreza el desarreglo y se dispuso con suma diligencia a recoger sus bártulos cuando se detuvo a la orden verbal de la idiota de Ventura.

−¡Iglesias, colócame el corpiño! No me fío, son unas telas muy delicadas, no vaya a ser que lo hayas roto también. ¡Vamos, no tengo toda la tarde!

Victoria tuvo que hacer acopio de toda su paciencia para no retorcerle el pescuezo como a un capón, reabsorbió su cólera pinchándose, sin preverlo, con un alfiler al prenderlo en la almohadilla del costurero. Pinchó con una fuerza descomunal, lo que le produjo un dolor profundo y agudo que disipó su furia; lejos de sentirse tan mal, sin planearlo, alivió considerablemente su carga y provocó un respingo incontrolado, a lo que Ventura respondió con una carcajada hueca y sobreactuada que hizo que Victoria la mirara desde el suelo a la cara, viendo en sus ojos una profundidad corrosiva y carente de sentimientos que hizo que sintiera un profundo asco por aquel ser muy semejante a un reptil.  

Ventura notó una mirada profunda y fuerte que se dirigía directamente hacia su interior, eso la incomodó bastante y volvió a ordenar de forma déspota:

−¡Victoria, ponme el corpiño de una santa vez! ¿Estás sorda? ¡Vamos! Quiero verme vestida, últimamente estás muy distraída.

Victoria apretó los puños, pero no dijo nada, era mejor callar o, de lo contrario, la iba a dejar hecha un cristo a golpes. “¡Qué mujer más mala, coño!”, exclamaba en silencio.

Le colocó la prenda del mismo color que la falda, pero de organza satinada, muy ajustada a la cintura de mangas de murciélago, no demasiado pronunciadas, que se amoldaban progresivamente hasta llegar perfectamente adaptadas hasta la mitad de su antebrazo. Las mangas de tres cuartos dejaban ver en su extremidad izquierda una pulsera de perlas a juego con su gargantilla, la cual lucía en su largo y fino cuello, que se veía muy esbelto, enmarcado por un escote de pico que llegaba justo al nacimiento de su busto. La espalda junto a los hombros lucían sensuales. Su piel nacarada era sin duda exquisita. Victoria no sentía atracción por su mismo género, pero sin duda no le iba a faltar quién la quisiera tocar, incluido José, para su desgracia. Cuando hubo terminado le colocó un cinturón con apresto de raso negro y hebilla dorada que pronunciaba su estrecha cintura pareciendo aún más bella. Ventura se encaró de frente delante del espejo y se observó con arrogancia.

A Victoria se le antojó una actriz americana con aquellos ojos grandes del mismo color de su vestido, no tuvo más remedio que verse ella misma reflejada tras la mujer que se miraba de hito en hito de forma orgullosa. Victoria tuvo la sensación de parecer una pordiosera al lado de aquella modelo sacada de una revista de moda. Llevaba una bata raída de color gris claro, una chaqueta azul marino de su época de enfermera y unas babuchas negras muy desgastadas, sus medias eran muy tupidas, de color marrón claro, y muy remendadas, en fin, todo su atuendo era más viejo que el palmar de las ánimas, como le decía su amiga María cuando le reprochaba su forma de vestir: “Niña, tira todos estos harapos, por Dios, tienes unas manos de oro”, y tenía razón, pero cuando trabajaba, que era siempre, se sentía cómoda así vestida.

Lo único que se veía lustroso era su pelo recogido en una coleta alta y todavía húmedo por el encuentro amatorio y poco decoroso del río con José, sonrió con resignación al pensar que quizás ya se habría cansado de una pobretica muy vivida, seis años mayor que él, que trabajaba limpiando las miserias de los poderosos, y de modista camuflada, quemándose las pestañas de madrugada, por no hablar de su ilícito modo de vida.

Un relámpago de amargura recorrió su ser y agachó la mirada contemplando sus manos, que no eran ni por asomo tan suaves como las de Ventura, y encima en su cara lucía unas ojeras descomunales y su barriga estaba hinchada, le había bajado el periodo hacía unas horas, se sentía muy dolorida.

Ventura dejó de admirarse y comenzó a observar a Victoria en silencio mientras esta divagaba. Mientras la miraba, pensaba si habría entendido su mensaje. En verdad, con la Iglesias nunca se sabía lo que realmente pensaba, guardaba muy bien sus sentimientos, era discreta y una excelente costurera, dibujaba patrones fantásticamente, se inspiraba con una facilidad envidiable en revistas de moda que ella misma le hacía llegar. Seguro que en cualquier sitio viviría de ello sin necesidad de hacer de chacha en casa de nadie.

Ventura miraba el pelo de la costurera aún mojado, ya quieto, pero que hacía un instante se balanceaba al ritmo de sus movimientos, y recordó la escena que había contemplado, tan solo hacía unas horas, en el lecho del río. Sin poder evitarlo, notó como sus preciosas bragas de encaje perdían la condición de secas, aparto rápidamente ese pensamiento y siguió mirando a aquella bellísima y enigmática mujer que la vestía. Victoria no perdía su elegancia ni con un saco por la cabeza, lo tenía difícil con el guapo médico, tendría que tantearlo de otra forma. El sexo le gustaba, lo comprobó cuando vio cómo embestía a la criada.

Pensaba en la forma de llegar al guapo José cuando observó como Victoria recogía, otra vez afanada, sus bártulos y se disponía a esfumarse de su vista. Ventura pensó que tendría que hacer algo radical y arriesgado, pero antes tenía que saber qué pensaba aquella mujer. Nunca se había enamorado, no tenía ni idea de cómo se sentía una cuando estaba celosa, y sin más actuó. Cuando la sirvienta estaba a punto de abrir la puerta Ventura la paro con una voz en forma de mandato.

−Espera −gritó con autoridad Ventura. Esperó unos minutos para después proseguir hablando.

−Verás, hoy me han contado que te han visto con don José −afirmó errática.

A Victoria se le heló la sangre. Nunca, pero nunca, la habían cogido. Hacía trece años que se jugaba la vida, pero jamás nadie la había cogido infraganti y ahora por un descuido…

−¡Dios santo! −exclamó avergonzada a la par que cabreada.

La rubia mujer acarició su mejilla izquierda con el dorso de su mano y dijo de forma intimidatoria:

−Verás, Iglesias, me han explicado que te han visto con el médico encima de un caballo, eso es todo, mujer, no estés tan pálida −continuó acariciándola sonriendo como una hiena.

Victoria sabía que eso no era todo lo que sabía, es más, tenía la firme intuición de que estaba jugando con ella, y una de dos: o se iba haciéndose la tonta o la machacaba a golpes. Se armó de paciencia y reflexionó con agilidad. Los arrebatos eran para personas normales y ella no lo era. Jugarse la vida continuamente te da mucho temple y paciencia. No era el momento y optó por la primera opción.

−Srta. Ventura, no haga caso de los chismorreos, tengo que ir a casa de doña Inés, si me disculpa. −Intentando escabullirse de aquella encerrona, se giró hacia la salida y tiró del pomo entreabriendo la puerta, pero Ventura en un santiamén se colocó delante cerrándola de un brusco empujón. Con una agresividad no fingida, le dijo a Victoria:

−Verás, pedazo de puta, te he visto retozando en el río con José. Es evidente que se lo estaba pasando bien, pero, a fin de cuentas, es un hombre. Tú, como verás, no estás a la altura de él, así que apártate si no quieres acabar desterrada del pueblo o algo peor.

La niñata de Ventura hizo una pausa disfrutando de la humillación a la que sometía a la mujer y sintiendo una excitación animal al ver la agresividad que contenía la Iglesias. Tras una pausa espesa continuó:

−Como has podido ver, tengo suficiente material como para satisfacerlo en todos los aspectos y, a partir de hoy, mantente a distancia, ¿entendido, aljofifa? −Acabó la pregunta riendo en tono burlón y, evidentemente, satisfecha.

Victoria sintió un calor que emanaba del pecho hacia sus sienes y notó como palpitaba su antigua herida del cráneo, siempre le ocurría cuando se enfurecía. Esa cicatriz la centraba. La tocó por encima del pelo con su mano derecha haciendo que sus hombros se irguieran, dándole una apariencia altiva, era algo más alta que la inmoral mujer que tenía delante, a la que visualizó volando por la ventana. Tuvo que hacer acopio de toda su contención para no abrirle el cráneo de un puñetazo, pero, como una excelente superviviente que era, le dijo con serenidad y aplomo:

−Como le he dicho antes, tengo que irme y haga el favor de soltar la puerta, cualquiera pensaría que quiere secuestrarme.

La niña bien soltó la puerta de forma despreciativa y dejó marcharse a Victoria. Cuando está ya había cruzado el umbral, se giró y le dijo fingiendo indiferencia:

−Por cierto, una señorita de su alcurnia debería cuidar su lenguaje. No es lo que se espera de la cándida esposa de un médico. Además, si cae en la indecencia de comportarse como una mujer, dejando de ser una dama en mitad del monte, quizás corra el riesgo de estropearse sus lindos vestidos; suerte con don José, harán muy buena pareja, con Dios, señorita.

Sin más, se alejó de aquella casa con un cabreo monumental, dándole patadas a todo lo que se encontraba por el camino. Antes de ir a casa del cabronazo de don Leopoldo, decidió ir a su casa a adecentarse e intentar recuperar la compostura.

Cuando iba a doblar la esquina se dio cuenta de que se dirigía por inercia  a casa de José. Tenía  la esperanza de verlo aunque fuera de lejos. Su corazón brincó cuando en la lejanía atisbó a su amado impecablemente trajeado de negro y con una camisa blanca perfectamente almidonada.  Lucía un sombreo a juego y, cruzado en su brazo, sostenía doblado un abrigo color marrón oscuro. Caminaba en su dirección junto a Pedro, impecablemente vestido también de negro para la ocasión. María seguía el paso a duras penas, debido al empedrado de las calles y a sus taconazos, agarrada del brazo de su marido. Sintió una ternura tremenda al ver a su queridísima amiga sonreír feliz y dando saltitos a la par que cogía el paso al hombre mientras se dirigían al coche de Pedro.

