Capítulo 11: HASTA QUE EL DESAMOR NOS SEPARE

“No hay un manual: el mundo de las sensaciones y las relaciones está lleno de imprevistos”.

Joan Manuel Serrat

 

Viernes, 7 de marzo de 1952

 

Adormidera, la señora Inés era adicta a las infusiones, ese era el diagnóstico del señor doctor José de Llanos.

−La señora toma infusiones de amapola −decía la sirvienta de doña Inés.

José sabía que existían, las había visto por el campo, eran flores violáceas que crecían asilvestradas entre mayo y junio. Pero, aunque sabía por oídas que en España se las daban a los niños durante la guerra para hacerlos dormir porque el hambre se nota menos en los brazos de Morfeo, y aunque también sabía que algunas mujeres las tomaban para calmar sus nervios y que durante la guerra a falta de morfina se utilizaban para calmar el dolor, lo que no sabía es que la esposa de don Leopoldo, alias “el del clavel”, o “el hijo de mala madre”, como lo había bautizado él, era una adicta.

Lo habían avisado de madrugada y allí estaba intentando averiguar por qué aquella mujer estaba pálida, tenía las pupilas pequeñas, su hablar pastoso y no podía dar un paso sin caerse.

−¿Cuántas infusiones ha tomado? −preguntó el médico.

−Muchas, don José, desde la…

−¿Desde qué?

−Bueno, eso es cosa de los señores.

−Empecemos de nuevo, ¿cuántas infusiones ha tomado?

−Siete u ocho.

−¿Desde qué hora?

−Serían las siete de la tarde.

−¿Y bebida?

−Eso, verá usted, mejor se lo pregunta a la señora.

José dijo irritado:

−Claro, eso es lo más inteligente, pero, verás, no puede hablar.

La sirvienta, resignada, contestó. Era evidente que su señora tenía bastante tarea babeando como un caracol como para sacarlo de dudas:

−La botella de coñac estaba media.

Mientras decía eso, doña Inés dio una arcada y vomitó copiosamente. José esperó a que la asearan y la acostaran. Comprobó su estado y vio que Inés reaccionaba a sus preguntas, incluso sonreía.

−¿Esto es habitual? −preguntó a la criada.

−Verá, usted, mejor se lo pregunta a su marido, acaba de llegar, he escuchado su coche. Supongo que estará en su despacho. Le aviso.

José bajó las escaleras cuando vio, al cabo de un rato, que el marido no subía, y se encaminó hacia el despacho de Leopoldo. Le costaba mucho mirarlo a la cara sin sentir repugnancia después de saber lo que escondía aquel hombre.

Justo cuando abrió la puerta, sonó el reloj de pared, tocaba las tres de la madrugada.

Allí estaba, sintió una oleada de asco cuando olió la mezcla de perfume barato, alcohol, tabaco y algún olor inmundo más que no supo identificar. Estaba bebiendo un vaso con algún licor en mangas de camisa y con una pinta de chulo barato que le repateaba el hígado. El despacho era amplio y las paredes de color azul oscuro, el cortinaje era liviano, de color crema, los muebles, de líneas rectas y en madera clara. Le sorprendió la modernidad del lugar.

−Buenas noches, pasé, don José, y disculpe el despropósito.

−¿Despropósito?

−Sí, verá, mi mujer es aficionada a ingerir esas malditas tisanas, no es la primera vez que le han hecho mal. Lo han avisado porque la chica, Julia, es nueva y yo estaba ausente. Le pido mil perdones por haberlo hecho venir en vísperas de su boda.

−No se preocupe, es mi trabajo. Le quería preguntar si eran habituales estos episodios en la señora Inés. Y si usted sabe que, además de las infusiones, su esposa ha ingerido una cantidad grande de coñac.  −Leopoldo seguía de pie sin poder disimular la indiferencia que le producía lo que le estaba contando el médico.

−Lo intuía −contestó perdiendo la sonrisa perenne que lo acompañaba siempre.

−Verá, Leopoldo, no quisiera inmiscuirme en temas personales, pero su esposa podría tener serios problemas de salud si no desiste en el abuso de determinados hábitos.

−Le agradezco el eufemismo y confío en su discreción. Se lo diré solo una vez, mi esposa es una borracha y además le gusta aislarse del mundo tomándose esas infusiones. Yo jamás le mentí. Sabe por qué me casé con ella, no ha podido limitarse a respetar lo acordado.

Ella sabe que ojos que no ven, corazón que no siente, sin embargo, desde hace unos años se ha empeñado en mirar demasiado, pero eso a nadie le compete. Dígame, doctor, ¿ahora está bien?

−Digamos que está durmiendo sus excesos.

−Bien, como le he dicho con anterioridad, confío en su discreción.

−Soy médico, es mi deber.

−De acuerdo, disculpe, no le he ofrecido ni asiento ni bebida.

−Gracias, se lo agradezco, pero prefiero retirarme. Buenas noches, Leopoldo. −Omitió el don a propósito.

