CAPÍTULO 7
«Rouge et Noir»[35]
Bond quería ante todo estar en forma y relajado por completo para una sesión de juego que podría prolongarse la mayor parte de la noche. Pidió un masajista para las tres. Cuando le retiraron el servicio de la comida, se sentó a mirar el mar por la ventana hasta que el masajista, un sueco, llamó a la puerta de la habitación.
Sin mediar palabra, se puso a trabajar en Bond desde los pies hasta el cuello, eliminándole las tensiones del cuerpo y calmándole los nervios, aún crispados. Hasta los alargados cardenales que empezaban a aparecerle en el hombro y el costado izquierdos dejaron de dolerle. Cuando el sueco se fue, Bond cayó en un profundo sueño.
Se despertó al atardecer renovado del todo.
Tras darse una ducha fría, se fue a pie hacia al casino. Desde la noche anterior había perdido el humor para el juego. Necesitaba recuperar aquel enfoque medio matemático y medio intuitivo que, junto con el pulso lento y el temperamento confiado, Bond sabía que constituían el equipamiento esencial de todo jugador dispuesto a ganar.
Bond era un jugador nato. Le encantaba el sordo roce de las cartas barajadas y el constante drama contenido de las figuras mudas sentadas en torno al tapete verde. Le gustaba la sólida y estudiada comodidad de las salas de juego y de los casinos, los acolchados brazos de las sillas, la copa de champán o el vaso de whisky al alcance de la mano, la atención pausada y silenciosa de los buenos camareros. Le divertía la imparcialidad de la bola de la ruleta y de los naipes…, y su eterna arbitrariedad. Le gustaba ser actor y espectador y participar desde su asiento en los dramas y las decisiones de los otros, hasta que le llegaba el turno de emitir su «sí» o «no» vital, por lo general con una probabilidad del cincuenta por ciento de perder o de ganar.
Pero lo que más le agradaba era que todo dependía de uno mismo y no era posible agradecérselo ni culpar a nadie más. La suerte era el siervo, no el señor. Uno debía aceptarla con indiferencia o aprovecharla hasta el límite, pero había que comprenderla y reconocerla por lo que era, sin confundirla con una errónea apreciación de las probabilidades, porque en el juego es pecado mortal confundir el jugar mal con el tener mala suerte. Y a la suerte, en todas sus facetas, había que amarla, no temerla. Bond comparaba la suerte con la mujer, a la cual hay que cortejar con delicadeza o asaltar con brutalidad, pero nunca consentir ni perseguir. Sin embargo, era lo bastante sincero consigo mismo para admitir que todavía no le habían hecho sufrir ni las cartas ni las mujeres, nunca. Un día, y él era consciente de ello, acabaría postrado ante el amor o ante la suerte. Sabía que cuando eso ocurriese, también él quedaría marcado con el fatal interrogante que tan a menudo reconocía en otros hombres, la promesa de pagar antes de haber perdido: la aceptación de la vulnerabilidad.
Sin embargo, aquella tarde de junio, Bond atravesó la «cocina» del casino y entró en la sala privada invadido por la confianza y los buenos presentimientos. Cambió un millón de francos por fichas de cincuenta mil y eligió un asiento cerca del director de partida de la ruleta número uno.
Pidió la cartulina al director de partida y estudió los números en que había caído la bola desde que se había iniciado la partida a las tres de aquella tarde. Siempre lo hacía, aun a sabiendas de que ninguna vuelta de la rueda ni ninguna caída de la bola en una casilla determinada guarda la menor relación con la vuelta o la caída anterior. Bond era consciente de que el juego empieza de cero cada vez que el croupier recoge la bola de marfil con la mano derecha, con la misma mano da un impulso controlado en sentido de las agujas del reloj a uno de los cuatro radios de la rueda y, con un tercer movimiento, también de la mano derecha, arroja la bola al borde exterior de la rueda en sentido contrario a las agujas del reloj y, por tanto, a la rotación de la ruleta.
Era obvio que todo aquel ritual y todos los pormenores mecánicos de la rueda, de las casillas numeradas y del cilindro habían sido concebidos y perfeccionados a lo largo de los años para que ni la habilidad del croupier ni ninguna predisposición de la rueda afectaran al lugar donde se detenía la bola. Y, sin embargo, es un convenio entre jugadores de ruleta —al que Bond se adhería estrictamente— estudiar la historia de cada sesión anterior y dejarse guiar por cualquier peculiaridad en el itinerario de la rueda, observando y dando importancia, por ejemplo, a las secuencias de un mismo número más de dos veces seguidas o de más de cuatro veces en las otras probabilidades hasta pares.
Bond no defendía aquella práctica, sino el mero hecho de que cuanto más esfuerzo e ingenio se pone en el juego, más se obtiene del mismo.
