Capítulo 10: DE LA REDACCIÓN DE FRENTE EXTREMEÑO AL CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE CASTUERA
“Mira que a veces el demonio nos engaña con la verdad, y nos trae la perdición envuelta en dones que parecen inocentes”.
William Shakespeare (Macbeth)
La llamada por el ejército sublevado Bolsa de la Serena cayó el 23 de julio de 1938 con la ocupación de Castuera por la 112 división del general Queipo de Llano (reseña histórica).
Al finalizar la contienda, en las de inmediaciones de Castuera se construyó un campo de concentración. Se ubicó en la ladera norte de la sierra de las Pozatas, en un terreno particular llamado Verilleja, en el camino del cementerio municipal y cerca de la línea férrea Badajoz-Madrid.
El campo, oficialmente, serviría como centro de clasificación de presos según sus cargos, y justificaron su creación por el hacinamiento de cárceles improvisadas en la comarca. En realidad sirvió como centro de castigo principalmente y, después, para clasificar presos; sobre todo en los inicios, fue un lugar de flagelación, adoctrinamiento, ajuste de cuentas y exterminio.
El campo empezó a levantarse en marzo de 1939. En su construcción participaron dos batallones de trabajadores formados por prisioneros republicanos y organizados por la División 21. Se desmanteló en febrero de 1940.
La ley de responsabilidad política 09/02/ 1939 sirvió como arma de represión y castigo a todo aquel que había participado de una forma u otra en el bando republicano.
En el terreno había minas de plomo argentífero. La más conocida era la Gamonita. Exprisioneros afirmaban que a algunos de sus compañeros recluidos en el maldito campo de exterminio los lanzaban al vacío de las minas abandonadas y, tras ellos, bombas de mano; no se han podido verificar los hechos, pero existen testimonios.
El campo de concentración constaba de 70 barracones y se calcula que pasaron por el campo alrededor de 9000 hombres, algunos murieron o fueron asesinados sin garantías de legalidad, otros se distribuyeron por las distintas cárceles de la región acusados en primera instancia de rebelión militar (reseña histórica).
Martes, 26 de julio de 1938
“Es necesario crear una atmósfera de terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todo el que no piense como nosotros. Tenemos que causar una gran impresión, todo aquel que sea abierta o secretamente defensor del Frente Popular debe ser fusilado”.
General Mola: Instrucción Reservada. Base 5ª.
“Nuestros valientes Legionarios y Regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad. Y, a la vez, a sus mujeres. Esto es totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen”.
General Queipo de Llano, «Charlas» radiofónicas a través de los micrófonos de Unión Radio Sevilla, dirigida por el teniente coronel Antonio Fontán. 23 de julio 1936.
Victoria andaba guiada por la intuición. Su hermano estaba vivo, lo sentía dentro de ella y no quería ni podía pensar en otra cosa. Caminaba desencajada, deprisa, casi sin aliento, desquiciada, intentaba no volverse loca de pena, sus sallas negras se movían como látigos cuando cortaban el viento caliente y seco que la mantenía ardiendo. Notaba como la piel de su rostro ardía y supo que lloraba porque le dolían los ojos de restregárselos con las manos con ira, un sentimiento reprimido que se escapaba en aquel gesto. El sudor y las lágrimas que corrían por su rostro sin pausa se evaporaban al instante, el calor era asfixiante, pero ella continuaba andando con rumbo fijo llevada por la necesidad de calmar su alma. No poseía voluntad, era su cuerpo el que se desplazaba de forma irracional.
Sus piernas corrían y más allá de donde sus ojos alcanzaban ya estaba su alma esperándola.
Sintió náuseas y se tambaleó su cuerpo, un vértigo invalidante paró su frenético proceder, apoyándose en una pared, se desplomó agotada en el suelo. Su mente se negaba a perder la conciencia. Pero sus ojos nublaron la visión. Un sudor frío cubrió su cuerpo y unas ganas de vomitar devastadoras la hicieron doblar su cuerpo hasta tocar con su cabeza los pies, ese gesto, sin embargo, le quitó aquella sensación de estar muriéndose. Notó como unos brazos fuertes la alzaban en volandas y la introducían en un lugar fresco, su cuerpo se sintió aliviado, pero rápidamente su mente hizo que se sentara a trompicones en el lugar duro donde la había depositado su cuerpo extenuado.
Cuando consiguió enfocar la imagen, se encontró con los rostros preocupados de Pedro y Narciso, el viejo cura, vestido con sotana. La miraba mientras refrescaba su rostro con un paño humedecido y Pedro le ofrecía agua mientras aflojaba los botones de su camisa blanca.
Como siempre, intentaba camuflar sus formas con la ropa más ancha que encontraba y vendándose sus pechos. Las mujeres en tiempo de guerra son trofeo en algunos casos y, en otros, un premio por el esfuerzo. Le habían rogado de mil maneras que se mantuviera al margen, que ellos intentarían saber la suerte que había corrido “su rubito”, pero no escuchaba a nadie.
Victoria había llegado a Castuera unas horas antes acompañada por Narciso y Pedro, siempre Pedro, en lo bueno y en lo malo. Peleándose con su cuerpo traicionero, intentando no perder la conciencia, se zambulló en un pozo negro.
−Ha perdido el sentido −le dijo Narciso con desolación a Pedro.
−Mejor, en este estado no tiene capacidad de raciocinio. Narciso, no te preocupes, solo se ha desmayado. Escúchame con atención, habla con el párroco, que os den refugio a ti y a la niña. Yo iré a reclamar la casa de mi mujer, traigo la escritura de la propiedad y el libro de familia, nos refugiaremos allí e intentaremos saber qué ha pasado con el poeta.
Al cabo de un par de horas Victoria se despertó mirando extrañada y asustada a su alrededor sin saber dónde estaba, se incorporó de una cama de un salto sintiendo como su cabeza daba vueltas, una voz conocida detuvo la idea de salir huyendo desorientada.
−Tranquila, Victoria, estás en la parroquia de Nuestra Señora del Buen Suceso.
−¿Y eso por qué, Narciso? −preguntó desorientada.
−Perdiste el sentido y el padre Agustín nos ha permitido quedarnos aquí hasta que vuelva Pedro. Estate tranquila.
−¿Ha encontrado a mi hermano? −preguntó con voz pastosa.
−No lo sé.
−Pues vámonos. ¿No lo entiendes? Mi hermano es ingenuo, volverá, se entregará, pensará que lo van a perdonar, lo apresarán y lo matarán si no está muerto ya. ¿Estará vivo? −Se estremeció al decir la última frase, pero con evidentes signos de enfado.
Otra voz conocida le habló a sus espaldas:
−Victoria, ¿puedes caminar? −Narciso respiró profundo al escuchar la voz de Pedro. Era un alivio. Él no sabía cómo lidiar con aquella fiera.
−Sí −respondió más amilanada; desde luego fue un bálsamo la voz de Pedro para la niña, pensó el bueno de Narciso.
−¡Pues arriba! Por el camino te explico cómo lo haremos. Correr despavorida con las calles llenas de hombres eufóricos no tiene ninguna garantía de éxito. Me vas a hacer caso y vas a dejar que te ayude. De momento estarás en la sombra, eres demasiada tentación y quieren su motín de guerra, están eufóricos.
−De acuerdo −contestó resignada.
−¿Cómo? −preguntó Pedro extrañado ante la docilidad de Victoria.
−¡Que sí! −contestó ofuscada y rendida.
−¿Así de fácil?, ¿sin protestar? ¿Qué santo se ha descabezado, Victoria? ¡Porque mira, niña, que es raro que obedezcas!
−Ninguno. Pedro, solo quiero evitar que Emilio se entregue. Lo único que quiero es poner a salvo a mi hermano y, si para ello tengo que obedecerte, lo haré.
−¡Menos mal, la cordura ha vuelto a ti! ¡Alabado sea Dios! −exclamó con los brazos levantados.
−¿Vamos? −preguntó la mujer ya de pie aunque algo inestable, obviando las tonterías de su amigo.
−Vamos entonces −contestó Pedro.
Por el camino intentaron esconderse entre las callejuelas evitando la vía principal, Santa Ana. Mujeres delgadas y totalmente de negro gritaban, suplicaban y lloraban al paso de los hombres que caminaban hacia “El matadero” pensando ilusos que los perdonarían. Las pobres mujeres intentaban frenar a sus seres queridos desesperadas. Niños con mocos pegados, descalzos y hambrientos vagaban entre el caos. Barricadas y puestos de control a lo largo de la calle.
Militares ebrios expulsando por la boca exabruptos, cadáveres tirados en las calles, algunos caídos por balas y otros por hambre. Vehículos grandes como camionetas o autobuses con planchas de metal imitaban a tanques rudimentarios abandonados por el ejército republicano, “Tiznaos” los llamaban. Desolación y hastío era el resumen de lo que sus ojos veían. Victoria, haciendo alarde de su mente práctica, sentenció dejando a ambos hombres pensativos:
−Solo habrá una forma de que esta gente vuelva a sonreír: engañarse a ellos mismos, pensando que olvidan, y no remover ni permitir que nadie rebusque en el pasado.
»Tendrá que pasar mucho tiempo antes de que puedan evocar esto sin odio. Me temo que nunca superarán este duelo. Callarán hasta que los recuerdos los dejen sin esperanzas. −Nadie contestó a la reflexión de la mujer, pero ambos la compartieron si emitir palabras.
Pedro dejó instalada a Victoria en casa de María, no le había sido difícil recuperar la vivienda. Le entregó las escrituras y el libro de familia al jefe de la Falange local, que lo consideró “hombre de orden” porque era licenciado en Medicina.
−Necesitamos una buena excusa para ir a preguntar si está en la cárcel Emilio sin levantar sospechas. Tú, Narciso, habla con el párroco, dile que es buen muchacho y que estás muy preocupado. Él no es sospechoso ni tú tampoco. A mí alguien me puede reconocer y delatar, estuve en Castuera y ayudé como médico a mucha gente.
−Pero eran republicanos. ¿Qué temer, Pedro?
−Yo puedo decir que no soy republicano siéndolo y viceversa, al igual que tú ocultaste que eras cura y ahora tu sotana es nuestro mejor aliado. Narciso, las cosas, en multitud de ocasiones, no son lo que parecen y el miedo tiene mucha fuerza.
−Pues tienes razón −respondió el cura con ojillos pensativos.
−Narciso, a veces eres más inocente que un San Luis de palo.
−Lo que tú digas. Dime qué hago y deja de darme sermones, que eso es cosa mía. Al final consigues sacarme de quicio y mira que eso es difícil.
Pedro movió la cabeza queriendo abrazar a su amigo, era todo bondad.
Victoria asistía atenta a todas las instrucciones que daba Pedro y, cuando Narciso salió por la puerta, preguntó con sigilo:
−¿Y yo qué hago?
−¿Tú?, mantenerte viva, que va a ser complicado, niña.
−Ufff. −Una onomatopeya en forma de protesta fue toda la respuesta por parte de la mujer. A ver si era verdad que Victoria iba a obedecer, se decía a sí mismo Pedro.
−Victoria.
−¡Qué! −contestó exasperada la joven.
−Ten a mano el salvoconducto que te dio Genaro, por si las moscas.
−Vale −contestó como una niña caprichosa a punto de llorar, reacción que hizo sonreír a Pedro.
Narciso se pasó toda la mañana siguiente haciendo gestiones e intentando averiguar el paradero del poeta. Después de la hora nona apareció por casa. Tanto Pedro como Victoria lo esperaban ávidos de noticias.