Su amiga estaba guapísima, con una falda de tubo negra ceñida y una camisa de cuello chal de color marfil que se cruzaba a su cintura con la propia tela de su blusa. Cubría sus brazos con un bolero negro. Su suave cabello de color caramelo, salpicado por alguna cana, estaba recogido en un moño bajo que había ahuecado. Cómo quería a aquel trío, sin saber cómo frenar sus sentimientos, comenzó a llorar en silencio, como siempre.

No se atrevía a seguir mirando a aquel hombre que sentía tan suyo, tenía la horrible sensación de que iba a perderlo. Tenía miedo de mirarlo, pero a la vez sentía unas ganas irrefrenables e irreflexivas de salir corriendo a sus brazos y aspirar su olor.  No podía, tenía una causa, eran demasiados deslices. Debía ocultarse y así lo hizo. 

Salió de su escondite cuando vio que se habían montado los tres en el coche  y se alejaban. Cuando eso ocurrió, sin pensarlo, se plantó en medio de la calle y vio como Pedro se paraba a pocos metros. Los dos hombres se bajaron del coche y Victoria se quedó clavada sin poder moverse para huir. Vio la preocupación en sus rostros y como avanzaban caminando a paso ligero hacía ella. No podía ser, otra vez había perdido el norte, otra vez estaba haciendo justo lo que no debía. Rompió el momento intentando tranquilizar a los dos hombres que la miraban preocupados.

−Estoy bien, me cambio y voy, nos vemos luego, tranquilos, estoy bien, de verdad.

Su voz aparentemente era normal, pero su tristeza no pasó desapercibida. Los hombres la miraban ansiosos esperando la verdad. Victoria cortó el encuentro girándose y caminando en dirección a su casa. José intranquilo hizo un gesto a sus amigos, los cuales ya estaban al lado de él, y comenzó a caminar tras ella. Victoria escuchó sus pasos tras de sí y girándose se volvió diciendo en voz algo más alta y formal de lo que deseaba.

−Estoy bien, don José. Solo es que llego tarde.

−¿Don José? Victoria, por el amor de Dios. −José estaba desatinado y, no quedándose conforme con la contestación de Victoria, ansioso ordenó:

−¡Te llevamos!

Victoria acorralada contestó dando largas:

−No, no, gracias, de verdad.

María intervino al sentir la tensión del momento, diciéndole:

−Cariño, déjate ayudar, se te ve muy cansada, vamos, no seas tan estricta.

Victoria no pudo contenerle, a duras penas pudo impedir que algunas lágrimas, de las muchas que acudieron a sus ojos, se derramaran. José continuaba mirándola entre cabreado, furioso y muerto de amor. Se acercó a Victoria en apenas dos zancadas y cuando llegó a su altura le dijo:

−Se acabó, Victoria, te vas a casar conmigo, ya está bien. ¿Estamos? ¿Qué te pasa?, ¿por qué lloras?, ¿por qué tengo que fingir que estoy solo? Te quiero a mi lado, cariño. ¿Qué ha ocurrido? ¿Háblame?

Victoria intentó serenar el momento con una verdad a medias.

−Nada, ojazos, me ha bajado la regla, me duele el vientre, estoy sensible y tengo que cambiarme, eso es todo. Ves con María y Pedro, ahora voy yo y luego hablamos; por favor, cariño, no me lo hagas más difícil. Ya queda menos.             

Ambos sentían unas ganas, que se antojaban torturadoras, de besarse y José, sin poder reprimirse, le dijo con todo el amor de que fue capaz acercando su frente a la de Victoria:

−Me muero por abrazarte –dijo con voz entrecortada.

Victoria, al borde del colapso, contestó con apenas un hilo de voz y temblorosa:

−Y yo.

Lágrimas ardientes rodaron por los rostros de los amantes intentando dar alivio a su frustración.

Pedro, oportuno, se acercó a la pareja, no era conveniente que empezaran a comerse a besos en mitad de la calle, al menos, por el momento. Tocó el hombro de José diciéndole:

−Vamos, pronto acabará. ¿Estás bien, Iglesias? He oído que tienes dolor.

Victoria respondió muy triste y nerviosa:

−La barriga, el asunto.

Pedro hurgó en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo un pote pequeño marrón oscuro de cristal. Se lo dio a Victoria diciéndole:

−Tómate una ahora, puedes repetir la dosis cada ocho horas, quédatelas, cada mes estás igual. Vamos, estamos en mitad de la calle.

Victoria acarició la mano de José rápidamente con un dedo y salió disparada como una bala calle abajo. José miraba con pena y resignación como se alejaba su ángel caído, y Pedro con ternura le dijo:

−Pronto acabará, José, muy pronto, ya verás. Aguanta, solo un poco más.

A Pedro le habían pasado la información esa misma tarde de su última misión. Cuando esta llegara a su última fase, todos, incluido él, huirían de España.

La fiesta había empezado. Doña Inés lucía mágica entre el caos de la cocina. Daba órdenes a diestro y siniestro, sin aspavientos ni imprevistos. Sus movimientos eran sutiles y enérgicos. Estaba amaestrada en el arte de la etiqueta, ella era de alta cuna y poseía una cualidad innata, mandar sin parecerlo.

Victoria llegó a aquella morada majestuosa que escondía el peor de sus recuerdos. Su estancia allí era por trabajo, el cual consistía en ayudar al resto del servicio en lo que fuera menester. Sin salir de la cocina y sin tener que pasar por el larguísimo y maldito pasillo que separaba el servicio de la pieza principal de la casona. Deseaba que acabara pronto, callar, hacer lo que se le mandara, no opinar, cobrar e irse a su casa. Si todo iba bien, en unas tres o cuatro horas habría acabado su cometido. Pero el destino caprichoso tenía otros planes para ella aquella noche.

Nada más llegar Victoria, una chica vestida con el uniforme de gala se peleaba con la cofia que portaba a modo de diadema. La cinta almidonada sin duda tenía vida propia y se empeñaba en escurrirse entre un pelo lacio y desaborido. El traje parecía como si se lo hubiese confeccionado alguien que la quería mal, y se mostraba nerviosa a la par que confundida. Amparito se llamaba la insulsa muchacha y era la sobrina de Juana. Hacía dos semanas que había pasado de ordeñar ovejas para hacer tortas de queso a servir en casa de don Leopoldo en una cena de etiqueta. Un auténtico esperpento parecía la pobre niña entre tanta plata y cristales finos.

Doña Inés había contratado a Carmen, una señora de mediana edad que igual servía para un roto que para un descosido, su cometido sería  servir, junto a Amparito, a los comensales invitados en honor de “su Miguelito”, pero a Carmen a última hora de la tarde le dio por morirse mientras dormía una siestecita; “vamos, no tendría otro día”, fue “la profundísima reflexión” que alcanzó a emitir el hijo de perra de don Leopoldo. Inés, pasando por alto el exabrupto, pensó rápidamente en sustituirla por Victoria, pero, antes de eso, no pudo reprimirse y con una frase escueta pero inteligente resumió el color del alma de su esposo:

−Querido Leopoldo, tienes menos profundidad de espíritu que un charco, háztelo mirar, es preocupante.

              Al terrateniente no le hizo gracia el comentario de Inés ni que aquella mujer de tan mala reputación sirviera una cena de tanto postín, pero al menos sería agradable para la vista y no le quedaba otra, con lo cual decidió hacer lo que hacía siempre, ponerse un clavel rojo en el ojal de su impoluto traje y divertirse. Ya se encargaría la profunda Inés. Tentada estuvo Victoria de largarse echando leches, pero no podía hacerle ese feo a Inés.

Nada podía ir peor, con lo cual después de un microsegundo de dudas se deshizo de su ropa y se plantó el uniforme de gala de la desdichada y difunta Carmen. Ni se miró al espejo mientras se lo colocaba, pero no hizo falta, se vio reflejada en cada una de las caras que la observaban con “un no sé qué” que la hizo sentirse avergonzada. Tanto fue así que exclamó:

−¡Bueno, qué pasa! Es lo que hay. Ya sé que el traje es feísimo, pero vengo a trabajar, ¿vale?

El uniforme en el cuerpo de la diosa de color canela era un desafío para cualquier bragueta, a excepción de la del homenajeado, pues sus gustos eran más fálicos. Se hacía acompañar por su colega de bufete en Madrid y, aunque no mostraba la pluma, su amigo no era su amigo, sino que era mucho más.

Miguel se mostraba reservado y culto. Hablaba con los invitados en el salón a la espera de la cena. Llamó a Victoria con un gesto y, acercándose esta al brillante abogado, le preguntó qué deseaba siguiendo unas exquisitas normas de urbanidad. Este con total discreción se acercó y asió un vaso de ponche de la bandeja de su amiga de juegos infantiles sonriendo al tiempo.

−Hola, Victoria, te veo muy generosa en formas, preciosa.

Victoria, que de verdad se alegraba de ver a su amiguito de la infancia, contestó:

−Yo también me alegro, señorito.

Alejándose del hombre con garbo, hizo que por un instante “el desviado” sintiera ternura y admiración por aquella mujer que, a pesar de los vaivenes de la vida, seguía siendo insultantemente hermosa. Ella era digna, ella merecería siempre su respeto.

Miguel tenía un don especial para pasar desapercibido pero haciéndose notar, poseía una habilidad innata para la diplomacia, era cortés con los caballeros, atento con las mujeres, fino en sus gestos y poseía un tacto especial para profundizar en el interior de cualquier alma atormentada. Hablaba y hablaba, pero en realidad no decía nada. Camaleónico hasta la obsesión, se mimetizaba en el ambiente haciendo creer a casi todo el mundo que seguía soltero porque era feo, y era verdad, muy agraciado no es que fuera. Digno hijo de su madre, aquella cualidad le ayudaba a mantener una relación inconfesable con Agustín, su amante amigo desde la facultad.