−Buenas noches, doctor, y muy agradecido.

Lo acompañó a la puerta y comenzó a caminar en dirección a su casa, no pudo evitar pensar en la encrucijada de doña Inés y en el vividor que tenía como marido. Apenas había caminado unos cuantos metros, el sonido de un motor lo paró y en un acto reflejo se apartó del camino escondiéndose detrás de un álamo. El coche estacionó enfrente de la entrada principal de la casa de Leopoldo y se quedó quieto observando. La puerta se abrió y salió al porche Leopoldo, abriendo la puerta trasera del coche, descendió una dama muy elegante. Creyó que era joven y de pelo largo aunque no pudo distinguir sus facciones por la oscuridad. Entraron en la casa seguidos de un par de hombres y otra mujer. José no pudo evitar sentirse curioso, esperó un tiempo prudencial y con sigilo se acercó a una de las ventanas bajas de donde salía luz. Miró con precaución y se sorprendió al ver a Leopoldo en genuflexión con un hombre que se movía muy azorado desde atrás, el resto de la escena era un amasijo de piernas, culos y demás partes de la anatomía en posturas imposibles.

La escena era digna de la mejor bacanal romana y se maravilló al ver que aquel despacho de hacía apenas unas horas se había convertido en un salón digno de los mejores prostíbulos. José era un hombre abierto al sexo, pero ese tipo de prácticas en tu casa, mientras tu mujer habita en una alcoba del segundo piso, no era para nada moral.

Ahora entendía las adicciones de Inés. Y recordó las palabras del marido: “Ojos que no ven…”. Él la cambiaría por: “Si no puedes con lo que tus ojos ven, arráncatelos”. Y eso era lo que hacía Inés, quedarse ciega ayudada por las sustancias para dejar de ver lo que a su alma le atormentaba. Se fue a su casa ensimismado en sus pensamientos, sin ganas de reencontrarse con la frialdad de su alcoba, que añoraba la calidez de las carnes de Victoria.

Celibato. Resulta que hacía dos días que no lo dejaban acercarse a su Victoria, mejor dicho, dormir con ella. Estaba en casa de Pedro, al que se le iba a romper la quijada de tanto reír a su costa. Verla, la veía, y sobarla, también. Era hasta divertido robarle besos a escondidas. Aquella mañana recibió la llamada de su madre muy apenada porque casaba a su hijo y no podía asistir.

“Hijo, pero cómo avisas con apenas una semana de antelación”. “Tu padre no está, vuelve mañana”.  “Pero cómo nos haces esto, casarte sin tu familia”. “¿Está embarazada?”. “¿Seguro que no?”. “¿A qué vienen tantas prisas?”. “¿Vendréis?”. “Dime, hijo, ¿es guapa?”…

Su madre era muy hábil preguntando y él, muy patoso para las evasivas. Su madre sabía sin saber, veía sin mirar y escuchaba sin que hablases. ¿Cómo lo haría? Al final decidieron viajar a San Sebastián en cuanto pudiesen y que allí harían un cóctel para presentar en sociedad al nuevo matrimonio. Él era miembro de la alta sociedad, tendría que convivir con ello.

El sastre le trajo el traje nuevo, era un día especial y quería estrenar. Mientras tanto, en casa de Pedro, María y Pepa ayudaban a Victoria con los retoques de su vestido de novia.

Pepa estaba con ellas por expreso deseo de Victoria, y a María no le importó en absoluto. Ella siempre estaba en lo malo y formaba parte de su vida. Siempre a su lado sin juzgar, leal, lo que pensase el mundo daba igual.

“No quiero que vayas de negro, quiero que te vistas como desees. Al único que le tiene que importar es a mí, al resto, si no les gusta, que no miren”.

El vestido era precioso, ella misma lo había confeccionado, hacía tiempo que no se divertía tanto cosiendo. El vestido era entallado, de raso, con una capa de encaje, con cuello de pico y mangas de encaje. De largo por debajo de las rodillas y de color beige con destellos dorados.

Estaba hermosa. Pepa le probaba un tocado discreto, el pelo había crecido algo. María decidió peinárselo con la raya al lado, el efecto óptico era espectacular, los rizos desaparecieron dando paso a unas hermosas ondas naturales. Decidieron que el maquillaje fuese discreto y los tacones, altos, de color blanco, fue un regalo de Guzmán. Eran como niñas, reían, lloraban, comían y lo que iba a ser una prueba del traje se convirtió en todo un día entre amigas.

Pepa se fue a eso de las siete de la tarde, sus niñas la esperaban. María y Victoria se dispusieron a preparar la cena de despedida de solteras entre amigos, al otro día se casaba.