−¿Está en la cárcel Emilio?, ¿e Isidoro?, ¿y Pancho? −le preguntaba como si fuese una ametralladora Victoria. El médico, más prudente, esperaba en segundo plano con la intención de que el cura se recuperara, se le veía cansado y sudaba como un pollo, hacía un calor de justicia afuera.
Narciso intentó coger aire, pero, entre el contraste del frescor de la casa de muros de un cuerpo y el sofocante sol de fuera, sintió un vahído que a Pedro no se le pasó por alto.
−Victoria, espera a que se refresque un poco. Siéntate, Narciso. ¡Victoria, dale un poco de agua!
Narciso, más recuperado, comenzó a echarse aire con su sombrero negro y a aflojarse el alzacuello de su sotana.
−Emilio no consta en los registros de la cárcel, ni Isidoro tampoco. Respecto a Pancho, he averiguado que lo han apresado cerca de su pueblo, su padre está haciendo gestiones para que lo suelten, al parecer conocen a un guardia civil que tiene influencias. El padre Agustín lo atendió hace dos días cuando vino buscándolo, pero al final el padre de Pancho encontró a un miliciano que le informo de dónde estaba su hijo. Su padre le dijo que hablaría con estos parientes para que avalaran a su hijo y, así, poder sacarlo de la cárcel partiendo de inmediato a su pueblo.
De Pancho es el único que sabemos algo, del resto, no. También me dicen que, cuando se van a entregar, entran por la calle principal, hay un puesto donde les confiscan las armas y suben hasta el ayuntamiento. Los pobres suben confiados, pero van derechos a la cárcel, están confinados y… −Narciso se calló de repente, pero Victoria insistió para que siguiera hablando.
−¿Qué pasa luego, Narciso? −preguntó la mujer impaciente.
−Pues los llevan a otras cárceles más grandes. −Narciso era un libro abierto para la desgracia de Victoria, que oyó lo que no se atrevía a decir.
−Está bien, Narciso, me imagino lo que harán con otros, déjalo, a veces sobran las palabras. −Y depositó un suave beso en su mejilla intentando hacer más llevadero el amargo trago del padre.
−Si queréis, hacemos guardia de día en la entrada del pueblo, por si les da por entregarse. De noche, ni hablar, dan el toque de queda y disparan a todo lo que se mueve −dijo Narciso sacudiéndose el miedo que le causaba que Emilio cometiera la torpeza de no huir. Isidoro, o mucho se equivocaban, o preferiría seguir en el monte, demasiada soberbia tenía el Invisible para entregarse.
Después de hablar se terminó de beber el agua mientras sus amigos lo miraban como pasmarotes. Victoria estaba confusa y Pedro intentó suavizar el momento con una de las suyas.
−Bueno, veo que estar todo el día dando sotanazos te ha cundido −le dijo con cara de picaron.
−Muy gracioso. De ti no me espero que me des las gracias, ni me eches flores, pero, hombre, tampoco cachondeo.
−¿No quieres que te echen flores?
−No, no quiero flores −contestó como si le hablase a un niño.
−¿Y capullos?, ¿quieres capullos? −preguntó juguetón Pedro.
−¡La madre que te parió con tus bromas de los cojones! −contestó malhumorado abandonando su silla y dirigiéndose escaleras arriba hasta su habitación como un vendaval, mientras el médico sonreía tibiamente.
−Narciso, hombre, no te enfades. Parece que no me conoces −gritó Pedro con mirada triste.
−¿Pedro?
−Dime, niña.
−Te quiero mucho.
−Y yo a ti, ¿pero a qué viene eso?
−Gracias por rebajar la tensión con tus salidas de tono. Al menos por un momento olvidamos.
−De nada, a mandar. −Rieron con prudencia, pero Narciso tenía buen oído y escucharon como desde arriba decía a gritos:
−¡Parad con las bromas, hombre ya! −Ambos menearon la cabeza ante la ingenuidad del cura. Conocía a su amigo Pedro, pero siempre caía en sus juegos de distracción.
−Victoria, a ver qué arrebañamos de la talega que nos dio María para comer algo, que el Sotanas está arrebujado.
−¿Y ahora qué hacemos?
−Comer −contestó como si nada Pedro−. Comer hace tiempo que es un privilegio para muchos, Victoria. Siéntete afortunada.
−Ya lo sé, pero me refería a la búsqueda.
−Vista al frente, paso largo y mala leche, Victoria.
−¿Cómo? −preguntó la mujer extrañada y fuera de juego.
−Prudencia, observar, tener paciencia y esperar a ver si vienen los guerreros, cariño.
De momento no podemos hacer más, bueno sí, a ver si Narciso me presta una vestimenta de cuervo y lo ayudo a hacer pesquisas. Tú, quieta aquí hasta que las aguas se tranquilicen. Ahora, a comer, famélicos poco podremos hacer. −Dicho esto, se levantó y le dio un beso en la frente a Victoria.
Durante los siguientes días aquello fue una orgía de sangre y venganza. Victoria seguía enclaustrada, pero el cura y el falso cura volvían cada tarde con el horror en sus rostros.
Pedro, más acostumbrado a los horrores de la guerra, estaba más entero, al menos aparentemente, aunque Victoria observaba cada noche cuando se creía solo como lloraba mientras se fumaba su único cigarro de la jornada. Eran lágrimas oscuras y calladas, de esas que salen desde lo más profundo de tu ser.
Una noche Narciso no pudo más y se derrumbó en llanto en la cocina. Victoria escuchaba sus sollozos ahogados por un pañuelo que apretaba entre sus dientes. Pensó en dejarle su espacio, pero corrigió su pensamiento y lo estrechó fuertemente entre sus brazos.
−Victoria, qué horror −fue lo único que alcanzó a decir mientras sacudía su cuerpo incontrolablemente.
−¡Matan en nombre de Dios! ¡Blasfemia! Traicionan hasta a su madre, son como ratas. No entiendo que se tenga que matar, aunque hasta puedo comprender los muertos en la batalla, pero esto es diferente, esto es odio, Victoria.
−Narciso, el otro bando también cometió errores. En tiempos de guerra, todo vale. −Victoria siempre pragmática, pensó Narciso.
−Si no te digo que no. Dímelo a mí que me hicieron un capirucho de periódico y me apuntaban con una pistola mientras me humillaban, si no llega a ser por Emilio, hace mucho tiempo que estaría tragando malvas. Y las sacas las he visto en todos los bandos, desgraciadamente, insultos, violaciones, pero, Victoria, esto es distinto. −Narciso paró de hablar un momento. Victoria no sabía qué decirle, por lo que decidió no decirle nada−. Estos animales, los que han ganado, están eufóricos. Se comportan como hienas.
»Y los otros estaban eufóricos porque, después de vivir toda la vida pasando hambre y bajo la bota del señorito, se revelaron. Victoria, esto es un país de hambruna, de siempre.
»Y comenzaron a dar a diestro y siniestro. En definitiva, rabia acumulada.
−¿Quieres un poco de agua. Narciso? −preguntó Victoria con la intención de serenar al buen pastor.
−Sí, hija, y perdona.
−Sé que eres humano, Sotanas. −Ambos esbozaron una sonrisa.
−Victoria, estos ahora quieren demostrar quién es el amo del cortijo a base de miedo, y la Iglesia los apoya, incluso justifican sus actos, por temor a que vuelvan a quedar desamparados, y el populacho va donde está el poder. ¡Me han ofrecido hasta un arma! ¡A mí! ¡Soy cura! ¡En qué cabeza cabe! Eso es más feo que un santo con dos pistolas. −Victoria le esbozo una media sonrisa y le dijo:
−Bueno, al menos ahora no tendrás que ocultarte. ¿Sabes, padre?, una vez escuché que “España siempre ha ido detrás de los santos o con un cirio o con una estaca”. Por lo visto, nada cambia bajo el sol. −Narciso pasó de la tristeza a una leve sonrisa.
−Ingeniosa la frase −dijo Narciso al rato.
−¿Qué te ha pasado hoy en especial para estar tan afectado?
−Nada en especial, solo que hoy ha sido la puntilla.
−Siento no poder estar. −Victoria notó como el cura se tensó.
−¡Ni se te ocurra salir, Victoria!
−¡Vaya! Tiene que ser serio.
−Mucho.
−Al menos déjame que te escuche. Se me ha ocurrido que cambiemos los papeles, yo seré la confesora.
−¡Dios santo, niña, no seas sacrílega!
−Dime −le dijo la mujer apretándole el brazo en señal de confianza.
−Hace unos días bajábamos por la calle Pilar y nos paramos a descansar. Nos apoyamos en la pared de una casa y me llamó la atención cuando miré al suelo. Con piedras de río en distintas tonalidades se podía leer en latín “Los catorces, 1935 año”. Un viejo del lugar nos explicó la historia a cambio de una cebolla. Nos dijo que abajo había un refugio y lo construyeron catorce amigos un año antes de la guerra. ¡Un año antes! En fin, esto era una guerra anunciada, parecía como si no hubiese remedio. Mientras hablábamos con este hombre, vimos como unos energúmenos llevaban a una mujer en una camioneta, el vehículo no iba muy rápido, y, según me explicó el hombre, muy angustiado, la llevaban camino del cementerio. La señora era muy conocida, su único delito había sido ayudar a muchas personas durante la guerra, corrimos tras ellos, pero a medio camino escuchamos tiros, nos quedamos paralizados, no supimos qué hacer, nos acercamos hasta que vimos un cuerpo tirado en una esquina del cementerio rodeado de sus asesinos, que se mofaban ebrios de locura. Una muchacha, a lo lejos, lloraba. El pelo se me puso de punta cuando un hombre que pasaba cerca de ella de un empujón la sentó de culo increpándola con insultos muy duros. La joven se levantó y huyó despavorida. Pedro apretaba mi brazo sin darse cuenta de que estaba temblando. Intenté acercarme más, pero no tuve valor. No retiraron su cuerpo hasta dos días después para ejemplo de lo que iban a hacer con “las rojas” si no tenían voluntad de enmienda.
Narciso paró su confesión y miró la mesa mal pintada, mientras, se podía casi escuchar el tormento de sus pensamientos. Victoria esperó pacientemente apretando su antebrazo, era mejor no hablar, aunque la verdad era que no sabía qué decir.
−Ayer cuando estábamos en el ayuntamiento vimos acercarse a un señor muy bien vestido al jefe de la Falange y denunciaba a su mujer por colaborar con “los rojos”.
»El malnacido le llevó hasta fotos de ella en su casa junto a unas milicianas. El falangista dio la orden de cogerla, pero de mala gana, en honor a la verdad; hoy me han contado que la mataron enfrente de su casa y que el marido, que se casó con ella porque tenía muchas tierras, ganado, una gran casa y un cortijo, lo ha celebrado. Se ha convertido en dueño y señor de todo. La pobre, al parecer, nació soltera y con más de cincuenta años se le apareció un dandi de treinta y pocos que le supo bailar el agua. El oportunista, que ahora es viudo, volvió loquita a la incauta y él pegó un buen braguetazo. −Otra vez la mirada perdida.
−Narciso, nunca te había escuchado usar según qué palabras. −A Victoria le estaba impresionando el lenguaje de su amigo-cura.
−Victoria, contigo puedo hablar claro, no me vengas con remilgos. −La mujer otra vez se quedó muda.
−Hoy he visto como rezaban los requetés “Te Deum” dando las gracias al Altísimo por la victoria y acto seguido salían a la caza del hombre. Te puedes imaginar a qué tipo de hombres iban a cazar. Han llegado a una taberna y han comenzado a decir nombres. Muchos de los parroquianos callaban, pero algunos los han esperado afuera y se veía como les indicaban dónde encontrarlos. −Suspiró profundo. Victoria rompió su silencio indecisa.