El hijo prodigo tenía éxitos laborales, estaba metido en los círculos financieros de Madrid, se movía como pez en el agua entre su doble vida e iba de vez en cuando al pueblo para visitar a su pobre madre y al aprovechado de su padre. Miguel quería a su madre con toda su alma, le parecía el ser más bello y noble de cuantos mundos pudieran existir, era una fiesta cada vez que abrazaba a aquella frágil mujer que lo trajo al mundo por ver la emoción en aquellos ojos cada vez que lo veía. Sería capaz de dar su vida por ella. Era la única persona que sabía que amaba a “su colega”, nunca un reproche, siempre un gesto de amor y siempre la misma frase: “Lucha por ser feliz, que nadie cambie el color de tu alma, que nadie haga que amanecer sea un castigo”.

Su madre le había montado una buena fiesta. Cumplía 30 años y hacía cuatro meses que no visitaba la casa de los progenitores. Motivo más que suficiente para que su adorable “mamá” le montara una velada digna de un faraón aquel sábado 18 de noviembre. 

El motivo de su padre era bien distinto y no era otro que el de  codearse con lo mejorcito de la comarca, cultivar sus contactos e informarse de las oportunidades y las circunstancias que rodeaban los negocios emergentes de las canteras de granito que se disponían a explotar en los pueblos limítrofes. Esa habilidad para la oportunidad había hecho de él lo que era y, claro, tenía su mérito, aunque a su hijo le produjera rechazo tan solo su presencia. Le reconocía sus cualidades para multiplicar sus ganancias gracias a “sus contactos”, todo un galán de formas impecables, agraciado y gentil, estaba siempre donde se fabricaba el poder.

              Victoria se intentó serenar y salió al ruedo con paso firme, vista al frente y pisando fuerte. Toda de negro, el pichi que se había enfundado se ceñía a sus formas mostrándola voluptuosa y absolutamente curvilínea. La generosidad de su delantera peleaba por salirse de la tela y sus piernas largas se mostraban descaradamente insinuantes. Los tacones no eran un aliado, en lo que se refiere a discreción, pues hacían de sus caderas un vaivén de tentación. Hecho que no pasó desapercibido para los varones de la sala, que la miraban de soslayo reprimiendo la codicia de sus pensamientos, ni para algunas damas, que anhelaban poseer algo de la descarada hermosura de aquella “chacha” que machacaba su orgullo.

Capítulo aparte fue la reacción de José al ver a Victoria, que caminaba con una bandeja repleta de vasos de ponche de color amarillo viejo. El hombre permanecía de pie al lado de una gran chimenea de granito, descansaba un brazo en el poyete de esta mientras que guardaba su mano libre en el bolsillo de su pantalón. En un ir y venir de su mirada distraída apareció ella absorta en su trabajo y aparentemente tranquila. José enfocó la visión y comprobó como Victoria servía bebidas en medio de un salón repleto de gente, ella que jamás se hacía ver en semejante saraos, la que buscaba las sombras se exponía con un vestido dos tallas menos en medio de aquella hoguera de vanidades. Buscó explicación y no le costó encontrarla. Sin duda sustituía a Carmen, la mujer a la que tan solo hacía unas horas había certificado su muerte.

Discretamente se fue acercando a Victoria hasta rozar su cintura levemente con su cadera; ella, girándose insufriblemente indiferente, esperó a que José eligiera un vaso de los muchos que llevaba en su bandeja, cuando estaba a punto de cogerlo detuvo su mano casi rozando el cristal. Victoria sin apenas levantar la vista sonrió levemente, pero el hombre continuó inmóvil, ella se estremeció y ensanchó su pecho con un suspiro mientras ladeando la cabeza lo miraba sumisa de reojo. José, acercándose aún más, susurró al oído de la vulnerable mujer:

−Tu boca me vuelve loco.

Victoria se sorprendió emitiendo un gemido y José jugando con ella pasó levemente sus labios por la oreja de su víctima, esta tembló y él se sintió orgulloso de su hazaña. Era una manera primitiva de marcar su territorio.

La alegría le duró poco cuando un hombre se acercó a la pareja y tras agarrar un vaso de ponche ella desapareció, pero el intruso en cuestión, dándole un codazo a José a modo de compadreo, le dijo:

−A esa me la metía debajo y la destrozaba, joder, cómo me ha puesto la fulana, menudo par de tetas.

A José se le encendieron las entrañas, se giró para arrearle un mamporrazo cuando sintió unas manos literalmente heladas cuya dueña, tapándole los ojos, preguntaba desenfadada:

−¿Adivina quién soy?

José a oscuras y bastante enojado soltó lo primero que se le vino a la cabeza:

              −¡Joder! ¿Un carámbano? ¡Ventura, estás helada! ¡Suelta!

José recuperó la compostura y enfocando su visión se encontró con la bífida enfundada en un vestido turquesa impecablemente confeccionado, a cualquier hombre le hubiese parecido hermosa, pero no a él. Sufría de una enajenación mental permanente que hacía que cualquier fémina pareciera invisible para sus deseos. Su mente tenía dueña, sus fibras no se inmutaban y sentía rechazo por cualquier tacto que no fuese el de ella. Aquella rubia de ojos azules parecía una muñeca sin alma, un ser frío y de falsas apariencias. Su corazón latía sin control por Victoria sumido en su aroma, actuaba sin control y autonomía, sin duda “su patata” se había declarado en rebeldía.

Ventura no tenía acceso al adonis de ojos verdes que no la veía. Sacó todas las armas de las que disponía, tanto fue así que le plantó las tetas en la espalda en varias ocasiones. Acosado por el ataque de la muchacha, José se inventaba mil excusas para escabullirse. La madre de la bífida, alertada por la indiferencia de su futurible yerno, se aliaba con la carroñera de su hija, pero enseguida entendió que quizás tendría que asumir que el médico no tocaría ni con un palo a su descendiente.

María observaba la escena de escaqueo desde la distancia y en su mente tenía muy claro que aquel joven amaba de verdad a su amiga, dispuesta a aliviar la tensión y alarmada por la cantidad desmesurada de ponches que se tragaba el joven sin apenas comer, sacó a bailar a José en un descuido de la caza médicos, que en ese momento hablaba animada con el sargento de la guardia civil.

−José, ¿no crees que deberías dejar de beber? −preguntó la mujer con delicadeza.

José muy achispado contestó a María arrastrando las palabras:

−No puedo, la quiero, me duele ver cómo la miran, tengo miedo de perderla, ¿tú crees que se puede morir por amor? Quiero tenerla a mi lado, no quiero perderla, ella se escapa, María.

La frágil mujer sintió compasión y ternura, pero no dijo nada, entre otras cosas, porque pasaron al comedor, donde la niña Ventura se las arregló para sentarse al lado de José.

Victoria servía con profesionalidad a los comensales, mientras los celos iban carcomiendo su ser. Allí estaba su amado sentado a la diestra de una hermosa mujer rubia que se afanaba en agradar a su hombre. Este, evidentemente, embriagado por el alcohol, se dejaba manosear.

Cuando se disponía a servir la presa ibérica por el lado izquierdo de José, Victoria notó como la mano de él recorría sus piernas, un deseo ascendente la invadió y, para su asombro, el descarado de su amante continuó su ascenso atropelladamente. Lo miró con disimulo negando con la cabeza. José la miró desde su asiento diciéndole muy afectado etílicamente:

−Te tocaré cuando me salga de los cojones. −Y, sin más, le pellizcó el culo posesivamente.

Victoria nunca supo cómo consiguió que la bandeja no se desparramara en la mesa debido al respingo que dio, como pudo se alejó incómoda y avergonzada al notar que Pedro, circunflejo, los miraba sentado justo enfrente del guapito.

Los postres los sirvió Lucrecia mientras Victoria recogía la cocina para salir de aquel incómodo lugar lo antes posible. Al acabar la cena, Pedro se las intentó apañar para apartar a su amigo del vino, tenía una curda considerable y Ventura no paraba de insinuarse, ligerito de vergüenza José empezaba a dejarse hacer, pero no pudo ser; en un abrir y cerrar de ojos, Matías, muy dicharachero, arrastraba a José hacia un sillón orejero donde Leopoldo servía coñac a discreción. Pedro no pudo llegar a su amigo, pues varios asistentes a la velada se paraban a hablar con él. Cuando por fin consiguió llegar al rincón de los brandis, José ya no estaba.

José salió a trompicones al porche de la casa, necesitaba vaciar su vejiga después de la ingente cantidad de alcohol que había ingerido. Bajó los escasos cuatro escalones del porche trasero de la casa y buscó un árbol para orinar, estaba oscuro, pero era evidente que si alguien miraba lo vería, y así fue. El árbol en cuestión estaba justo enfrente de la ventana donde estaba situado el fregadero. Victoria vio desde allí como José se situaba enfrente y comenzaba a orinar; sin poder evitarlo comenzó a reírse, pero le duró poco la alegría cuando vio como se acercaba por detrás de su hombre Ventura, que como una loba abrazó a José por la espalda y comenzó a acariciar el falo de su hombre. Sin pensarlo, salió como una bala de la cocina hacia donde estaba la pareja, pero frenó en seco cuando José se volvió hacia la mujer y empezó a comerle la boca. Muerta de rabia, tiró con todas sus fuerzas la sartén que llevaba en la mano rebotando en el tronco a unos milímetros por encima de la cabeza de José; este, aturdido, miró a la mujer a la que besaba y a su mujer, que le agredía, rompiendo el momento con un grito potente: “¡Victoria!”. Esta salió como disparada hacia la cocina y Pedro, que miraba la escena desde el porche, se pasaba repetidamente las manos por su cabeza absolutamente bloqueado.

Ventura, descarada y satisfecha, se acercó a Pedro y, al pasar por su lado le dijo, fingiendo una inocencia que no poseía:

−José se ha abalanzado hacia mí y me ha besado, qué hombre más descarado. Va a tener que casarse conmigo.

