Capítulo 5: CASTUERA, EL LUGAR DONDE SE CONVIRTIÓ EN AGENTE DOBLE

“Mucho puede la casualidad en nuestra vida, porque vivimos por casualidad”.

Séneca

 

Llegó la luz con el día, ya no había sombras, en la mente de José todo comenzaba a encajar. José estaba de pie ya vestido, apoyado en su cómoda y mirando a Victoria mientras dormía. Ella había sido contundente y clara, faltaban piezas, pero eso era solo el relleno, lo importante ya lo sabía. Quería a Victoria, es más, estaba seguro de que no la iba soltar.

Ella había intentado persuadirlo de seguir adelante, pero él se sentía fuerte, más hombre de lo que jamás se había sentido, a la vez, tenía la necesidad de organizar sus pensamientos, de fijar metas, de tomar decisiones. Que quería pasar el resto de su vida con ella estaba cristalino.

Cómo ella lo embotaba, a veces, lo asustaba. Quizás tendría que hacerle caso a Victoria, se daría tiempo aunque su instinto le gritaba que de “eso” no tenía mucho; de todas formas, en su cabeza sentía paz y se hizo la luz al ver como en su cama Victoria se desperezaba; se le antojó, al contemplarla, que era el animal más bello y peligroso de la tierra. Se la imaginó como una pantera, sacudió la cabeza y se acercó a su lecho, depositó un tierno beso en las heridas de sus brazos y, sin más preámbulos, le dijo:

−Son las ocho, tenemos que concretar cosas, mi vida.

Victoria se incorporó, él se acercó a la cama y ella abrazándolo susurró:

−Tengo que estar a las nueve en casa de doña Inés, si no fuera, sospecharía el bastardo de su marido, y tú has de atender tu consulta, lo nuestro ha de continuar entre sombras, ojazos −dijo propinándole un cachete en el culo a la vez que coqueta le guiñaba un ojo. Sin más, desarmó a José, que no pudo reprimir una risotada. Victoria, otra vez, había conseguido poner patas arriba su mundo en un segundo.

La mañana trascurrió pausadamente para José, un par de torceduras, una embarazada con retortijones, y una visita a casa de una anciana a la que, excepto la extremaunción, que el padre Narciso se disponía a darle, no había más que hacer. Tenía a Victoria clavada en su pituitaria, le olía a ella hasta el fonendo, impresionante, si no fuera un hombre de ciencia, pensaría que lo había hechizado.

Victoria llegó a casa de don Leopoldo y doña Inés sobre las nueve de la mañana, se sentía llena de vida, con fuerzas, era la primera vez que entraba en la casa de aquel hijo de mala madre sin estremecerse de asco. Lo que pasó allí aquel día de otoño del 37 trastocó sus principios y le robó la poca inocencia que le quedaba. La mañana se tiñó de sangre, dolor, asco e indignidad, ese recuerdo pesaba en su alma como una losa de toneladas, fue su primer muerto, fue el principio del fin. Tendría que contárselo a José, no más sombras, si lo suyo tenía que ser, sería sin oscuridad, así lo había decidido, y se hizo la luz en su mente, como una revelación encontró su alma desnuda.

Victoria se afanaba en acomodar la falda al cuerpo sin formas de Inés, era de mediana estatura pero recta. Sus caderas eran dos huesos que sobresalían, estaba extremadamente delgada, ella comentaba que tenía una solitaria en su pancha. La verdad es que no engordaba ni soplándola, le había dicho muchas veces Flor, la sirvienta de la casa, la cual daba fe de que la señora comía bien cada vez que salía el tema.

Inés había elegido un paño grueso de color verde botella y el forro era más grueso de lo normal, eso producía un efecto de relleno, al menos visualmente no parecía tan flaca. La camisa era de color crema con adornos en el escote, también disimulaba la carencia de mamas, sus pechos eran dos botones; para rematar el atuendo, Victoria había confeccionado una chaqueta tipo sastre con el mismo tejido de la falda, con hombreras, pinzas y mil recursos que conseguían que Inés se viera menos huesuda. La mujer, al verse reflejada en el espejo de cuerpo entero, soltó:

−¡Caray!, Victoria, haces milagros, hasta me veo gordita, sin duda eres un genio con la tijera, hermosa. −Y comenzó a reír ella sola su ocurrencia.

Victoria la miró con ternura, la verdad es que aquella mujer era muy simpática. ¡Menos mal!, pensó. Si encima de poco agraciada fuera una estúpida como doña Dorotea, apañada iba.

−Se la ve bien, doña Inés −afirmó sinceramente la modista, a lo que Inés añadió:

−¡Uy!, y tanto, hermosa. ¡Ah, por cierto!, mi Miguelito viene el sábado once de noviembre y por la noche tenemos cena, ya sabes, de postín. ¿Te interesaría venir a echarles una mano a Flor y a Encarna? También vienen mis primos de Ciudad Real, qué ganitas tengo de verlos, nos hemos criado juntitos, como sabes. Mi madre, pobrecita mía, ¡Dios la tenga en la gloria!, era de allí, y muy apegada a su gente, una enfermedad le costó acostumbrarse a Zancadillas, pero el “ladrón de mi padre era guapísimo, el cacho…”. −Tras la duda Inés no soltó el improperio, lo cual no evitó las risas de ambas mujeres−. Bueno, a lo que iba, mi madre, claro, también era hermosa, ¡ay!, Victoria, a quién habré salido yo.

Y, sin más, su sonrisa fue como un cascabel. Admiraba a aquella mujer, era poderosa, sin saberlo, convertía en color todo el gris que la rodeaba. Victoria, sin poder evitarlo, soltó por su boca lo que le susurraba su alma:

−Inés, alguien con el alma tan bella no necesita nada más para ser hermosa.

La mujer dejó de reír, la miró con ternura y acercándose deposito un cándido beso en su mejilla. Tras unos instantes la miro y con una sonrisa deslumbrante y le pregunto.

−Bueno, Victoria, ¿vendrás el sábado?

−Pues, claro, Inés, aquí estaré-.

Victoria salió de la casa de los Juárez-Ponce con el traje hilvanado de doña Inés, para el sábado estaría. Tocó la bolsa abultada que llevaba abrazada a su pecho y sonrió, siempre le pagaba bien, qué mujer más bondadosa, pensó con cariño. En eso estaba cuando vio la polvareda que levantaba el coche de don Leopoldo, menudo vividor, y que siguiera vivo semejante escoria, se dijo para sus adentros Victoria mientras se mimetizaba con la vegetación del camino, mejor que ni la viera, mucho mejor.

José mandó recado a casa de Victoria con Clemen, era poco más del mediodía, la citó para las cuatro de la tarde, nada había de sospechoso en que reclamara su ayuda para organizar sus historias médicas y su material de curas, a fin de cuentas, lo había hecho todos esos años para don Pedro, en algún momento le tendría que explicar dónde había conseguido ser una enfermera tan eficiente. Las historias estaban ordenadas, solo era una excusa en realidad, pero necesitaba tiempo para hablar con ella, el hecho de que detrás de su despacho hubiese gente era la única garantía de que podrían hablar y no tocar. Si estaban solos en casa, de hablar poquito, muy bien sabía él a qué se iban a dedicar si no había nadie en su casa.

Debía de tener cara de bobo cuando fue consciente de que apoyado en el quicio de la puerta estaba Pedro con una guasa en su cara que no pudo esconder mientras miraba a José. Este, al ver al viejo médico, comenzó a reírse y le dijo:

−Eres imposible, colega, no hay forma de esconderte nada. Anda, siéntate que tenemos que negociar.

−¡Negociar! Ahora sí que me has dejado a cuadros. ¡Vaya con don Joselito!

Pedro cerró la puerta y tomó asiento, sin más, José le soltó, casi de carrerilla, a Pedro lo que llevaba tiempo pensando.

−Bueno, Pedro, ya sé más o menos quién es Victoria. Yo tengo una frase para definirla, se me ha ocurrido hoy. ¿Quieres escucharla?

Pedro lo miraba desconcertado, era una de las pocas veces que lo estaban dejando sin contestación. El niño, al parecer, estaba resultando espabilado. Sin duda, José no tenía nada que ver con aquel nene guapo que se había presentado en su casa hacía menos de dos meses con la nariz ensangrentada. Haciendo tiempo, Pedro se demoró para responder y dijo:

−¡Hala!, querido, lúcete, dime la frase.

Pedro sonrió sinceramente a José, al que, al devolverle la sonrisa, todavía le pareció más joven, y con ternura volvió a hablar Pedro:

−¡Venga!, José, no te hagas de rogar, dímela.

−Ella es como la tierra fértil, lo que siembras recoges.

Pedro se conmovió, aquel hombre de verdad quería a “su Iglesias”, pero le asaltaron las dudas, era muy joven y, a pesar de la poca diferencia de edad, Victoria había vivido mucho; en cambio, él, ¿sabría estar a la altura?, ¿aguantaría la presión? Lo había visto desenvolverse en situaciones estresantes como médico y, la verdad, controlaba bien, pero aquello era jugarse la vida. ¿Estaría a la altura llegado el momento? Pedro se puso muy serio y respondió:

−Sí, José, ella es capaz de lo mejor, pero no te engañes, también de lo peor, es una guerrera. Victoria sabe cuál es el sabor de la sangre del enemigo, ha sido juez y parte, ha luchado, ha perdido y ha ganado. Ella no es una mujer cualquiera, ella es difícil, tiene más huevos que muchos hombres que conozco, es dura como el acero.

»José, lo peor de todo es que hace tiempo perdió el miedo a la muerte. Ha sobrevivido, tiene una facilidad para esconderse camaleónica, eso la mantiene con vida y tiene una causa, salir de aquí con Emilio, para eso hará cualquier cosa, ni tú ni nadie puede apartarla de su camino. Ella sale y entra del infierno con facilidad y ahora soy yo el que te pregunta: ¿Estás dispuesto a quemarte en su infierno? Has de ser consciente del peligro, José. Probablemente no puedas salir de él. Si has de huir, hazlo ahora o nunca, una vez la aceptes, no hay marcha atrás.

José intuía todo eso que Pedro le decía, pero al alba su decisión ya estaba tomada, serio le dijo a Pedro:

−La amo con pasión y siento por ella una ternura inmensa.

Pedro, con más años que cordura, respondió a su amigo:

−Muchacho, ambas cosas son lo mismo, o acaso no sabes que la ternura es el descanso de la pasión.

José descodificó la respuesta y entendió al momento. El joven virando la conversación volvió a lo suyo.

−Bueno, Pedro, ¿negociamos?

Pedro rio, como sólo él sabía hacer, y asintió afirmativamente con su testa. El joven era tozudo.

−Verás, sé que Victoria tenía dos hermanos, uno nacional y otro republicano. El primero muerto, el segundo, tras pasar por el campo de concentración de Castuera, está encarcelado en Badajoz. El marido, el padre y la madre de Victoria ya no están. El único que queda vivo es Emilio, que continúa en la cárcel trabajando en los caminos, el indulto no llega y pretenden fugarse. Victoria durante este tiempo pasó de estraperlista a contrabandista, así es como consigue mejores condiciones para su hermano y ahorrar para la huida, que, por lo que puedo entender, esta próxima. Los mil trabajos que hace Victoria en el pueblo le sirven de tapadera. A la vez es miembro del... −Dejó en el aire la palabra sin atreverse a pronunciar “el partido”.

Pedro, que continuaba impasible, comenzaba a preocuparse para sus adentros, pero tenía que admitir que aprendía rápido el guapito. Al ver que no hablaba, dijo:

−Sigue, te he entendido.

José prosiguió:

−Sé que ella colabora en la causa, no hace falta que te explique a ti lo que hace, parecería absurdo, ¿no crees? Ahora me falta saber tu papel en esta obra, aunque creo que lo puedo adivinar.

Pedro, al escuchar esta última frase, se trasfiguró, inhaló todo el aire que pudo y, escupiendo sus palabras, habló:

−Como se te ocurra delatarnos, no vivirás para contarlo, te lo aseguro.

La frase le salió helada de su boca, su rostro cambió, se desfiguró, la nariz se le afiló y la boca se tornó seca, adquiriendo un color blanquecino más propio de un muerto. Sin expresión, sus ojos lo miraban fijamente, no pestañeaba, no había vida en ellos, sus músculos se paralizaron. Se trasformó en un ser vacío y sin sentimientos. José se estremeció, sintió angustia. Era una sensación oscura y fría que lo perturbó. Incluso notó como la temperatura del habitáculo bajaba.