−No sé qué decir, seguro que todas estas reacciones tienen que tener un motivo, pero yo no lo entiendo −dijo impotente Victoria.
−Hay una frase que ilustra toda esta conversación, querida niña, creo que la escribió un irlandés, Burke me parece que era su apellido: “Cuanto mayor es el poder, más peligroso es el abuso”. Debe de ser eso, ¿no crees?
−Pues debe ser eso.
−¡Oye!, ¿no te ha contado el zorro de Pedro que el otro día tuvo que bendecir a unos legionarios que algo ebrios tuvieron un furor religioso cuando íbamos andando?
−Pues no, fíjate, cuando no le interesa, no abre el pico. −Narciso contó la anécdota entre risas y más comentarios jocosamente agridulces.
La conversación continuó hasta que se sintieron cansados.
−Victoria.
−¿Qué?
−Al final ha sido una confesión y sabes escuchar. Creo que podrías ser una buena confesora.
−Quizás, padre −respondió Victoria visiblemente agotada.
Llevaban allí dos meses y ni rastro ni de Emilio ni de Isidoro. Sabían por algunos guerrilleros que estaban en el monte, los habían visto cerca de Benquerencia, pero se iban moviendo, y que tanto Emilio como Isidoro continuaban con vida hacía menos de quince días. Eso fue un respiro, al menos seguían libres. La última palabra, “libertad”, con todas las comillas posibles. Lo único que los tranquilizaba es que no se habían entregado.
Se marcharon de Castuera con el alma herida y, después de pagar sobornos a un funcionario, colocado a dedo en el ayuntamiento, les facilitó un número de teléfono y la promesa de que lo podían llamar cada semana con la condición de que cada mes le soltaran “una ayudita”.
Estuvieron en comunicación tres meses, al cuarto respondió otro hombre, que les dijo que al “corrupto” lo habían trasladado de lugar de trabajo, pero que no podían facilitar su ubicación. Aquello fue un mazazo. El día de Navidad Victoria recibió la visita de Genaro. Este prometió ayudar a saber si estaba en alguna cárcel diciéndole a la vez:
−Te ayudaré y ayudaré a Emilio porque Juan era para mí un hermano y lo juré. En cuanto sepa algo, te lo digo.
Fueron sus últimas palabras antes de salir de su casa. Era un hombre de honor, lo haría, de eso no tenía ni la más mínima duda.
Viernes, 14 de abril 1939
Hacía unos días que había acabado la guerra, algunos lo habían celebrado y otros lo habían padecido, pero una atmósfera de desconfianza y miedo había llegado con la intención de no irse.
Esa mañana de abril Victoria de rodillas lavaba su ropa en el río cuando escuchó que una voz conocida pronunciaba su nombre bajito mientras siseaba. El corazón de la mujer saltó de alegría reprimiendo un sollozo que ahogó con su mano; vacilante, se incorporó girando su cuerpo hacia el lugar de donde procedía la voz de Isidoro. Visiblemente emocionada, se acercó hasta los riscos, aparentemente solitarios, hasta encontrarse con su hermano postizo.
Lo abrazó con tanta fuerza que hizo que el hombre se derribara llorando como un chiquillo.
−Isidoro −Victoria pronunció su nombre con veneración.
−Hola, hermanita −contestó emocionado el Invisible.
−¿Dónde estás?
−Aquí, ¿no me ves? −Ese era Isidoro, a pesar de venir mal dadas, siempre encontraba una palabra que hacía sonreír a todo el que estaba a su lado.
−No seas tonto. ¿Dónde os escondéis?
−Ahora te lo digo, pero mejor no hablamos aquí.
Victoria lo seguía haciendo los mismos movimientos que Isidoro, sin dudarlo un instante, era el mejor camuflándose, llegaron a una zona llena de riscos, encinas y matorrales. Se dirigían a su refugio, aquel que unos cuantos amigos, entre los que se encontraba Emilio, habían construido unos meses antes de la guerra. Aprovecharon una cueva natural existente en las entrañas de la tierra. Victoria había ido muchos días con la esperanza de encontrar a sus seres queridos, pero ni rastro, durante días había mantenido el refugio a punto y con algo de comida. Sabía que tarde o temprano vendrían si no conseguían huir al exilio. Ambos bajaron al refugio, pero estaba vacío. Victoria, temerosa de pronunciar su pregunta, se quedó impávida esperando la noticia devastadora con mucho miedo a escucharla. Isidoro se adelantó a hablar para intentar espantar los temores de Victoria.
−Está vivo, no te asustes. −Y Victoria respiró. Se dio cuenta de que durante unos segundos se olvidó de hacerlo, el pánico la paralizó.
−¿Dónde está? −preguntó con voz trémula.
−Estamos en el monte con compañeros que no hemos querido entregarnos.
−¿Por qué no ha venido Emilio?
−Recuerda, el invisible soy yo. −Victoria se sentó.
−No me mientes, ¿verdad?
−No, Victoria, te digo la verdad, es muy arriesgado salir del escondite. Nos estamos organizando y seguimos a la espera de ayudas del partido. No te niego que nos defendemos si es necesario, pero de momento tenemos que ser prudentes.
−¿Necesitáis ayuda? −Victoria no necesitaba más palabras, entendió a la primera la situación.
−Sí, comida, ropa, mantas y medicinas. −Isidoro, observando el cambio de expresión en la cara de su amiga, se dispuso a aclararle.
−No te preocupes, están todos bien. Habla con Pedro, que esté al tanto.
−Os ayudaré y dile a mi Rubito que te siga haciendo caso, que se le espanta la jaca muy fácilmente y que lo quiero mucho.
−De acuerdo, se lo diré tal cual. ¡Es muy cabezón!
−Cabeza no tiene mucha, pero dura como el cerón. −Ambos se rieron con cariño.
−Gracias, Isidoro, por arriesgar tu vida para traerme noticias, siempre estaré en deuda.
−De eso, nada, recuerda, somos una familia, pequeña.
Sin más, y por deseo del hombre, Victoria abandonó el refugio dándole un beso a su amigo. Este, como siempre hacía, la agarró por los brazos y le plantó un sonoro beso en la frente. Victoria se dio cuenta de cuánto había echado de menos aquel gesto tan familiar.
−Había echado de menos tu forma de saludarme −le dijo la mujer emocionada.
−Y yo. −El guerrero no pudo reprimir una lágrima traidora.
−¡Ah!, a ti también te quiero, hermano.
−Ya lo sé, ojos de gata, ten cuidado, preciosa.
Victoria se alejó del refugio con el corazón más alegre y la mente más despejada. Era consciente de que a partir de ese momento tenía un trabajo más: ser enlace de sus hermanos. Tendría que trabajar duro y buscar formas de conseguir más alimentos, ropa y medicamentos.
El dinero que le dio Genaro serviría temporalmente, pero tendría que buscar la forma de rentabilizarlo, de momento el estraperlo no era mala cosa, escaseaban en el mercado los productos básicos para la supervivencia, pero con parné San Pedro canta. Poderoso caballero es don Dinero, pensaba asqueada la mujer mientras se dirigía a la casa de Pedro.
Y ellos, si no conseguían escapar, ¿hasta cuándo podrían esconderse en el monte?, ¿qué iba a pasar con ellos? Se negó a pensar más allá de mañana mientras se repetía: “Una cosa detrás de la otra, Victoria”.
Miércoles, 16 de julio 1939. Luna nueva
“El más terrible de todos los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza muerta”.
Federico García Lorca
Hacía tres días que Pedro había recibido una llamada telefónica de Genaro, habían apresado a Emilio, alguien lo identificó como el escritor que acompañaba a Miguel Hernández años atrás en Castuera. Lo habían trasladado al campo de concentración de Castuera desde la cárcel de Hinojosa del Duque. El hermano de armas de su hermano Juan se prestó a ayudarlos como aval para sacarlo con vida de allí. Victoria permaneció muda cuando recibió la noticia y así continuó tres días después cuando llegaron a la localidad donde el poeta gritaba libertad mientras fue zona republicana. Victoria, Genaro, Narciso con su sotana y Pedro, siempre Pedro.
Emilio maldecía su suerte arrepintiéndose de no haber escuchado a Isidoro: “Emilio, no te alejes es peligroso”. Pero no le hizo caso, necesitaba algo para seguir escribiendo y en un descuido bajó al pueblo. No le dio tiempo a llegar al camino, una pareja de la Benemérita lo apresó. Recordaba como le decían: “Tienes una pinta de rojo que echa para atrás”.
Su mala estrella no acabó en ese momento, para su desgracia, el cocinero del cuartel lo reconoció como el chico que escribía en el periódico Frente Extremeño en su pueblo y además lo veía muy pegado a un poeta rojo llamado Hernández de apellido. Firmó su condena cuando en el macuto que portaba encontraron pasquines donde incitaba a rebelarse contra el régimen recién estrenado.
Lo apresaron y después lo trasladaron a Castuera, a un campo de concentración que todavía estaba en construcción. Cuando lo metieron en una furgoneta junto a una veintena de hombres más, pensó que le darían el paseíllo y dejarían su cuerpo en alguna cuneta.
Por primera vez en su vida rezó todo el repertorio de oraciones que un día le enseñó su madre. Lo que hace el miedo, reflexionaba.
Para su desgracia, no lo mataron, lo trasladaron directamente al infierno.
No tardó mucho tiempo en darse cuenta de que, más que un campo de concentración, aquello era un campo de exterminio. Por lo que pudo observar, entendió que funcionaba como un lugar parecido a un corral donde clasificaban a los presos de guerra según “su peligrosidad”. Él, al parecer, era de los más peligrosos porque pensaba y escribía, debido a ello, lo incomunicaron al tercer día en el barracón 70 junto a otros intelectuales y militares republicanos de alto rango. A los primeros los clasificaron como agitadores de masas y de pensamiento contrario a los designios del nuevo orden. Para resumir, el eufemismo venía a decir que “o piensas como yo o te quito del medio”.
Tenía un futuro muy negro. Al parecer, la incomunicación terminaba cuando los sacaban de allí sin destino anunciado y no se volvía a saber de ellos.
El que se iba normalmente asumía con dignidad su mala suerte, pero hubo quien suplicó, lo que hacía que antes de salir de allí sangrara por todos sus poros. Los falangistas se ensañaban a golpes, patadas e insultos, era lo habitual. Día a día se veía el miedo recorrer los ojos de los que esperaban su destino, la represión era brutal. Los quejidos nocturnos de algunos de sus compañeros sembraban el terror, llevando en el aire malos presagios.
El recibimiento fue humillación, vejación, hambre, palos, blasfemia, piojos, miseria, terror…
Durante los primeros días, hasta que lo incomunicaron, observó, sin decir nada, la mala vida que sufrían los recluidos. Todas las mañanas los reunían en el patio y, delante de una cruz de metal, que estaba incrustada en una peana, cantaban el “Cara al sol” y después un cura les soltaba “el sermón del miedo”, como él lo bautizo.
…Cara al sol con la camisa nueva
que tú bordaste en rojo ayer,
me hallará la muerte si me lleva
y no te vuelvo a ver…
… Arriba escuadras a vencer
que en España empieza a amanecer…
“Vosotros tenéis suerte de estar vivos gracias a la magnificencia de Franco”.
“Es el momento de separar la gente de orden de las malas semillas y exterminarlas para siempre”.