Pedro quería matarla, pero se limitó a asentir con la cabeza mientras miraba muy cabreado al lumbreras de su amigo apoyado en el árbol que desde aquel momento tenía una mueca debido al sartenazo. Qué bruta era la Iglesias, si llega a acertar algo más abajo, lo deja seco en el acto. José, apoyado con la mano en la encina, vomitaba hasta la primera papilla.

Ventura, que tonta no era, sabía que ni mucho ni poco le importaba al médico su presencia. Parecía como si la Iglesias le hubiese sorbido el seso, daba igual si se ponía el mejor vestido o se hacía la divertida o lo tocaba o se desnucara. José ni se percataba de su presencia, pero con aquella escena quizás había conseguido alejar a Victoria de su presa.

Victoria intentaba recomponer su alma hecha añicos. Pensaba muchas cosas a la vez y todas se amontonaban en su mente, intentaba ordenarlas, pero era imposible. La desesperación era la dueña de su ser. Intentaba, a duras penas, controlar su desbocado corazón, pero no podía controlarse, y era fundamental autodominarse, se jugaba demasiado y, después de tanto, no podía perder la cabeza por un niñato guapo que no tenía ni idea de lo que era pasarlas putas.

Siendo consciente de que su estado de ánimo era un río desbordado, tomó la decisión de irse sola a despejar la niebla. Necesita desconectar y optó por ir al refugio. Sabía que Pedro iría la tarde del día siguiente para explicar la misión, ya hablaría con él entonces. En ese momento solo quería desaparecer. Tomó su toquilla y se cubrió a modo de manto, se giró hacia Juana, que en ese momento entraba en la cocina cargada de vasos, y le dijo:

−Ya está todo lo mío hecho. Me voy. No me encuentro bien, adiós.

La mujer intentó decir algo, pero Victoria repitió otra vez la despedida de forma más tajante:

−Adiós.

Eso hizo que la mujer tuviera claro que Victoria no estaba para charlas y le contestó con un adiós en forma de gesto con la mano. Desde luego, la Iglesias, cuando se torcía, mira que tenía mala leche, pensó la mujer al ver como se esfumaba aquel espectro vestido de negro.  

Pedro llegó a la cocina fingiendo tener algo de acidez, pidiéndole a Juana bicarbonato; mientras la mujer se lo daba, preguntó por Victoria de una forma muy sutil.

−¿Que estás sola, Juana? Mucho trabajo para ti sola, ¿no crees?

A la mujer siempre le pareció muy amable el viejo médico, el nuevo estaba por ver.

−Ahora sí, la probe de Carmen tiesecita se ha quedao, pero me están ayudando Lucrecia, mi sobrina Amparito está muy poco bregá, toíto se le cae de las manos, vamos que por eso han tenido que servir la cena entre la Lucre y la Iglesias. Mira tú por dónde la han tenido que airear y eso que no quieren enseñarla mucho. Dios mío, cría fama y échate a dormir. ¡Pobre niña Victoria!

En ese momento el médico entendió el porqué de la presencia de Victoria en el salón. Desde luego el destino se había propuesto joderle la alegría a la buena de su amiga.

              Pedro vertió una cucharadita de bicarbonato en medio vasito de agua y comenzó a removerlo con una cucharadita de forma tranquila, como si en realidad estuviese muy calmado cuando la verdad era que estaba muy preocupado por Victoria y, por primera vez, tenía serias dudas de que su amiga estuviese a la altura de la misión. Nunca la había visto tan vulnerable, aunque el hecho de que hubiera huido lo tranquilizaba; siempre que necesitaba poner en orden sus ideas se iba al refugio, seguro estaría allí, ¿pero en qué estado estaría? Quería información y con descuido dejó caer la pregunta:

−Y Victoria, ¿ya se ha ido?

La mujer, que seguía a lo suyo, le contestó:

−Sí, ha hecho lo suyo y se ha ido. Quedan platos por fregar, pero ya nos apañaremos, la verdad, tenía mala cara.

Que se había ido ya lo sabía, pero cómo. Eso no lo sabía, aunque se lo figuraba.

Se bebió el bicarbonato, poniendo cara de asco, sin realmente necesitarlo, aunque, bien mirado, cuando la presa ibérica hiciera de las suyas, quizás le vendría bien. También llegó a la conclusión de que los amantes clandestinos le provocarían más de “una ardentía”.

−¿Victoria se ha ido bien? Esta tarde cuando la he visto me ha dicho que le dolía la cabeza.

La mujer, sin intuir la ansiedad de Pedro, contestó:

−No sé si le dolía algo, pero de muy malas pulgas sí me parece que estaba. Hasta da susto cuando te mira tan seria con esos ojos tan raros y se pone el manto negro. Parece, enteramente, que estoy viendo a la Santa Compaña. La Iglesias es muy buena mujer y le han pasado desgracias en su casa, está muy sola, tiene que hacer muchos menesteres para poder comer, la pobre. Yo no sé sí podría trabajar tanto, no para.

Pedro ya tenía la información que quería, tendría que ir al refugio a ver el estado real de Victoria, no podría arriesgarse a dejar ir a su amiga a la reunión del domingo por la tarde en malas condiciones, se iría de la fiesta cuanto antes.

−Sí, tienes razón. Bueno, veremos si se me pasa esto. −Y frotó su estómago a modo de señal−. Con Dios y gracias.

−Hasta luego, don Pedro.

−Con Dios, Juana.

Victoria había salido de casa del terrateniente hacía unos minutos, endiabladamente cabreada. Sentía unos fervores uterinos que dominaban absolutamente su juicio, pensaba rápidamente y de forma precipitada. Estaba convencida de que lo único sensato que podía hacer era alejarse de su sino. Todo aquello la podía llevar directamente a la perdición y tenía que pensar con claridad, pues de la forma de manejar sus sentimientos dependían muchas vidas y las circunstancias que rodeaban esas existencias. Enfrascada en su desatino, no se percató de que alguien la observaba desde el porche de la repugnante casona de Leopoldo y, como decía Pedro, “tenía un trozo de carbón por corazón”.

Miguel Fernández, sargento de la Guardia Civil, un ser vil que se dedicaba, entre otras cosas, a mandar a guardias de más bajo rango que él, vestidos de maquis, a asustar, robar y hacer muchas fechorías más a los pobres campesinos que vivían en el campo, con el objetivo de crearles fama de asesinos a los rojos que seguían en el monte.

La crueldad de sus subordinados dependía de su catadura moral. No todos los guardiaciviles a sus órdenes eran crueles, pero tenían que acatar sus órdenes sin rechistar. Crearon una atmósfera de terror y colocaron a los guerrilleros en el estatus de malnacidos y degenerados. Dicen que cuando el demonio no tiene nada que hacer mata moscas con el rabo. En este caso, siendo verdad el refrán, además disfrutaba, era sádico por naturaleza. También es de ley decir que muchos de los guardias se negaban a realizar tales jugarretas. Para ellos, las represarías eran absolutamente crueles y jamás veían la luz.

Desde que lo habían destinado hacía cinco años a Zancadillas, era nombrar al sargento y temblar de miedo. El ser en cuestión era bajo, fornido, sus facciones eran agradables a la vista, peinado hacía atrás, llevaba un bigotillo semejante a una hilera de hormigas que envolvía unos finísimos labios, sus ojos verdes no miraban de frente y jamás mostraba sus manos al caminar, siempre las cruzaba detrás de su espalda. Andaba siempre ojo avizor. Era joven, debía de tener aproximadamente la edad de Victoria, aunque parecía haber brincado de largo la cuarentena.

El sargento vio una sombra de negro caminar por detrás de la grandiosa casa andando con mucho garbo. Supo que era una mujer e intuyó que era la Iglesias, aquella enigmática mujer a la que le tenía ganas desde hacía mucho tiempo. Últimamente se trincaba a la niña Ventura, pero, a pesar de ser caliente y guapa, su frialdad altanera lo estaba haciendo desistir de la idea del matrimonio.

Ventura jamás se casaría con él, ella picaba más alto, su marido tendría que tener carrera. Igual, si le hacía un bombo, no le quedaría más remedio que casarse con él y así conseguir vivir del cuento. Estaba hasta los cojones de ser “un medio pelo” metido a agente de la ley y el orden.

Mientras pensaba, apagó su puro y se dispuso a seguirla. Sin saber cómo, la mujer se hizo invisible, no alcanzaba a entender de qué forma había desaparecido en un santiamén. Se paró escondido en una encina, pero ni el más mínimo ruido lo guio. Lo sacó de su escondite, muerto de miedo, el aullar de los lobos a lo lejos, dicho sea de paso, era un cabrón muy cobarde. Abortó el plan y se alejó en dirección a la casa, ya la observaría de día y en el pueblo. Ventura tendría que esperar para verla muerta, de momento, no quería servir de cena a los cánidos.

Victoria salió de su escondite aprovechando el canguelo del guardia, la forma ridícula de salir disparado a la seguridad de aquella hoguera de vanidades en que se había convertido la dichosa fiesta la hizo sonreír a pesar de su dolor. Llevaba consigo su pistola y estaba acostumbrada a esos contratiempos. Llegó al refugio muy deprisa, tocó la contraseña, la cambiaban cada tres semanas aunque al paso de los años coincidían. Tres golpes secuenciados en dos tandas. Nadie contestó, pero sí oyó un ruido como de latón. Sacó la pistola de entre su liga y se dispuso a abrir la trampilla, cuando notó alguien cerca. No podía ser el guardia, lo había visto salir corriendo ladera abajo. De pronto oyó el crujido de una rama, con una agilidad fruto de la supervivencia se encaró hacia el ruido apuntando con su pistola, una voz familiar la tranquilizó:

−¡Baja el arma!, soy yo −le dijo Pedro.

−¡Hostia!, qué susto me has dado, te iba a volar la cabeza, pedazo de alcornoque −te dijo la mujer muy asustada pero a la vez decidida.