Las mujeres habían preparado tortillas y carne empanada. El vino de pitarra corría abundante. Un pan grande presidía la mesa de Pedro. María trajinaba arriba y abajo; Victoria, embriagada de alegría, no podía dejar de mirar a José; Genaro reía con ganas mientras Pedro le contaba no sé qué cosa de un burro cojo que tuvo que operar porque era el único medio de trasporte de una familia que vivía en un “cacho tierra” a diez kilómetros del pueblo. La mujer del fascista no había podido venir, según su marido, tenía que acudir a una obra benéfica importante en Madrid, las esposas de los procuradores en Cortes tenían agenda de trabajo en la sección femenina de la Falange, aunque en honor a la verdad nadie echó de menos su ausencia, la señora en cuestión era mucho más que estirada.

El cura, feliz, se hinchaba de queso y chorizo de patata sin esperar a nadie, entre bromas Pedro le decía: “Narciso, que eres cura y lo echas todo para el cuerpo, cristiano, guarda algo para el alma”.

Enfurruñado, le contestaba a su amigo todo digno. Era habitual lo de estos dos. El Sotanas, como lo llamaba Emilio, siempre entraba al trapo de las pullas del viejo zorro de Pedro.

Al cabo de una hora consiguieron sentarse a la mesa y cenar.

−“El miedo es el arma más letal que existe. Paraliza tu vida cuando llega a ser pánico. Provoca que un ser racional e inteligente se comporte como una bestia o que reaccione como un idiota. Fue tanto el miedo que, cuando nos dimos cuenta, habíamos traicionado a nuestro hermano, matado al vecino y ahogado la frustración en odio, odio, odio y más odio”, me dijo Emilio cuando fui a verlo al campo de concentración de Castuera.

Silencio espeso y expectación. Cinco pares de ojos desconcertados se clavaron en Victoria cuando sin pestañear soltó la cita a bocajarro con aquella voz profunda que al salir acariciaba.

−¿Os acordáis, verdad? −preguntó Victoria mirando a Pedro, Narciso y Genaro sucesivamente.

No obtuvo respuesta oral, pero no hizo falta, sus gestos delataban la emoción.

Segura de sí misma y sin reparar en los distintos signos políticos que celebraban su felicidad sentados a la mesa de sus amigos, miró alrededor con amor y habló. Sabía que a cualquiera de ellos podría darle su sinceridad.

Era evidente su exaltación de la amistad, pero ¿se debía a la emoción del momento o a los efectos del pitarra?, pensó José. Victoria lloró de alegría y sonriendo se recompuso al instante, iluminando aquellos ojos de color miel de mirada profunda.

Sus amigos y José la escuchaban en silencio. Era sin duda una mesa variopinta, pero se sentía liberada, dispuesta a vaciarse, eran sus amigos, no sabía de colores en ese momento y en aquellos ojos que la miraban esperando sus palabras se reflejaba el amor, qué más daba lo demás. Quizás, como decía Genaro, ella era algo contradictoria.

“Niña, mira que eres guapa, pero naciste colgada de la luna, corazón”.  “Victoria, me desconciertas, a veces, eres más poeta que Emilio, y otras, tan racional que das miedo”.

Y tanto que daba miedo, era capaz de lo mejor y de lo peor, pero eso él solo lo intuía, no lo sabía.

Victoria, embriagada en parte por el vino y en mayor parte por aquella mano que reposaba en su muslo, comenzó a agradecer, a cerrar capítulos, a comenzar una nueva etapa de su vida. Necesitaba comunicarse y empezó a vaciarse.

−Lo he pasado muy mal durante la guerra, aunque eso todos lo sabéis, ahora espero saber reponerme, perdonar y vivir sin miedo. Espero poder contar mi historia algún día, sin odio, sin afán de revancha, superar todos mis miedos. −Hizo una pausa y miró con cariño a José. Acarició su mentón y depositó un beso tierno en la comisura de su boca.

»Gracias a ti he podido hablar de mis demonios. Cuando apareciste aprendí a dejar de lamerme mis heridas y me ayudaste a sanarlas. Gracias, ojazos. −El hombre se derritió en su mirada. Victoria continúo hablando:

»No entendí, no entiendo y creo que no entenderé qué pasó.  ¿Cómo pudo ocurrir?, ¿por qué?, ¿en qué momento todos nos volvimos locos? Fue el miedo de unos a seguir pasando calamidad y el miedo de otros a  perder sus posesiones. ¿Quizás es así de simple? No lo sé.

»Cambió todo, es verdad, ¿Fue mejor, fue peor?  Ojalá más gente fuera capaz de intentar cerrar las heridas de la guerra como lo intento yo, y vivir sin rencor. Pero es evidente que el silencio asfixia- La mesa intentaba asimilar el mensaje que emitía la Iglesias.

»No voy a malgastar ni un minuto de mi tiempo repasando el pasado. Solo lo diré una vez. Voy a empaquetarlo y dejarlo dormir en un rincón de mi ser. Pero antes tengo que curarme y no es fácil, tendrás que tener paciencia, cariño. −Esto último lo expresó volviendo a acariciar el rostro de su amor.