“El mejor medio para redimir el cuerpo no era otro que el trabajo forzado, si no lo hacéis, vais a envidiar a los que han muerto”.
“Ustedes han perdido la guerra, desde este momento no tienen derechos, solo deberes”.
“Deberán rendir cuentas al Altísimo por haber sumido a España en la decadencia. Desde este momento no se les considera españoles. Por ese motivo, la bandera está fuera del recinto”.
“El quinto mandamiento se modificará, es muy grave lo que han hecho. Para ustedes será: “No matarás sin justicia”.
Esas eran algunas de las blasfemias que soltaba por la boca un cura de aspecto dantesco, que mostraba sin pudor dos pistolas que colgaban de su cinturón, sangre en su sotana, reflexiones repugnantes y pensamientos acordes con el último adjetivo.
La primera noche lo internaron en el barracón número diez. Eran de madera y uralita, hacía mucho calor y rezumaba pestilencia. No había ningún tipo de mobiliario, solo el suelo de tierra. Eran muchos pegados unos contra otros en la tierra intentando dormir. Pena.
Vio como un compañero hacía sus necesidades muerto de vergüenza. La diarrea era tremenda y el hedor insoportable. Ninguno le dijo nada, todos callaron. Durante la noche ninguno podía salir a las letrinas, se consideraba fuga y tiraban a matar. Injusticia.
Al segundo día desde el patio vio como caía un chaval de apenas 20 años acribillado a tiros. El joven reconoció a su madre entre los familiares que esperaban para entregar comida y, como un chiquillo, salió corriendo hacia ella, tirándose por la ventana de su barracón. Los guardianes pensaron que pretendía escapar y lo mataron a tiros. Los gritos desgarrados de su madre bloquearon la voluntad de Emilio. Horror.
A la noche siguiente entró en su barracón un grupo de falangistas y llamaron con nombres y apellidos a cinco de sus compañeros. A estacazos los sacaron del pestilente habitáculo, nunca más regresaron. Angustia.
La mañana del tercer día lo seleccionaron para arreglar un camino. Los llevaban como ganado, amarrados por las muñecas en fila de uno. Al pasar por el cementerio, observó como unos falangistas hacían unas zanjas, eran los mismos que la noche anterior se habían llevado a sus compañeros. Enseguida entendió cuando vio a un lado de la fosa cuerpos amontonados, y eran más de cinco. Miedo.
La tercera noche en el infierno fue más de lo mismo y hambre, mucha hambre, tanta que el estómago dolía. Desamparo.
Al cuarto día le dieron una tremenda paliza por ser “escritor de mierda”, según le decían entre palos y patadas. Después de apalearlo lo tiraron, como si de un despojo se tratase, dentro del barracón número 70. El hedor allí era más insoportable, estaba justo al lado de las letrinas, sus compañeros lo atendieron con lo poco que tenían. Intentaron darle algo de humanidad acariciándole la cabeza y diciéndole que a la mañana siguiente le contarían.
Lo único que sabía es que no podía salir de allí para nada. Estaba incomunicado, pero, aun así, por primera vez e, incomprensiblemente, desde que llegó al infierno, se sintió protegido. Compañerismo.
Aquella noche de duermevela no lloró por él, sino por el dolor que sentiría su hermana al saber de su suerte y por la confirmación de que su hermano estaba muerto, de lo contrario ya estaría allí. Siempre lo había intuido, pero ahora estaba seguro. Amor.
Jueves, 18 de julio de 1939
“Hemos eliminado elementos que pretendían darle a nuestro movimiento, que debe tener un carácter y un sentido ascético, poético y castrense, un matiz turbio de delincuencia y hampa”.
José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange
Los vítores del exterior lo despertaron, celebraban “El aniversario del levantamiento”. Los hombres que permanecían junto a él en el barracón de la muerte eran variopintos. Hombres cultos algunos y, otros, militares de rango, pero todos con una etiqueta: “Altamente peligrosos para el nuevo orden”. El delito más grave era el de pensar, divulgar y tener ideales profundos.
No sabía exactamente la hora que era cuando se abrió la puerta de una patada y apareció una pareja de falangistas. De malos modos buscaron entre los bultos humanos que malvivían tirados en el suelo. Se pararon delante de Emilio y comentaron:
−Este debe de ser, es rubio. −Tirándole del pelo de forma humillante, le levantaron la cabeza proyectando la luz de una linterna a sus ojos. Lo deslumbraron, lo dejaron ciego por la agresión de la luz directa en sus ojos. Sintió una punzada de dolor fino en sus pupilas, pero ni tan solo pudo quejarse, estaba extenuado.
−Sí, este es, tiene los ojos de color miel. ¡Qué color más raro, coño! −comentaron los animales.
−¿Tú eres Emilio Ruiz Gómez? −le gritaron a pocos metros de su cara. Sintió como se revolvían sus entrañas preso de un sentimiento incalificable. Dijo que sí, pensó rápido y llegó a la conclusión de que era mejor morir que vivir como una rata inmunda. Lo sacaron a rastras del barracón escuchando, como si de un eco se tratase, llantos masculinos llenos de desesperación a sus espaldas. Alivio.
Genaro se había presentado en el campo de concentración apenas rayaba el alba. Era un falangista reconocido y respetado en la comarca. Fue recibido con elogios y respeto.
El camisa vieja hizo valer su poder y ordenó que le llevaran a Emilio después que el responsable de aquel despropósito le pusiera al tanto de la situación del hermano de su difunto compañero-hermano de armas.
Genaro callaba y por el momento no le informó de los lazos fraternales que unían al preso con “el ausente”, Juan Ruiz Gómez, un mártir para aquellos energúmenos que eran muy dados a venerar a sus muertos. Si Juan estuviera vivo, sería un miembro muy respetado en el nuevo orden. Él había fundado una sección local de la Falange y había sido un firme defensor de los designios del partido emergente.
−Camarada Genaro, el prisionero en cuestión llegó a este depósito de clasificación de apresados hace tres días. Cuando supimos los delitos de los que se le acusaba y las pruebas gráficas que portaba, decidimos que era peligroso pues agitaba a las masas por medio de sus escritos, ¡verdadera mierda propagandística roja! −Genaro escuchaba sin parpadear al jefe de aquel antro.
»Yo, como comandante de puesto, lo notifiqué a los mandos políticos sociales, en breve se le abrirá una causa judicial. Pero si tú, camarada Genaro, quieres pasarlo por las armas, ya sabes. Entiendo que tú mismo quieras cobrarte “tus deudas” o, mejor, digamos “cuentas pendientes” con ese rojo hijo de puta. Nosotros miraremos hacia otro lado, entiendo que quieras venganza, no será aquí donde te pongamos trabas, compañero.
A Genaro se le revolvieron las tripas, aquel hijo de satanás disfrutaba. Pensó que era un sádico narcisista. Él no había hecho la guerra para eso. ¿En que se había convertido su lucha? En su honorable mente no cabía aquel horror de pestilencia, miseria y humillación. La idea era restablecer el orden y ser justo dentro de la legalidad, pero, muy a su pesar, “el orden” se convirtió en “terror” y se estaba imponiendo mediante un puño reaccionario y férreo.
En aquel momento sus dudas se disiparon. Había cometido el mayor error de su vida.
Los fundadores de la Falange estaban permitiendo que las ratas ocuparan altos cargos a golpe de taconazo de botas. Los engranajes de su cabeza intentaban no ofuscarse por la rabia y no perder de vista el motivo de su visita a aquel lugar inmundo.
Continuó callado a la espera de tener a Emilio delante, dejó de oír los sapos y culebras que vomitaba la boca del comandante de puesto. Repugnancia.
Emilio llego al puesto de mando a rastras y fue tirado literalmente en una silla mientras uno de los dos falangistas que lo portaban espeto con cara de asco una frase que consiguió que Genaro tuviese que hacer grandes esfuerzos para no partirle la cabeza en dos.
−Aquí tiene a este asqueroso de cáscara amarga.
Genaro, que se había quedado pegado al suelo y notaba como su sangre bullía en sus mejillas, le gritó al cachorro de la Falange:
−¡José Antonio! −Fue lo que le salió de la garganta a Genaro. Automáticamente, y de forma enardecida, los falangistas se irguieron y gritaron:
−Presente.
Emilio, que permanecía con la cabeza agachada, reconoció la voz del amigo de su hermano y, a pesar del recibimiento, sonrió para sus adentros. Evidentemente, le habían ocultado la muerte de su hermano. Genaro estaba allí y no precisamente para matarlo; a pesar de que siempre habían estado en las antípodas en cuanto a sus ideas políticas, el respeto entre ambos siempre había sido sincero. Genaro era un hombre de honor y jamás abandonaría a ningún hermano de Juan. Andaba devanándose los sesos cuando de pronto escuchó la voz de Genaro sonar como un trueno.
−¡No! ¡Ausente!
−¿Cómo? −dijo el jefe del infierno.
−Sí, ausente en este momento.
−Explícame eso, compañero, la verdad, no te entiendo.
−¡No tienes ni puta idea de a quién tienes sentado en esa silla!
Genaro lanzó una gélida mirada al comandante. Este intuyó que las cosas no iban bien y meter la pata significaba volver a ser un don nadie. Después de la reflexión optó por esperar y echar a los dos falangistas, que se miraban desconcertados. Mientras menos testigos, mejor.
Genaro miraba con cariño la testa gacha de aquel hombre rubio, con el que, en otra época, había hablado de ideales antagónicos en el patio trasero de la casa de su amigo Juan.
Siempre en la intimidad, solían compartir cenas juntos con las puertas cerradas, porque ni a uno le convenía que le vieran con el otro, ni al otro le convenía que lo vieran con el uno.
Nunca estuvieron de acuerdo, pero admiraba y respetaba su integridad. Era un buen hombre y le dolía verlo humillado. Deseando por todos los medios devolverle algo de dignidad, se arrodilló frente a él, para desconcierto del comandante del purgatorio, y con una mano le levantó la cara. Su iris ámbar se clavó en su alma y le sonrió con ternura. Habían intentado quitarle su amor propio, pero no lo habían conseguido. Sus ojos destilaban fuerza y determinación. Le miró con detenimiento angustiado. Le habían roto el labio inferior, un hinchazón en el ojo derecho hacía que no pudiera abrir del todo el párpado y su pómulo izquierdo comenzaba a ponerse morado. Mostraba una brecha en su ceja derecha cubierta de sangre seca, no tenía muy buen aspecto.
Genaro lo abrazó temiendo hacerle más daño y Emilio, al cabo de un rato, reaccionó aferrándose a su amigo de tertulias en aquellas hermosas y añoradas tardes de verano. Genaro se incorporó sacando de uno de sus bolsillos unos papeles y lo lanzó con malos modos en la mesa del jefe de aquel lugar inmundo, diciéndole con arrojo:
−Toma, este es mi aval. Soy una persona de orden y este hombre no es peligroso. Es hermano de Juan Ruiz Gómez.
El comandante deseó que se lo tragara la tierra. ¿El hermano de Juan Ruiz? Era venerado en la comarca, había fundado la Falange en su pueblo y en el momento de morir era el secretario de la comarca. ¡Dios santísimo, qué fallo! Para más inri, el que tenía delante era su sucesor y picaba muy alto.
−Yo, yo, yo…. −balbuceaba el jefe del campo de concentración.
−¿Tú qué?
−Ya he enviado el informe, pensé que era peligroso, tenía propaganda subversiva en el momento de su detención.
−Y eso, a efectos prácticos, ¿qué quiere decir? −preguntó cada vez más cabreado Genaro.
