CAPÍTULO 8
Champán y luces rosadas
Bond subió a su habitación —tampoco esa vez encontró ninguna anomalía en ella—, se desnudó deprisa, se dio un prolongado baño caliente seguido de una ducha helada y se tumbó en la cama. Le quedaba una hora para descansar y poner en orden sus pensamientos antes de encontrarse con la señorita Lynd en el bar del Splendide; una hora para examinar con minuciosidad los detalles de sus planes para la partida, y para después de la partida, en todas las posibles contingencias de victoria o derrota. Tenía que calcular la función de apoyo de Mathis, Leiter y la joven, e imaginar las reacciones del enemigo en diversas situaciones. Cerró los ojos y su pensamiento se puso a seguir a su imaginación a través de una serie de escenas construidas con todo detalle, como si mirase los cristales de colores de un calidoscopio.
A las nueve menos veinte había agotado todas las permutaciones posibles que podían resultar de su duelo con Le Chiffre. Se levantó y se vistió, apartando por completo el futuro de su mente.
Mientras se anudaba la estrecha corbata de lazo de raso negro, se detuvo un momento para examinarse con calma en el espejo. Los ojos azul grisáceo le devolvieron una tranquila mirada de irónica interrogación, y el corto mechón de cabello negro que nunca se quedaba en su sitio cayó con lentitud hasta formar una gruesa coma sobre su ceja derecha. Sumado a la fina cicatriz vertical que le cruzaba la mejilla derecha, el efecto general tenía algo de pirata. «Menudo Hoagy Carmichael», pensó mientras llenaba una delgada pitillera de un gris claro con cincuenta cigarrillos Morland de triple banda dorada. Mathis le había contado el comentario de la joven.
Se metió la pitillera en el bolsillo trasero y accionó el Ronson de plata vieja para ver si necesitaba gasolina. Tras guardar en otro bolsillo el delgado fajo de billetes de diez mil francos, abrió un cajón y extrajo una liviana pistolera de piel de gamuza que se pasó sobre el hombro izquierdo hasta dejarla colgada unos ocho centímetros por debajo de la axila. De debajo de las camisas que había en otro cajón sacó una Beretta automática del calibre 25 y empuñadura desnuda. Extrajo el cargador de cartucho único que había en el cañón y empujó y estiró varias veces el mecanismo; finalmente, apretó el gatillo con la recámara vacía. Volvió a cargar la pistola, la armó, colocó el seguro y la depositó en la pistolera. Recorrió con la vista la habitación para comprobar que no se dejaba nada y se enfundó la chaqueta del esmoquin sobre la gruesa seda de la camisa de etiqueta. Se sentía fresco y cómodo. Se cercioró en el espejo de que no se adivinaba la presencia de la delgada pistola bajo el brazo izquierdo, se ajustó por última vez el lazo de la corbata, salió de la habitación y cerró con llave.
Cuando, al pie de las cortas escaleras, se giraba en dirección al bar, oyó abrirse tras él la puerta del ascensor.
—Buenas noches —dijo una voz fría.
Era la joven, que esperó a que se le acercara.
Había recordado su belleza con exactitud, por eso no le sorprendió que lo conmoviera de nuevo.
Llevaba un vestido de terciopelo negro, sencillo pero con ese toque de esplendor que sólo media docena de modistos en el mundo saben conseguir. Lucía una fina gargantilla de diamantes y un broche, también de diamantes, en el vértice de un pronunciado escote que dejaba ver parte de sus turgentes senos. Llevaba un bolso de noche negro liso, un rectángulo plano que en ese momento sujetaba a la altura de la cintura. El cabello negro azabache le caía recto y natural, metido hacia dentro hasta formar un solo bucle final bajo el mentón.
Resultaba deslumbrante y a Bond se le alegró el corazón.
—Está usted preciosa. Parece que el negocio de la radio va de maravilla.
Ella lo cogió del brazo.
—¿Le importa si vamos directamente a cenar? —preguntó ella—. Me gustaría hacer una gran entrada, pero he de confesarle un horrible secreto sobre el terciopelo negro: se arruga cuando una se sienta. Por cierto, si me oye gritar esta noche, será porque me he sentado en una silla de mimbre.
Bond se echó a reír.
—Por supuesto —dijo—, vamos al restaurante. Tomaremos un vodka mientras nos sirven la cena.
Ella le dirigió una mirada divertida y Bond rectificó:
—O un cóctel, claro, como usted prefiera. La comida de aquí es la mejor de todo Royale.
Durante unos segundos se sintió irritado ante el toque de ironía, la ligera sombra de desaire con que ella había recibido su determinación y ante la forma en que él había respondido a su rápida mirada.
Pero sólo fue un cruce de espadas infinitesimal que Bond había olvidado ya cuando, siguiendo la estela de ella y del reverente maitre que los guiaba por el comedor atestado, observó cómo las cabezas de los comensales se volvían para mirarla.
La parte más concurrida del restaurante se hallaba junto a la gran media luna de ventanales que se asomaba como la popa de un barco sobre los jardines del hotel. Sin embargo, Bond había elegido una mesa en uno de los reservados con espejos que había detrás del comedor grande. Eran cubículos que habían sobrevivido desde la época eduardiana, íntimos y decorados en alegres tonos blancos y dorados, con la mesa iluminada por una lámpara de seda roja y apliques del Segundo Imperio en la pared.