»No olvido, ni olvidaré lo que ocurrió. En verdad, creo que muchas personas pensarán como yo. Si olvidas, podemos volver a repetirlo. ¿Quizás digo esto porque tengo miedo?, ¿miedo a volver a vivir tanto horror? Hoy, en este momento, lo único que sé es que no volveré  a menospreciar mi vida. Quiero vivir en libertad y si tú quieres me gustaría hacerlo contigo, José. −El hombre depositó un tierno beso en los labios de ella.

A Pedro se le trasfiguró la cara. Hasta ese momento nada de lo que decía les comprometía, pero, acostumbrado a danzar con hienas, tenía un defecto profesional, no se fiaba del efecto afloja lenguas que tenía el vino. ¡A ver qué coño iba a confesar “la chalá” de su amiga y delante de un procurador en Cortés! Genaro, divertido, lo miro pícaro, como viejo zorro que era, intentó calmar el desatino de aquel astuto médico que guardaba mucho, seguro, pero su difunto amigo Juan era lo primero y Victoria tenía razón, tanta que lo tambaleó.

Genaro guiñó un ojo a Pedro y rebajó la tensión haciéndose el tonto. Dirigiéndose a José, le dijo:

−José, vamos a ver, controla a tu novia, que no es bueno para el futuro que hable más que tú.

Carcajadas se escucharon y Pedro rebajó la tensión pidiendo un brindis para los novios.

Victoria se dio cuenta de la maniobra de despiste, se bebió el vino, pero  no se iba a callar y continúo hablando serenamente:

−Quiero vaciar mi alma y todos sois mi familia, por favor, dejadme hablar. −Genaro la miró y, esta vez muy serio, le preguntó sin esperar repuesta:

−¿Sabes una cosa, Victoria?

−Dímela si quieres, Genaro.

−Sé que ha sido muy difícil para ti, siempre te he dicho que en memoria de Juan haría lo que fuese por ti y lo que pudiese por tu hermano. Me duele no haber podido hacer más por Emilio, mantenerlo con vida ha sido muy complicado, hizo lo más peligroso para este régimen, pensar y escribir, pero eso ya lo sabéis. Cuando nos enajenamos por las ideas, no me dio tiempo de pensar, actuaba sin más, ahora cuestiono muchas cosas y sé que si soy valiente me va a costar muy caro. Pedro, eres un viejo muy astuto. Sé que ocultas cosas, pero siento por ti mucho respeto. Me temo que comprarte a ti sale muy caro, cojeas hacia un lado, que lo sé, amigo. −Genaro paró un momento para beber y prosiguió su alegato:

»No somos tan diferentes en el fondo. Luchamos por lo que creíamos justo, ahora ya no puedo ver si lo es tanto, no me parece bien que nadie tenga que vivir con miedo. Me habéis escuchado decir muchas veces una frase, pero seguro que recordaréis la primera vez que la pronuncié. Aquel día se derrumbaron mis cimientos como un castillo de naipes. –Genaro tomó aire y prosiguió bajo la atenta mirada del resto de comensales:

»Yo no hice la guerra para esto. El primer día que salió esa frase de mi boca fue en el campo de concentración de Castuera. −No pudo continuar, la emoción lo dejó mudo.

Sorprendidos por la confesión de aquel fascista, que con soberbia y pundonor tapaba sus ojos con una mano víctima de sus emociones, se hizo un silencio respetuoso que él mismo cortó llenando sus vasos otra vez de aquel vino áspero y duro que soltaba la lengua.

Victoria miró con cariño a Genaro y le dijo:

−Gracias, amigo, por no consentir que amortajara también a mi otro hermano, a mi Rubito. Gracias por estar cuando te he necesitado y gracias por ser amigo más allá de la muerte.

Victoria tardó un rato en recomponerse.

−José, en esta mesa estamos casi todos los que vivimos los duros episodios de mi vida. Sabes que he querido siempre, a sabiendas de que podías salir corriendo,  que sepas toda mi verdad. Mañana nos casamos y no quiero volver atrás ni para coger impulso. Desde ya, solo cuenta aquí y ahora. Te quiero, ojazos.

El beso no acababa y Pedro, como siempre, le dio un codazo a su amigo Narciso diciéndole:

−Sotanas, ¡vaya cura de mis cojones estas tú hecho! Haz el favor de poner orden, que como sigan por estos derroteros la preña delante de tus narices.

−Ya empezamos, haz el favor de dejarme tranquilo. Qué castigo tengo contigo, Pedro.

−¿Castigo? Estás viejo.

−¡Anda mira, ya habló el quinceañero! Que tienes más años que matusalén.

−Mira el cura, qué simpático esta esta noche. ¡No bebas más!, que lo del vaso no es agua.

−Será posible.

−¿Tú estarás en condiciones para casar a la niña mañana? ¿Te acordarás de lo que tienes que decir?

−¡Vete a tomar por….! ¡Ea! Ya está, ya me sacaste de quicio. Si es que enfadas a un santo. Pedro, deja de meterte conmigo, ¡por dios santo!