−Que el informe ha llegado en forma de notificación al comité político social y estará a espera de un consejo de guerra, allí decidirán qué castigo le imponen. Está acusado de rebelión militar. Él estaba en incomunicados, normalmente de allí no se sale con vida.
Genaro apretó tan fuerte su mandíbula que se podía escuchar cómo rechinaban sus dientes. Haciendo acopio de toda su paciencia, dijo:
−Quiero que escribas una nueva notificación donde diga que te has equivocado y adjuntarás mi aval. Ahora lo sacas inmediatamente de incomunicados y mañana yo haré mis gestiones para arreglar este despropósito. Voy a buscar a un médico que lo visite, hasta que yo venga le facilitarás aseo, ropa limpia y comida en condiciones. Si todo lo que he dicho no se cumple, a mi vuelta ¡juro por Dios que no verás amanecer!
El jefe del campo tragó saliva. Genaro era muy poderoso, no convenía estar a mal con él.
−Camarada Genaro, aquí hay médico y el resto de peticiones estarán realizadas en cuanto dé la orden −dijo sumiso.
Genaro, muy tenso, clavó sus ojos en el mal hombre que acababa de hablar haciendo que este temblara con solo una mirada.
−Emilio, en un rato vendré con Pedro. Estate tranquilo, haré lo que esté en mi mano para sacarte de aquí −le dijo Genaro a Emilio con voz sutil.
El poeta notó como las lágrimas quemaban en sus ojos hasta salir y una oleada de calor se instaló en su pecho sintiendo una sensación agridulce que lo hizo marearse.
Una hora más tarde Pedro estaba curando las heridas de Emilio mientras su pecho se rompía por culpa de la injusticia que sentía al cuidar de su poeta. Emilio yacía semiinconsciente en una camilla de la enfermería de aquel siniestro lugar. Bien entrada la mañana, Emilio despertó y lo primero que vio fue a su gran amigo Pedro echado en el suelo. Pensó que dormía, pero, al mover su cabeza, Pedro se incorporó y se puso a su lado como un resorte.
−Hola, poeta −le susurró acariciándole el pelo.
−Hola, amigo.
−¿Te encuentras mejor?
−Ahora que te veo, sí. ¿Y Genaro?
−Intentado arreglar tu situación.
−¿Victoria?
−Está en casa de María, con Narciso.
−El Sotanas, cómo lo quiero a ese buen cura.
−Y yo.
−Pedro, no dejes que mi hermana me vea así.
−De momento está segura y, para tu sorpresa, que sepas que me hace caso. Vendrá a verte, ya sabes cómo es de cabezona la Iglesias.
−Es cosa de familia dijo con pena Emilio sabiendo que por culpa de su cabezonería había cometido el mayor error de su vida.
−Pedro, tienes que contestarme a algo, pero no le digas a Victoria que lo sé. Siempre tuve la intuición, pero ayer mi alma me lo confirmo. Sé que Juan está muerto, de lo contrario habría venido a por mí. ¿Es verdad mi intuición? −Para qué seguir mintiendo, pensó Pedro.
−Sí. −Emilio notó como rodaba una lágrima por su mejilla perdiéndose en su escasa barba.
−¿Cuando?
−En el 37. −No quiso dar más datos.
−¿Dónde?
−En Vaselquillo.
−¿Sabéis dónde está su cuerpo?
−Sí, le dimos sepultura. Victoria lo amortajó.
−Cuando llegó mi hermana a Castuera, además de mi madre, ¿mi hermano también estaba muerto?
−Sí.
−¿Por qué me lo ocultó?
−Para protegerte. Tú te has convertido en su razón de vivir.
−Pedro, cuánto la quiero y cuánto quería a mi Juanito. A mis padres también, por supuesto, pero él era tan joven, tan lleno de vida. ¡Puta mierda de guerra!
−Así es la guerra, tú disparas y los demás también −le dijo Pedro resignado.
−Victoria no debe saber que lo sé.
Pedro asintió y Emilio se acomodó en postura fetal sin evitar sentirse oscuro, vacío y lleno de ira. El dolor de su cuerpo maltrecho y un suave mareo después de que Pedro le inoculara algo en su brazo lo zambulleron en la inconciencia deseando no despertar.
Genaro, después de muchas gestiones, pagar favores y tirar de todas sus armas diplomáticas, consiguió que a Emilio se le cambiara su delito por el de “adhesión en la rebelión militar”; pasaría por un consejo de guerra, pero ya no cabía la posibilidad de ser condenado a muerte.
La propaganda requisada el día de su detención pesó como una losa. Lo sacarían del campo en un periodo corto de tiempo, pero lo trasladarían a la cárcel de Badajoz. Allí nadie lo ultrajaría ni lo maltrataría, a cambio de una suculenta suma de dinero, pero, según los altos cargos que había visitado, el delito de estar en posesión de papeles que enardecían e incitaban a la rebelión era un delito gravísimo.
Por ser quien era Genaro, le perdonarían el fusilamiento, pero tendría que exorcizar sus demonios trabajando en batallones de trabajos, arreglando carreteras y puentes. Su aval fue decisivo para que no lo mataran y salir de aquel infierno, pero no podían pasar por alto el gran error de tener tendencia al pensamiento libre y plasmarlo en un papel. Ese era el mayor de los delitos para un régimen dispuesto a reeducar y reprimir a los díscolos que no acataran el nuevo orden.
No iban a permitir sus tendencias a poner en tela de juicio su magnificencia.
Dos días después Victoria cubría a pie los tres kilómetros que separaban la casa de María del campo de concentración. Al llegar al cementerio, su angustia se agudizó. La desagradable sensación la hizo acelerar el paso. La habían hecho vestirse como un muchacho. Le habían cortado el cabello y una sombrero enorme le semicubría el rostro. Parecía un chavalín, se había vendado su exuberante pechera. Todo era poco para ocultar la belleza exótica de Victoria. Estaba muy delgada y demacrada, pero lo que más impactaba era la tristeza y el vacío de sus ojos. Hacía días que estaba sumida en un silencio protector, se dejaba llevar y no se atisbaba en su gesto ni una pizca de alegría.
Se abrió ante sus ojos una gran explanada y el primer puesto de mando. Victoria lo pasó sin problemas, con Genaro se abrían las puertas. Todo el perímetro del campo estaba rodeado de alambrada y había unas zanjas profundas alrededor. Se pararon en la entrada de las visitas.
Una mujer de mediana edad, de muy buen ver, le rogaba a un vigilante que la dejara pasar, que le permitiera ver a su marido y que por favor le diera un fardo con comida que portaba la mujer. Estupefacción sintió Victoria cuando el vigilante, arrogante, cambió de pose y, acercándose a la pobre desdichada, le dijo:
−Quédate en aquel rincón, cuando me releve mi compañero me vas a hacer un favor −dijo lo de “favor” tocándose obscenamente su falo−. Y después le llevaré al cornudo de tu marido la mitad de lo que llevas en ese saco. El resto es para mí, tendré que recuperar fuerzas después de que me dejes seco.
Genaro asistía a tan lamentable situación impertérrito, cuando el vigilante se dio cuenta de su presencia cambió de actitud y, dirigiéndose a él, le dijo:
−Camarada, pase, por favor.
Victoria, que iba pegada a sus talones, sintió como una mano la empujaba. El impacto en el hombro la hizo retroceder. El vigilante de malos modos le gritó:
−¡Tú, chaval!, ¿dónde te crees que vas?
Genaro no se lo pensó dos veces y sacó la pistola apuntándole a la cabeza directamente. El vigilante palideció cuando escuchó como le quitaba el seguro a su arma.
−Este muchacho viene conmigo y no se te ocurra ponerle una mano encima.
Gélidas eran las palabras de Genaro, sabía cuál era el sabor de la sangre y, hecho un cesto, se hacen doscientos, pensaba Victoria. Ella también sabía lo que era ajusticiar a alguien y, en ese momento, si fuese ella quien portara el arma, quizás no sería tan benévola.
Genaro guardó su pistola sin amilanarse y a regañadientes. El vigilante, claramente nervioso por lo sucedido, y más aún por todas las condecoraciones que lucía en la guerrera aquel fascista, decidió salir de allí pitando en cuanto vio aparecer a su compañero.
−Camarada.
−Buenos días, venimos a ver al jefe al mando mi sobrino y yo. ¡Ah!, y esa señora estaba primero, lleva un bulto para su marido.
−Señora, déselo al señor... −le dijo Genaro a la aterrada mujer.
−Ignacio Vargas, camarada −se presentó el recién llegado.
−Dígale el nombre de su esposo y no se preocupe, le llegará. ¿Verdad, camarada Vargas?
−Por supuesto, faltaría más −respondió Vargas.
Imponía la seguridad de Genaro, su decisivo papel en la comarca durante la guerra, el hecho de que tuviese estudios universitarios, el respeto por su arrojo llenaron su pecho de medallas. Se rumoreaba que lo elegirían como consejero nacional del movimiento. Con lo cual fue fácil llegar al despacho del jefe al mando del campo de concentración y, valga la redundancia, mandar más que él.
Victoria no perdía vista a todo lo que veía. Observó que el recinto estaba rodeado por una doble alambrada y que en medio había una zanja. Dentro, en una plaza, se hallaba una gran base donde se erguía una cruz de metal. La gran cruceta de hierro presidía dos bloques de barracones, calculó que habría entre 35 o 40 por cada lado. En medio de ambas hileras había un pasillo central empedrado.
Los barracones eran rectangulares, de madera y uralita, el calor debía de ser sofocante allí dentro, eran muy largos, cálculo que podrían medir más de 15 metros de largo por unos cinco de ancho. Esos cálculos intentaban que su mente se evadiera, pero era imposible, no paraba de mortificarse pensando en cuántos hombres cabrían en alrededor de ochenta barracones.
Entraron en una oficina y esperó en segundo plano, su corazón bombeaba frenético, pero su autocontrol conseguía que no moviese ni un solo músculo.
Pasaron minutos que parecían horas en una atmósfera tensa, casi irrespirable, hasta que se abrió la puerta, un guardiacivil joven interrumpió el silencio.
−Buenos días, soy el sargento Ramírez, si son tan amables de seguirme.
La voz del chico era aterciopelada y en sus ojos se podía ver bondad, curioso en aquel infierno, pero cierto, pensó Victoria tras su disfraz.
Entraron en una habitación pequeña y mugrienta con armarios de metal pintados de blanco, las puertas, estrechas, eran de cristal y se podía ver dentro de ellos material quirúrgico en mal estado de revista. En un extremo, una mesa grande de metal verde, y, tras ella, un sillón de piel marrón, viejo pero de buena calidad, al otro lado de la mesa, un par de sillas del mismo material. El adjetivo para describir aquello era desolador. Genaro no tomó asiento, esperó de pie al lado de la puerta por la que habían entrado, tieso como un palo. Victoria tomó asiento, notaba como se le doblaban las rodillas y temió caerse.
La puerta contigua se abrió y apareció Pedro, no se había movido de allí en dos días y mostraba signos evidentes de cansancio. Victoria se incorporó sin dejar de agarrase a la silla, temía que sus piernas no aguantasen su cuerpo embargado por la emoción.
−Victoria, pasa, Emilio está dentro, no te preocupes, está cansado pero bien.
Victoria temblaba y sus pies no respondían a sus órdenes, estaba clavada en el suelo.
