CAPÍTULO 16
La carne estremecida
Mientras tomaba la curva a toda velocidad, haciendo que el gran coche se adaptara suavemente al peraltado con un fácil balanceo del cuerpo y las manos, Bond preparaba su plan de acción para cuando la distancia entre ambos vehículos se hubiera reducido aún más. Imaginó que el conductor enemigo intentaría esquivarle metiéndose por la primera carretera secundaria que encontrara. Por eso, cuando no vio ninguna luz por delante tras doblar la curva, su reflejo lógico fue soltar el acelerador y prepararse para frenar al aparecer ante él un letrero de Michelin.
Iba a menos de cien kilómetros por hora cuando vio una mancha negra en la parte derecha de la carretera, pero él la atribuyó a la sombra de algún árbol del arcén. En cualquier caso, tampoco hubiera tenido tiempo para salvarse. Una esterilla de brillantes clavos de acero se hizo visible de forma súbita bajo la aleta izquierda; un segundo después, el coche estaba encima.
Automáticamente, Bond pisó el pedal del freno y tensó todos sus músculos sobre el volante para corregir el brusco e inevitable deslizamiento hacia la izquierda. Pero sólo pudo controlar el coche durante una fracción de segundo. Al saltar el caucho de las ruedas del lado izquierdo y dejar las llantas rasgando el asfalto durante un instante, el pesado coche se atravesó en la carretera con un derrape desgarrador, chocó contra el terraplén con un golpe que derribó a Bond al suelo del vehículo y luego, enfocando otra vez la carretera, se alzó con lentitud sobre sus cuartos traseros, con las ruedas delanteras girando en el aire y los grandes faros registrando el firmamento. Por un segundo, apoyado sobre el depósito de gasolina, el coche pareció dirigirse al cielo como una gigantesca mantis religiosa. Después fue cayendo hacia atrás y golpeó contra el asfalto con un enorme estrépito de astillas y fragmentos de carrocería y vidrio.
En el silencio sepulcral, la rueda anterior derecha susurró un momento, emitió un breve quejido y se calló.
Le Chiffre y sus dos hombres tenían que recorrer sólo unos metros desde su escondite.
—Guardad las pistolas y sacadlo —ordenó con brusquedad—. Yo os cubriré. Con cuidado, no quiero un cadáver. Y deprisa, que está amaneciendo.
Los dos hombres se arrodillaron. Uno sacó un largo cuchillo, recortó un buen trozo de lona de un lado de la capota y cogió por los hombros a Bond, que estaba inconsciente e inmovilizado. El otro se coló entre el coche volcado y el terraplén y se introdujo por el retorcido marco de la ventanilla. Liberó las piernas de Bond, que estaban atrapadas entre el volante y la capota del coche. Luego lo extrajeron con dificultad a través del agujero de la capota.
Cuando lograron tumbarlo sobre la calzada, ambos hombres estaban cubiertos de sudor, polvo y grasa.
El más delgado comprobó el corazón de Bond y le dio una fuerte bofetada en cada mejilla. Bond gruñó y movió una mano. El hombre delgado lo abofeteó otra vez.
—Ya basta —dijo Le Chiffre—. Atadle las manos y metedlo en el coche. Toma. —Lanzó un rollo de cable hacia el hombre—. Antes vacíale los bolsillos y pásame su pistola. Puede que lleve más armas, pero ya se las quitaremos después.
Recogió los objetos que el hombre delgado le tendió y los metió junto con la Beretta de Bond en sus amplios bolsillos sin siquiera examinarlos. Dejó a los hombres trabajando y se fue de vuelta al coche. Su rostro no mostraba ni placer ni emoción.
Bond volvió en sí al sentir la aguda dentellada del cable en sus muñecas. Aunque le dolía todo el cuerpo como si lo hubieran apaleado con una porra de madera, cuando lo levantaron de un tirón y lo empujaron hacia la estrecha carretera secundaria donde el motor del Citroen ya ronroneaba, Bond comprobó que no tenía ningún hueso roto. Sin embargo, no estaba para hacer ningún intento desesperado de huida y se dejó arrastrar hasta el asiento trasero del coche sin oponer resistencia.