Al final todos reían por lo bajinis, era imposible que Narciso no entrara al trapo de las provocaciones de Pedro.

−¡Pero cómo te quiero, Sotanas! −exclamó Pedro pegándole un besazo en las mejillas a Narciso. Y las risitas se convirtieron en carcajadas. Narciso, que tenía más paciencia que el santo Job, lo miró moviendo la cabeza y, para sorpresa del resto, esta vez, no se enfadó.

Resignado y moviendo la cabeza, le soltó al gato de Pedro que, después de la púa del cura, se convirtió en ratón:

−Pedro, te he dicho muchas veces que no me gustas. No vuelvas a acosarme en público que te excomulgo.

De pasta de moniato se quedó Pedro mirando desconcertado a Narciso, este, haciéndole un mohín, remató:

−La verdad, que estás muy viejo.

María se tronchaba de risa y el resto se unieron a la fiesta. Pedro admitió la derrota dialéctica y le dijo a su amigo:

−Narciso, eres muy grande y el pueblo no lo sabe, mañana lo suelto en la iglesia. No sería justo privar a tus feligreses de tu sentido del humor. −Narciso se trasfiguró y como un bobo volvió a caer:

−¡No, no, no! Estás chalado perdido. Ni se te ocurra, pedazo de mulo, que tú eres capaz, si te conoceré. Este hombre acaba conmigo.

Después de las risas José miraba ensimismado a Victoria y le dijo:

−No quiero que vayas de negro. Tú eres luz y yo no puedo soportar seguir viéndote entre sombras.

−No te voy a decir nada, mañana verás −contestó coqueta.

Fueron las últimas palabras que José le dijo a Victoria dos noches antes de la boda.

María secuestró literalmente a su amada diciéndole al novio:

−José, a tu casa, y ella se queda en la  mía. Así tiene más emoción, muchachillo. Compungido,  a la vez que  resignado, desistió de discutir con la dulce María.

−Imposible la mujercita cuando se cuadra − le decía con sorna Pedro.

 

Sábado, 8 de marzo de 1952. El casamiento

 

Frustración disfrazada de envidia. Aquellas mujeres, temerosas de todo, miraban por las ventanas escondidas a la del Iglesias cómo caminaba  feliz hacia el templo para casarse con José, uno de los mejores partidos y, por poco tiempo, soltero.

“Quién lo iba a decir, una mujer mayor, viuda y con un hermano rojo, vete a saber qué habría hecho para conseguir atrapar al guapo médico del pueblo, y encima pelona, a saber las indecencias que haría la Iglesias”, comentaban con palabras envenenadas “las devotas decentes” que se partían el pecho en misa diaria.

En el fondo tenían miedo a romper las cadenas de la tradiciones, estaban condenadas a no sentir jamás sus cuerpos vibrar por temor al pecado. Victoria veía el miedo en sus miradas sintiendo lástima de ellas.

Había personas que no comprendieron la decisión del doctor de casarse con ella, no tenían ni idea de lo que Victoria le hacía sentir.

No se casó para conseguir la felicidad, en realidad era feliz desde el día en que la conoció y era afortunado, pues no todo el mundo tenía la suerte de amar y ser amado.

Era egoísta, lo admitía, pero es que no quería perder esa sensación de bienestar, de grandeza, de invulnerabilidad, que experimentaba cuando la hacía suya. José estaba a punto de levitar cuando la vio entrar por el pórtico de aquella vetusta iglesia.

Narciso estrenaba sotana, la ocasión lo requería, su niña Victoria se casaba, por fin, veía vida en sus ojos, los que intentaron mancillarla e incluso borrarla de la faz de la tierra pagaron su atrevimiento muy caro; era, sin duda, justicia poética.

−Esta ceremonia no tiene más valor que la historia que la precede. Una historia forjada con la fuerza del amor, con la gratitud de la amistad y la sabiduría de la tolerancia.

José y Victoria quieren agradecer el apoyo incondicional de su familia. Y esos son aquellos que estuvieron en los momentos buenos y en los más difíciles. Aquellos que no juzgaron, aquellos que intentaron comprender sin preguntar. −La homilía podía ser de todo menos convencional. Narciso decidió aquel día ponerse el mundo por montera bajo la atenta mirada de sorpresa, de unos, y de orgullo, de otros, que conocían sus más profundos ideales.

−Los anillos no son símbolo de cadenas, sirven para recordaros en la distancia y para recordaros por qué os casasteis en los trances duros que es posible que tengáis.

»Ya estoy mayor, por eso doy gracias a la vida por permitirme casar a mi pequeña Victoria. Ella es fuerte, pero tiene un defecto, según se mire, claro está, Victoria tiene demasiado corazón. Es contradictorio lo que digo, ya lo sé, pero es especial, tanto que a veces parece irreal. José, has hecho que Victoria, la del Iglesias, vuelva a reconciliarse con el mundo.