El corazón de José latía desbocado, tuvo que hacer equilibrios mentales para no desmayarse de miedo. El momento se le antojó eterno. Al cabo de un tiempo, no supo calcular cuánto, Pedro fue volviendo a la vida, sus mejillas tomaron color y José comenzó a reconocerlo poco a poco. El médico fue serenándose a medida que Pedro suavizaba el rictus. Pedro, sin mediar palabra, se incorporó y sentenció con sus palabras:

−No pensé que Victoria te contaría tanto, es evidente que se ha enamorado de ti. Yo todavía no sé si eres un inconsciente u ocultas más de lo que pienso. Hablaremos mañana, por hoy es suficiente. Creo que no tienes ni puta idea de adónde te estas metiendo, pero acepta un consejo, intenta pensar con la cabeza y no precisamente con la de tu rabo. Esto no es un juego, aquí es todo o nada.

              Se dirigió hacia la puerta y agarró el picaporte, tras una pausa se giró con suavidad sobre sí mismo y habló antes de salir. José permanecía clavado en su sillón, impávido y evidentemente arrepentido.

−Por cierto, yo no negocio, José, y mucho menos con la vida de mi familia, ¿entendido? −José asintió con la cabeza y Pedro desapareció tras la puerta.

Victoria llegó a la consulta a la hora que le había dicho Clemen. Al entrar encontró a José tras su mesa, cabizbajo. Tras mirarlo fue hacia él y lo besó fugazmente sin ser correspondida. Victoria se preocupó y comenzó a preparar su mente para el rechazo de José, se recriminó haber sido tan imprudente, ahora el médico sabía demasiado y era vulnerable. ¿No le podía hacer daño?, ¿y si se lo hacían los demás? ¡Dios mío! ¡No! Solo le había hablado de ella, de nadie más, aunque, a fin de cuentas, solo era cuestión de atar cabos. ¿Igual solo estaba asustado?

Si es que era muy bruta, cómo se puede soltar todo eso a un chico que se ha criado entre algodones. Su mente funcionaba muy deprisa y ajena al mundo, tanto que no escuchó lo que José le decía. Volvió a conectar cuando José le tocó el brazo y le dijo:

−¿Estás bien, cariño?

Ella dijo un seco y cortante “no”.

              José se percató de que Victoria no había escuchado nada de lo que le estaba diciendo. Victoria venía en guardia. Su hermoso animal estaba asustado y, mirándola a los ojos, con ternura le dijo:

−Como creo que no me has escuchado, te repito: Victoria, desde que llegué a Zancadillas mi vida ha sido de locos, la verdad, hace días que le doy vueltas a lo nuestro. Ayer cuando me hablaste, no te digo que no me asusté, pensé incluso que probablemente no sepa estar a la altura; como tú sabes, lo más emocionante de mi vida ha sido correr detrás de alguna falda. −Al decirle esto, notó que ella se erguía en su asiento y adoptaba una pose altiva, casi felina. ¡Vaya! Estaba celosa la pantera−. Mis padres tienen posibles, dicen que eran de derechas, porque si eras rico así debía ser. Mi padre se dedica a la medicina y tiene personas de confianza que le gestionan el negocio portuario que heredó de mi abuelo materno. Es un sinvergüenza, pero él piensa que se oculta bien, es rubio y bien plantado. Al señor le gustan mucho las mujeres, un problema para el bolsillo, espero no haber heredado el defecto, digo el del bolsillo, las mujeres me gustan mucho.

Victoria esta vez actuó con indiferencia, pero notó como le brillaban los ojos y la nariz se ensanchaba, estaba cabreada, vaya, era un libro abierto para él, ¡quién lo iba decir! Perdía la compostura por él, pensó José orgulloso.

−Mi madre se parece mucho a mí físicamente, es una mujer educada para servir a su familia, hace justo lo que se espera de ella. Y mi hermana, una señorita bien comprometida desde los diecinueve con un abogado, hijo de una médico colega de mi padre. Este año pasará por vicaría, también hace lo que se espera de ella. −Respiró y miró a Victoria, que permanecía en su asiento, esta vez con una postura regia como si intentará protegerse. “¿Se ha puesto la coraza? Vaya, realmente está asustada, cómo me gustaría abrazarla”, pensó.

−Tienes razón, Victoria, quizás nunca esté preparado para vivir contigo. −Soltó la frase y se mantuvo callado, espero la reacción, que no se hizo esperar. Victoria tragó saliva, lo miró de frente y su cara se trasformó. Le pareció ver a Pedro hacía unas horas allí mismo sentado. Era el mismo comportamiento e intentó comenzar a hablar, pero, esta vez, ella solo consiguió balbucear. A José no se le heló la sangre como hacía un rato, entendió que esa reacción era por pura sobrevivencia. Antes de que ella dijera nada prosiguió él−: Pero lo voy a hacer.

Victoria insinuó una sonrisa. ¡Vaya, había vuelto! Mejor así, no le gustaba verla acorralada, la amaba demasiado.

−Victoria, tengo muchas dudas, pero sé que quiero estar contigo a la luz. Verás, hoy ha estado aquí Pedro, le he dicho que me habías hablado y he cometido una torpeza, he querido saber qué significaba él en tu vida. Mi colega se ha puesto en guardia, creo que piensa que no sabré guardar vuestro secreto, no puedo convenceros de que sí soy capaz, lo único que espero es que con el tiempo sea digno de vuestra confianza.

Victoria se derrumbó, demasiada presión. A su azarosa vida se le había sumado aquel sentimiento profundo hacia a aquel hombre que amenazaba con tirar abajo la poca cordura que le restaba, y lloró pausadamente. José respetó el instante, esperó a que se recompusiera, al cabo de unos minutos ella habló. Victoria echó de menos un abrazo, pero no lo pidió, estaba acostumbrada a vivir el dolor en soledad.

−José, sé el motivo por el cual las únicas personas a las que confiaría mi vida serían Pedro, Isidoro, Pancho, María, Genaro, Julia y Emilio. −Al no pronunciar su nombre, José sintió un pellizco de envidia, pero no la interrumpió−. Este sentimiento hacia ellos lo comprendo, han sido muchas veces las que mi vida ha estado en sus manos y jamás me han traicionado. Ahora sé que tú jamás utilizarías tu poder para hundirme y no sé por qué por ese motivo estoy desconcertada. José, mi confianza hacia ti es una cuestión de fe, no tengo explicación. −Sus palabras se interrumpieron, alguien picó en la puerta, ambos miraron al objeto del ruido hasta que José dio paso.

−¡Pase!

Era Pedro, que abrió la puerta con ímpetu. Los amantes se apresuraron a mirar sus rostros asustados y preocupados. Pedro, que había recuperado su habitual sarcasmo, dijo tras soltar un improperio:

−¡Coño! ¿No habré sido el causante de un coitus interruptus, verdad? −Aquello relajó el ambiente. Pedro, acercando una silla, tomó asiento al lado de Victoria disponiéndose a emitir su alegato ya estudiado, dicho sea de paso, pues el viejo zorro no daba puntada sin hilo−. Perdona mi reacción, amigo, mi familia es lo primero. Por mis años sé que, cuando un hombre está tan, digamos, cegado por el amor, como tú, comete muchas tonterías.

»Tendrás que darme tiempo, José, no estoy acostumbrado a confiar. Mi mujer y mis hijos me necesitan, estoy en la recta final, sé que ahora solo puedo ayudar a los vencidos a tener un final digno, y quizás sea otra generación la que vuelva a vivir en libertad.

»No quiero engañarte, haré cualquier cosa por mantener a salvo a mis niños y a María, pero sé distinguir la lealtad y creo que tú tienes esa cualidad, pero tengo dudas respecto al sacrificio personal que tendrás que asumir si continuas con “mi Iglesias”; por cierto, por ella también me la juego, ningún ser humano se la ha arriesgado tanto por mí como ella, que no se te olvide, José. No preguntes, yo te diré cuando esté preparado y perdóname, esa parte de mí no quería mostrártela, creo que no te la mereces.

Pedro retiró la silla, se incorporó y depositó un beso en la mejilla de Victoria; cuando se disponía a salir, José lo paró con una frase:

−Pedro, dame tiempo a mí también, por favor.

El viejo médico sonrió y contestó:

−De acuerdo, te espero mañana en el casino, creo que hoy vas a estar ocupado, hasta mañana, colega. −Sin más, soltó una risotada que volvió a cautivar a José.

La tarde paso rápido, todos se fueron. A nadie le extrañó que Victoria continuara en la consulta, a fin de cuentas, era la mujer de los mil trabajos. Cuando la casa estuvo vacía se dispusieron a cenar. Todo era erótico en ellos, hasta la forma de poner la mesa. La velada acabó en la cama de José. Bien entrada la madrugada permanecían abrazados y lo hicieron sin miedo, apostando el todo a nada a una carta.

Victoria rompió el silencio, estaban abrazados cuando comenzó a hablar de, sin duda, el episodio más repugnante de su vida.

−José, tengo que contarte que he matado. −Silencio, expectación, abrazo y silencio−. José, ¿estás despierto?

José respondió seguro de sí mismo:

−-Sí, cuéntame, pero, cariño, no necesito saber nada más. Quiero tu presente y tu futuro, con el pasado no puedo hacer nada, excepto comprenderte, háblame si quieres, si no lo haces, lo respetaré.

−Gracias, pero necesito contarlo. −Y se dispuso a hablar, sabiendo que quizás el relato que se disponía a explicar alejaría de su lado a su amado. Aquel secreto era sin duda el peor pasaje de su vida, pero no quería sombras, debía saberlo.

Lo que se disponía a decirle era un peso demasiado grande para su alma, no podía reservárselo en un rincón de su mente al hombre al que amaba.

Valientemente pero, a la vez, llena de miedo, empezó a hablar. Había llegado el momento de que José eligiera “todo o nada”. Y, sin preámbulos, comenzó el juego sumergiéndose en lo más sórdido de sus recuerdos.

 

Jueves, 24 de junio de 1937 – Lunes, 4 de octubre de 1937

“Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos, sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir”.

José Saramago

 

En el verano de 1938 se organizó una gran ofensiva del ejército sublevado para hacerse con el control de la Bolsa de La Serena, único sector extremeño bajo dominio de la República. Se perseguía lograr el control de una comarca de gran relevancia estratégica que, de tener éxito, permitiría incorporar a la zona nacional todo el valle medio del Guadiana, proteger las comunicaciones norte-sur y avanzar hacia Madrid.

Castuera fue capital de la Extremadura republicana y en ella se ubicaron importantes organismos, entre ellos, el Consejo Provincial. Fue sede del Cuartel General de la 37 División y de varias compañías de milicianos. Castuera se ocupó el 23 de julio de 1938 por la 112 división del general Queipo de Llano, cayendo así en manos del ejército de Franco la única zona en Extremadura que continuaba siendo republicana.

En las calles que desembocan en la arteria principal de la localidad, calle de santa Ana, se concentraba la vida política y social de la región de Extremadura. Como ejemplos, el Palacio de los condes de Ayala, que fue sede del Gobierno Civil de Badajoz y Consejo Provincial, en la calle Gabriel y Galán se ubicó la sede del Estado Mayor de la 37 División, y así una larga lista que albergó desde el Hospital de Sangre/ Santa Ana, hasta la redacción de la publicación del Frente Popular, en C/ Benquerencia, pasando por la Casa del Pueblo en la C/ Pilar.

 

Reseña histórica

 

“Dicen que días antes del alzamiento el cielo se tiñó de rojo en aquella tierra extrema.

Rojo que se hizo oscuro hasta ser negro y su tierra cayó en una noche larga, muy larga, de duelo.

Desde la objetividad que me da la distancia, me hago una pregunta tremendamente amarga por lo frustrante:

¿En qué momento todos se volvieron locos?”.

 

Isabel Garlito

 

(Reflexión de la autora)

 

…………………

 

Castuera, 24 de junio de 1937

 

Con el puño en alto y fusil en bandolera, incitaba a los contendientes republicanos recitando “Campesinos de España” un poeta llamado Miguel Hernández.

Emilio formaba parte del Altavoz del Frente Sur. Lo habían elegido para intentar mantener en alto la moral de los guerreros. La infame contienda era cruenta y la propaganda debía manipular las emociones y los sentimientos de aquellos hombres que pasaban penurias en pro de un ideal, afrontar los horrores de la guerra era difícil y estar informado ayudaba a no sentirse como un ratón acorralado dentro de las trincheras.

También participó en alguna obra de teatro que había montado una miliciana que se dedicaba al “artisteo”, pero no hizo falta repetir, vomitó dos veces de los nervios antes de acabar la representación. Su etapa de actor la dio por finalizada al bajar el telón en su primera y última función. La radio en trincheras tampoco era lo suyo, lo de poner las canciones, bien, pero cuando tenía que hablar su voz era muy aguda y dubitativa, trasmitía inseguridad, en fin, escribir y solo escribir, de momento, era lo suyo. Pasarían algunos años hasta que aquella voz sonara a través de las ondas con personalidad.  