En el historial de aquella mesa en concreto, que llevaba unas tres horas de juego, Bond no vio mucho motivo de interés, excepto que la última docena no había tenido el favor de la bola. La técnica de Bond consistía en jugar siempre con la rueda y, sólo cuando la bola caía en el cero, invertir el patrón anterior y estrenar táctica nueva. Decidió aplicar una de sus estratagemas favoritas y apostar sobre dos docenas, en este caso las dos primeras y con la apuesta máxima, cien mil francos. De esta forma tenía dos tercios del tablero cubierto (salvo el cero) y, dado que las docenas pagan dos a uno, tendría probabilidades de ganar cien mil francos cada vez que saliera algún número inferior a 25.
A las siete tiradas había ganado seis veces. Perdió a la séptima cuando salió el treinta. Llevaba unas ganancias netas de medio millón de francos. No apostó nada en la octava tirada. Salió cero[36]. Animado por este golpe de suerte e interpretando aquel treinta como si le señalase la tercera docena, decidió apostar en la primera y en la tercera docenas hasta que perdiera dos veces seguidas. Diez tiradas después, la bola cayó dos veces seguidas en la segunda docena, lo que le costó cuatrocientos mil francos, pero se levantó de la mesa habiendo ganado un millón cien mil francos.
En cuanto Bond había empezado a hacer apuestas máximas, su juego centró el interés de toda la mesa. Como la suerte parecía acompañarle, un par de peces piloto decidieron nadar con el tiburón. Uno de ellos, que a Bond le pareció estadounidense, estaba sentado justo enfrente de él y daba muestras de algo más que de la alegría y el placer normales de compartir aquella buena racha. Le dirigió una o dos sonrisas desde el otro lado de la mesa, y hubo algo intencionado en la forma en que imitaba sus movimientos, colocando sus dos modestas fichas de diez mil delante mismo de las grandes placas de Bond. Cuando éste se levantó, el otro también empujó hacia atrás su silla y le habló con cordialidad desde el otro lado de la mesa.
—Gracias por el recorrido. Supongo que le debo una copa, ¿me acompaña?
Bond presintió que podría ser el hombre de la CIA. Supo que había acertado cuando, después de haber dado una ficha de diez mil al croupier y una de mil al mozo que le apartó la silla, se encaminaron juntos hacia el bar.
—Me llamo Félix Leiter —dijo el estadounidense—. Encantado de conocerle.
—Igualmente. Bond, James Bond.
—Un placer —repuso Leiter—. Veamos, ¿qué tomará para celebrarlo?
Bond insistió en invitar a Leiter a su Haig and Haig on the rocks y luego reclamó la mirada del barman.
—Martini seco —ordenó—. Uno. En una copa de champán alta.
—Sí, señor.
—Un momento: tres partes de Gordon’s, una de vodka, media de Kina Lillet. Agítelo muy bien hasta que esté bien frío y entonces añada una corteza larga y delgada de limón, ¿entendido?
—Por supuesto, monsieur. —El barman parecía complacido con la idea.
—¡Caray! No está nada mal —dijo Leiter.
Bond se echó a reír.
—Cuando he de concentrarme, por así decirlo —explicó—, no me gusta tomar más de una copa antes de cenar. Pero la que tome tiene que ser abundante, muy fuerte, muy fría y muy bien hecha. Odio las porciones pequeñas, sobre todo cuando tienen mal sabor. Este cóctel me lo he inventado yo. Pienso patentarlo en cuanto encuentre un buen nombre para él.
Observó con atención cómo la copa se escarchaba al contacto con el áureo líquido pálido, ligeramente gasificado por las sacudidas de la coctelera. Tendió la mano para cogerla y bebió un largo trago.
—Excelente —dijo al barman—, aunque si pone un vodka hecho con centeno en lugar de con patatas, verá que resulta todavía mejor. Mais rienculons pas des mouches[37] —le añadió en un aparte.
El barman sonrió.
—Es una manera vulgar de decir que no hay que hilar tan fino —explicó Bond a Leiter.
Éste seguía interesado en la bebida de Bond.
—Veo que le gusta pensar bien las cosas —dijo divertido mientras trasladaban las bebidas a un rincón del salón. Bajó la voz y añadió—: Podría llamarle «Cóctel Molotov», en honor al que ha probado esta tarde.
Se sentaron. Bond rió.
—He visto que han acordonado el lugar marcado con una «x» y que obligan a los coches a pasar por la acera. Espero que esto no haya espantado a ninguna gran fortuna.
—La mayoría de la gente ha aceptado la historia de los comunistas y, los que no, creen que ha sido una fuga de gas. Esta noche cortarán todos los árboles quemados, y si hacen las cosas como en Montecarlo, mañana por la mañana no quedará ni rastro del follón.
Leiter sacudió el paquete de Chesterfield y extrajo un cigarrillo.
—Me agrada trabajar con usted en este caso —dijo, mirando su bebida—. Y por eso me complace en particular que no volara a mejor vida. Los nuestros están muy interesados en el asunto. Lo ven tan importante como sus amigos y no creen que sea nada descabellado. De hecho, a Washington le fastidia mucho no llevar la voz cantante, pero ya sabe cómo son los jefazos. Supongo que los de Londres son parecidos.
Bond hizo un gesto afirmativo.