»Ni te imaginas cuánta dicha has hecho que renazca en este cansado y viejo corazón que se aloja en mi pecho. Para mí es fácil y a la vez complicado hablar como un cura, os quiero mucho, y siento que estoy casando a alguien de mi familia.

Narciso estaba emocionado, la boda era diferente a la que estaban acostumbrados los pocos lugareños que asistieron. Sus costumbres, tradiciones y perjuicios impedían al resto del pueblo acudir a la ceremonia, pero, aun así, la atmósfera de bienestar que se creó con los pocos elegidos era aplastantemente emotiva.

La pareja tenía la boda que querían, sin poses, sin compromisos sociales. Si la tierra se hubiese abierto entre sus pies, ellos levitarían perdidos en un espacio liviano de sensaciones irracionales.

Un viejo médico rojo, un falangista de renombre en contradicción con lo que era y lo que nunca sería, una puta que valía su peso en oro, un contrabandista de pocas palabras y grandes secretos, una exmiliciana libre como el viento, esos fueron sus testigos.

Difícil de digerir, y ya no digo de entender, por una sociedad retrógrada y envejecida por el miedo. Todo daba igual, eran su familia, aquellos en los que podía confiar. Victoria era la mujer más afortunada de la tierra. ¿Quién puede decir que sus amigos darían su vida y reputación por un puñado de besos?

La ceremonia seguía por los mismos derroteros y Emilio, escondido en la sacristía, lloraba de emoción viendo en penumbras como se casaba su hermana, le hubiese gustado estar a su lado, pero se conformó, a saber cuántos sacrificios habría hecho ella por él. Intuía que muchos, pero ni tan siquiera su imaginación daba para tanto y tanto dolor.

De vez en cuando la mirada de Victoria se desviaba hacia donde Emilio se escondía con complicidad y recordó lo que le dijo la noche anterior cuando llegó al pueblo a escondidas: “Emilio, tú estarás a mi lado. Ya sé que no lo entiendes, pero eres mi gran estrella”.

Los luceros están muy lejos, pero aun así los vemos, brillas, te pongas donde te pongas, y será difícil ocultar los destellos que emanas haciendo que me deslumbres, mi rubito”.

Cerraron la puerta para celebrar la boda, solo ellos estarían para que Emilio pudiera participar en los festejos, el resto sobraba.

Compraron un borrego, que se comieron asado, y, hasta que el ocaso llegó, corrieron el vino y los parabienes por doquier. El día fue mágico y continuó el esplendor cuando llegó la noche y los fue a visitar la lujuria, el amor, los besos, las caricias, la ternura y sensaciones difícilmente explicables con palabras.

−Nunca más las sombras, Victoria, nunca más, me matarías si te vas.

−José, yo no sé cómo decirte con palabras lo que tú me haces sentir, pero es tanto que hasta da miedo.

−No me lo espliques, bésame que me lo dices todo cuando lo haces.

Dos días más tarde Pedro y su familia partieron hacia el exilio, sin ruido, ligeros de ropas y, según las autoridades, con garantías de protección. Genaro no se fio y dio orden a algunos de sus fieles para que los escoltaran hasta la frontera de la Junquera, aquel detalle era sin duda el comienzo de la reconciliación que, a buen seguro, llegaría.

Victoria decidió no decirle al honorable falangista cuándo se iría, no por desconfianza, sino por no abusar más de él.

Ella y las dos pistolas que llevaba, una en la liga y otra en el canalillo, eran sus mejores guardaespaldas, sin mencionar las dagas que disimulaba entre su vestimenta y la mala leche que calzaba si entrabas a las malas. Además, tenía las piernas duras de tanto ir y venir por los montes. Emilio había recuperado peso y tono muscular, practicar con Julia artes amatorias lo tenía en forma. Y José, ni que decir tiene, perfecto para sus ojos, además no llevaban niños.

La lucha clandestina consiguió hacer de una tierna jovencita toda una guerrera forjada a golpes. Emilio ya no volvió a casa de Julia, se escondió en casa de Pedro a esperar la partida hacia San Sebastián, nadie supo que el hijo rojo del Iglesias había estado viendo casarse a su hermana en la casa de Dios. Él se lo tomó con bastante recochineo.

 

Lunes, 10 de marzo de 1952. ¡Ha muerto el rey! ¡Viva el rey!

 

−Casa de los señores Juárez. Dígame −contestó al teléfono una voz de mujer.

−¡Buenos días! Soy el Sr. García.

−Buenos días, Sr. García. ¿En qué puedo ayudarlo?

−Quisiera hablar con el señor Leopoldo Juárez.

−Un momento, por favor. −El silencio de la línea telefónica impacientaba al hombre que aguardaba respuesta al otro lado.

−Sr. García. En Zancadillas el aire huele a romero. −Después de decir la contraseña, el del Clavel aguardó la réplica.

−En el norte hoy hace sol.

−Leopoldo, el edil ya ha cumplido su ciclo, es tu hora.

−De acuerdo, ¿para cuándo?

−Para ya.

−Que así sea.