Emilio se sentía orgulloso de formar parte de aquello y, sin duda, escribir cosas bellas para que los demás disfrutaran era lo que mejor se le daba. Él era el poeta de la familia, poco se parecía al fascista de su hermano. ¿De dónde coño había salido Juan? Siempre fue peleón, incorregiblemente mujeriego, guapo, y de misas, como su madre. No era como decían que eran los de su camarilla, ¡ni hablar, ni mucho menos! Lo quería tanto, solo dos veces fue a pegar tiros y los disparaba al aire por si acaso Juan andaba cerca. Como llevaba gafas, su superior, un campesino metido a capitán por avatares de la contienda, dicho sea de paso, pensó que no veía un carajo y lo libró de los tiros diciéndole: “Chacho, lo de escribir no sé cómo se te dará, supongo que tendrás que buscarte secretaria porque no ves un carajo, pero de lo de pegar tiros olvídate. Los lápices no matan, pero los fusiles sí, y cualquier día tengo que recoger los sesos de tu compañero. ¡Estás cegato, dao por culo!”, recordaba Emilio divertido mientras veía como comenzaba a hablar el compañero Miguel.

Hernández había llegado a Castuera a mediados de febrero del 37, fue nombrado jefe del Altavoz del Frente Sur, habían trabajado juntos en  la revista Frente Extremeño, que se editaba en Castuera, aquel mismo salía el número dos y Miguel publicó su poema “Campesino de España”. Se sentía henchido de esperanzas.

Miguel pronto se iría, pero aquella experiencia nadie se la podía quitar, estar en aquella redacción con tanto arte por metro cuadrado y ser un espectador de primera fila era simplemente placer.

Comieron unos garbanzos muy duros, a medio cocer, no había leña suficiente, así era la guerra, no era de extrañar que tantos hombres se pasaran de bando, el hambre se quitaba a tortazos, hacía un calor de cojones, y todo el mundo mandaba, con lo cual cualquier soldado se encaraba al superior. “¡Mal asunto un barco sin capitán!”, pensó Emilio, pero, como era poeta, qué leches sabía él de guerras.

Su cabeza era un torbellino y, caminando con el fusil en ristre y aire de soñador, llegaron a la entrada del pueblo, allí trasnochaba Miguel en una finca situada en la carretera de San Isidro, a las afueras del pueblo. Tras despedirse y echarse un cigarro, Emilio y cuatro compañeros continuaron hasta el cuartel de los milicianos en la plaza de San Juan, todavía quedaban unos siete u ocho kilómetros y notaba el cansancio en sus piernas.

Emilio viajaba de su corazón a sus asuntos mientras oía, que no escuchaba, las charlas de sus compañeros caminantes, hacía meses que no sabía nada de Victoria, ni de su madre; se preocupaba de la suerte que podían correr sus mujeres, pero su fe era inmensa en la fortaleza de su hermana pequeña, solo tenía veinte años, pero era tan fuerte, tan joven, tan bella. Se parecían tanto físicamente sus dos hermanos que siempre se preguntaba a quién se parecía él. Si no fuera por el color miel de sus ojos, pensaría que no era hijo de su padre. “Tenía el sello de la casa”, sus tres hermanos lo habían heredado del patriarca. “¡A ve!, mis hijos tienen los mismos ojitos de mi marío”. Se estremeció de ternura al recordar las frases de su madre y la nostalgia se dejó ver en sus divagaciones. Lo sacó de su mundo la voz de Pedro, que le gritaba:

              −¿Iglesias!, ¡carajo! ¿Ya estás cazando moscas otra vez? Quieres hacer el favor de mirar paʼrriba, que te vas a espaniquebrar. ¡A ver, a ver, el muchachillo!

La última parte de la frase Emilio la escuchó tras empotrarse con el carro parado delante de él. Se lo tragó entero, de lleno, sintió un dolor agudo y paralizante en el bajo vientre que lo dobló, haciendo del hombre un ovillo en el suelo, abría la boca desencajado cuando notó que unas manos suaves le acariciaban su rostro y lo abrazaban con todo su ser. Se sintió trasportado a su infancia mientras su hermana pequeña jugaba con él en el umbral de su casa, al cabo de unos segundos una voz de mujer angustiada exclamó:

−Emilio, mi rubito, ¿te has hecho daño?

Emilio se preguntó qué hacía allí Victoria, no podía ser, algo malo pasaba, sin duda, pero no podía hablar. Pedro, riéndose a calzón sacado, respondió por él:

−Que se ha reventado los huevos, el muy zoquete, deja que respire, Iglesias, no le aprietes tanto, mujer.

Emilio quiso sonreír, pero trataba de recomponerse y respirar, cosa que consumía todas sus energías, con lo cual solo alcanzó a emitir un gruñido y, segundos más tarde, incorporándose algo sobre sí mismo, dijo con toda la pachorra de que fue capaz:

−A ve, no lo he visto, chacho.

Pedro, a lo suyo y divertido, le ayudó a recobrar una postura digna y contestó alegre dándole a la vez un coscorrón:

−Ave son las que vuelan. ¿Le vas a dar un abrazo a Victoria o no, rubito?

Emilio se preguntaba a qué era debido aquel comité de bienvenida y, al mirar a su hermana, se le cayeron los palos del sombrajo, Dios mío, qué delgada estaba, ¿y su pelo?, lo llevaba corto como un chico aunque seguía siendo negro y rizado. Sus cortas y sedosas ondas se entrelazaban formando caracoles, pero ya no tenía brillo. Calculó que no debía de pesar más de cincuenta kilos, muy poco para su altura, las ojeras enmarcaban sus ojos ámbar, que parecían todavía más felinos.

Vestía con pantalones que le daban tres vueltas a la cintura y camisa de hombre muy holgada, e iba armada con un fusil que cruzaba su espalda, sus labios eran insultantemente grandes para tan poca cara. Ni rastro de sus curvas y sus pechos generosos en otra época, ahora no lo eran tanto. Los vestigios de otro tiempo se disimulaban bajo una vestimenta por lo menos tres tallas más grandes. Parecía un espantapájaros, pero seguía siendo guapa y de elegante porte, difícil lo tenía para no resultar atractiva, era hermosa, simplemente un peligro en los tiempos que corrían.

Emilio, levantándose del suelo, dio un paso hacia delante y abrazó con fuerza al espantapájaros de su hermana, al sentir su cuerpo todavía se preocupó más, era puro hueso. ¡Pobrecita! Tan joven y ya viuda. Tanto revés le había pasado factura a su salud y recordó el día que le llegó una misiva, desde Zancadillas, donde le informaba Victoria de que había perdido a su hijo. Era un niño, quiso volar a su lado, pero el fuego cruzado se lo impidió.

Triste por sus recuerdos, sintió que algo grave pasaba y apartándola un poco la miró con preocupación, sabía que su hermana era fuerte, no se comportaba como una damisela, no lloraría, era muy difícil derrumbarla. Se doblaba, pero para romperla había que echarle arrestos. Asió su rostro entre sus manos y preguntó con precaución:

−¿Qué pasa, Victoria?

La mujer se pasó la mano por su rostro como queriendo sacudir el cansancio, restregó sus ojos y, mirando de frente a su hermano, dijo segura y muy triste:

−Madre se ha ido.

Emilio quiso entender que era un eufemismo, que en realidad su madre se había muerto, y ese rato de divagación alivió el golpe, tras un instante el hombre reaccionó llorando como un crío. Su querida hermana lo acunó un tiempo que se antojó una eternidad. Entre lágrimas, como intuyendo algo peor, el muchacho preguntó con un hilo de voz:

−¿Sabes algo de Juan? −Silencio.

              Emilio se alertó y, esta vez de forma más enérgica, exigió:

              −¡Victoria, habla!

Pero Victoria mintió para proteger al poeta:

−Sí, está bien y vivo, recibí carta por la Cruz Roja, no te preocupes, está en Cáceres. Destruí la carta por seguridad.

La respuesta era lógica, pero una desazón inexplicable no abandonaría el pecho de Emilio jamás. Victoria no sintió remordimiento alguno por la mentira y Pedro, mirándola con mucha fuerza, lo entendió.

Victoria había decidido no decirle a Emilio que un mes antes de la muerte de la matriarca había enterrado a Juan. Pedro y Narciso la habían acompañado en todo momento.

Si Emilio lo hubiese sabido, habría corrido a amortajar a su hermano, se habría liado a mamporrazos con todo bicho viviente, en fin, era una incógnita su reacción, pero en cualquier caso sería irreflexiva. Era mejor así. En definitiva, Emilio era un poeta y debía proteger a su rubito, no podía con otro duelo, se iría detrás, a lo mejor era egoísmo, qué sabía ella. Fuese como fuese, Emilio debía continuar respirando o, de lo contrario, su propia vida correría peligro, y lo más desesperante para la mujer era saber que ella misma sería su propio verdugo.

Victoria continuó consolando a su hermano hasta el alba. La muchacha sentía una angustia que la mataba a dosis letales. Una parte de ella murió aquella noche, aquella parte que no sabía vivir.

Al llegar el día supo exactamente qué debía hacer para sobrevivir, descifró el mensaje de su espíritu, la pena no la dejó pensar con claridad en el pasado, se reprochó, sacudió sus demonios y tomó una determinación: no habría guerra que le arrebatara a la única persona que la mantenía aferrada al mundo de los vivos.

              Emilio se convirtió en su tabla de salvación. Su misión desde ese instante sería regresar del infierno con su hermano al lado, haría lo que hiciese falta y no permitirá que ninguna norma moral le cortara el paso. Su rubito era su causa y volvería a respirar cuando él estuviese a salvo, esa letanía la acompañaría día y noche, noche y día…

Hacía tan solo unos minutos que la luz había ganado la batalla a la noche y Pedro seguía en pie. Su bata blanca estaba teñida de rojo y miraba con dolor como un chico de apenas veinte años se aferraba a la vida, con los ojos fijos en la bóveda de aquella casa que hacía de veces de hospital de sangre. Desde luego, distaba mucho del hotel Ritz en Madrid, alguien le había comentado que era allí donde atendían a los heridos cuando llegaban a la retaguardia. Al menos estaba en la calle con más postín de Castuera. ¿Pero qué estaba haciendo? Enfrente de él alguien moría y él pensando estupideces, se reprochaba para sus adentros.

Sintió un profundo ruido, ronco y gutural, que emitió el moribundo, y vio como el rictus del muchacho cambiaba, la nariz más afilada y los pómulos marcados de un color gris anunciaban el fin.

Describir la muerte era hablar de sensaciones, de frío, de olor. Un olor distinto, demoledor, que angustiaba a la par que desconcertaba. Volvió a escuchar aquel estertor y se estremeció, una infinita compasión le barrió sus fibras, la impotencia luchaba por escapar en forma de llanto. No le quedaba ni una gota de morfina, la cara de la muerte se dibujaba en el muchacho y él no podía ni aliviarlo, sintió como sus piernas se doblaban de cansancio; tomando conciencia de su estado, permanecía de pie enfrente del camastro mortuorio.

Julia dormía sentada en una silla con la cabeza apoyada en sus brazos, que hacían las veces de almohada. Narciso, en un rincón, descansaba sentado en el suelo, la cabeza reposaba sobre sus rodillas, que abrazaba fuertemente, en un suelo de color verde y blanco repleto de trapos ensangrentados, y, en el aire, la desolación era la protagonista. Sacudió la cabeza para intentar zafarse de aquella sensación de resaca que le embotaba el cerebro, de pronto sintió como resbalaba algo caliente y líquido por sus piernas y notó como su cuerpo se sacudía. ¡Se había meado encima! Perdió la noción del tiempo justo en el momento en que dio al miliciano por perdido. De pronto miró al joven y ya no estaba allí. Pedro fue consciente de que quizá jamás superaría esa etapa de su vida.

Serían alrededor de las diez de la mañana cuando Victoria salió de la redacción de Frente Extremeño, habían pernoctado allí. La calle era estrecha y la casa, grande. Victoria supuso que a alguien se la habrían expropiado, seguro tendría dueño, recordaba como al principio del infierno los milicianos habían llegado a su pueblo y sin preguntar se habían hecho cargo de las posesiones que habían considerado oportunas, sin pedir permiso, avasallando a todo aquel sospechoso de ser burgués, aquella gente se comportaba como animales irracionales a los cuales de pronto se les da libertad y se sienten capaces de cambiar su suerte, capaces de cambiar el signo de su cuna.

Recordaba como los milicianos habían rondado  la casa de Anselmo, “El poquito”. Este ya brincaba los sesenta, pero conservaba la fuerza y el coraje de su juventud, era soltero y tenía varias fanegas de tierra que trabajaba como un burro. Por ese motivo lo habían etiquetado de “burgués y de derechas”. Y en ese momento era motivo más que suficiente como para ser objeto de las iras de aquellos desheredados de la tierra.