−Entra, he visto lo que ha pasado y he decidido ver qué tontería vas a hacer −respondió Pedro asustado.

−Vamos, que no tengo el horno para hacer bollos −recuperando su valentía le dijo a su amigo.

−Hay alguien dentro. ¡Estate alerta! ¡Vamos, déjate de cuchicheos de beatas!, ¡hombre ya!

Sin duda, la Iglesias estaba de muy malísima leche, mejor callarse. Abrieron la trampilla y al entrar vieron a Isidoro tirado en el suelo con una silla sobre su costado derecho, en otra silla yacía una batea con agua teñida de rojo por la sangre de su amigo. Había trapos sucios en forma de vendas esparcidos por la mesa que presidía el refugio y un botiquín abierto justo al lado. Cerraron rápidamente la trampilla y se precipitaron hacia él. En su hombro izquierdo había sangre seca, estaba ardiendo y su herida presentaba un orificio granate y abultado. Era una herida de bala, hinchada, roja y caliente, sin duda infectada. Al tocar la frente de su compañero, Pedro confirmó la infección, tenía fiebre.

Lo colocaron en el jergón y comenzaron a trabajar, sin hablar, como siempre hacían en esas circunstancias, había cosas que no se olvidaban. Una vez en el lecho, Victoria lavó la herida de “su hermano”. Pedro se lavó minuciosamente sus manos, mientras tanto abrió una botella de agua oxigenada Foret con un cierre metálico de porcelana. La aplicó con mimo en la herida y tapó con gasas. Pedro cargaba dos jeringas, una con penicilina y otra, con la antitetánica; tras administrarla, pintó la zona con tintura yodada y Victoria le pasó un escalpelo y unas pinzas, las había quemado con un candil, no podía encender fuego allí dentro, tendría que servir. Aprovechando la inconsciencia de su amigo, extrajo una bala y, tras ella, pus blanca acompañada de líquido sanguinolento. Cuando la herida estuvo bien drenada, la espolvoreó con polvos de Azol y vendó con maestría el hombro de Isidoro dejando el brazo en cabestrillo. Despertaron a su compañero, que deliraba por la calentura, y le dieron un par de aspirinas. Cuando acabaron la cura no había pasado ni media hora. Entonces, y solo entonces, Pedro habló:

−Cuando baje la temperatura ponle un poco de morfina, me voy, intentaré zafarme rápido de la jodida fiesta y vuelvo. ¿Estás bien?

Victoria, más tranquila respondió:

−Ahora mejor, no te preocupes, yo lo cuido y a José ni media palabra. Necesito alejarme de él. Dile que regreso en tres días, que estoy en la raya.

Pedro, poco convencido y con prisas, le dijo:

−Tú verás, pero dará problemas.

Victoria, muy cabreada y sin dominar la situación, le espetó a bocajarro:

−Pues si da problemas le pegas un…. −Silencio, puñetazo en la mesa, silencio.

Pedro la miró con tristeza y le dijo con compasión:

−Intenta descansar, Isidoro no se morirá de esta. Y no digas tonterías que no sientes.

La mujer intentó protestar, pero Pedro, que ya estaba a su altura, la abrazó fuertemente. Victoria lloró amargamente y el médico no tuvo más remedio que irse.

La noche pasaba pesada, Victoria lo aseó en varias ocasiones intentando bajar la temperatura. No recordaba cuántas veces había cambiado los paños fríos que colocaba en su nuca, su frente y sus axilas. Isidoro decía cosas incoherentes, pero la fiebre bajaba a medida que se acercaba el día. Cambió las vendas en dos ocasiones por estar manchadas y suministró la morfina que Pedro le había indicado. Alrededor de las tres de la mañana, vencida por el  cansancio, se tumbó en el jergón que quedaba libre e intentó dormir algo, estaba extenuada física y moralmente. Morfeo la abrazó pronto, pero la atronadora voz de Isi cantando la devolvió a la realidad en menos que canta un gallo, y encima con un monumental sobresalto.

−Isi, ¿qué pasa, hombre? Duérmete.

Pero el hombre siguió cantando ajeno a la estupefacción de Victoria, esta suavizó su enfado cuando oyó que cantaba:

−…Los guerrilleros que unidos luchamos por la conquista de la libertad.

Bien aguerridos y disciplinados a los tiranos sabremos aplastar.

Y estas montañas de rocas peladas que un día amargo nos dieron calor.

Esos picachos preñados de rabia fusil hermano guardemos con honor.

Y a nuestra patria que no se doblega y encadenaron con su vil traición.

Y estas cadenas rompamos hermanos.

Y terminemos con tanto dolor… Coplita guerrillera, anónima.

Victoria, preocupada por el ruido, lo miraba atónita. ¿Estaba cantando un himno?, ¿pero cuál? En fin, qué más daba. Ya se había callado. O eso quiso creer, la ilusa. Isidoro continuaba emitiendo sonidos, pero esta vez más bajito.

−¡No!, ya, ya, ya no tiene sentido. Todo ha acabado −balbuceó en su delirio.

−¿Cómo salgo del país?, ¿con mis medios?, ¿cómo?, ¿cómo? ¡Dime!, ¡hijo de puta! −Sacudida de cabeza, miedo en su mirada vidriosa, silencio−. ¡No tendrán piedad! −Llanto, confusión, silencio.

Victoria se acercó a su amigo y lo tranquilizó con palabras cariñosas, Isidoro sosegó su respiración y se quedó adormilado mientras la mujer besaba su frente. Esta descansó su cabeza a un lado del camastro mientras se mantenía sentada en el suelo sin dejar de acariciar la mano, algo menos encrespada, de Isi. La hizo cambiar de postura un grito agudo del maqui. Asustada, se incorporó y vio a su amigo llorar como un niño.

−Ya está, descansa, estás a salvo. −Isidoro la miró sin verla y habló−: Han matado a Plácido y a Jacinto.

Desesperado, se calmó al cabo de unos minutos después de que Victoria cambiara sus paños fríos. La mujer no pensaba, no quería, no podía pensar, mañana sabría, siempre habría un mañana.

Pedro repitió la contraseña en tres ocasiones sin respuesta, cuando nervioso se disponía a marcarla por cuarta vez, oyó el salvo y seña de Victoria y el ruido de los cerrojos. Bajó la escalerilla y vio a Victoria muy cansada y demacrada, miró el jergón, Isidoro dormía sin parar de moverse. Eran más de las cuatro de la madrugada. Pedro preguntó:

−¿Cómo va la fiebre?

−Algo mejor, pero sigue caliente −Victoria respondió con voz ronca.

−Cuando se haga de día casi no tendrá calentura. ¿La herida ha drenado?

−Sí, he cambiado las gasas dos veces. Ha delirado.

Pedro lo miró, lo auscultó y habló resignado:

−Esto se ha acabado, compañera, debemos ayudarlo a salir, en la próxima no la cuenta, te lo aseguro. No quieren dejar a uno vivo. Tantas calamidades para esto. ¡Coño!

Victoria asintió y agachó la mirada con resignación. Pedro miró a su amiga y le dijo:

−Toma. María me ha dado esto para ti, es ropa limpia y “cosas para lo tuyo”, también me ha dado comida. Come y acuéstate. Descansa, mañana hablamos, preciosa.

Pedro cuidó de Isidoro el resto de la noche, a las siete de la mañana despertó a Victoria.

−Victoria, tengo que irme. ¡Levántate! Al mediodía vendré y hablamos. Come algo, acabo de medicar a Isidoro, no volverá a la conciencia en horas, deja que descanse, de momento todo va bien. Daré aviso a Chaparro, necesitamos ayuda.

Victoria asintió con la cabeza ya sentada en su camastro y quiso preguntar, pero calló. Pedro, sabiendo la respuesta de la pregunta no formulada, respondió−: Iglesias, todo ha sido un malentendido, ahora está en mi casa con mi mujer. −Y soltó una sonora risotada de las suyas−. En camas separadas, claro está. −Ladeó la cabeza  y la miró con ternura.

−Está durmiendo la mona, en fin, el muchacho está más encoñao que un podenco chacha, y no precisamente por la pedazo de puta de la Ventura, te lo aseguro yo, que soy muy viejo. Y tú, a ver si empiezas a quererte un poco, que ya toca. ¡Hala, hasta luego, y arréglate, alma en pena!

              Victoria sonrió levemente y contestó muy triste.

−¿Qué va a ser de mí?

El médico enarcó una ceja y sonriendo de lado contestó a la perdida mujer:

−Pues no lo sé, o sí, ya hablaremos, anda, vamos a intentar vivir sin tanta mierda el resto de nuestras vidas. Ya se verá, por ahora a ver cómo salimos de esta. −Terminó la frase haciendo un gesto hacia donde dormía, ahora sí, plácidamente “el invisible”−. Venga, me voy. Luego te explico cuándo nos veremos con los correos y el plan, ya se acaba. Aguanta solo un poco más, Victoria, no flaquees ahora.

Victoria, cansada, paró a Pedro con una voz y comentó el incidente con el sargento de la Guardia Civil, estaba en observación, lo sabía, y lo que más le angustiaba era que con ella cayeran todos.

Explicó someramente la escena que le había montado la desgraciada de Ventura en su dormitorio, así como su exhibición de fuerza. Pedro la informó de la relación clandestina que parecía que los esbirros del sargento y Ventura mantenían. Le dijo que “El invisible” los había pillado liados en el corral cuando bajaron una noche a robar gallinas, y que no llegarían a nada porque la niñata picaba alto. Quería a José para utilizar su estatus público, nada más. Por supuesto, tres eran multitud y Victoria sobraba. El médico confirmó lo último cuando Victoria le reveló la sospecha de que la tarde pasada alguien los había visto cuando hacían cosas poco decorosas en el río. Pedro arrugó el gesto, sin duda aquello complicaba las cosas. Pensó rápido y dijo a Victoria:

−Pronto se acabará, no salgas, que no te vean, enfríate, a ver si con suerte se olvidan de ti esos dos degenerados. Sé que esto te va a doler, pero no podéis hacer ostentación de vuestra relación, que no sospeche la “niña”, está claro que quiere cazar a José y tú eres un estorbo. ¡Ah!, y los arranques toreros te los metes donde te quepan, ¡estamos! ¡Que querías matarlo a sartenazo limpio!