−Avísame cuando esté hecho. Quiero retomar el control del oeste.

−De acuerdo, lo haré. La boda ya pasó.  Jo…, disculpe, Sr. García. −Al otro lado se oyó un resoplido en forma de reproche.

−Cuidado con los descuidos. Siempre, García.

−No volverá a ocurrir.

−Eso espero.

−¿Algo más, señor García?

−No, eso es todo. Manténgame informado.

−Sí, señor.

−Espero tu llamada.

−Sí, señor, lo llamaré.

−Adiós, Leopoldo.

−Adiós, Sr. García.

La llamada finalizó y Leopoldo se dispuso a poner en práctica la alternativa infernal en forma de orden envenenada que llevaba tiempo esperando recibir.

Tocaba la medianoche y Leopoldo, muy acicalado, se disponía a salir cuando se abrió la puerta del baño de forma violenta.

−¡Inés! −La mujer estaba en paños menores plantada en la entrada y con los ojos entristecidos. Suplicaba sin palabras−. ¿Por qué cojones has abierto la puerta así? −le preguntó de forma despreciativa a su mujer mientras repasaba su cuerpo escuálido sin disimular su desagrado.

−¿Adónde vas? −preguntó la mujer con voz sumisa.

−¡A ti qué te importa! ¿Qué te pasa?, ¿de pronto has dejado de ser ciega?, ¿me vas a montar una escena de celos a estas alturas? −La mujer agarró en un puño el bajo de su camisón rosa y agachó la cabeza.

»Inés, nunca te engañé, siempre te dije por qué me casaba contigo −le dijo el hombre con calma.

−¡No puedo más! ¡Estoy sola! Tu hijo vive su vida y tú, la tuya. Ya soy una vieja, ni tan siquiera sangro. ¡Necesito un abrazo! −Leopoldo permaneció impasible mirando al desecho que lloraba sin consuelo.

−Querida, estás muy alterada. Tómate algún brebaje de los tuyos y duerme, te hará bien.

−¡Hijo de puta! −La mujer lo insultó con toda su alma. Jamás lo había hecho y jamás Leopoldo había expresado ningún tipo de sentimientos hacia ella, todo era aséptico y neutral, pero aquel día fue diferente. Sin esperar la reacción de su marido, la mujer sintió como crujía su mandíbula al recibir una brutal bofetada, que la hizo caer de rodillas al suelo completamente mareada.

El hombre se recompuso al instante y, atusándose el pelo, le dijo con su habitual cinismo:

−Querida, cuando puedas, levántate o llama a la chica para que te ayude, vas a coger frío en el suelo, que descanses.

Y se fue como si no hubiese ocurrido nada, sin duda, era una mala bestia, pensó la pobre de Inés, que notaba como palpitaba su mejilla maltrecha.

Matías había perdido mucho peso tras la muerte de Ventura. Su casa era una tumba fría y silenciosa. Dorotea vivía encerrada en su alcoba, apenas salía. Estaba perdiendo pelo de forma alarmante. Se la veía mucho más delgada. En su rostro un perenne rictus entre culpa y miedo hacía que se te erizara el pelo al verla. El padre Narciso iba cada tarde, pero no conseguía que la mujer se comunicara, era como si se estuviese consumiendo en un pozo de remordimientos.

Aquella noche, como alguna otra, al alcalde lo había llamado Leopoldo para salir a “despejarse” a casa de Pepa y había aceptado también esta vez. Desde que la niña murió, no quería estar con ninguna mujer, solo necesitaba que le escucharan y beber hasta caer inconsciente. Leopoldo le reprochaba que hablaba demasiado: “Cuidado con lo que le dices a esas putas. ¿Qué quieres?, ¿que nos metan en la cárcel”, le reprochaba su compañero de correrías, pero la verdad es que todo le daba igual, es más, quizás morir fuese una liberación.

Leopoldo aquella noche vio como Matías se ponía algo más cariñoso que de costumbre últimamente con la chica morena que le sacaba dos cabezas, siempre la elegía porque, según él, sabía escuchar. Leopoldo, muy caldeado, decidió levantarle por un momento la vigilancia y retirarse a una habitación con dos mujeres.

Laura vigilaba desde la distancia al edil con cara de repugnancia. Se la tenía jurada y no había dudado ni un momento en aceptar la proposición de muerte. Cuando unas horas antes Leopoldo le propuso cómo, cuándo y dónde acabar con Matías, sintió placer. A cambio le soltaría suficiente dinero como para retirarse a Madrid y montar su propio burdel. Pepa no debía enterarse de nada, parecería algo natural.

Matías bebió y bebió y, después de beber, bebió otra vez. Se retiró a trompicones a una habitación con la morena que le sacaba dos cabezas. La chica estaba contenta por la rapidez con  que el alcalde se ventilaba el coñac. En cuanto se cayera redondo la dejaría en paz, ya había pagado por el servicio, así que cuando acabara Leopoldo se lo llevaría a su casa con ayuda de Guzmán. Ella por esa noche no trabajaría más.