Se sentía profundamente abatido y débil, tanto de espíritu como de cuerpo. Había recibido muchos golpes bajos en las últimas veinticuatro horas y aquel último embate del enemigo le parecía casi definitivo. Esa vez no habría milagros: nadie sabía dónde estaba y nadie lo echaría de menos hasta bien entrada la mañana. No tardarían mucho en encontrar lo que quedaba del coche, pero necesitarían horas para averiguar a quién pertenecía.
¿Y Vesper? Miró a su derecha más allá del hombre delgado, que se había recostado con los ojos cerrados. Su primera reacción fue de desprecio: aquella tonta se había dejado atar como un pollo, con la falda arremangada sobre la cabeza, como si todo aquello no fuera más que una broma de colegio. Luego se compadeció de ella al mirar sus piernas desnudas, que parecían las de una niña indefensa.
—Vesper —dijo en voz baja.
No hubo respuesta desde el fardo arrinconado y, por un momento, Bond tuvo un mal presentimiento, pero la vio moverse un poco.
En ese mismo instante, el hombre delgado le dio un fuerte revés a la altura del corazón.
—Silencio.
Bond se dobló por el dolor y también para protegerse de otro revés, pero lo único que consiguió fue un golpe en la nuca que lo hizo arquearse hacia atrás expulsando el aire entre los dientes con un silbido.
El hombre delgado le había propinado un seco golpe profesional con el canto de la mano. Había algo letal en su precisión y en su ausencia de esfuerzo. Ahora estaba otra vez recostado con los ojos cerrados. Aquel hombre daba miedo, era perverso. Bond deseó tener la oportunidad de matarle.
De pronto el maletero del coche se abrió y se oyó un fuerte ruido de metal. Bond supuso que habían estado esperando a que el tercer hombre recuperara la cota de mallas con clavos. Imaginó que era una adaptación de los dispositivos claveteados que la Resistencia utilizó contra los coches militares alemanes.
Volvió a pensar en la eficacia de aquella gente y en lo ingenioso que era el material que utilizaban. ¿Acaso M había infravalorado sus recursos? Reprimió el deseo de echar la culpa a Londres. Era él quien debería de haberlo sabido, el que tenía que haberse percatado de pequeñas pistas y haber tomado un millón de precauciones más. Se estremeció al recordar cómo se había inundado de champán en Le roi galant mientras el enemigo preparaba el contraataque. Se maldijo a sí mismo y maldijo la arrogancia que le había hecho dar por seguras su victoria y la huida del enemigo.
Durante todo aquel tiempo, Le Chiffre no había dicho ni una palabra. En cuanto cerró el maletero, el tercer hombre, que Bond reconoció enseguida, se sentó junto al conductor y éste echó marcha atrás con furia regresando a la carretera principal. Luego desplazó de un solo golpe la palanca de cambios por todo su recorrido y en un segundo se puso a ciento diez siguiendo la costa.
Estaba amaneciendo; debían de ser las cinco, según juzgó Bond mientras pensaba que a dos o tres kilómetros de allí empezaba el camino de la villa de Le Chiffre. No se le había ocurrido que llevarían a Vesper a ella. Se dio cuenta de que Vesper no era más que la sardina para pescar al atún, vio con claridad toda la escena. Y era muy desagradable. Por primera vez desde su captura, Bond sintió un estremecimiento de miedo.
Diez minutos después, el Citroen dio un bandazo a la izquierda, recorrió unos doscientos metros de un camino invadido por la hierba y atravesó un par de columnas de estuco estropeadas que daban entrada a un descuidado jardín rodeado por una tapia alta. Se pararon ante una puerta blanca desconchada. Encima del timbre oxidado que había en el umbral y escrito en pequeñas letras de cinc sobre madera se podía leer: Les Noctambules y, debajo, Sonnez SVP[70].