−Pero Pedro, yo, bueno…, yo los pillé y él ni se enteró, ni me buscó, ni me vio, total, si soy fácil −¿Victoria balbuceaba?, ¿la Iglesias se autocompadecía? La cosa era más grave de lo que pensaba, reflexionaba Pedro para sus adentros−. “El medicucho” estaba muy enfrascado en comerle la boca a la decentísima, cacho de malnacida de la muñequita rubia. ¡Que le den al guapito! Y que no me toque los huevos, que no hay dos sin tres. Y, como joda la misión, me lo cargo. ¿Pero qué coño se ha creído? Y no me digas que estaba borracho porque no me lo creo.

Pedro veía como perdía la compostura. Victoria se comportaba errática y sin razonar. Pedro, aunque le costaba admitirlo, se estaba divirtiendo por el ataque de cuernos de su amiga. Y soltó una perla de las suyas que cambió el humor de la mujer.

−Vaya, no sabía que entre las piernas tenías colgajos. Fíjate si lo tienes encabritado que ni se ha dado cuenta el guapito.

Victoria espolvoreó con agua la mesa tras atragantarse mientras bebía de una taza de latón. Tras reírse un rato, se plantó delante de Pedro y le dijo:

−Me conoces como si me hubieras parido.

Pedro, con una mirada pícara, le dijo:

−Pues claro, tenías un jodidísimo mal pronto muy bien controlado, hasta que ha aparecido Joselito y controlas menos que una cabra que tira al monte. ¡Anda ya!, que miras más que un mulo atao y ves menos que un topo. Pero, muchacha, ¡admítelo!, estáis enamorados y necesitáis estar juntos, pero ni tú ni él por el momento podéis dejar que vuestros “momentos” los vea nadie, y mucho menos en el puto río y a plena luz.

Pedro se acercó a Victoria, mucho más tranquila, y le dijo:

−Te lo he dicho muchas “veces”. Las cosas no son lo que parecen y las personas pueden engañarte, es la ley de la oferta y la demanda. Tú te arriesgas porque te lo crees, porque lo necesitas, por dinero, porque lo ambicionas o porque estás obligado por algo o alguien, como en tu caso. A saber, preciosa.

Victoria escuchaba atenta, cuando le dijo:

−Estate tranquilo, amigo, lo comprendo, vuelve a casa, tienes que descansar.

−Intentaré que Pancho se quede la próxima noche. Iglesias, puedes “enfriarte” en mi casa. No es necesario estar a todas horas en el refugio, somos tres para cuidar a Isi. Porque tú, ¿cuándo cojones piensas volver? −preguntó con recelo Pedro y temiéndose lo peor.

−En cuatro o cinco días −contestó Victoria.

A Pedro se le erizó todo el cuerpo solo de pensar en controlar a José cuando se le pasará la resaca, y le contestó muy cabreado:

−Tres días te doy. Tienes tiempo suficiente para enfriar el asunto. ¿Tú tienes idea de lo que es aguantar a la fiera del “medicucho” acorralada y buscándote? Lo siento, pero o vuelves pronto o lo va aguantar tu padre, que Dios lo tenga en su gloria.

Victoria sonrió y le dijo:

−Mañana escribiré algo para que se tranquilice, pero necesito pensar. Dame un abrazo y ves con María.

 

Martes, 21 de noviembre de 1950

 

Hacía tres días que Victoria cuidaba de Isidoro. La iban relevando entre Pedro y Pancho, pero sabía que tendría que volver a casa. Pedro le había exigido en multitud de ocasiones que escribiese esa jodida carta a José, pero estaba enfurruscada y no quiso. El viejo médico, que sabía mucho de estos menesteres, dio un ultimátum a la fiera de su amiga.

−Escucha, Iglesias, o sales de este agujero y hablas con tu novio o yo mismo le digo dónde estás y, si lo acribillan a tiros, en tu conciencia irá.

Como era de esperar, Victoria reaccionó con pánico, su corazón no soportaría ver a “su novio” muerto. ¿Pero era su novio?, se preguntó distrayendo su pensamiento. La idea de ser “algo más” que un pasatiempo para José le sedujo. Pero, arreándose una bofetada mental, volvió a la realidad contestándole a Pedro lo que este quería oír:

−De acuerdo, cuando venga Pancho, me voy. −Pedro sonrió para sus adentros. Sabía más el diablo por viejo que por diablo.

Sobre las cuatro de la mañana llegó Pancho y Victoria se dispuso a ir a su casa y enfrentarse con el sinvergüenza de “su novio”. Isidoro, mucho más recuperado, se reía en su camastro sin piedad de su hermana postiza. Esta lo miró desairada y le dijo visiblemente enfadada:

              −Como te rías de mí, te pego un cacerolazo que te abro la cabeza.

Consiguió que hasta el poco comunicativo de Pancho se comenzara a reír bajito; a su manera, pero con pitorreo, le soltó:

−No te preocupes, Victoria, si le haces pupita, ya le daré besitos. −La mujer no pudo más que sonreír, vendía muy caras las palabras el Chaparro, pero de vez en cuando era ingenioso.

Victoria, a pesar del cabreo, besó a sus amigos y se dispuso a salir. Todavía estaba oscuro y, justo cuando iba a cerrar la tapadera del zulo, escuchó un grito varonil y un golpetazo de un cuerpo al impactar con el suelo; sin duda, reconoció el timbre del grito, era ¡José!, sin emitir un solo sonido y reprimiendo las ganas de comportarse como una mujer lloricona. Desesperada, sacó su Astra de la cinturilla de su falda y sigilosamente se acercó al lugar de donde procedía una serie de maldiciones e improperios que repetía José hacia ella, alcanzó a escuchar alguna de las perlas que le dedicaba su supuesto novio.

−Esta mujer me matará al final. La voy a coger del cuello y me la llevaré a rastras. ¡Victoria!, ¡la madre que te pario!, ¡sácame de aquí!, ¡Fiera, eso es lo que eres, una fiera! ¡Victoria, ven, cojones!

Victoria se acercó al agujero donde había caído José. Era una trampa, había varias alrededor del “agujero” distribuidas de forma estratégica. José había tenido la mala pata de caer en una de ellas.

Desde arriba Victoria se agachó y, mirando hacia abajo, lo alumbró con una linterna y le dijo a José con, digamos para ser correctos, una excesiva altanería:

              −Pero si es el medicucho, con lo tranquila que estaba yo sola.

Después de hablar, Victoria le echó algo más que un vistazo al hombre que bufaba dentro del agujero. ¡Mira qué estaba guapo el condenado! Todo vestido de negro, sin duda, su hombre había visto alguna que otra película de espías. Detrás de la mujer ya estaba Pancho encañonando al indefenso médico. La mujer tocando la pantorrilla de su amigo le dijo:

−Tranquilo, Pancho, es José.

Este, como siempre, no habló, se limitó a mover la cabeza, dejando que Victoria hablara.

−¿Qué haces aquí?, ¿quieres que nos maten a todos?, ¿no te dijo Pedro que esperaras? ¡Y no grites, cacho burro!

José indignado le dijo:

−Me vas a volver loco, apareces, desapareces, me coges, me olvidas. ¿Pero tú qué quieres de mí? Me emborraché porque no soportaba verte vestida de chacha y te vas dejándome en los brazos de una hija de puta que me da escalofríos. ¿Pero por qué me haces esto, mujer?

Victoria, algo más enternecida, decidió darle un escarmiento y levantándose le dijo a Pancho:

−¡Saca de ahí a este jodío besucón! Y que le haga la cura a Isidoro, así Pedro no tendrá que venir hasta la noche. Está muy cansado y mayor. Yo lo avisaré para que no venga −dijo de forma desdeñosa señalando a José con indiferencia−. Pancho, este es José. Es médico, joven y besucón, así que ten cuidado, no sea que te confunda y te coma el morro. José, este es Pancho, mi amigo. Me voy a casa, estoy cansada, y tú, Joselito, ya hablaremos mañana, hoy prefiero dormir sola.

−¿Me has llamado besucón?, ¿qué voy a besar a tu amigo? ¡Jodida mujer! ¿Dormir sola?, ¿con quién coño has dormido estos tres días? ¡La madre que te parió!, ¡Victoria!...

Para desconcierto de Victoria, vio como su amigo Pancho, el Chaparro de toda la vida, el que no decía ni mu, el que se reía para dentro, en ese momento se carcajeaba imprudente. ¿En qué estaba pensando? Estaban en mitad del monte, casi a campo abierto y armando jaleo. Al final sus devaneos amorosos les iban a salir muy caro a todos. ¡Maldita mi calavera!, se decía Victoria sin saber cómo hacer callar a Pancho. Después de muchos avisos le soltó la palabra mágica:

−¡Francisco!

En seco paró de reírse Pancho y, mirándola con el ceño fruncido, le dijo:

−¡De acuerdo, haré lo que me has dicho! −Jamás nadie lo llamaba por su nombre real y ella sabía por qué. Le recordaba a un padre, con bastante afición a dar correazos. Apenada, quiso disculparse.

−Lo siento, Pancho, no sabía cómo hacerte callar. Perdóname, tú sabes que es muy peligroso que rías así aquí. Anda, saca a José del boquete.

−Lo sé, tienes razón, perdóname tú a mí. No te preocupes − e dijo sonriendo con gratitud a su amiga mientras José observaba la escena como un actor secundario volviéndose a sentir al margen de todo. Aquella sensación comenzaba a ser asfixiante para él−. ¡A sus órdenes, generala! −exclamó Pancho apretando una sonrisa, de más sabía él que la Iglesias no le haría daño porque sí. Victoria, lejos de enfadarse, le besó en la mejilla haciendo que José se sintiera fuera de juego, por enésima vez.