Genaro caminó hacia ella y la rodeó por la cintura acompañándola hasta la habitación, prácticamente la llevaba en volandas al llegar hasta Pedro, que lo relevó tomando a la mujer y adentrándola en la habitación, y allí, en un camastro, estaba su hermano sentado con los brazos apoyados a ambos lados de su cadera, sin duda, recién aseado, muy demacrado y mucho más delgado. Victoria se paró a escasos metros de su hermano, todavía sostenida por Pedro. Emilio levantó la vista y sonrió con aquella mueca pícara frunciendo ligeramente los labios y con un gesto de medio lado, tan suya.
−Deja de mirarme como si vieses un fantasma y haz el favor de abrazarme, te he echado tanto de menos −dijo Emilio extendiendo sus brazos.
Victoria se acercó temiendo lastimarlo y con sus manos temblorosas le acarició su ojo maltrecho, tan igual al suyo, no podía hablar, fue él el que tiró de ella y la abrazó con tanta fuerza que le hizo daño. Victoria había perdido la capacidad de hablar y en aquel momento se derrumbó como si de una niña pequeña se tratase. Pasó mucho tiempo hasta que sus corazones se normalizaron, pasado ese tiempo, a Emilio no se le ocurrió otra cosa menos apropiada que decir:
−Victoria, haz el favor de comer, ¿qué les ha pasado a tus tetas?
Se ganó un coscorrón cariñoso de Pedro, que movía la cabeza algo irritado.
−Eres un pedazo de alcornoque, poeta. No ves que va disfrazada, animal de bellota.
−¡Joder!, que estoy malito, no me maltrates, medicucho.
−Hay que joderse con el rubito. ¡Lo que hay que aguantar! −dijo Pedro.
Genaro empezó a emitir ruidos comparables a la risa reprimida, pero poco a poco se fue acelerando como una locomotora hasta que terminó doblado de risa y, como la risa es contagiosa, al final todos reían.
−Esto es acojonante, jamás pensé que en este lugar llegaría a reír como lo he hecho. Sois indescriptibles, doy fe −decía Genaro limpiándose los ojos.
Estuvieron en Castuera hasta octubre. Emilio era visitado a diario por uno de ellos, menos por Victoria, que durante ese tiempo lo volvió a ver solo en dos ocasiones, por motivos de seguridad, ser mujer entre tanto energúmeno era más peligroso que andar con una bomba de mano sin seguro.
Cuando lo visitaba Narciso, este se ganaba el cielo después de salir del campo.
“Mira que tienes paciencia, Sotanas”, le decía Emilio cada vez que se despedía. “Al menos reconoces mi valía, es un alivio, poeta”, respondía dando por buenas las chiquilladas de aquel loco romántico que lo sacaba de quicio. Narciso era el que más tardaba en regresar a casa, se dedicaba a ir a los barracones y, en vez de rezar, les pasaba cartas de sus familiares y comida enlatada. Los presos lo esperaban como agua de mayo. Se ganó el apodo del “Cura bueno”.
Cuando lo visitaba Pedro, se desarmaba y le contaba lo que sucedía en aquel infierno.
−Pedro, el otro día me dijeron unos hombres que a 15 compañeros los sometieron a la cuerda india, los amarran en fila con una soga y los lanzan a las minas abandonadas, después de eso y por si no se descalabran en la caída, les lanzan granadas de mano. Dicen que somos muchos y ya no hay más cárceles donde meternos.
»El sargento Ramírez es una buena persona, dice que están muertos cuando vienen los fascistas a buscar a los compañeros para hacerles el paseíllo. Los oculta y he visto como a escondidas les trae cartas de sus familiares, comida y jabón. En ocasiones lo he visto llorar cuando el cura suelta las blasfemias en misa. Si alguno cae por el tifus, trata sus cadáveres con respeto, y nos ha conseguido una máquina cortapelo para que los piojos no campen a sus anchas. Nosotros lo cubrimos, nadie habla para que no tomen medidas en su contra. Hasta en el infierno hay almas buenas, Pedro.
Pedro llevó medicamentos hasta que se les acabaron las existencias y toda la comida que podía arrebañar. Y limones, estaba obsesionado con el escorbuto, según decía era porque había leído muchas novelas de marineros, todo era bien recibido entre tanta miseria. Un día le dijo a Emilio que en casa de María había dos limoneros que eran dos surtidores, que daban frutos cuando les venía en gana, los llamaba “los limoneros anarquistas”.
Las visitas de Genaro eran más dilatadas en el tiempo y, además, más cortas, tenía mucho lío con su emergente carrera política, pero continuaba siendo un hombre de palabra.
−Genaro, las cosas son más fáciles dada la gravedad de la situación, me tratan bien, como y bebo agua limpia, nunca tendré suficiente vida como para agradecerte lo que haces por mi hermana y por mí. Sé que lo haces por mi difunto hermano Juan, pero aun así es admirable. Gracias.
−No.
−No, ¿qué?
−Quiero decir que también es por Juan, pero, desde que vi este purgatorio y las directrices de adoctrinamiento y represión de Franco, lo hago por justicia. Tengo remordimientos. Yo no hice la guerra para esto. ¡Ya sé que me repito! Pero es verdad, así lo siento. Estoy atrapado entre lo que soy y lo que siento, pero no puedo hacer nada ahora y he intentado sacar la parte práctica de todo esta enajenación mental colectiva.
»Emilio, hay que tener amigos hasta en el infierno, y creo que formo parte de él.
»Siendo práctico, mimetizándome en el sistema podré hacer cosas para evitar la injusticia; si me rebelo, lo único que conseguiré es que lleven mi cabeza en bandeja a mi familia. ¿No crees, Emilio?
−Sí creo. Por lo que me cuentas, sería como un caballo de Troya.
−Exacto, si siguen así, a la larga los jóvenes derribarán esta forma reaccionaria de tratar al pueblo, pero eso tardará. El nuevo orden está lleno de sádicos.
−Ya me di cuenta. Y quizás eres un visionario, pero de momento las cosas están en plena efervescencia. Esperad, el tiempo pondrá las cosas en su sitio.
−¿Sabes una cosa? Tengo la sensación de que algún día tendremos que sentarnos para negociar la reconciliación, en fin, cuando estoy contigo sueño despierto.
−El tiempo dirá, amigo Genaro, pero quizás no es tan descabellado, a saber. De momento tenemos tarea con conseguir que me mantengan con vida. −Genaro asintió pasándole por los hombros un brazo.
−El otro día le partieron la espalda a un alcalde de un pueblo de la comarca. No querían matarlo, querían joderle la vida.
−Eso es sádico −sentenció Genaro.
−Hace tres días se presentaron en el barracón tres hombres buscando a unos vecinos de Castuera; al parecer, al inicio de la guerra montaron a unos hombres en un tren, eran hombres de la localidad vinculados a la derecha, y los bajaron a unos kilómetros del pueblo, dándoles una muerte atroz, decían entre gritos de rencor. Los bajaron del tren y los quemaron vivos. Venían a buscar venganza. Les dieron una muerte inhumana, tomándose la justicia por su mano con el beneplácito de los encargados del campo ante la atenta mirada del sacerdote. Hay mil historias de horror, pero para qué seguir, cada cual es más macabra.
El horror se hizo más llevadero con las visitas de sus amigos, que hábilmente camuflaban “los privilegios de Emilio” a los ojos de aquel micromundo gracias al dinero que soltaba religiosamente cada semana Genaro, dejándoles intimidad en una de las dependencias a escondidas de los ojos de los presos desesperanzados que esperaban su suerte. Mientras tanto pasaba el tiempo.
La última vez que Victoria visitó a “su rubito” en aquel lugar habían pasado tres meses desde su llegada a Castuera. Los vigilantes no lo volvieron a humillar, sería por miedo, por dinero o por intervención divina, a saber. Emilio fue invisible para el látigo durante todo ese tiempo, tuvo alimentos, que repartía entre sus compañeros de penurias, hasta que llegó la orden de traslado a la cárcel de Badajoz. En ese momento empezó una odisea hasta conseguir la libertad. Lo explotaron durante un tiempo en los batallones de trabajo, eufemismo que tapaba dos realidades: esclavitud y trabajos forzados. Durante su cautiverio nunca le faltaron alimentos, ropa y tabaco. Nadie le puso una mano encima y dos veces al año lo visitaba su hermana.
Él intuía que su bienestar, dentro de lo malo, se debía al sacrificio de Victoria y al dinero de Genaro, pero lo que su mente no podía llegar a imaginar era el vía crucis que padecía su hermana, en aquellos años de sombras. Le habían robado la inocencia a la mujer que más quería. Ella haría por su causa lo inconfesable y esa causa era él.
Los años pasaban y cada vez veía más lejana su libertad, aunque su alma de poeta no dejaba que su esperanza tomara asiento. Algún día volaría junto a Victoria, su ángel con nombre de triunfo, su guía con nombre de mujer y el ser que le daba fuerzas para que siguiera respirando. No podía permitir que ella tuviese que amortajar a otro hermano. Ella también era su causa.
Sábado, 26 de marzo de 1952, la jaula se abrió a la hora del ángelus
“La cárcel, en lugar de quebrantar nuestro espíritu, nos ha hecho estar más decididos a continuar con esta batalla hasta conseguir la victoria”.
Nelson Mandela
La parte más noble de Emilio quedó cautiva en un rincón de su esencia el día en que perdió su libertad. Esa parte, que era extrovertida, libre, idealista, descarada e inocente, dormitaba en algún lugar de su mente.
Emilio se mortificaba pensando que no se podía explicar el dolor del alma, no se podía expresar el desasosiego, la ausencia, la incertidumbre, la angustia y un profundo malestar que te revienta las extrañas y hace añicos tu voluntad.
Sentirse un superviviente es lo más difícil que jamás se ha intentado explicar. Inexplicablemente, te vuelves sabio, sabes si ríen de verdad, si sufren de verdad o si te aman de verdad.
Sin ver, sin oír, sin tocar, todas tus fibras se ponen en guardia y ya no puedes saber si es mejor respirar o estar muerto. La nada te atenaza y el dolor se convierte en tu compañero de cama.
Tu vida ya no importa, no tiene sentido, ni principio, ni final, da igual que opinen, que te digan, que se callen, tú, por más que quieras, eres incapaz de explicar cómo te duele el alma, con lo cual el silencio impuesto se convierte en tu fiel compañero.
No hay dudas, ni un segundo tardas en decidir que cambias tu vida por poner fin a tu pesar.
Te condenarías al infierno, sin dudarlo un segundo, por sentir la paz interior.
Decides seguir en el mundo. ¿Es amor o egoísmo? Y llegas al convencimiento de que te duele menos perder la vida que el hecho de tener que intentar digerir el dolor que sentirían aquellos a los que amas. ¿A ver si iba a ser puro egoísmo? No era feliz si a su alrededor lloraban.
Estar perdido en el abismo del desconcierto es lo más difícil de este mundo y entiendes, a golpes de rabia, que quizás ya no puedes seguir desorientado en tu infierno personal, pero, sin saber cómo, siempre aguantas un poco más.
Es difícil escuchar el llanto del alma de quien quieres y no poder aliviar su dolor. Así se sentía Emilio cada vez que se encontraba con la mirada de Victoria, hueca y dura por la desesperanza, sin poder pedirle cuentas al etéreo mundo de los justos.
Emilio se confesó a él mismo que alguna vez había estado tentado a abandonarse en las profundidades de su purgatorio, dejar de sentir, dejar de llorar, dejar de maldecir, dejar de escuchar el quejido de su espíritu, pero se reinventaba al enjugar su callado llanto, soñando con conocer el mar en las gotas de rocío que lo extasiaban cada madrugada mientras lo esclavizaban por un chusco de pan y una lata de sardinas.