Mientras descifraban el laberinto de tinta morada que cubría los dos folios de la carta, Bond hizo un gesto al sommelier[38]. Se dirigió a su acompañante.
—¿Ha decidido ya?
—Querría un vaso de vodka —respondió ella, escueta, volviendo al estudio de la carta.
—Una jarra de vodka pequeña, muy fría —ordenó Bond. Luego, dirigiéndose a ella, añadió—: No puedo brindar por tu nuevo vestido sin saber tu nombre de pila.
—Vesper —respondió ella—, Vesper Lynd.
Bond le dirigió una mirada interrogativa.
—La verdad es que resulta aburrido tener que explicarlo siempre. Bien, yo nací a una hora vespertina de un día tormentoso, según mis padres, y, ellos, al parecer, querían recordarlo. —Sonrió—. A algunos les gusta, y a otros, no. Yo me he acostumbrado ya.
—A mí me parece un nombre bonito —dijo Bond. Se le ocurrió una idea—. ¿Me lo prestas? —Le habló del martini especial que había inventado y de la búsqueda de un nombre—. Un «Vesper». Suena perfecto y es muy apropiado para la hora violeta a la cual, a partir de hoy, se beberá mi cóctel en todo el mundo. ¿Puedo usarlo?
—Siempre y cuando yo lo pruebe antes —prometió ella—. Parece una bebida para enorgullecerse.
—Te invitaré a uno cuando todo este asunto haya acabado —dijo Bond—. Tanto si perdemos como si ganamos. Y ahora, ¿has decidido ya qué quieres cenar? Por favor, sé costosa —añadió al ver que dudaba—, o pondrás en evidencia ese precioso vestido.
Vesper se echó a reír y dijo:
—Había pensado dos opciones y cualquiera de las dos sería deliciosa, pero la posibilidad de hacerme la millonaria por una vez es una tentación demasiado grande, así que, si estás seguro… Bien, pues empezaré con caviar y luego tomaré un rognon de veau[39] a la brasa con pommes soujflés[40]. De postre, fraises des bois[41] con mucha nata. ¿Te parece una desvergüenza que sea tan resuelta y tan cara? —preguntó con una sonrisa.
—Me parece una virtud. Después de todo, lo que pides no es más que una comida sana y completa. —Bond se volvió hacia el maítre—. Y traiga muchas tostadas. —Luego, dirigiéndose a Vesper, añadió—: El problema no es conseguir que te pongan bastante caviar, sino suficientes tostadas.
Miró la carta de nuevo.
—Bien —dijo—, yo acompañaré a la señorita con el caviar, pero de segundo tomaré un tournedo[42] pequeño, poco hecho, con sauce Béarnaise[43] y un coeur d’artichauf[44]. Mientras la señorita disfruta de sus fresas, yo tomaré medio aguacate con salsa vinagreta. ¿Lo aprueba?
El maitre hizo una inclinación de la cabeza.
—Mis felicitaciones, mademoiselle et monsieur. —Se volvió hacia el sommelier y le repitió, complacido, los dos pedidos.
—Parfait[45] —repuso el sommelier, al tiempo que presentaba la carta de vinos encuadernada en piel.
—Si te parece bien —dijo Bond—, preferiría beber champán contigo esta noche. Es un vino alegre y se adapta a la ocasión…, espero.
—Champán me parece muy bien —aceptó ella.
Con un dedo puesto en la carta de vinos, Bond se dirigió al sommelier.
—¿El Taittinger 45?
—Un buen vino, monsieur —respondió el sommelier—, aunque, si monsieur me disculpa —señaló con el lápiz—, el Blanc de Blanc Brut 1943, de la misma marca, no tiene parangón.
Bond sonrió.
—Pues adelante —dijo, y volviéndose hacia su acompañante, le explicó—: No es una marca muy conocida, pero quizá se trate del mejor champán del mundo.
Se le escapó una sonrisa ante la presunción de su comentario.
—Me tendrás que perdonar —añadió—. Disfruto con ridícula exageración la comida y la bebida. En parte se debe a que soy soltero, pero, sobre todo, a la costumbre de fijarme mucho en los detalles. Aunque sé que parece puntilloso y remilgado, en mi trabajo me veo obligado a comer solo la mayoría de las veces, y el hecho de preocuparme por la comida lo hace un poco más interesante.
Vesper le sonrió.
—Me parece bien —dijo—. A mí también me gusta hacer las cosas a fondo, aprovechar al máximo todo lo que hago. Creo que es como hay que vivir, a pesar de que suena un poco infantil cuando se dice —añadió con tono de disculpa.
Había llegado la jarrita de vodka a bordo de un cuenco de hielo picado. Bond sirvió los vasos.
—Entonces estamos de acuerdo —dijo—. Ahora brindemos por que haya suerte esta noche, Vesper.
—Sí —asintió ella en voz baja, mientras sostenía el vasito en el aire y lo miraba a los ojos con una extraña franqueza—, espero que todo vaya bien esta noche.
A Bond le pareció que al decir aquello se encogía de hombros sin querer, pero en ese preciso momento ella se inclinó hacia él de forma impulsiva.
—Tengo noticias para ti de Mathis. ¡Se moría por contártelo él mismo! Es sobre la bomba. Una historia increíble.