Se escondió en el “doblao” cuando alguien lo avisó de que vendrían a por él para darle el paseíllo. Los esperó con la escopeta de caza cargada, permaneció en lo alto, dos días con dos noches, nadie apareció por su casa.

Emilio despistó a los milicianos, pero no se atrevió a entrar en casa de Anselmo, estaba seguro de que dispararía sin preguntar a lo primero que se atreviera a cruzar el umbral. El Poquito bajó del “doblao” cuando le pareció. “Mejor no tentar la suerte, menudo cacho burro es el Poquito. ¡Cualquiera entra!, si se revuelve y echa bellotas, el animal”, recordaba que decía su hermano. Sus tribulaciones la hicieron sonreír.

Miraba el ir y venir de gente, con ese aire guerrillero pero informal; a pesar de lo duro del momento, sonreían e irradiaban esperanza, la gran mayoría estaba en la veintena y caminaba buscando la calle principal. Victoria pensó que sería allí donde se cocía la historia y no a fuego lento precisamente. Tenía la sensación de que todo iba demasiado deprisa.

Victoria observaba ensimismada la vida cotidiana cuando sintió que alguien se aproximaba por su espalda. Supuso que era su hermano y no se movió, por ese motivo brincó como poseída plantándose en mitad de la calle, de una forma muy cómica, cuando una mano grande le apretó el culo y de paso le rozó su sexo. La mujer se volvió y vio a un hombre moreno, agraciado, con mucho pelo por todas partes y unos enormes ojos negros que sonreían juguetones. Sus facciones eran angulosas y resultaba muy atractivo. Su sonrisa franca embellecía su mentón cuadrado. No era muy alto, pero sí fuerte y musculoso. Aquel hombre con aspecto de canalla la miraba travieso a la par que expectante.

La mujer midió sus fuerzas y pensó que no tenía suficiente poder como para asestarle un rodillazo en los huevos, sin embargo, su boca no pensó tanto y le gritó con toda la rabia que pudo reunir:

−¡Cabrón, toca a tu puta madre!

El guerrillero, divertido por el momento, le dijo entre risas:

−Perdona, chacha, es que no estaba seguro de si eras hembra. Con esa pinta no me ha quedado claro y he querido comprobarlo. Compañera, no te enfades, yoooooo…

Y salió despedido hacia delante quedando justo al lado de la mujer, tambaleante se giró y su cara cambió de color al ver a Emilio que tras él bufaba como un toro. El desconocido observó con prudencia a su compañero. Tragando saliva alcanzó a decir:

−Perdona, no sabía que estaba contigo.

Emilio tras la embestida le espetó:

−¡Es mi hermana y como te pases con ella te corto los cojones! ¿Lo has entendido, Isidoro?

El hombre, visiblemente avergonzado, se giró hacia Victoria y le dijo muy seguro de sí mismo:

−Perdóname, por favor, no volverá a ocurrir.

              Dicho esto, le cogió los dos brazos a la mujer y le plantó un beso en la frente muy apretado, diciéndole tras el arrebato de cariño:

−A partir de hoy soy tu hermano.

Y, sin más, desapareció, a paso ligero, tras la riada de personas que discurrían por su calle en la misma dirección.

Victoria no tuvo más remedio que reír con todo su ser, ese momento hizo que descargara toda su presión. Emilio la miraba desconcertado, imitándola al cabo de un rato. Ninguno de los dos alcanzó a comprender lo importante que sería Isidoro, su nuevo hermano postizo, en sus vidas.

La mañana discurrió deprisa, acompañó a su hermano al cuartel de los milicianos y pasaron la mañana en la redacción del periódico. Observó como trabajaban con entusiasmo aquellas personas, era hermoso ver tanta ilusión, a pesar de las bombas que caían no muy lejos.

Tras la comida, que consistió en unas gachas de harina insufribles y un trozo de tocino que le supo a bocado divino, Victoria pasó la tarde con Pedro y Narciso informándose de cómo funcionaba el hospital y las calamidades por las cuales pasaban para poder atender a los heridos. La falta de medios y personal hacía de su día a día un infierno. Sobre las ocho de la tarde salieron hacia la colectividad, allí habían acordado reunirse con Emilio.

Intuyendo la reacción del “rubito” cuando viera al padre Narciso, conspiraron para que el impulsivo carácter de Emilio tuviese los mínimos daños colaterales tras la explosión de genio que a buen seguro iba a tener.

El poeta apreciaba al bueno de Narciso. Había ayudado a enseñar las cuatro reglas a medio pueblo y no había hecho ascos en utilizar las instalaciones de la casa del pueblo socialista para sacar del analfabetismo a todo el que se mostraba predispuesto, pero eso no lo iban a tener en cuenta a la hora de juzgarlo los de su bando. Era un cura y, por lo tanto, esa condición sería suficiente para darle pasaporte a la eternidad.

Bloquearse fue la reacción de Emilio cuando vio a Narciso que escuchaba, muy concentrado, como dos mujeres y un hombre debatían en la colectividad. La razón de la reunión era si tenía que haber hombres en la cocina del cuartel de los milicianos o no. Dos mujeres voceaban contestatarias que ellas habían venido a luchar y no para servir a los varones. Gritaban desgañitadas que no tenían ni dios, ni amo, ni marido.

Un hombre hecho un basilisco les reprochaba que en el frente eran muy débiles, eso hizo estallar en cólera a otras féminas que gritaban improperios desencajadas.

Victoria reconoció a Isidoro entre los que mediaban en aquella jaula de grillos. Este, en uno de sus paseos por la sala, intentando convencer a los asistentes de que guardaran los turnos de palabra, vio a Victoria, su hermana desde hacía unas horas, y sin precaución se acercó a la flaca mujer de ojos extraños asiéndola por los brazos, lo que hizo que se pusiera en pie, tras eso le apretó un beso en la frente y la volvió a sentar. Victoria, patidifusa, alcanzó a decir desconcertada:

−Hola, Isi.

Isidoro sonrió y contestó:

−Hola, hermanita. −Y continúo a lo suyo divertido y con energía.

Desde luego, tenía que admitir que el hombre era un personaje algo peculiar. Emilio vio la escena negando con la cabeza resignado, su amigo Isidoro no tenía remedio. Era trasparente como el agua, no tenía dobleces, sus principios eran indestructibles. Era de un pueblo cercano llamado Malpartida y por ese motivo lo llamaban sus paisanos “el paparuco invisible”. Sentía veneración por Lenin y por el alcalde de su pueblo, Venancio, un hombre justo y con sentido común, cualidad poco habitual ahora y, por desgracia, siempre. Su pueblo estaba a unos doce kilómetros y allí iba de vez en cuando a esconder a personas a las que él creía buenas para que su amigo Venancio las protegiera.

El alcalde justo tuvo más de un problema con algún que otro descabezado, aficionado a las sacas, por no permitir ningún fusilamiento colectivo. Él era así, “al pan, pan y al vino, vino”, “no hay que confundir la velocidad con el tocino”. Esos eran sus lemas y, aunque simples, eran la esencia de un buen político.

Isidoro poseía el don de la alegría. Era fiel y disimulaba muy bien el miedo a morir. Pero la cualidad más destacada era la de “ser invisible”. Conseguía mimetizarse con el paisaje. Esa cualidad había hecho que pudiera pasar al otro bando sin ser visto, cazar animales que posteriormente compartía y sacar a infiltrados de las trincheras enemigas sin levantar sospechas, era respetado por esa cualidad que en muchas ocasiones había salvado vidas.

Narciso continuaba muy entretenido asistiendo al debate, poco cordial, de aquella jauría que pretendía tener razón a fuerza de gritos e insultos. Al lado del cura, de incógnito, su hermana miraba el espectáculo, y Pedro, con un aspecto muy demacrado, negaba con la cabeza en forma de reproche la lamentable escena. Los tres estaban juntos y él se sintió la víctima de una conspiración de aquel surrealista trío. “El sotanas”, “la espantapájaros” y el liante del médico, ¡cojonudo! Por si no tenía bastante con intentar protegerse a sí mismo, ahora estos tres se habían propuesto volverlo “chalao”, pensaba mientras su cabreo iba en aumento. Asombroso, las pocas luces de los descerebrados que tenía como acompañantes.

Recordaba el día que unos milicianos habían intentado darle el paseo al padre Narciso. Recordaba al pobre hombre enfrente de la puerta de la parroquia con un capirote a modo de tocado papal. La mitra la habían hecho de periódico mientras el cura permanecía de pie y totalmente desnudo. Temblaba como una jara verde y se mofaban de él mientras le voceaban que se tocara el pene. Cuando dieron por finalizada la diversión, uno de ellos le plantó una pistola en la nuca y jugó con él a la ruleta rusa. Emilio recordó como, con la sangre hirviendo de ira contenida, negoció con una serenidad fingida si el párroco debía vivir o morir, al final decidieron no matarlo porque les dijo que, si él fallecía, unos huérfanos que estaban a su cargo no sobrevivirían, no era cuento, era verdad, días después una tía de los niños fue a hacerse cargo de las criaturas. Narciso era una de las mejores personas que conocía, llevara sotana o no. Era un hombre de talante conciliador, jamás adoctrinó, nunca hablaba de un Dios vengador.

A medida que pasaba el tiempo el debate perdía fuelle y el trío dio por finalizada su permanencia en el edificio que era utilizado como colectividad. Emilio seguía mirando asombrado a su gente, vio como el cura se ponía en pie, su altura era considerable y su extrema delgadez también, reparó en lo rápido que había envejecido, su cumbre estaba completamente nevada, no le quedaba ni un solo pelo rubio en su testa, lo llevaba algo largo para un prelado, y sus ojos azules conservaban cierta ingenuidad. Los tres, reunidos en un corrillo, departían con algunos hombres. A Emilio se le heló la sangre cuando vio que el cura hablaba con los desconocidos, menudo inconsciente era Narciso, si con solo abrir la boca soltaba un sermón, no tardarían en darse cuenta de su condición.

Por suerte no duró mucho la charla improvisada y juntos salieron del edificio. Emilio los siguió hasta llegar a una calle casi desierta lejos de la arteria principal del pueblo, cuando se sintió seguro, el hombre los paró en seco a la voz de:

−¡Vaya con Dios, qué sorpresa, Narciso!

El trío se quedó clavado y Pedro, que instintivamente tocó su pistola, se relajó al reconocer la voz del “poeta”, que por el tono intuyó que estaba de muy mala leche.

Emilio llegó a la altura del grupo y soltó sin preámbulos:

−Victoria, ¡vete de aquí ya! Y tú, Narciso, ¿has perdido la cabeza, so loco? ¿Ya no recuerdas que estás vivo de milagro? No tientes a la suerte, quizás no podré salvarte una segunda vez −dijo todo esto haciendo aspavientos con sus manos de forma amenazante.

Victoria intentó hablar, pero Emilio estaba fuera de sí y la mandó callar.

−¡Chitón! –gritó y, acompañando la orden, se llevó el dedo índice a su boca de una forma muy chulesca.

El hombre comenzó a caminar calle abajo, pero desandando lo andado regresó muy rápido. Parecía como si quisiera calmar sus nervios, se pasó las manos por el pelo y volviéndose se plantó delante de su hermana gritándole:

−¿Por qué has venido?, ¿para decirme que madre ha muerto? Con una carta hubiera bastado, ¿no crees? Resulta que la Cruz Roja te hace llegar las cartas, tarde, pero funciona.

Soltaba su discurso cada vez con más vehemencia.

−¡Dios santo! ¿Me queréis volver loco? Decirme cómo les explico a “estos” qué coño pinta aquí la extraña pareja, ¡eh!

Victoria permanecía muy tiesa, con los ojos desorbitados y los puños apretados, sin poder contener la rabia que le estaba provocando el desagradecido de su hermano, habló de forma seca con un tono de voz que daba miedo.

−Estoy aquí porque soy tu hermana, he venido a protegerte y Narciso me ha acompañado. Eres un pedazo de burro, “rubito”.

Emilio sarcásticamente le respondió a la mujer, la cual se estaba quedando pálida por el cabreo monumental que sentía.

−Vaya, qué ilusión, ahora tengo niñeras, “la espantapájaros” y “el sotanas”. ¡Mira tú qué bien!

“El poeta” acompañó sus palabras con un gesto muy de su pueblo y sin previo aviso soltó una onomatopeya semejante al gruñido de un cerdo qué trasformó el momento de sarcástico a cómico.

−¡Oink, oink! −emitió mientras que movía la mano derecha de arriba abajo en sentido vertical a la altura del vientre de su hermana. Además de eso no tuvo bastante con el gesto y el ruidito que soltó:             

−¡Anda, Anda! ¡Arráscate el carajo! ¡Chacho, menudo par de niñeras que tengo!