El esfuerzo de su ángel particular le permitía algunos lujos, pero temblaba al pensar en lo caro que le saldrían aquellos privilegios a su admirada hermana. ¿Será capaz de vender su alma por su ser querido? No lo sabía, pero lo intuía y eso le mortificaba cuando notaba que sus temores eran cíclicos y desgastados después de tantas muecas en la pared de su celda, que le recordaban que el tiempo pasaba lento y sin piedad.
Intentaba callar los requiebros de su conciencia, pero los gritos de su mente desesperada eran ensordecedores. Todo él era pura contradicción. El pensamiento se tornaba casi paranoide y la frustración obsesiva no podía ayudar en su desatino, y se flagelaba como el peor de sus verdugos. Hacía enormes esfuerzos por tender la mano, la estiraba casi extenuado hacia la cordura, pero esta corría despavorida de su frágil voluntad.
Mejor callar por esa noche y pensar en cuentos de hadas. Fueron el triple de noches que de días en su tortura emocional, rayando la locura mientras intentaba sosegarse en aquel camastro vacío de sueños, esperando que la noche cerrada llegara. La noche era negra, fiel y puntual, nunca llegaba tarde a su cita, al igual que su desesperanza.
Se negaba a caer y dedicaba su último pensamiento a recordar el aroma de la flor de la jara al alba. Si cerraba los ojos, podía imaginar cómo sería el mar, al que solo había visto en postales, podía hasta sentirlo.
−¡Tú, poeta!, recoge tus bártulos, que te vas −gritaba un carcelero bajito y enjuto mientras abría su celda.
−¿Que me voy? −preguntó extrañado Emilio.
−Sí, poeta. No tengo ni puta idea de por qué me han dado esta orden, pero te vas.
−¿Yo…?
−¿Eres Emilio Ruiz Gómez o Mariquita Pérez? −preguntó el funcionario con sorna.
−Venga, levántate que en media hora tienes que estar en la calle, por mí te pudrirías aquí dentro, pero son órdenes de arriba, no sé quién te protege, pero me repatea el hígado.
Emilio estaba desconcertado. No esperaba para nada ese despertar, pero no quiso tentar su suerte. Se levantó rápidamente de su camastro y en ese momento vio a su compañero ojiplático mirándolo de hito en hito. Hacía cinco años que compartían celda, pero nunca habían hablado, entre otras cosas, porque tenía la lengua cortada, era evidente que a alguien se le había ido la mano en una nefasta sesión de tortura. Era analfabeto y casi autista porque evitaba comunicarse, sin embargo, en momentos de debilidad aceptaba un abrazo, esa era toda la comunicación entre ambos en aquellos años de infamia.
Emilio no recogió nada, solo se vistió con lo más decente que tenía, el resto lo dejó para su compañero, antes de irse se acercó a él, que lo miraba desde su camastro, y le apretó el hombro. El deslenguado ni se inmutó, pero, al salir por los barrotes, escuchó un graznido, miró hacia atrás y vio como su compañero apretaba el puño y lo alzaba por encima de la cabeza, intentaba entonar algo parecido a “La Internacional”. Emilio se acercó al catre y lo abrazó, cantándole bajito, pegado a su oído, una parte de ese himno prohibido.
…¡Arriba, parias de la Tierra!
¡En pie, famélica legión!
Atruena la razón en marcha:
es el fin de la opresión…
…Para hacer que el tirano caiga
y el mundo esclavo liberar,
soplemos la potente fragua
que el hombre nuevo ha de forjar…
Al soltarse del abrazo, miró unos tristes ojos negros llenos de amor. Emilio encaró aquella mirada y le dijo emocionado:
−Me han doblado muchas veces, compañero, pero hoy más que nunca mis convicciones son más fuertes. No han conseguido que pierda mi forma de sentir y no descansaré ni un solo día del resto de mi vida para conseguir justicia. No te abandonaré, recuérdalo si te doblas, yo jamás abandono a un compañero. No importa el tiempo que tarde, allí estaré.
Emilio sintió la mano de Tomás apretar fuerte su antebrazo asintiendo con la cabeza y regalándole la sonrisa más amarga del infinito.
Salió a la calle y los barrotes quedaron tras de sí. Emilio levantó el rostro, respiró profundo y dejó que el tibio sol acariciara su rostro. No fue mucho tiempo, pero para sorpresa de Pancho y José comenzó a correr alegre, nunca hubiese pensado que sus piernas dieran para tanto. En su loca carrera escuchó como dos voces masculinas gritaban su nombre, pero tuvo miedo y continuó su maratón hacia la libertad, sintió como una catarsis liberadora dentro de él, hasta que una mano fuerte le alcanzó el hombro y un timbre de voz desconocido lo paralizó, el pánico lo electrizó y su reacción fue violenta. Se giró y vio a un hombre alto, joven, impecablemente vestido y bien aparentado. Sin dudarlo le asestó un puñetazo en la mandíbula que tambaleó al joven, pero este, mirándolo desconcertado, le dijo:
−¡Animal!, soy José, el novio de tu hermana. −Emilio abrió los ojos preocupado y balbuceó:
−Perdóname…, yo… yo…, no sé qué me ha pasado… ¡Ahhhhh!
Sin previo aviso, Emilio recibió un hostiazo en el cogote y salió lanzado hacia los brazos del hombre al que había agredido.
−¿Tú estás tonto o qué, poeta? ¡Es José, pedazo de chaparro! ¿Te has quedado sordo? Un poco más y me desgañito llamándote. −Emilio reconoció la voz de Pancho y, avergonzado, se giró hacia él y le preguntó:
−¿Eres tú, Chaparro?, ¿desde cuándo hablas tanto? −Desde luego, Emilio estaba montado en una montaña rusa de emociones y se derrumbó abrazado a José llorando como hacía tiempo no había hecho.
−Lo siento, cuñado, no sé cómo voy a arreglar esto. Menuda presentación −le dijo mientras José tocaba su cara magullada.
−No te preocupes, puedo entender tu reacción, a fin de cuentas, no me conocías −dijo José comprensivo.
−Pero Victoria me avisó que vendrías tú y Pancho. Lo siento.
−Por mí estás perdonado, Emilio −contestó José sintiendo como su mandíbula palpitaba.
−Tu sí, pero la fiera de mi hermana, no sé yo. −Parecía un chiquillo preocupado por cómo reaccionaría su mamá. Pancho, en un segundo plano, como siempre, permanecía con la cabeza gacha. Emilio se giró hacia él y hubiese jurado que estaba llorando.
−Pancho. −Se acercó a su altura con precaución. A Pancho nunca le gustó el contacto físico, con lo cual no se atrevió a abrazarlo−. Pancho. −volvió a decir su nombre mientras veía como su compañero comenzaba a no poder disimular los espasmos del llanto. Armándose de valor, invadió su espacio vital y lo abrazó con fuerza, para su sorpresa, fue correspondido.
−Emilio, me alegro tanto −le dijo Pancho compungido.
−Yo también, compañero, pero estoy muy despistado, voy a necesitar mucha ayuda, como siempre.
−Muy bien, pero ¡quita!, no seas lapa. Te ayudaremos, como siempre. −Emilio sonrió con cariño. Pancho lo quería y era fiel, pero a su manera.
−Emilio −lo llamó José. Al girarse Emilio, José se fijó por primera vez en su mirada−. Tienes los mismos ojos que Victoria, impresionante.
−Es el sello de los Iglesias, como decía mi madre. Siento haber empezado con tal mal pie contigo.
−Pues hagámoslo bien. Soy José, amo a tu hermana y nos gustaría contar con tu aprobación para casarme con ella. Siento los formulismos, Emilio, pero, como dice ella, soy un “niño bien”.
−Creo que eres un buen hombre y yo no soy clasista. Si ella es feliz, por mí no hay problema.
Esas fueron las únicas palabras que compartieron ese día, era evidente que Emilio lo que quería, era reencontrarse con la libertad a cielo abierto.
Pasearon un rato por las calles de Badajoz. Lo dejaron andar delante. José lo miraba desde una prudente distancia. Tenía porte, era casi tan alto como él, su pelo era rubio con alguna veta blanca, algo largo para la época, y lo llevaba atractivamente despeinado.
No se parecía demasiado a su hermana, aunque la sonrisa era característica; sin embargo, sus ojos eran idénticos. Miraba como miran los niños curiosos a su alrededor y sonreía a diestro y siniestro, parecía como si quisiera recuperar el tiempo perdido y se asombró por su comportamiento. Hablaba con todo quisqui pegando la hebra en cuanto le daban pie.
En sus gestos no había odio, solo gratitud.
El viaje hacia la casa de Julia fue una tortura para José, que conducía escuchando la verborrea de su cuñado. No hablaba de cosas profundas, su conversación era banal, pero no controlaba su diálogo; ¿sería una forma de dirigir su nuevo estado en libertad? La verdad, tantos años de cautiverio tendrían que hacer mella en cualquiera, quizás era una forma de espantar sus demonios. José serpenteó por caminos casi intransitables, tal y como le habían aconsejado los veteranos “por si acaso”. “¡Alerta!, siempre ¡alerta!”, le repitieron a José hasta la saciedad, y él lo hizo, pero temiendo que en algún momento el coche se quedara encañado en algún surco del camino. Tardaron una eternidad, pero llegaron enteros.
Llegaron a la casa de Julia alrededor de las cinco de la tarde. Dejaron el coche en un corralón a las afueras del pueblo, anduvieron un buen trozo intentando esconderse, no era prudente hacer demasiada ostentación. Al entrar por las traseras de la casa, lo primero que vieron fue a Victoria correr a abrazar a su hermano. No hubo palabras, solo besos, caricias y lágrimas de alegría. De vez en cuando se paraban y cogían sus rostros mirándose de frente, fue emocionante para el resto, era un amor incondicional, inquebrantable, perenne y emotivo.
La casa de Julia era alegría, la plana mayor del “clan de los supervivientes” vivieron aquel momento como si hubiesen conseguido la tierra prometida, pensaba José, que poco a poco se sentía miembro de aquella familia forjada a golpe de gallardía.
Emilio fue tratado como el mesías, los padres de la anfitriona lo agasajaron como si se tratase del hijo prodigo. Narciso le cogía la mano mirándolo desde detrás de sus ojillos celestes con infinita ternura, las mujeres se afanaban en alimentarlo y Pedro se quedó mudo, para sorpresa de todo bicho viviente que lo conociera. José se sentía feliz de ver a su heroína de ojos ámbar tan alegre, y para él era lo más importante, tanto la quería que pensaba que era cosa de brujería.
Emilio lo quería contar todo, abrazar a todos, agradecer a la vida la suerte de tener por aliados a aquellas personas llenas de lealtad. Pedro seguía mudo mirando al poeta como si de un resucitado se tratase. No recordaba José una sobremesa tan larga.
El momento en que Emilio abrazó, por fin, a Pedro, se le escapó un gemido, pero lo que retuvieron en la retina los allí presentes, para el resto de su vida, fue como aquel viejo médico se hizo pequeñito en los brazos de su amigo. Las palabras sobraban, hay sentimientos que no necesitan de ellas.
−Rubito, te quedarás con Julia, hemos habilitado una habitación que queda escondida detrás del salón, es mejor que no te vean demasiado, quizás tengas que estar escondido unos meses hasta que podamos irnos a Francia, por si las moscas −le contaba Victoria a su hermano.
−De acuerdo. ¿Al patio podré salir, Julia?, ¿es seguro?
−Sí, desde allí es difícil que te vean −respondió la mujer con un gesto coqueto que no pasó desapercibido ni para José ni para Pedro, que cruzaron una mirada con complicidad. En un momento de la velada ambos hicieron un aparte.