—Tienen cierta tendencia a proteger con celo sus exclusivas —admitió.
—En fin, estoy a sus órdenes y le prestaré toda la ayuda que necesite. Con Mathis y sus chicos por aquí no quedará mucho por qué preocuparse; pero, en cualquier caso, aquí me tiene.
—Se lo agradezco —dijo Bond—. La oposición me tiene a mí y es probable que también a usted y a Mathis totalmente controlados y, por lo que se ve, aquí todo vale. Me alegro de que Le Chiffre parezca tan desesperado como suponíamos. Me temo que no dispongo de una tarea muy concreta para usted, pero le agradecería que se quedara por el casino esta noche. Tengo una ayudanta, la señorita Lynd, y me gustaría que se hiciera cargo de ella cuando yo empiece a jugar. No lo avergonzará, es una chica atractiva. —Sonrió a Leiter—. Y también le agradecería que controlara a los dos pistoleros de Le Chiffre. No creo que intente ninguna jugarreta, pero nunca se sabe.
—Creo que en eso podré ayudar —dijo Leiter—. Antes de meterme en este negocio pertenecía a la infantería de marina, y ya sabe lo que eso significa —añadió como si se disculpara.
—Lo sé —dijo Bond.
Leiter le contó que era de Texas. Mientras le explicaba su función en el servicio conjunto de inteligencia de la OTAN y lo difícil que era mantener la confidencialidad en una organización en la que había tantas nacionalidades representadas, Bond pensó que los estadounidenses no eran malos tipos y que casi todos acababan siendo de Texas.
Félix Leiter tendría unos treinta y cinco años. Era alto y de estructura ósea delgada. Llevaba un traje castaño ligero que le caía holgado desde los hombros, como la ropa a Frank Sinatra. Se movía y hablaba despacio, pero Bond presentía mucha velocidad y mucha fuerza en él, y que sería un luchador duro y cruel. Inclinado sobre la mesa, tenía cierto aire de halcón capaz de bajar en picado en pleno vuelo. Esa misma impresión se reforzaba también por su rostro, de mentón y pómulos afilados y boca grande y torcida. Sus achinados ojos grises tenían una expresión felina, incrementada aún más por su hábito de arrugarlos contra el humo de los Chesterfield que extraía encadenados del paquete. Las arrugas permanentes que aquel hábito había grabado en las comisuras de los ojos daban la impresión de que sonreía más con éstos que con la boca. Una mata de cabello pajizo prestaba a su rostro un aspecto juvenil que el examen más de cerca contradecía. Aunque parecía hablar sin tapujos de su trabajo en París, Bond se dio cuenta enseguida de que nunca se refería a sus colegas estadounidenses de Europa o de Washington. Supuso que Leiter defendía los intereses de su propia organización mucho más que los mutuos objetivos de los aliados del Atlántico Norte, y lo entendió.
Cuando Leiter acabó su segundo whisky y Bond terminó de contarle el asunto de los Muntz y la breve excursión de reconocimiento por la costa que había hecho por la mañana, eran las siete y media y decidieron volver paseando juntos al hotel. Antes de salir del casino, Bond depositó el total de su capital —veinticuatro millones— en la caja, quedándose sólo unos pocos billetes de diez mil como dinero para gastos menores.
De camino hacia el Splendide, vieron a un equipo de obreros que ya estaba trabajando en el escenario de la explosión. Había varios árboles arrancados de cuajo y las mangueras de tres camiones cisterna municipales lavaban el bulevar y las aceras. El cráter había desaparecido ya y sólo algunos paseantes asombrados se habían parado a mirar. Bond supuso que el Hermitage y las tiendas y fachadas con ventanas rotas habían sido objeto de idéntica operación estética urgente.
En el cálido crepúsculo azul, Royale-les-Eaux había recuperado la paz y el orden originales.
—¿Para quién trabaja el recepcionista? —se interesó Leiter cuando se acercaban al hotel.
Bond no estaba seguro, y así se lo dijo. Se lo había preguntado a Mathis, pero éste tampoco supo aclarárselo.
—A no ser que lo hayas sobornado tú mismo —le respondió—, has de asumir que lo ha sobornado la otra parte. Todos los recepcionistas son sobornables. No es culpa suya. Se les enseña a ver a todos los clientes del hotel, excepto los maharajás, como estafadores y ladrones en potencia. Se preocupan tanto por tu comodidad o tu bienestar como los cocodrilos.
Bond recordó las palabras de Mathis cuando el recepcionista salió presuroso de detrás del mostrador a preguntarle si se había recuperado de la experiencia tan desafortunada de la tarde. Bond consideró oportuno decirle que todavía se sentía un poco aturdido. Confió en que si la Inteligencia pasaba el mensaje, Le Chiffre empezaría a jugar aquella noche subestimando la fuerza de su adversario. El recepcionista expresó sus untuosos deseos de que Bond mejorase.
La habitación de Leiter estaba en una de las plantas superiores. Se separaron delante del ascensor tras quedar en verse en el casino entre diez y media y once, la hora en que casi siempre empezaban las grandes partidas.