El cura, que hasta entonces estaba callado, no pudo evitar una risita por lo cómico del momento y, con aire monacal, habló calmadamente disimulando, bastante mal, que le parecía divertida la situación.

−Hijo, tu hermana solo ha querido estar a tu lado cuando recibieras la noticia del fallecimiento de tu madre. Ella solo pretende proteger tus sentimientos y por supuesto que te estoy muy agradecido por haberme salvado la vida, supongo que no sería mi momento. ¡Ah!, y háblame con respeto que te he dado sacramentos. −Emilio se enervó cuando escuchó al cura decir “sacramentos”.

−¡Di que sí, hombre! ¿Te parece si publicamos un bando para que todos sepan a qué te dedicas? ¡Narciso da sacramentos!, o, lo que es lo mismo, es sacerdote.

Pedro, que permanecía en segundo plano contemplando el encuentro, poco afectivo, de los hermanos junto con la divertida intervención del cura, decidió hablar al ver como el poeta estaba a punto de convulsionar, la Iglesias, de desatar su ira, y el Sotanas, al borde de un ataque de risa. Decidió intervenir diciendo de forma conciliadora:

−Venga, vale ya, Emilio. Ellos lo han hecho con la mejor intención. Tendrán que quedarse aquí hasta que se calme el camino de regreso, así que mejor que nos tranquilicemos todos; pueden ayudar en la retaguardia, Victoria en el hospital conmigo y Narciso contigo en la redacción, otra cosa no, pero maneja la máquina de escribir como Dios. Si vemos que la cosa se pone fea, los llevamos a Malpartida, donde Venancio, él los ocultará.

Emilio, desconcertado por como aquellos traidores lo tenían todo pensado, decidió dar la puntilla y de una forma hiriente dijo:

−Solo sois un estorbo para mí. ¡Mañana mismo a casa los dos y no se hable más!

Victoria dio un paso hacia delante muy cabreada y con una mano en alto. Emilio, muy ágil, decidió poner tierra de por medio. Su hermana tenía un mal carácter muy bien camuflado, pero estaba seguro de que o se largaba o se iba a comer un guisado de dedos. ¡Vamos que si se lo tragaba! La conocía muy bien y lo mejor era salir pitando y eso hizo. En menos de un segundo no quedaba ni rastro del poeta.

Habían pasado dos semanas desde la llegada a Castuera de “la extraña pareja”, como los apodó Emilio. Narciso resultó ser un buen ayudante de redacción, hablaba lo justo, casi parecía sumiso. Después de tanto retiro espiritual, debido a su vida eclesiástica, no le costaba en absoluto guardar silencio, casi mejor, se sentía como un espectador, era una sensación de seguridad que lo abducía de la realidad. Pasar desapercibido en medio de tanto horror tampoco estaba tan mal, se repetía a menudo.

Ocupaba su tiempo en la redacción trascribiendo y corrigiendo los artículos que les pasaban los redactores. Lo hacía con una perfección milimétrica. Cuando acababa ayudaba en la cocina pelando patatas o cribando garbanzos. Terminaba la jornada ayudando en el hospital en tareas de mantenimiento y, si era menester, repartía Mundo Obrero, porque así lo mandaban los mandos, valga la redundancia. Según los jefes, para informar a los combatientes, según Pedro, allí contaban lo que les convenía a los mandos y él creía al médico, a pies juntillas, era el único que sabía la verdad. Pedro estaba bien informado. La única persona que sabía por qué tenía tanta información el médico era él y así debía continuar siendo. De lo contrario, la vida de su amigo correría más peligro todavía.

Victoria hizo un curso acelerado de dos semanas para convertirse en voluntaria o, lo que era lo mismo, vaciar orinales, lavar sábanas, hacer vendajes sencillos, limpiar el poco material quirúrgico del que disponían, serenar a los heridos, pinchar morfina, hacer camas ocupadas de heridos que no se podían levantar y aprender a ser una buena asistente de las enfermeras tituladas, las cuales eran extranjeras, dos inglesas y una polaca. Allí conoció a María.

María era soltera y la menor de siete hermanas. Le había tocado cuidar de sus padres, los cuales ya habían fallecido, y de unos tíos sin hijos que vivían en Cáceres, por ese motivo, no tuvo tiempo para casarse. La condenaron al celibato por ser la benjamina. Regresó a su pueblo cuando sus familiares fallecieron, la causa de la muerte, setenta años muy trabajados cada uno.

María había llegado a Castuera hacía cuatro meses y se encontró con que su casa estaba siendo ocupada por un médico que andaba siempre cabreado y se llamaba Pedro. Sus hermanas decidieron irse a Huelva, a zona nacional, allí tenían una finca, herencia de su abuela. En el pueblo, al comenzar la contienda, habían expropiado sus casas por sospechosos de ser de derechas, que lo eran dicho sea de paso, pero, como María confesaba en aquellas largas noches de guardia en el hospital, las ideas de su familia no eran motivo para que te echen de tu casa.

Vivía en “su casa” junto al médico, pero no revueltos. ¿Adónde, si no, iba a ir? Ayudaba en el hospital de sangre, tenía experiencia en esas lides, había sido dama voluntaria en el otro bando porque la guerra la pilló en Cáceres, al regresar decidió ayudar en su pueblo, esa era la versión de la mujer, la de Pedro era más retorcida. Según el médico, María era una infiltrada cuya única misión era la de pasar información al enemigo. Se mostraba muy seco con ella, casi desagradable, con el resto Pedro era amable.

Victoria sospechaba de los verdaderos sentimientos del médico, pues lo había pillado varias veces mirando con ojos de deseo a aquella mujer de formas sutiles, estatura baja, pelo del color del caramelo y ojillos marrones. Era muy delicada, casi etérea, y de cara angelical. A Victoria le costaba creer que era una espía sin alma, pero, como decía su amigo, en ese mundo nada ni nadie es lo que aparenta ser. Victoria se andaba con cuidado por si acaso, pero cada día apreciaba más a aquella mujer y sabía, porque lo notaba en su mirada, que a Pedro le estaba ocurriendo lo mismo, pero de una forma lujuriosa, a pesar de lo huraño que se mostraba con aquel ángel. María debía brincar de largo la treintena, tres meses después de acabar la guerra supo que el día que la conoció tenía treinta y siete. Se acordaba bien del momento en que le reveló su edad, fue el día que se casó con Pedro. La vida les estaba regalando un nuevo nacer aunque en ese momento ninguno de los dos lo sabía.

Victoria también se alojaba en la casa expropiada de María, era amplia y estaba en las afueras del pueblo, también pernoctaban allí Julia, Narciso y Pedro, en total, cinco personas, aunque quedaban aún dos habitaciones más por ocupar. La casa era grande, sin lujos, pero “apañá”, como decía su nueva amiga Julia.

La noche en que cambió radicalmente la vida de Victoria a las tres mujeres les tocaba guardia en el hospital de sangre. Victoria acordó que iría más tarde, le había bajado “el asunto” y le dolía el vientre a reventar. Se había tomado un analgésico “buenísimo” llamado Optalidón, que conservaba como oro en paño desde que el distribuidor de los fármacos se lo había regalado a modo de cortejo. Cuando le empezó a hacer efecto sintió un nerviosismo interno muy chocante que no la dejaba estarse quieta. Se sentía llena de energía y con unas ganas de trabajar inmensas. El dolor había desaparecido, pero ella estaba demasiado acelerada. Se dispuso a salir a ver si andando se le pasaba algo su euforia, ¿qué coño se había tomado? Se paró expectante, a pesar de su estado, cuando oyó como Pedro hablaba con alguien con mucho secretismo, eso la intrigó, si en algo no era un hacha su amigo era en hablar bajito. Bajó con sigilo las escaleras que separaban las dos cámaras, cosa que le costó la misma vida, pues sus piernas tenían vida propia, y alcanzó a verlo en el patio. La cara del otro hombre no la distinguió, pero sí su voz con claridad, le llamó la atención que llamara Jara a su amigo. Era consciente de su estado, pero la curiosidad le pudo y se escondió en el hueco de la escalera a escuchar lo que se decía en aquella extraña reunión.

Una hora antes Pedro había salido a las traseras de la casa que habitaba. Su morada había sido requisada por la República a la familia de María, esa mujer que lo estaba trastocando, no se fiaba de ella, eso de que hubiera sido dama voluntaria en el bando nacional no le encajaba. ¿Y si era una infiltrada? A pesar de su desconfianza, no podía evitar sentir un hormigueo en el pecho cada vez que la veía. La evitaba, incluso era desagradable con ella, pero, lejos de alejarse de su pensamiento, cada vez estaba más presente.

Intentó concentrarse, estaba en plena misión y no podía desviar su atención. La valla trasera de la casa estaba en el suelo, con lo que tenía un campo de visión amplio, pero también estaba expuesto. Miró una piedra grande bien enganchada al suelo, que se le antojo que llevaría allí una eternidad. La piedra lo llamaba para sentarse, pero decidió no hacerlo por seguridad y se mantuvo medio escondido cerca de la puerta. Se acababa el verano, pero todavía el aire olía ligeramente a jara, la vida se abría paso a su alrededor a pesar de tanto dolor. Se encendió un Ideal con su mechero de mecha. Fumaba poco, pero andaba nervioso últimamente.

              Pedro era muchas cosas además de médico, que en sí mismo ya era estresante. Una de esas cosas era ser espía y, por si fuera poco, tenía que hacerle creer a un bando que colaboraba con él cuando en realidad solo era una tapadera para infiltrarse y obtener información, que pasaba al bando que a priori era el espiado, en fin, ¿era para estresarse o no?, se preguntaba a sí mismo.

A estas alturas del baile, Pedro sabía lo que quería y era vivir en una controlada libertad. Con normas, sí, pero sin imposiciones, con lo cual había llegado a la conclusión de que la democracia era la mejor opción. También tenía meridianamente claro que la guerra la perdería su bando, no solo porque aquello era una olla de grillos, sino también porque tanto los alemanes como los italianos apostaban por los sublevados y colaboraban con aviones, comida y armamento, mientras los ingleses y franceses continuaban sin tomar partido en España, observando y vigilando los acontecimientos, sin valorar con la debida atención a aquel “loco chillón” al que llamaban Führer, que apoyaba al bando sublevado y tenía fantasías imperialistas. Los rusos jugaban al despiste, un pasito para delante, otro para atrás, pero algo más ayudaban, quizás por las ansias de expandir el comunismo, en honor a la verdad. Conclusión: ni los ingleses ni los rusos apoyaban a los nacionales, con lo cual jugaría con ellos. Al menos habían tomado la misma decisión, no reconocerían a los sublevados. Sería práctico, no tenía edad para inventos.

Pedro había dicho muchas veces que España solo era un experimento de lo que vendría, que el alemán se estaba armando hasta los ojos y que el teatrero italiano lo apoyaba. España sería una magnífica puerta a otros continentes. Que la vieja piel de toro solo estaba siendo un excelente ensayo de una, aún más, macabra partida que estaba por venir. Lo acusaron de fatalista y le dijeron que no sería para tanto. ¿Tendrían razón los demás?, se preguntaba para tranquilizarse, a fin de cuentas, solo era un médico de cincuenta años al que le gustaba pensar.

Cuando se disponía a apagar su pitillo vio unas luces centellear, cuatro veces en secuencia de dos destellos cada una. Las luces estaban cerca y era el Inglés. Un corresponsal del Times que cubría la guerra, en principio todo parecía inofensivo, pero en realidad era un miembro del M16. Pedro colaboraba con ellos a cambio de una salida digna si todo aquello se complicaba, los ingleses no querían conocer el presente, sino anticiparse al futuro, necesitaban saber cómo se organizaban los republicanos y las opciones de victoria, por otro lado, querían saber si tanto un bando como el otro tenían ayuda exterior, y lo que realmente querían del médico en ese momento era que colaborara pasándoles información.

−Jara −saludó el enviado inglés en un perfecto castellano, nombrándolo con su nombre en clave.

−Inglés −contestó Pedro.

Sin más preámbulos Pedro comenzó a hablar, aquellos encuentros eran rápidos y concisos.

−Están mal organizados, pelean por cualquier cosa, todo se debate, hasta lo más insignificante, no respetan los mandos, tienen mucha información, tienen muchos infiltrados, saben de antemano por dónde pueden atacar, pero no disponen de medios para combatirlos. ¿De qué sirve saber tanto si no puedes actuar? Le dan mucha importancia a la prensa y a intentar que los soldados estén animados, pero es imposible. La hambruna está haciendo estragos y he detectado tres casos de tifus hoy, me temo que irá a más.  Llegó el chico que ha estado infiltrado en el bando nacional, dice que viene de Medellín, del castillo, y que estaba en una casa con muchos milicianos, en realidad estaba en las trincheras de los sublevados. Esta es la información que me ha pasado. Pedro extendió su mano y dejó un carrete de fotos en la mano del periodista.