−¿Tú también te has dado cuenta, doctor? −preguntó Pedro a José.
−Es evidente.
−Eso parece.
−¿Crees que es buena idea que se queden a tiro de pájaro? Julia está de buen ver y Emilio o mucho me equivoco o debe estar falto de hembra −reflexionó José y Pedro volvió a ser él. La risotada retumbó, todos se giraron, pero, acostumbrados a que el viejo médico meara fuera de tiesto, ni se inmutaron, excepto Emilio, que sin saber sabía de qué hablaban aquellos dos. Le gustó la complicidad de su futuro cuñado con su amigo. En cuanto pudo se acercó a ellos mientras el resto estaba ocupado en recoger los restos de la comida.
−Viejo zorro, ¿no estarás malmetiendo a mi cuñado en mi contra, verdad? Mira que nos conocemos y dame un cigarro bueno, agarrado −le soltó el excarcelario.
−Toma y calla, Rubito −José no pudo evitar reírse.
−Pedro, no me voy a tirar a Julia. ¿Por quién me has tomado? −soltó el poeta con cara de pícaro.
−¿Yo? Te he tomado por un hombre que creo que no estás en caliente desde hace tiempo.
»Además, no creo que tú te tires a nuestra Julia, más bien ella te tirará a ti, sigues siendo un poeta más corto que las mangas de un chaleco, Rubito. ¿Sabes una cosa? Estos años de reclusión te han hecho un hombretón muy guapo. −Lo último lo dijo guiñándole un ojo y fue cuando José se desternilló de risa.
−¡Sí, señor! Sois admirables, después de todo conserváis el humor, no me voy a aburrir con vosotros, os he bautizado como “el clan de los supervivientes”. Telita la retranca que tenéis −dijo José provocando la risa de sus interlocutores y la mirada orgullosa desde la distancia de Victoria.
−¿Cómo está Isidoro?
−En Francia abriéndonos el camino.
−Cuánto me alegro por él. Lo conocí repartiendo comida en la colectividad La Aurora Social de Malpartida. En principio, lo llamábamos el Paparuco porque era como se los conocía a los de su pueblo; después, cuando nos dimos cuenta de la facilidad que tenía para desaparecer, le colocamos “el Invisible” y ese se lo quedó. −Añoranza se destiló en su mirada−. Estoy deseando verlo.
−Ya falta poco −le contestó Pedro pasándole una mano por los hombros.
−José, ¿por qué lleva el pelo tan corto mi hermana? −Emilio conservaba la virtud de darse cuenta de todo sin que lo pareciera. Se acabaron las risas de los hombres y la mirada de Victoria se volvió asustadiza desde la distancia. Pedro intentó hablar, pero José se adelantó:
−Ahora no es el momento, ella te contará con calma, no te asustes, todo está bien. Y estate tranquilo, ahora Victoria es mi prioridad, la protegeré aunque esté en peligro mi integridad. Emilio, nos está mirando y no me gusta verla asustada, ha luchado mucho por este momento, vamos a hacer que lo recuerde como uno de los mejores de su vida. ¿Estás de acuerdo?
Emilio suspiró y asintió con la cabeza. Aquel hombre le estaba pareciendo muy especial.
−De acuerdo, José, creo que eres un buen hombre y mi hermana te ama, se lo veo en la mirada, esperaré a que ella quiera hablarme. −Ahora fue Pedro el que se sintió orgulloso de José y, como siempre, fue él el encargado de suavizar el momento.
−Toma, poeta, un cigarro. ¿Quieres tú uno, José?
−Trae para acá −dijo Emilio.
−Bueno va, un día es un día, pero esto de imitar a una chimenea no es lo mío −dijo José llevándose a la boca el cigarro que le tendió Pedro. A las pocas horas, del paquete de Ideales no quedaba ni el recuerdo, el resto de hombres se unieron a la humareda, las mujeres seguían a lo suyo mientras Julia lanzaba alguna que otra mirada picarona a la reunión de pantalones.
−Julia, Julia, que te he visto −le dijo Victoria.
−¿A mí? −dijo Julia inocente. María se hizo la desentendida, pero no perdía compás de la conversación.
−Sí, a ti, que nos conocemos. Muchacha, ¿tú no tienes bastante con tu cuñado? ¿Se puede saber que tienes en medio de las patas? Es que no tienes fin, Julia, por Dios. −Julia era viuda y andaba liada con su cuñado solterón, que, según ella, era un pedazo de portento en la cama.
El susodicho, llamado Pepe el Recojonudo, estaba la mayor parte del tiempo en una choza a orillas de la frontera de Portugal, cerca del pueblo, a cargo de las ovejas de un señorito.
Los pastos allí eran de calidad. Bajaba al pueblo cuando escaseaba de víveres o lo obligaba la ley del deseo, que lo sofocaba con Julia.
La ley antes mencionada cada vez era más asidua. Desde que su viuda cuñada perdió la matriz por un aborto mal practicado por una curandera, la muchachilla no paraba. Abortó para evitar la estigmatización de sus paisanos, intentaban ser discretos, otra cosa era que lo consiguieran. Menudo escandalo sería, “viuda y preñá del cuñado”.
Victoria le estaba muy agradecida a aquel hombre que bebía los vientos por la pedazo de bellota de su amiga Julia. Muchísimas noches, cuando corrían peligro con el contrabando, les daba cobijo en la choza hasta que escampaba la niebla o, lo que es lo mismo, los guardias civiles se esfumaban.
Las féminas, entre copazos de anís dulce, rememoraban una de aquellas noches bajo la atenta mirada de María y Pancho, el hombre de largos silencios. Pancho lo de hablar en exceso no lo tenía por defecto, pero lo de emocionarse, eso era harina de otro costal, aunque lo intentaba reprimir a duras penas.
−¿Os acordáis de la noche que estuvimos escondidos debajo de los camastros de la choza de pastor de mi cuñado tres horas? −preguntó Julia. Pancho asintió con gesto de añoranza y Victoria contestó:
−Como para olvidarse, tenía el cuerpo engarrotado por la estrechez y, por qué no decirlo, por el miedo.
−¿Qué pasó? −pregunto María, que no estaba al tanto del episodio.
−Pues verás, aquella jodida noche habíamos perdido la carga antes de cruzar la raya, por poco nos pillan los guardillas y, para postre, nos vio la guardia civil, y con más suerte que otra cosa llegamos a la choza, sin que se dieran cuenta. Mi cuñado nos dio refugio −rememoraba Julia apenada.
−¿Y luego qué pasó? −Para sorpresa de todas, fue Pancho quien relató los hechos con locuacidad.
−Los guardias civiles algunas noches se pasaban por la choza del Recojonudo a tomar achicoria y, de paso, resguardarse por unas horas del frío. No era la primera vez que Pepe había escondido allí a algún que otro desgraciado que intentaba escapar del caudillo.
»Lo llaman el Recojonudo por algo, tiene nervios de acero, es un buen hombre, Julia. Estuvimos allí escondidos mucho tiempo hasta que se fueron y pudimos regresar cada mochuelo a su olivo, cansados, encogidos, sin carga y con los bolsillos vacíos, aquel mes estuvimos a base de pan y cebollas.
Ya no habló más, no era habitual que Pancho explicase su vida, soltar carrete, como él decía, le costaba la misma vida, era un hombre de largos silencios y un interior lleno de palabras que le costaba expresar.
−Ha pasado un ángel −dijo María refiriéndose al silencio que se hizo alrededor de la mesa.
−Lo más duro fue el asesinato de Piedad. −Una frase lapidaria que dijo Victoria y acentuó, si cabía más, el silencio.
−Fue duro, pobrecita mía −respondió Julia.
Nadie quiso seguir hablando de su compañera de fatigas, ni de su sonrisa contagiosa, ni de sus artes para el trapicheo, ni de sus enormes ojos negros y hermosos. Todavía, a pesar de los años, la injusticia atenazaba sus emociones al recordarla. Tuvieron que dejar su cuerpo, dolía mucho evocar su memoria. La mataron a tiros, el delito era intentar comer, ¡puta hambre! María cambió de tercio echando mano a los planes de futuro, que, aunque inciertos, los vivían esperanzados.
−Bueno, Julia, ¿qué harás ahora?
−Sin Victoria, se acabó la raya, ella era la guía y, además, ya estoy cansada, los niños van creciendo y mis padres ya están muy mayores. Nos iremos a un nuevo pueblo que están haciendo, por lo del plan Badajoz, Gévora del Caudillo, a 5 kilómetros de Badajoz y cerca de Portugal. Pepe ya está allí, van a construir un pantano y necesitan gente para trabajar en su construcción y poblarlo, me iré de este pueblo, aquí nos conocen todos y estamos marcados, quiero que los niños vayan a la escuela y yo he ahorrado lo suficiente todos estos años de fatiguitas. Además, Pepe nació soltero y conmigo tiene derecho de pernada.
Esto último lo dijo, la muy descarada, soltando una risotada, los demás no se escandalizaron ni un poquito, la conocían bien. El sexo lo vivía en libertad, eso sí, de puertas para adentro.
−¿Y tú, Pancho?
−Yo esperaré a ver cómo le va a esta burra y, mientras, convenceré a Mariquilla para recoger los bártulos, pero creo que también me iré de mi pueblo, demasiados favores que pagar y ya estoy hasta los cojones.
Aquel grupo hablaba en libertad, sin tapujos, con su propio código.
−Sabéis que si queréis venir a Francia con nosotros en este momento lo puedo conseguir −dijo Victoria emocionada.
Tanto Julia como Pancho se lo agradecieron, pero de momento se quedarían en España.
Cuando se dieron cuenta, estaba amaneciendo. Dejaron a Emilio en casa de Julia, pero Pedro quiso decirle algo a la verrionda de su amiga Julia antes de irse.
−Julia, el poeta hace mucho que no está con una mujer, lo que hagáis o no es cosa vuestra, yo no me meto en la alcoba de nadie, pero cuídalo, él es un romántico, por eso ha estado tantos años a la sombra. Por favor, Julia, no le hagas daño y no dejes que se confunda.
−Pedro, con vosotros soy sincera. Yo la jodienda la vivo con naturalidad, pero jamás he mentido a nadie, al único hombre al que le he sido fiel ha sido mi marido, si lo busco y lo encuentro, le hablaré claro, no te preocupes. La verdad es que el Rubito está muy interesante.
−La madre que te parió −le dijo Pedro a Julia. Antes de irse, le plantó un besazo en la mejilla y se despidió diciéndole:
−Ten cuidado, fiera, que está en desuso, a ver si vas a dejarlo para allá. Estaría bueno que lo que no ha conseguido la cárcel lo hagas tú.
−¿El qué? −preguntó picarona.
−Hacerle cosquillas en los pies, no te digo, tienes mucha cara ahora haciéndote la tonta.
−¡Ala!, nos vemos −soltó Julia dando por zanjado el tema y despidiendo, por las traseras de su casa, a la marabunta que la invadía.
Aquella noche no, la segunda, tampoco, pero a la tercera fue la vencida. A Emilio se le rejuveneció el rostro y Julia lucía una cara de bien servida que deslumbraba. Todos contentos y secretamente satisfechos. El resto del mundo giraba igual que antes de fornicar, con lo cual a quién le importaba lo que pasaba en casa Julia. Esa era la filosofía de vida de aquella mujer, que servía para trabajar, para ejercer de madre, de cuidadora, y, además, vivía sus sensaciones en total libertad, sin hacer alardes, era sabia a su manera.