Victoria entró en su casa, le extrañó que su perra no ladrara, seguro que María se la habría llevado, ya estaba muy viejecita su perrita. Necesitaba descansar, lavarse, olía a campo, no es que le importara, pero ¿y si venía José?

La casa estaba fría, se acercaba el invierno a su tierra. Un frío estepario, seco y duro, pero que no hacía crujir los huesos, recordó que decía su madre.

Victoria encendió la lumbre, colgó el caldero del gancho y vertió agua de la tinaja, miró en la alacena y comenzó a añadir hortalizas frescas y un trozo de pollo, otro de gallina y tocino añejo. También había pan tierno en la mesa, manjares que, a buen seguro, había dejado allí su amiga María. En otro caldero vertió agua y la calentó para lavarse. Tenía sed y se bebió de un tirón un tazón de agua fresca recién cogida, seguro que había sido María.

Mientras cocía el puchero comenzó a quitarse la ropa, pero sintió frío, cogió un brasero de cobre y añadió ascuas de la chimenea, miró a una de sus esquinas y vio picón de encina, otra vez María, y sin poder evitarlo comenzó a llorar, pero esta vez de amor y agradecimiento hacia su amiga.

Comenzó a desnudarse quedando en su cuerpo una sola camisa de algodón fina, blanca, de manga corta y cuello de barco, ancha de escote, que se deslizó dejando su hombro izquierdo al descubierto. Tomó asiento en una silla baja de madera y enea. Incorporó su torso hacia delante y colocó a ambos lados de sus pies un brasero de cobre con brasas que brillaban rojas, añadió el picón y comenzó a moverlo con un badil de cobre largo que acababa en forma redonda, arremangó su falda, de corte capa, de color marrón, hasta los muslos dejando ver las ligas que sostenían sus medias. Se despojó de sus alpargatas y suspiró de placer, haciéndola sentir cómoda, mientras atizaba el brasero se quitó la peineta que sujetaba su cabello, inmediatamente se desparramó una mata de pelo negro y rizos grandes que reposó en su hombro cubierto por aquella finísima camisa blanca. Victoria se sobresaltó cuando escuchó como alguien movía el picaporte  en su puerta, pero no se movió del sitio, o era María o era José, solo ellos tenían la llave de su casa.

Rogó al cielo que fuese su hombre, lo echaba de menos; a pesar de sentirse como una loba mortificada por los celos, ya no podía pasar un día más sin sentir su aroma, no tardó en averiguar de quién se trataba, era José, que pegó un portazo que hizo temblar las paredes tras él. El hombre se quedó plantado delante de ella, petrificado al verla tan exuberante.

Victoria le lanzó una mirada mezclada de rabia, celos y deseo, pero permaneció sentada con sus brazos apoyados en sus rodillas sosteniendo su cuerpo. José recibió la imagen de su condenada mujer delante de él. La luz amarilla de la candela brillaba tras ella potenciando la belleza de sus carnes doradas, y le pegó un repaso visual que lo llenó de lujuria animal.

Su hombro descubierto brillaba perfecto a la luz del fuego y la camisa, descarada, dejaba ver la mitad de uno de sus senos. José tragó saliva en un intento de controlar su deseo y bajó la vista hacia sus piernas. Pensó en abalanzarse y quitarle las ligas que ayudaban a tapar aquellas pantorrillas perfectas a sus ojos. Victoria supo lo que pensaba José porque ella sentía lo mismo al ver delante de ella a aquel bello ejemplar de hombre totalmente vestido de negro, que con los puños cerrados hacía esfuerzos por contener su deseo.

Esta, sabiendo el efecto que causaba en él, soltó el atizador del brasero y entreabrió sus piernas dejando ver parte de sus bragas. Con calma, recostó su cuerpo en el respaldo de la silla que ocupaba, y mirándolo a los ojos comenzó a repasar su anatomía con descaro, fijando su vista en la parte del pantalón que había crecido notablemente.

La tensión sexual subía rápidamente, a cada instante se tornaba insoportable, pero continuaron con su teatro, después de eso y despacio Victoria volvió a mirar a los ojos de José, dirigiéndole una sonrisa que hizo entornar sus hermosos ojos de color miel. José no podía más y centró su mirada en la entrepierna de la mujer, para después sonreír de forma pícara mientras se acercaba lentamente rodeándola y sin apartar los ojos de su cara. Al llegar a su altura, agarró con una mano el esbelto cuello de su mujer y, acariciándolo con firmeza, subió la mano hasta llegar al óvalo de su rostro apretándolo con sus dedos. Victoria gimió levemente y José jugó pasándole su pulgar por aquellos tentadores labios, a la vez que le decía con voz sensual:

              −Esta boca me vuelve loco, estás haciendo que pierda la razón, mujer.

Y, con autoridad, la levantó de la silla con la mano que sostenía el rostro de Victoria, quedándose a milímetros de su boca. Esta entreabrió sus labios, pero José, sabiendo que dominaba el momento, quiso prolongar el deseo, pasando, casi sin rozarla, la punta de su lengua por los labios de la mujer, esta se tambaleó y el hombre la abrazó firmemente por la cintura con el brazo que le quedaba libre. La movió en volandas hasta empotrarla contra una pared y, sin besarla todavía, vio como Victoria buscaba el contacto de sus labios, pero este no cedió. Reprimiendo sus instintos, le mantuvo la mirada fija en sus ojos, sin duda era un mensaje, pensó Victoria, José quería decirle que él era su macho y, lejos de enfadarse, notó como su sexo palpitaba, pero su traviesa alma quiso jugar y, cogiendo a José desprevenido, comenzó a desabrocharle los botones de su bragueta; este, sin inmutarse, continuó con su castigo, pero ella le sonrió desafiante, sus pupilas dilatadas y sus hermosos iris verdes vidriosos, unidos a su respiración agitada, no la engañaban, por más que se hiciera el duro. Cuando Victoria liberó su miembro, sintió un mareo placentero, estaba más que preparado. José le susurró ronco antes de hacerla suya:

              −¡Solo quiero besar tu boca! ¿Te enteras? Me emborraché para no sacarte de aquella fiesta a rastras, no sabía que era la bífida quien me besó, ¡joder! Estuve tres días lavándomela con bicarbonato. −Fue inapropiado, pero Victoria no pudo reprimir una sonrisa, cosa que irritó a José.

−¿Te hace gracia, pedazo de bruja? ¡Huiste! Y me has dejado cinco días como una fiera encarcelada. ¡Te deseo a ti, mujer! Y te advierto, la próxima vez que huyas de mí y no reclames lo que es tuyo, seré yo el que te deje. ¡¿Entendido, fiera?! ¡Joder, Victoria, por poco me matas de un sartenazo!

Victoria no podía más, el modo mandón de José la estaba quemando y con una voz rota de placer alcanzó a decir:

−Perdóname. Por favor, cariño, házmelo ya, te necesito.

José rebajó la fuerza con que le apretaba la mandíbula y la besó con pura furia; extenuada y jadeante, Victoria se resbalaba por la pared. José plantó sus manos en el culo de su mujer y esta enroscó sus piernas en la cintura de su hombre, este cogió su sexo y sin piedad la poseyó duramente, quería demostrarle a su mujer que era un hombre y no un puto chiquillo, sin voluntad y a su merced.

Victoria se retorcía mientras José continuaba con su tarea febril. No pasó mucho tiempo hasta que ambos llegaron al clímax. El día fue puro placer en casa de Victoria, sobraban las palabras; anocheció y comieron algo, pero sin palabras, sólo caricias, deseo, besos, pasión, celos, posesión, ternura, y vuelta a empezar.

Él mismo llenó un barreño de agua y lavó a Victoria, pero no dejó que se vistiera, la quería desnuda, la miraba con veneración, se acostaron en la cama de un cuerpo de su amada, pero no importó la estrechez, al contrario, para aquellos dos locos enamorados era una bendición.

José abrazaba el cuerpo de Victoria por detrás mientras que de forma somnolienta se movía suavemente dentro de su mujer. Mientras continuaba con su exquisita tarea, José comenzó a hablar suavemente, pero con determinación.

−¡Victoria!, ¿estás dormida?

La extasiada mujer respondió con un sonido muy expresivo:

−¡Muunnn! −José sonrió con su rostro hundido entre la maraña de  pelo negro semejante a la seda, que adoraba, pero exigió una respuesta verbal.

−¡Victoria! −gritó. Esta vez ordenó una respuesta con un tono más firme.

Victoria abrió los ojos sorprendida y contestó al instante. Vaya, el dominante en el que se había convertido José la excitaba muchísimo y el hombre, debido al lugar donde tenía la sensible parte de su anatomía, lo notó al instante, envalentonado se dispuso a decirle lo que llevaba aplazando todo el día:

−Nena, eres mi mujer. ¡No volverás a cruzar la raya! ¡Se acabó ir a vender a casa de Pepa! ¡Se acabó jugarse la vida escondiéndose en el monte! ¡No consentiré que nadie te ponga una mano encima, ni te llene de cardenales! Y, si eso ocurre, ¡juro que lo mataré! ¡Quiero que de una puta vez tomes las riendas de tu vida! Tienes derecho a ser feliz, es más, creo que la vida te lo debe. ¡No puedo, no quiero vivir con miedo! Chiquilla, soy muy joven para morir del corazón.

»Me llevas al precipicio, casi a la locura, si no te veo, no quiero esconderme para verte ni quiero que mi mujer sirva de criada mientras yo tengo que fingir estar libre. Yo pagaré lo que sea necesario. ¡Estoy podrido de dinero!  Emilio tendrá libertad y nos iremos a Francia, yo sé que aquí no podréis ser libres jamás ¡Y que sepas que me paso por los cojones las habladurías del pueblo! Me voy a casar contigo por la Iglesia, por lo civil, por lo penal o por esta parte tan deliciosa que estoy frotando. ¿Lo entiendes, Victoria?