−Son los aviones extranjeros −comentó Pedro. Se refería a los aviones alemanes que estaban colaborando con Franco bombardeando a todo lo que corría.

−Mi medicación, ¿la has traído? −preguntó el médico.

El Inglés asintió afirmativamente con la cabeza y depositó en la mano del hombre un paquete, que sacó de un petate, del tamaño de una caja de zapatos.

El agente, sin más, comenzó a hablar:

−En dos semanas llegará a casa de Leopoldo, el terrateniente de tu pueblo, un miembro del Partido Nazi. El terrateniente estará solo, ha mandado a su mujer a zona segura. El alemán lleva consigo documentos importantes que pretende vender a los rusos. Están citados en Portugal, la misión es conseguir primero que ellos esa documentación sin que los rusos sepan que la tenemos. ¿Lo has entendido, Jara? No la destruyas, queremos que llegue a manos rusas. Jara asintió y preguntó:

−¿Cuál es el plan?

−Debes regresar a tu casa, ya te diremos fechas. Leopoldo celebrará una cena con las autoridades, tú estarás allí. Tu papel de médico voluntario destinado directamente por el comité europeo te da una buena tapadera. La neutralidad te mantendrá con vida. El nazi oculta su identidad diciendo que es un comerciante interesado en una empresa de tueste de café en Portugal, como sabes, Leopoldo tiene negocios en el país luso, a nadie le extrañará. Comprará esa fábrica y regresará a Alemania. Necesitarás una mujer para la misión, mientras uno lo distrae, otro ejecuta. Intentaré encontrar a alguien aunque es difícil, estas milicianas piensan que la guerra se gana a tiros, demasiado idealistas. ¿Tú sabes de alguna sensata y con temple?

Después de la reflexión, Pedro hizo un gesto de negación con la facies sobria. Citándose para el próximo encuentro, se despidieron con un apretón de manos.

−En dos días regreso, adiós, Jara.

−Adiós, Inglés.

Victoria continuaba escuchando, entendía, pero no quería entender. ¿Quién era Pedro?, ¿cómo que no se gana la guerra a tiros?, ¿el plan?, ¿Leopoldo? Una voz interior le decía que tenía que irse, salir al exterior, pero estaba muy nerviosa y a oscuras, temió que la descubriera, estaba asustada y muy desconcertada. Hacía mucho rato que “el inglés” se había marchado. Hecha un lío, continuaba indecisa cuando vio otras luces que se acercaban, el corazón le latía con fuerzas y continuaba muy azorada. Optó por quedarse allí.

−Camarada, doctor −dijo una mujer con acento extraño.

Tampoco alcanzó a verla, aquella gente intentaba siempre ocultarse y buscar el menor resquicio de sombra.

−Catalina −respondió Pedro.

La mujer empezó a hablar como si hubiese memorizado un esquema y lo soltó sin respirar.

−En dos semanas tienes que estar en tu pueblo, en casa de Leopoldo se alojará un alto dignatario nazi, va a vendernos papeles de los planes del Führer.

La entrega será en Portugal, cerca de Olivenza, pero la noche anterior se celebrará una cena en casa del terrateniente, es un mediador y simpatizante nazi, tú estarás, queremos que nos pases la información antes de la entrega, para asegurarnos de que no se guarde nada. ¿Entendido? −preguntó la mujer. Sin dejar que su interlocutor respondiese, continuó soltando su monólogo−: Necesitas un cebo, ¡búscala! Si no, tendré que ir yo, pero, si hablo, estaremos en apuros, además mi presencia no es muy española. Te dará cobertura Chaparro.

−De acuerdo −dijo Pedro y, deseando acabar el encuentro, le entregó su material−. Toma, son las fotos de Chaparro. −Extendió la mano bruscamente dándole otro carrete a la rusa.

−¿Mis medicinas? −preguntó Pedro.

La mujer, imitando la escena que momentos antes había protagonizado el inglés, le hizo entrega de una caja. Estaban en eso cuando el maullido de un gato asustado seguido de unos platos que se estrellaban en el suelo y el grito de una mujer rompieron el silencio. La rusa empuñó un arma y Pedro hizo lo mismo poniéndose a resguardo a ambos lados de la puerta trasera.

De pronto escucharon como alguien se incorporaba y se movía, la rusa sin pensarlo cambio de posición y disparó, se escuchó un grito agudo y, tras eso, la voz de Victoria, que decía presa del pánico:

−Pedro, soy yo, ¿qué me has hecho?

Y un sonido sordo y hueco de alguien que se derrumbaba hizo que Pedro sudara fríamente y se convirtiera en un muerto que caminaba. Notó como el corazón brincaba en su pecho y se paraba un instante. Bajó el arma de la rusa de un manotazo y gritó angustiado:

−Has matado a Victoria.

La rusa, sin entender nada, dijo:

−¿Quién es Victoria?, ¿y qué si está muerta? Si sabe, ha de ser eliminada. −contestó Catalina sin parpadear, sin lugar a dudas, estaba muy bien adoctrinada, hizo lo que debía, sin más.

Pedro, presa del terror, contestó elevando la voz con autoridad, sin pensarlo e improvisando para intentar evitar que la rematara, en el caso de que estuviera viva todavía, cosa que no sabía:

−Ella será nuestro cebo, es una fiel seguidora de la doctrina comunista, camarada.

La rusa cambió de rictus y sin dudar sacó de su petate la linterna y se dispuso a salvar a su camarada. Haciendo otra vez lo que debía. Pedro fue tras ella rápidamente y vio a Victoria en el suelo sangrando por un costado. Estaba inconsciente, pero no tenía dibujada en su cara la muerte, se acercó a ella con urgencia arrancándole literalmente la camisa, respiró aliviado cuando vio que la bala había rozado la piel de la joven ocasionando una quemadura y algo de sangre, que manchó escandalosamente su camisa blanca.

Cuando volvió en sí, estaba en el hospital, ni rastro de la rusa, Pedro terminaba de curarla muy preocupado. Narciso rezaba con disimulo en un rincón. Julia y María con los ojos colorados lloraban silenciosamente a la par que sorbían mocos, y Emilio muy angustiado abrazaba las piernas de su hermana mientras era consolado por Isidoro, que acariciaba su hombro.

Pancho, el Chaparro fotógrafo, en otro camastro miraba curioso, hacía tres días que estaba en el hospital por culpa de la metralla que se había alojado en su muslo en su última huida del bando nacional.

Cuando todo se calmó, serían alrededor de las cuatro de la madrugada. Pedro se acercó a Victoria y le dijo con un aplastante sentimiento de culpa:

−Lo siento, no debías estar allí.

A lo qué Victoria contestó convencida:

−Ya me lo explicarás con más calma, confío en ti, Pedro.

Necesitaba dormir, estaba extenuada. El sueño venció la batalla a la curiosidad. Pedro asintió y pospuso la conversación, diciéndole mientras insinuaba una sonrisa irónica:

−Niña, qué cosas tiene la vida, ahora eres una agente doble por culpa de un minino.

Sonriendo con amargura, le dio un beso en la mejilla a su Iglesias y dijo con voz paternal:

−Descansa, hablaremos cuando estés mejor.

En menos de dos días Victoria estaba recuperada físicamente, otra cosa era psíquicamente.

Era muy temprano y un sol que predecía ser de justicia a lo largo del día bañaba la piedra eterna de la casa expropiada de María. Pedro contuvo las ganas de sentarse sobre ella y permaneció de pie apoyado en el quicio de la puerta trasera. Victoria se acercó asustada hacia él dispuesta a escuchar en qué embrollo se había metido. El atuendo de ambos era masculino y a ella, como siempre desde que había llegado a Castuera, le sobraba demasiada tela. Victoria escuchó de boca de su amigo una revelación que la dejó estupefacta, y le costó Dios y ayuda encajar el puzle novelesco que el médico de su pueblo le hizo engullir, sin demasiado tiempo para digerirlo.

Pedro la saludó al sentir su presencia pronunciando su nombre:

−Victoria −y comenzó a hablar, sin prisa pero sin pausa. Sin duda había tenido tiempo de pensar cómo decirle la verdad−, sé que estás confundida, pero lo único que he intentado es ser coherente y no cegarme por las ideas. Para mí nada es cuestión de fe. Nada en este mundo es absoluto y sé, desde siempre, que todos somos capaces de lo mejor y de lo peor, solo necesitamos un motivo que realmente haga tambalear nuestros cimientos para convertirnos en ángeles o demonios-.

Pedro tomó aire y hablo como queriendo soltar lastre, algo en su interior le decía que podía confiar en ella, a pesar de su juventud:

−Cuando comenzó el conflicto bélico todo se rompió. Los españoles éramos incapaces de ponernos de acuerdo en nada, la sinrazón llegó hasta el extremo de dividir la Cruz Roja en dos.

El Comité Internacional de la Cruz Roja, que tiene su sede en Ginebra, trasladó emisarios a la Península Ibérica para mediar entre ambos bandos. Después de reuniones interminables, decidimos que existirían dos delegaciones: la republicana, por un lado, y la del bando sublevado, por otra. Respetaríamos ambas la insignia de la Cruz Roja, esto último se ha medio cumplido, he perdido a colegas acusados de pasar información mientras atendían a altos mandos porque a alguien se le ha puesto en sus santos cojones. ¡Ah!, y que te quede claro que la idiotez no es patrimonio de un solo bando −exclamó el médico con una expresión de ira.

Se hizo el silencio un momento y se reprochó a sí mismo su falta de autocontrol. Tras su autorreprimenda mental, prosiguió su confesión con algo más de cordura:

−Yo, como viejo zorro que soy, me ofrecí a colaborar desde el primer instante. Conocía a varios colegas que estudiaron conmigo los dos años que estuve en Suiza; como te he dicho alguna vez, mi familia tenía patrimonio y pudieron permitirse pagar parte de mi formación en el extranjero. Los contactos y el hecho de que hablo francés e inglés me sirvieron  para postularme como mediador. Formé parte del comité internacional, consiguiendo inmunidad gracias al título de neutral que adquirí. Cuento en todo momento con la protección de Ginebra, pero eso no quiere decir que sea intocable.

Pedro hizo un alto en su relato para abordar el siguiente aspecto de su vida, no tenía ni idea de cómo explicarle a una muchacha de veinte años lo decepcionado que se sentía y los motivos que lo habían llevado a ser un agente doble. Tras divagar optó por ser esquemático, iría aleccionándola poco a poco; si Victoria salía corriendo, la matarían, ahora sabía demasiado. Con un largo suspiro se dispuso a abordar el tema, con mucho tacto.

−Victoria, mi doble faceta de espía y médico mediador empezó en la antesala de la guerra. −Silencio largo, que hizo que en el interior de Victoria creciera una fuerte expectación−. En esas largas reuniones para decidir la forma de atender a los heridos conocí a un agente del servicio de inteligencia inglés que además era médico. Al principio, por medidas de precaución no supe la doble ocupación del facultativo, pero un día me dijo que su gobierno quería saber qué ocurría durante la guerra, que no apoyarían un gobierno no elegido por los votos del pueblo y que intentarían ayudar a los vencidos si estos eran republicanos, por ese motivo me presté a ayudarlos.

Se calló en seco dando por buena la explicación, era suficiente por el momento, quería comprobar cómo asimilaba la información su amiga. Victoria lo miraba intrigada, estaba claro que no se conformaba con esa escueta revelación y quiso saber qué pintaban los rusos en todo eso. Tras un breve momento de indecisión, preguntó con prudencia:

−¿Y los rusos?

Pedro, decidido a ser cauto, habló deprisa y sin demasiados detalles.

−Estos se pusieron en contacto conmigo hace unos meses. Chaparro les habló de mí, él cree que los comunistas nos ayudarán si vienen mal dadas, el compañero es un idealista −dijo con pena Pedro. Tras ese comentario observó a Victoria que lo miraba sin entender de quién le hablaba.

Victoria había escuchado hablar de Chaparro, pero no sabía quién era, no se atrevía a preguntar. El hombre notó su confusión y se dispuso a aclarar sus dudas, no podía ocultarle su identidad porque los acompañarían al pueblo de regreso.

−Victoria, Chaparro es Pancho, el chico que estaba contigo en el hospital en el camastro de tu derecha.