Por lo que Bond pudo ver de la fachada de cemento, era una construcción típica de la costa francesa. Se imaginó a alguna mujer de la limpieza enviada por la agencia inmobiliaria de Royale barriendo a toda prisa las moscardas muertas de cara al alquiler estival y ventilando un poco las habitaciones con olor a cerrado. Cada cinco años blanquearían las paredes interiores y la carpintería exterior y durante unas semanas la villa presentaría una cara sonriente al mundo. Luego las lluvias del invierno harían su trabajo, junto con las moscas apresadas, y la villa recuperaría enseguida su aspecto abandonado.
Sin embargo, pensó Bond, aquella mañana la casa iba a prestarse de maravilla a las intenciones de Le Chiffre, si eran las que él suponía. Desde su captura, no habían pasado ante ninguna otra casa y, por lo que vio el día anterior, sólo había alguna que otra granja perdida varios kilómetros más al sur.
Mientras el hombre delgado lo apremiaba para que saliera del coche atizándole un codazo en las costillas, Bond pensó que Le Chiffre disponía de varias horas para tenerlos a los dos sin ser molestado. Sintió otro estremecimiento.
Le Chiffre abrió la puerta con llave y desapareció en el interior. Vesper, con un aspecto terriblemente indecente a aquellas horas de la mañana, entró tras él empujada, entre un torrente de obscenidades en francés, por el hombre que Bond había distinguido como «el corso». Bond pasó tras ellos sin darle al hombre delgado la oportunidad de azuzarlo.
La llave de la puerta principal dio dos vueltas en la cerradura.
Le Chiffre estaba de pie en el umbral de una habitación a mano derecha. Hizo a Bond un ademán con el dedo que fue como la muda invitación silenciosa de una araña.
A Vesper la conducían por un pasillo hacia la parte de atrás de la casa. Bond se decidió de pronto.
Dio una salvaje patada a las espinillas del hombre delgado, que emitió un silbido de dolor, y se lanzó por el pasillo tras la joven. No tenía más armas que los pies, y su único plan era hacer el máximo daño posible a los dos pistoleros y poder cruzar unas palabras rápidas con ella. No había otro plan posible. Sólo quería decirle que no se rindiera.
Cuando el corso se volvió por el ruido, Bond, que lo había alcanzado ya, le lanzó una patada a la entrepierna con el pie derecho.
Como un relámpago, el corso pegó la espalda contra la pared del pasillo, y cuando el pie de Bond pasó silbando frente a su cadera, él, con tremenda rapidez y cierta delicadeza, disparó la mano izquierda, se lo aferró por el empeine y lo retorció con violencia.
Perdido el equilibrio por completo, el otro pie de Bond abandonó el suelo. El cuerpo entero dio una vuelta en el aire y, lanzado por el impulso de la carrera, se estrelló de costado contra el suelo.
Se quedó unos instantes tumbado, sin respiración, hasta que el hombre delgado llegó, lo izó por el cuello y lo empujó contra la pared. Llevaba una pistola en la mano. Lanzó una mirada inquisitiva a los ojos de Bond y luego, sin prisas, se agachó y le dio un cruel latigazo en las espinillas con el cañón de la pistola. Bond gimió y arqueó las rodillas.
—La próxima vez, te la pasaré por los dientes —dijo el hombre en mal francés.
Se oyó un portazo: Vesper y el corso habían desaparecido. Bond se volvió hacia su derecha. Le Chiffre había salido a medio pasillo y volvió a llamarle con el dedo. Luego se dirigió a él por primera vez.
—Vamos, amigo. Estamos perdiendo el tiempo.
Hablaba inglés sin el menor acento, con voz baja, suave y pausada. No mostraba emoción alguna. Podía haber sido un médico haciendo pasar al siguiente paciente desde la sala de espera, a un paciente histérico que se hubiera puesto a discutir con la enfermera.
Bond se sintió de nuevo débil e impotente. Sólo un experto en jiu-jitsu habría podido manejarle con la economía y la falta de esfuerzo del corso. Y la fría precisión con que el hombre delgado le había pagado con la misma moneda también había sido serena, incluso artística.
Bond regresó por el pasillo casi con docilidad. Lo único que había ganado con su torpe gesto de resistencia contra aquella gente eran unos cuantos cardenales más.
Mientras cruzaba el umbral de la habitación por delante del hombre delgado, supo que estaba total y absolutamente en poder de aquellos hombres.