El alcalde enseguida se durmió debido a su embriaguez y la chica que le sacaba dos cabezas, aliviada, salió de la habitación. Laura fingía tener el vientre flojo aquella noche, Pepa le había dado permiso para no trabajar, eso le permitía estar al acecho.

Laura, cuando vio que Matías estaba solo, entró en la habitación y divisó el cuerpo fofo y blanquecino del alcalde boca arriba, tirado de mala forma en la cama; recordó todas las aberraciones a las que la sometió, el asco que sintió y lo mucho que fingió.

Unas enormes ganas de venganza la hicieron moverse de forma casi automática. Recordó aquella tarde que le había dicho a Victoria: “Mátalo cuando puedas”, y un regocijo le recorrió su ser dándole fuerzas. Ella misma sería su propia justiciera.

La muchacha se acercó y notó como Matías respiraba de forma trabajosa, se había bebido una botella coñac francés él solo en menos de una hora, no opondría demasiada resistencia, pero, aun así, ató sus extremidades a los barrotes de la cama. Disfrutando el momento, se sentó a horcajadas encima del hombre y apretó una almohada, con todas sus fuerzas, sobre el rostro del alcalde, un leve movimiento fue toda la defensa del edil hasta que dejó de respirar. Satisfecha por su hazaña, lo desató, volvió a comprobar que no respiraba y se fue a su alcoba a dormir plácidamente, ni tan siquiera le preocuparon los gritos que sonaban fuera al descubrir que Matías había muerto. A la mañana siguiente le informaron de lo ocurrido y, fingiendo estupor, volvió a la cama, su interpretación de convaleciente enferma tenía que ser lo más real posible.

Recibió su dinero tres días después. A todos les extrañaron las marcas de las muñecas y de los tobillos del edil, pero nadie sospechó, a fin de cuentas, don Matías tenía gustos raros, y la chica morena que le sacaba dos cabezas se calló como buena puta que era. ¿Cómo admitir que lo hacía beber hasta caerse muerto para que no la tocara? Oficialmente, el alcalde murió de un coma etílico y, extraoficialmente, el corazón le había fallado por el dolor que le causaba la pérdida de su hija. Las dos versiones eran verdad, solo que Laura aceleró su fin. Laura se sentía satisfecha de creerse la única responsable de la muerte del hombre.

Dorotea no se sorprendió cuando le trajeron el cuerpo de su marido después de que don José, con una frialdad inhumana, certificó la muerte del alcalde. Sentía rabia por culpa de aquella familia de degenerados que por poco le hunden la vida, aun así y haciendo acopio de toda su profesionalidad, él mismo comunicó el fallecimiento a la mujer del difunto, a la simplona de su hija Juana y al canelo del yerno. El clima en la casa era asfixiante, espeso e incómodo. Nadie dijo nada, todos estaban en un mundo paralelo, pero cuando José se disponía a marcharse la mujer lo paró diciéndole:

−¡Espere! Lo siento, José. −El médico la miró con recelo.

»José, toda mi vida he intentado ser la más en cosas materiales y hubiese vendido mi alma al mismísimo diablo por ser una señora, jamás una criada. José, después de visto lo visto, he de admitir que me equivoqué, tengo más dinero del que jamás gastaré, ni yo ni estos, que entre los dos tienen menos entendederas que cualquier bestia. −Soltó el exabrupto dirigiéndose a sus hijos−. Se gastarán todo el dinero que me costó mi felicidad conseguirlo. ¿De qué ha valido mi sacrificio? Le responderé yo, de nada, don José. No he sido libre, ni amada, ni respetada, y encima una niñata caprichosa, mi hija, estuvo a punto de convertirme en una asesina. Lo siento y espero que algún día puedan no guardarme rencor. Perdonarme, lo veo más difícil. No le deseo felicidad al lado de esa mujer, eso en este momento sería pedirme demasiado. Suerte y no mire atrás, don José.

−Adiós, Dorotea, perdóneme, pero no me produce ningún sentimiento positivo su persona y prefiero no mentirle.

−Lo entiendo, hasta siempre, José.

−Señora. −Se despidió  de ella con un escueto adiós, después, tocándose el ala de su sombrero, le dijo adiós a la pareja de bobalicones que tenía Dorotea por hijos. Ni verbalizó un “lo siento”, para qué si no le importaban, entre risitas se hacían confidencias, definitivamente eran muy simples, pero más felices de lo que lo fue jamás la lista de doña Dorotea.

Cuando se disponía a salir reparó en que en una esquina del salón, debajo de la mesa, una niña vestida de negro miraba con tristeza la escena, era la hija pequeña de Dorotea. Se compadeció de la pequeña para sus adentros, escuchó como la puerta se cerró detrás de él, sintiéndose extrañamente liberado.

Aquella misma tarde Leopoldo fue nombrado alcalde del pueblo de Zancadillas de la Serena. “A rey muerto, rey puesto”.