Victoria asintió y comenzó a entender que nada era lo que parecía, sintiéndose agobiantemente ingenua. Pedro la miró con cariño y se dispuso a continuar con su relato:

−Él se infiltra en el bando nacional, consigue fotos del armamento que le suministran los italianos y alemanes a Franco, se juega la vida. Un día me preguntó si yo estaba dispuesto a ayudar a los comunistas, me sorprendió, es parco en palabras, por eso intuí que alguien le había ordenado que contactara conmigo. Más tarde confirmé mis sospechas. Los rusos necesitaban un informador discreto y objetivo. Yo accedí. Cuando vas a la guerra, lo primero que tienes que tener es una vía de escape por si las cosas se ponen feas, y, si son dos, muchísimo mejor, así que fui práctico y acepté.

»Los rusos querían saber las posibilidades de victoria del bando republicano en el frente y también en la retaguardia, yo vivo fuera de las trincheras y ellos piensan que les valgo como informante, a cambio me dan medicinas y algo de dinero, por si tengo que salir volao. No es que les importe demasiado la suerte que correrá la República, su único propósito es extender el régimen comunista. Yo colaboro con ellos porque son los únicos que ayudan materialmente a nuestro ejército, por lo demás, están a verlas venir.

              Pedro dijo esto resentido y pronunció lo último que pensaba decir aquel día al respecto de su faceta de espía.

−Victoria, no tenía planeado liarte en todo este desatino. No sé por qué arte de birlibirloque del destino estás envuelta en esto, si te ocurre algo no viviré suficiente para castigarme. Pero ahora hemos de acabar esto cuanto antes. Escucha mucho, habla poco, no te signifiques, guárdate tu opinión, no tomes decisiones sin hablar conmigo y, lo más importante en tu caso, intenta pasar desapercibida, desde hoy pégate a Isidoro, lo llaman el invisible, es uno de los nuestros, aprende a camuflarte entre las sombras. Observa sin ser vista y aprovecha la debilidad del otro, eso te ayudará a seguir viva. −Pedro destilaba amargura en sus palabras. Suspiró y prosiguió hablando−. Victoria, una cosa más, mañana te irás a Malpartida, es el pueblo de Isidoro. Allí ejerce como alcalde Venancio, lo apodan el Justo, no permite asesinatos, él mismo patrulla las calles para evitar abusos, quiero ponerte a la sombra hasta que podamos irnos. Victoria, desde hoy intenta, por los clavos de Cristo, hacerme caso.

Pedro se dispuso a irse cuando sintió que la mano de Victoria apretaba la suya, no dijo nada, solo sonrió con una dolorosa amargura que quebró el alma maltrecha de Pedro.

 

 

 

 

 

 

Malpartida de la Serena, 6 de septiembre de 1937

 

Venancio, el alcalde justo

 

Menudo personaje el tal Venancio, todo hijo del pueblo lo conocía, pero muy pocos sabían que en realidad no era Venancio, sino Aniceto, hecho que años más tarde le permitió seguir viviendo en el pueblo sin que las autoridades del nuevo régimen lo encontraran, y no sería porque no lo intentaron con ahínco. El juez militar estuvo a un tris de sufrir estrabismo. ¿Dónde estaba el bueno de Venancio? Porque para los descamisados era poco menos que un bendito y, para las personas de orden, un santo, o, lo que es lo mismo, para los de derecha.

En su partida de nacimiento constaba como Aniceto Alberca García, en la fe de bautismo tendría más de un nombre, pero, legalmente, lo de Venancio no aparecía por ningún sitio. 

 

…Aniceto Alberca García, conocido como Venancio, nacido en esta villa el día uno de abril de 1907, que es hijo legítimo de Ángel y Francisca…

 

Así empezaba el certificado que expidió el juez municipal de Malpartida de la Serena el diecinueve de junio de 1940 al juez instructor militar de Mérida, don Diego de la Cruz Coronado, después de marearlo bastante.

El juez militar, que había abierto diligencia sumarísima especial de urgencia, causa nº: 3248, contra Venancio por el delito de rebelión militar, dio gracias al cielo por hallar al escurridizo alcalde y librarse de una bizquera incipiente por estrés que le estaba provocando el escurridizo alcalde,  después de volverse tarumba buscando a alguien que en realidad era Aniceto; y, para más inri, cuando acabó la guerra se volvió a su casa, porque en realidad, hacer, lo que se dice hacer, algo malo, no lo había hecho.

“La teme el que la debe”, decía el Justo, total y absolutamente convencido. El hombre en cuestión, Venancio, tenía treinta años, mediría un metro sesenta, era moreno, de facciones pronunciadas, de hueso ancho y fuerte, las labores de labranza no dejan en el cuerpo ni una gota de cebo, es duro tirar de un arado. Su personalidad era digna de una mención especial. Era una persona llena de energía y entusiasmo. Le encantaban los retos, la libertad y las nuevas ideas. Estaba en su medio cuando lideraba y escuchaba antes de dar órdenes.

“No existen bandos, existen personas con sentido común y otras que apenas pueden decidir con qué pie echarse cada mañana de la cama”, esta era una de las reflexiones del Justo.

Tenía una energía envidiable, que a veces lo llevaba a ser vehemente, inquieto, argumentativo y terco como una mula. Se podía pasar la noche patrullando el pueblo fusil en mano con hombres de su confianza para evitar que los milicianos eufóricos matasen a, según ellos, los propietarios que tenían algunas fanegas de tierra, y a la mañana siguiente estar como una rosa, a pesar de no haber dormido.

“Las piedras que me vieron nacer no se mancharán de sangre inocente mientras yo viva. Dormid tranquilos”, les decía a sus paisanos, y eso mismo le dijo al temido capitán Medina, que en sus noches fúnebres mandaba a cuadrillas de milicianos a “hacer limpieza” en los pueblos limítrofes, pero, en el suyo, no hubo tutía, y el capitán, que tenía memoria, esperó para demostrarle al alcalde quién mandaba allí.

Desde el tres de septiembre al veintiocho de septiembre del 36, y a cuentagotas, fueron apareciendo cadáveres en las tapias del cementerio, catorce en total, y, cuando le pareció al mal bicho del capitán, fue a llevarle un recado acompañado de sus secuaces: “Salud, compañero, he pensado que, como no quieres matar a ningún fascista, cura o burgués en tu pueblo, tendrás que darles sepultura a los que nosotros matemos a las afueras de tu ´querido pueblo´. Para que no seas menos, nosotros ya te hemos manchado de sangre tu pueblo por ti. Salud, compañero”.

Venancio dio parte a las autoridades y no paró hasta que trasladaron a Medina, pero las ganas de partirlo en dos lo hacían sentir más bestia, menos humano, al final iba a conseguir que cometiera una barbaridad. “Hijos de la gran puta hay en todos los sitios”. Esas cosas las sentía de veras.

Su papel era el de empezar algo y liderarlo, antes de la guerra ayudó a fundar la colectividad La Aurora Social. Su gente no iba a pasar hambre por no haber nacido rico y, si tenía que incautar comida a quien más tenía, lo haría. Él creía en una buena causa y luchaba sin descanso para promocionarla.

Así era aquel hombre, un transgresor, justo, moderado, mediador, no ejercía ni la persecución ni la represalia. Venancio era de libre pensamiento, siempre y cuando el respeto fuera mutuo. Era la pieza defectuosa de un puzle que nunca encajaba en ninguna parte de la imagen. Si un adjetivo lo definía era justo, él, que navegaba en un mundo que no estaba diseñado para alguien adelantado a su tiempo dentro de la tempestad que azotaba España.

Victoria llegó al pueblo de Isidoro una noche sin luna, en poco tiempo era toda una experta en mimetizarse con el terreno, el monte no tenía secretos para ella y su determinación era aplastante.

−Isidoro, ¿irás a tu casa?

−No −respondió seco.

−¿Por qué?

−Porque no.

−Esa no es respuesta.

−¡Pero por qué sois tan curiosas las mujeres! −le dijo exasperado.

−Tus padres se alegrarán de verte. −La mujer dio un giro a la conversación a ver si Isidoro hablaba más.             

−Y yo a ellos, pero las sanguijuelas que están a su alrededor no creo que hagan volteretas cuando me vean.

−¿Y quiénes son esos bichos?

−Una de mis hermanastras y el inútil de su marido.

−¿No quieres a tu hermana?

−No ha dejado que la quiera. Veras, niña, soy el bastardo. Pero ya te contaré, es largo y ahora no quiero hablar.

−¿Entonces dónde dormiremos?

−En mi casa −dijo en un suspiro.

−Isi, para ser mi hermano postizo, te tengo que sacar las palabras con sacacorchos.

−¡Vale, tú ganas! Mira que sois curiosas las mujeres.

−No es eso, llevamos caminando casi diez kilómetros y, la verdad, me gustaría descansar en blandito.

−Y lo harás, en mi casa.

−¿Tienes casa?

−Sí, soy como soy y prefiero vivir solo.

−¿Solo?

−Es la casa de uno de mis abuelos, la ocupo yo, es chiquita, pero recogida, y allí viví con Angustias unos meses.

−¿Angustias?

−Sí, una miliciana diez años más mayor que yo que me traía loco, era fea la jodía, pero, oye, una vez metido en el laberinto lo mismo da blanco que tinto.

−¡Pero qué burro eres! −le dijo Victoria con una sonrisa enorme.

−Burra ella y calentorra, ¡pero ya está bien!, ¡esto no son cosas para hablarlas con mi hermana!

−¿Qué pasó? Ahora tengo curiosidad.

−Y vuelta la burra al trigo, mira que sois cotillas las mujeres.

−¡Deja de llamarme cotilla y desembucha!

−¡Qué cruz esta mujer! Pues que un día llegué y me la encontré montando a caballo.

−¡Anda este, pues eso no es malo!

−Si montas a un caballo, no.

−Bueno, hay yeguas muy bonitas. Isidoro literalmente se revolcaba de risa, las costillas le dolían, desde luego su Victoria, a veces, era ingenua de cojones. La mujer, mientras miraba a Isidoro cómo se retorcía como un bicho raro de la risa, cayó en la cuenta y le soltó un manotazo.

−¡Ay!, Victoria, al que estaba cabalgando era a un tío más feo que pegarle a un padre y con una herramienta que parecía una lombriz, pero al parecer la miliciana hacía honor a su nombre, le “angustiaba” no montar. −Risas y más risas aspiradas, montar escándalo era peligroso, esta vez las carcajadas eran de los dos. Cuando se recuperaron, Victoria preguntó:

−¿Y la casa la limpia alguien? Porque yo ahora estoy reventada para coger el trapo.

−Sí, mi madre la limpia, no hay pena por eso.

−Cómo eres, Isi.

−Te empiezo a querer mucho, hermanita. −Y, para rematar, la agarró de los brazos y le estampó un sonoro beso en la frente.

Llegaron a casa de Isidoro de madrugada, nadie los vio llegar, excepto el que nunca descansaba.

Dos golpes en la puerta atrancada aceleraron el pulso de Victoria, lo cual hizo sonreír al invisible, que era incorpóreo, para todos menos para su amigo Venancio.

−Tranquila, Iglesias, es mi amigo Venancio, el alcalde.

−¿Y eso tú cómo lo sabes?             

−Porque va por derecho hasta para llamar a la puerta.

−¡Venancio! ¡Que me vas a echar la puerta abajo, coño! ¡Ya voy!

−¡Isidoro, chachoooo, qué alegría! He visto como llegabas con una muchacha y me he dicho “voy a saludarlo”. ¡Pero qué haces que no me abres!

−¡Voy, pesado! −Dirigiéndose a Victoria le dijo−: Voy a abrirle porque a cabezón no le gana ni Dios-

−Mira que soy corto, ¡tonto de mí! Que si no puedes salir vengo más tarde −reflexionó Venancio atribulado y reprochándose su falta de discreción. A lo mejor, su amigo quería estar a solas con la chica.

Isidoro abrió la puerta encontrándose con un avergonzado Venancio, que portaba su rifle cargado en el hombro derecho, acompañado por dos hombres más, que hacían verdaderos ejercicios de contención para no chotearse del alcalde.

El abrazo fue bestial y la alegría por verse, evidente. El visible, para el alcalde, los hizo pasar al interior de su casa y le presentó a su amiga.

−Es Victoria, la hermana de Emilio, el poeta, me ha acompañado porque, como podéis observar, es preciosa y en Castuera hay algunos mostrencos que la acosan. Se quedará aquí hasta que pueda partir hacia su pueblo, los caminos están muy malos. Espero que la respetéis, es una buena muchacha.

Victoria atendía callada las reacciones de los desconocidos. Todos llevaban la misma indumentaria. Los hombres se llamaban Venancio, Miguel y Domingo, todos vestían igual, camisa blanca de cuello redondo, pantalón y chaqueta de pana marrón. Los más altos se colocaron detrás del más bajo, que parecía el jefe, este, con sonrisa afable, se plantó delante de ella y quitándose la gorra la saludó cortésmente:

−Bienvenida al pueblo, puedes estar tranquila, aquí no correrás peligro.