La pobre muchacha no podía articular palabra. Estaba completamente trasportada a un mundo de placer que anulaba su voluntad. José exigía una respuesta, de pronto paró su adorable tortura y Victoria protestó moviendo sus caderas. José sonrió en la nuca de su fiera y altanero preguntó:

−¿Quieres que siga?, ¿noto que no te gusta o es que te has dormido? Creo que me daré la vuelta. −Victoria apretó los dientes y echando su brazo hacia atrás cogió el trasero de José y lo apretó hacia ella, a la vez que le respondía enfadada porque aquel hombre había conseguido doblegarla, y además había dado con su punto débil: “Él”.

−No  abuses de tu poder, ojazos, de todo eso ya hablaremos mañana.  ¡Ah, y no me des órdenes! Mañana decidimos. ¡Y te permito ese tonito porque me llevas a la gloria, guapito! Y te ruego que acabes lo que has empezado.

Esto último lo dijo contoneándose y provocando que José acelerara su ritmo; cuando este notó que Victoria iba a explotar, paró en seco, Victoria frustrada y enfadada le gritó desencajada:

−¡Sigue!

José a duras penas controló su estallido, sudando por cada poro de su piel, con voz ronca le preguntó:

−¿Mañana hablamos, Iglesias? –Impacientándose por no tener respuesta volvió a exigir−v ¡Contesta,  mujer!

−¡Sííííí! ¡No pares! −gritó a pleno pulmón Victoria.

José, cabezón, le espetó:

−Eres mía y seguiré si quiero, ¡fiera!

Victoria pensó huir, pero no quiso perderse su caída hacia el abismo; sin embargo, quiso dejar claro que ella también sentía que él era de su propiedad y con la mano que tenía en el trasero de su hombre clavó sus uñas antes de arrearle un cachete, que fue más sonoro que doloroso, diciéndole:

−¡Que sepas que la próxima vez que alguien intente comerte la boca te corto eso que no para de torturarme entre mis piernas. ¡Por Dios, acaba ya!

José volvió a sonreír en la nuca de Victoria, pero, esta vez, incorporando algo más su cuello la mordió en el cuello y, moviéndose mucho más rápido, se derramaron ambos.

Tardaron en volver a recuperar el ritmo normal de sus respiraciones. José sin casi esfuerzo volteó a Victoria hasta tenerla de frente, con sumo cariño ambos se acariciaron los rostros hasta que José le susurró:

−Te amo, mujer, como si no fuese a haber un mañana. −Deliciosas lágrimas de felicidad rodaron por el bello rostro de Victoria. Ya no salieron de la cama hasta dos días después.

 

La Mata, yacimiento, lunes, 27 de noviembre de 1950, cuatro de la mañana

 

 

12+1(14-1)+1+21+1= 

                                                                                    

(24+2)+1+3+3²+(12+1)+(3.3)+5+(7.2)+3³+16=

 

[10.2+7 (11+4+8)]=

 

 

La pareja pasó el resto de los días hasta el viernes juntos. José se inventó un resfriado que lo mantuvo apartado de su consulta por autoprescripción médica. Era perfecto estar juntos, no necesitaban más, excepto amarse.

El jueves alrededor de las seis de la tarde Pedro visitó al paciente ficticio y a la Iglesias, que hacía las veces de enfermera. “Las Clemencias”, sin dejar de protestar, aceptaron ir a ver al tío Miguel aprovechando el parón. La Clemencia grande, muy escamada, optó por no discutir, pero se dio cuenta en aquel instante de que Victoria era algo más que la cuidadora del joven y “enfermito” médico, pero no dijo nada, lo que sí hizo a partes iguales era alegrarse y preocuparse, apreciaba de veras a la niña del Iglesias, no quería verla sufrir otra vez más.

Lo único que calmaba su desconfianza era ver la forma en que la miraba su patrón, sin duda, había cosas que no se podían ocultar y aquel hombre la amaba de verdad, otra cosa sería que no le importase salir a la luz con ella, tanto secretismo la asustaba aunque, por otra parte, notaba que para José Victoria era muy suya; “en fin, Dios dirá”, se repetía Clemencia. 

Cuando se quedaron solos, Pedro le pasó las claves a Victoria, a simple vista parecía una operación aritmética, pero en realidad era un mensaje encriptado. Pedro y Victoria estaban en la cocina sentados a una mesa de roble. En el fogón de carbón cocía el puchero, inundando la estancia de un delicioso aroma a caldo, comenzaba el frío estepario en aquella tierra que hacía honor a su nombre, era extremadamente dura. Mientras la mujer releía las claves intentando descifrarlas, Pedro vio como entraba en la cocina José con un pijama de color grana y un batín del mismo tono, recién lavado, afeitado y perfumado, parecía cualquier cosa menos enfermo, menudo actor de pacotilla era Joselito.

Con mucha guasa Pedro se arrepechó en su silla y soltó una de las suyas:

−Vaya, veo que te cuida muy bien Victoria, hombre, un poco colorao te ha vuelto, lo digo por el atuendo. −Acompañó su comentario con una de sus risotadas.

José, con una sonrisa muy pero que muy amplia, se sentó al lado de Victoria y la abrazó fuertemente mientras esta seguía muy concentrada en interpretar la operación matemática que le había entregado Pedro hacía un rato. Victoria  intentó zafarse, sin lograrlo, del fuerte amarre de José; a los pocos segundos se dio por vencida y recostó su cabeza, encantada de la vida, en el pecho del joven. Pedro dejó de reír, pero no de sonreír, estaba emocionado contemplando la escena que sucedía delante de él. Cómo quería a su amiga y qué feliz le hacía ver cómo la amaba José.

Sin poder dejar de mirar, carraspeó y comenzó a hablar.

−Vamos a ver, Iglesias, que tanto cuidar de José te está quitando facultades, ¿sabes ya lo que pone el papelito, o te lo explico?, pero, recuerda, se trata de que sea secreto, preciosa.

Pedro se arrimó a la mesa y, sirviéndose un vaso de vino, esperó el chaparrón y así fue.

Victoria levantó la vista con las cejas arqueadas. José ingenuamente impidió el improperio que Victoria iba a soltar exclamando ingenuamente:

−Cariño, no te preocupes, que yo te enseño matemáticas. ¡Pero, bueno, preciosa!, ¿desde cuándo estás estudiando?

Los espías se miraron con una mezcla de ternura y risa mal contenida. Como sincronizados giraron sus miradas hacía José, que esperaba la respuesta expectante, y sin poder evitarlo comenzaron a reír. José, contagiado del cachondeo, también se unió a las risas, pero la verdad era que no tenía ni repajolera idea de por qué se reían.

              −José, se trata de un mensaje, aquí está nuestro pasaporte a la libertad −le dijo Pedro algo más serio.

−¿Qué?, ¿aquí? ¿Pero qué me dices? ¡La leche, qué ingenioso! −contestó un perplejo José.

−En esto nada es lo que parece −soltaron como un dogma de fe ambos agentes a la vez, mientras el joven médico los miraba de hito en hito, preguntando algo perplejo:

−¿Vosotros también os leéis el pensamiento? ¡La hostia, pensáis lo mismo y al mismo tiempo! De verdad, dais miedo.

Un halo de tristeza recorrió el rostro de Pedro y Victoria. El primero respondió:

−Son nuestros mandamientos. ¿Cómo crees, si no, que seguimos vivos?

José, ufano y con un sentimiento de pertenencia, respondió:

−Sé mucho.

−¡No tienes ni idea, mi amor! −contestó la mujer con voz suave pero determinada−. No quiero hacerte daño, José, pero lo que todavía no sabes puede matarte, y no creo que sea justo.

José quiso callarla acercándose a ella y, agarrando su rostro con ambas manos, diciéndole:

−Todavía no he salido corriendo, estoy aquí.

A medida que decía aquellas palabras observó cómo cambiaba la expresión de su amada y, por un momento, no la reconoció. Sus hermosos ojos ahora miraban hacia un punto perdido de la estancia, fría, inescrutable, sin vida, capaz de lo peor, y se asustó. Esa no era Victoria. Tanto fue el impacto que soltó el rostro que permanecía sostenido entre sus manos. Victoria ahora era una desconocida y dio un paso atrás con los vellos erizados.

Pedro rompió aquel momento incómodo levantándose, tocó el hombro de José, este lo miró y tuvo la misma sensación. El viejo médico, sabedor del desconcierto del joven, le dijo:

−Te lo advertí, no somos solo lo que ves, nos han roto e intentamos recomponernos, pero se llevaron la inocencia. Lo siento, amigo, ya estás atrapado, no puedes escapar, sabes demasiado.

José sintió una punzada de vértigo. ¿Sería capaz? Buscó a Victoria en aquel cuerpo perdido en sus demonios y respondió asustado:

−Dais miedo, lo asumo, pero sé que no puedo vivir sin ella. Aunque, sinceramente, ahora no la veo.

Victoria salió de su trance al sentir el pánico en la voz de José y culpable lo miró con ternura. El hombre se echó en su regazo como un animal herido, mientras ella le hacía un gesto con la cabeza a Pedro para que se fuera. Dejó pasar un tiempo prudente y habló:

−José, llegó el momento de poner todas las cartas sobre la mesa, porque no lo sabes todo, mi amor, tengo que desenmascararme. Pedro no sabrá que te iré contando toda mi, ¿verdad? Está asustado y el miedo hace hacer muchas tonterías. Después de esto podrás dejarme, nadie sabrá que he puesto mi vida en tus manos. No dejaré que te hagan daño y, si yo caigo, sé que él no abandonará a Emilio. No soportaría otra vez ver tu pánico en los ojos cuando me mires. Nunca te haré daño, no podría. Estoy rota, José, eso es lo que ocurre. Mi vida no tiene valor en este mundo en el que estoy atrapada.

»Escúchame con atención, José, y después haz lo que creas que es lo mejor para ti, ya te lo dije hace tiempo y ahora te doy otra oportunidad.

Y depositó un tierno beso en sus bellos labios. Necesitó algo de alcohol para comenzar a expiar sus propios demonios.