Y le ofreció la mano a modo de saludo, el hombre intentó no apretar demasiado, pero aquellas manos eran puro acero, duras, llenas de callos y calientes como una estufa, todo él emanaba energía. Victoria no pudo evitar sonreírle y al hacerlo Venancio exclamó:

−Es usted verdaderamente llamativa y no puede ocultar que es la hermana del poeta, tienen los mismos ojos que él.

−No, se equivoca −contestó Victoria.

−De momento veo perfectamente y el color es igualito −respondió Venancio muy seguro de sí mismo.

−Sí, es verdad, en eso estamos de acuerdo, pero no son los mismos ojos, estos son míos.

Los hombres que acompañaban al alcalde ya no pudieron reprimir la risa y Venancio, muy digno, respondió a la mordaz salida dialéctica de la mujer:

−Por lo que veo, de pico está usted muy bien, veremos a ver mañana cómo está usted de pala.

−¿Cómo? −preguntó la Iglesias toda altanera.

−No se ofenda, señorita, pero aquí todos arrimamos el hombro, están los tiempos muy malos. ¿Qué oficio tiene usted?

−Muchos y ninguno en concreto, sé coser, limpiar, lavar, escribir, leer, sumar, restar, multiplicar, dividir, algo de algebra, bordar, cocinar, segar, pintar paredes y cuadros. Curar heridas de metralla, poner inyecciones, vaciar orinales, hacer vendajes, escuchar al que sufre y ponerme en su piel. También muchas ganas de aprender, así pues, lo que no sé todavía lo puedo aprender si alguien me enseña.

Sin palabras se quedó aquel racimo de varones hasta las cejas de testosterona. Menuda hembra tenían delante. El alcalde, camuflando el desconcierto que había provocado en él Victoria, volvió a adquirir el papel de hombre sensato que lo caracterizaba.

−Eso está bien, mañana presentaros en el ayuntamiento a ver lo que podemos hacer con la señora multioficios.

Isidoro, que observaba la escena orgulloso de la Iglesias, comprendió en aquel momento que aquellos dos se llevarían bien, si algo no podía soportar su amigo era a alguien ocioso y ella no conocía el significado de la palabra pereza.

−¡Bueno, por ahora ya está bien! ¡No me caldees a mi hermana postiza que tiene un genio de aquí te meneas! Y luego las pagará conmigo.

−Perdona, Victoria, si te he molestado, pero son tiempos muy duros −quiso suavizar el momento Venancio, el justo.

−Lo comprendo.

Y Victoria no habló más, había hecho todo lo contrario de lo que le había dicho Pedro que hiciera, discreta lo que se dice discreta no había sido, y decidió dar un argumento cuerdo a los allí presentes para variar o enmendar el error si lo hubiere:

−Estoy pensando que… −Isidoro no la dejó acabar.

−¿Que estás pensando? Malo, muy malo. −Victoria lo fulminó con una de esas miradas de lado que te dejaba más tieso que un junco.

−Isidoro, deja hablar a la muchacha −dijo Venancio contento por no ser el objetivo de la fuerza de la mirada de la mujer.

−Gracias, Venancio, verás, como sabes, mi hermano es muy amigo de aquí, el Isi, pero eso en tú pueblo no lo saben. Creo que, para evitar habladurías y confusiones, no deberíamos vivir bajo el mismo techo los dos solos, provocaríamos el rechazo de la población y difícilmente podría ayudar a la comunidad si las personas me repudian por mala reputación.

El alcalde se quedó admirado por la reflexión, llena de sentido común, de aquella muchacha. Sin duda estaba delante de alguien muy especial.

−Tienes razón, Victoria, y me has dado una idea, mañana hablamos, ahora descansar. A las diez en el ayuntamiento, nos vemos, buenas noches.

−Buenas noches −dijo Victoria, y se retiró a su cuarto, que estaba en perfecto estado de revista. Se durmió nada más poner la cabeza en la almohada. Isidoro, al parecer, se fue de ronda con sus amigos, al otro día estaba con unas ojeras que le llegaban a las rodillas, pero allí estaba junto a Victoria, como un clavo, en el ayuntamiento.

Anonadada se quedó Victoria cuando escuchó que desde detrás de una puerta del ayuntamiento salían las voces del parte de guerra del bando nacional. Isidoro no se sorprendió en absoluto:

 

…4 de septiembre: Tras tomar Santander, el glorioso ejército nacional inicia la penetración en Asturias. Prosiguen los combates en Aragón. Dios ayude a nuestros valientes guerreros.

6 de septiembre: Las hordas rojas republicanas toman finalmente Belchite dejando tras de sí el infame horror de la muerte.

 

Victoria no tuvo más remedio que preguntarle a Isidoro por qué estaban escuchando algo prohibido en el bando republicano, tenía la sensación de haber llegado a un mundo nuevo, extraño y particularmente extravagante.

−¿Pero Venancio no es republicano?

−Sí −respondió Isidoro como si tal cosa.

−¿Entonces cómo permite que se escuche la radio del otro bando y en el ayuntamiento? Está prohibido, le pueden acusar de traición. ¿Por qué se expone así?

−Porque él es un hombre justo y respeta la libertad de pensamientos. Solo hay dos transistores en el pueblo, este y el del médico, don Alfredo.

−¡Qué raro es Venancio!

−No es raro, solo es un demócrata y eso, Victoria, no está de moda. Su forma de ser es difícil de entender en una España dividida. Él simplemente es un hombre con sentido común y ética.

−Admirable, no puedo estar más de acuerdo con su pensamiento −afirmó victoria rotunda.

−No esperaba menos de ti. Pero de esto, ni media palabra, ¿estamos?

−Qué sí −respondió resignada y bufando.

Habían pasado unos quince minutos cuando salieron del despacho donde escuchaban la radio el alcalde, los dos hombres de la noche anterior, un señor rubio, al que llamaban “el cano”, que miraba de vez en cuando un reloj de bolsillo muy antiguo, y dos hombres más, uno vestido con buenas telas y el otro con traje de pana, pero mucho más nuevo que el del alcalde, al grupo se unió Isidoro. La despedida entre ellos se dilató y Victoria se sentó en una silla muy incómoda, situada en una esquina con poca claridad, cerca de la entrada. Sin darse cuenta, ya estaba adquiriendo el hábito de no exponerse a la luz, observar y esperar.

Los oyentes clandestinos fueron abandonando el consistorio y ninguno de ellos reparó en la mujer, que, entre sombras, los miraba.

−Bueno, Isidoro, ¿y la damisela?, ¿dónde está? Ayer me pareció muy predispuesta, pero hoy ni rastro de ella.

Isidoro sintió pena por su amigo Venancio y con sonrisa picarona le dijo:

−Te compadezco, amigo.

−¿A mí por qué? −respondió el alcalde confundido.

−¡Victoria! −exclamó Isidoro y una voz segura salió de un rincón.

−¡Voy! −Ganas le dieron a Venancio de darse de cabezazos al ver cómo se acercaba la joven perfectamente aseada y vistiendo ropa varonil.

−¡Buenos días, Venancio! No se preocupe, haré como si no hubiera escuchado nada. ¿En qué puedo ayudar?

−Buenos días, Victoria, y disculpe otra vez −dijo rapidito para que no se notara su nuevo desacierto con aquella joven tan atractiva.

−Verá, en casa de Miguel tenemos a resguardo a cinco religiosas de Zalamea, llegaron al pueblo buscando auxilio, en todos los bandos hay descabezados, pero eso no tiene remedio. Ellas están dando clase a los críos del pueblo, es lo que saben hacer, con una condición, les he dicho que los rezos los hagan en la intimidad y todos contentos. La cosa es que no quiero que las vean por las calles por si las reconocen. Tú podrías ir, acompañada claro, a lavarles la ropa al arroyo, llevarles alimentos y ayudar en lo que puedas, es demasiado trabajo para la mujer de Miguel y podrías quedarte a dormir con ellas, están en el doblao, no es que sea muy cómodo, pero evitaríamos chismorreos.

Ir al arroyo era arriesgado, con lo cual precavido, lo que se dice precavido, no es que fuera el alcalde si lo comparabas con Pedro. Pero esta vez parecía que al menos lo intentaba. Victoria empezaba a entender que ambos hombres jugaban en distintas divisiones. Lo que ocurría en aquel pueblo era inusual e irreal: el alcalde que no dormía, señoritos que escuchaban partes derechistas en el ayuntamiento, monjas escondidas, y las cosas que no sabía, pero que sospechaba, que eran bastantes. Aquella gente vivía su particular guerra, de eso no cabía duda.

−De acuerdo, no hay problema. −Y, dirigiéndose a Isidoro, le dijo con determinación−: Vamos, llévame.

−Gracias, Victoria −le dijo Venancio.

−Estamos para ayudar y me parece muy sensato lo que haces, hasta más ver.

Y tanto que lo vio, plantándole cara a unos y a otros, desde luego sería un perfecto presidente de la República, pero el mundo giraba al revés del pensamiento de Venancio, para desgracia del mundo.

El tiempo pasó en un abrir y cerrar de ojos, la Iglesias fue popular y bien acogida por los paparucos por su buen hacer y porque lo mismo valía para un roto que para un descosido.

La madre de Isidoro resultó ser como rabo de lagartija, nerviosa, inquieta y trabajadora. Era más joven que el padre y en su día había sido agraciada, tenía la misma sonrisa que su hijo, pero siempre estaba asustada, rezando entre dientes a todas horas con un rosario enredado entre sus dedos. La buena mujer era un trozo de pan que iba de su corazón a sus asuntos, nunca tenía tiempo para habladurías ni tonterías.

Victoria trabajaba mucho durante el día y al anochecer algunas veces salía a las afueras del pueblo, siempre acompañada por algún amigo de Isidoro, le gustaba mirar las estrellas, eran impresionantes y se sentía chiquita e insignificante pensando que, si por casualidad alguien los observara desde arriba, estaría pensando que eran unos auténticos idiotas por sembrar tanto odio y miedo. Con lo sencillo que es vivir.

Una de tantas noches la acompañó Domingo a contemplar las estrellas.  Era un chico serio, fuerte como todos los hombres de allí, acostumbrados a trabajar duro, y con mucho mundo interior. A Victoria le gustaba escucharlo, le hablaba de la distancia que había desde allí al cielo, de la flora autóctona de su pueblo, del olor del viento, de una y mil quimeras de libertad. Esa noche, aquel hombre inteligente la sorprendió con una premonición que con el tiempo, desgraciadamente, fue real.

−Victoria, perderemos la República, no perdonarán a los justos, nos pasarán a todos por el garrote, el hambre se cebará con la poca dignidad que nos quede, la tierra será yerma porque no habrá semillas que sembrar, las carreteras y caminos serán destruidos, nadie nos abastecerá, algunos se harán de oro trapicheando con la miseria, humillarán a nuestras mujeres, la Iglesia recobrará su poder, pero esta vez se asegurará de no volver a perderlo, las tierras volverán a ser de los que las compraron con nuestro sudor. Arrasarán nuestro país, las calamidades camparán a sus anchas y después Europa quedará devastada. La reconstruirán y se harán ricos unos cuantos. Los que pensamos en la igualdad solo somos una gota en un océano. Sé que moriré por mis ideales aquí o en otro lugar, pero lo tengo asumido. No manda la cordura, manda la codicia y esa ramera pisa cadáveres sin inmutarse. No estés tan triste, Victoria, bonita.

Victoria se quedó sin palabras, se le había escapado la grandeza de ese hombre, no había sido capaz de darse cuenta de la sabiduría de aquel idealista que parecía que siempre estaba levitando; sin embargo, conocía muy bien la tierra que pisaba. Domingo se levantó de la piedra donde estaban sentados y depositó un tierno beso en los labios de Victoria.

−Adiós, Victoria, el olvido será mi premio, pero hace tiempo que dejé de pelearme conmigo mismo, soy así y no tengo remedio.

Ella no contestó, un nudo en la garganta no la dejó hablar y tuvo la sensación de que jamás lo volvería a ver.

−¡Lo siento! −gritó Victoria cuando ya Domingo estaba lejos, este se volvió y levantado el puño replicó:

−¡Suerte, compañera, tienes que hacer cosas importantes!, ¡cuídate mucho!

 

Domingo Calderón Algaba, nacido en Malpartida de la Serena, Badajoz, el 16 de septiembre de 1906, exiliado a Francia en el año 1939, colaborando con la resistencia francesa fue capturado, apresado y llevado a la prisión del Stalags I-B, Hohenstin. Ingresó en el campo de concentración de Mauthausen el 9 de agosto de 1940 con el número de prisionero 3614. Lo trasladaron al campo de concentración de Güsen el 29 de marzo de 1941, muere allí el 16 de mayo de 1941. Lamentablemente no se equivocó: el olvido fue su premio. Nota histórica.