CAPÍTULO 4

«L’ennemi écoute»[23]

Dos semanas después, James Bond rememoró parte de esa historia al despertarse en su habitación del hotel Splendide.

Había llegado a Royale-les-Eaux dos días antes, a la hora de comer. Nadie intentó ponerse en contacto con él, ni tampoco él despertó el menor atisbo de curiosidad al registrarse como «James Bond, Port Maria, Jamaica».

M no había expresado interés alguno por su tapadera.

«En cuanto se enfrente a Le Chiffre en las mesas de juego, usted tendrá su cobertura —dijo—. Pero utilice una identidad creíble para todos los demás.»

Como Bond conocía bien Jamaica, pidió que lo controlaran desde allí y se hizo pasar por un propietario de plantaciones jamaicano cuyo padre había hecho una fortuna con el tabaco y el azúcar y cuyo hijo había decidido jugársela en la Bolsa y en los casinos. Si alguien le preguntaba más, le remitiría a Charles DaSilva, de la firma Caffery de Kingston, como su abogado. Charles confirmaría la historia.

Bond pasó las últimas dos tardes y la mayor parte de sus noches en el casino, jugando con complejos sistemas de progresión en las oportunidades de cincuenta por ciento de la ruleta. En el chemin de fer copó la banca siempre que se le presentó la ocasión y el importe era cuantioso. Si perdía, decidía seguir una sola vez, pero no insistía si volvía a perder.

De esa forma consiguió unos tres millones de francos al tiempo que preparó a fondo tanto los nervios como el tacto con los naipes. Se aprendió de memoria la distribución del casino. Pero, sobre todo, vio jugar a Le Chiffre y observó, con pesar, que era un jugador intachable y afortunado.

A Bond le gustaba desayunar bien. Tras darse una ducha fría, se sentó al escritorio delante de la ventana. Observó el bello día y consumió un vaso de zumo de naranja helado, tres huevos revueltos con tocino y un café doble sin azúcar. Encendió el primer cigarrillo de la mañana —una mezcla balcánica y turca que preparaba para él la casa Morlands, de Grosvenor Street— y contempló el suave oleaje que lamía la larga playa y la flota pesquera de Dieppe que se alejaba en fila hacia la calurosa neblina de junio, entre el revoloteo de las gaviotas.

Se había quedado absorto en sus pensamientos cuando sonó el teléfono. Era el recepcionista anunciándole que abajo esperaba un director de Radio Stentor con el receptor de radio que había encargado desde París.

—Muy bien —dijo Bond—, hágale subir.

Sin duda, era la tapadera elegida para el enlace del Deuxiéme Bureau. Bond miró hacia la puerta, confiando en que fuera Mathis.

Cuando Mathis entró, como un respetable hombre de negocios, llevando un gran paquete cuadrado cogido por un asa de cuero, Bond le dirigió una amplia sonrisa, y le hubiera saludado con mayor efusión si Mathis no hubiese fruncido el ceño al tiempo que levantaba la mano que tenía libre, tras cerrar la puerta con cuidado.

—Acabo de llegar de París, monsieur, y traigo el aparato que solicitó a prueba. Cinco válvulas, superhet, como creo que lo llaman en Inglaterra. En principio, debería captar todas las capitales de Europa desde Royale, porque no hay montañas en sesenta y cuatro kilómetros a la redonda.

—Estupendo —repuso Bond, enarcando las cejas ante tanto misterio.

Mathis no le hizo caso. Dejó el aparato, que había desenvuelto, en el suelo, junto a la placa eléctrica apagada bajo la repisa de la chimenea.

—Acaban de dar las once y media —dijo—, y creo que Les compagnons de la chanson deberían estar en la onda media de Roma. Se encuentran de gira por toda Europa. Veamos qué tal se recibe. Como prueba debería bastar.

Le hizo un guiño. Bond observó que subía el volumen al máximo y que se había encendido la luz roja que indicaba la frecuencia de onda larga, aunque el aparato aún no emitía sonido alguno.

Mathis manipuló algo detrás del aparato. De pronto, un espantoso ruido de interferencia inundó la pequeña habitación. Mathis miró unos segundos al aparato con benevolencia, lo apagó y puso voz consternada.

Monsieur, le pido mil disculpas. He sintonizado mal.

Se agachó otra vez hacia los diales. Tras unos ajustes, se empezó a oír un coro francés cantando en armonía cerrada. Mathis se incorporó, caminó hasta Bond, le dio una sonora palmada en la espalda y un apretón de manos tan fuerte que a Bond le dolieron los dedos.

Bond le devolvió una sonrisa.

—¿Qué demonios ocurre? —preguntó.

—Mi querido amigo —dijo Mathis, encantado—, esta vez sí que te han cazado. Ahí arriba —señaló el techo—, en este preciso momento, el señor Muntz y su pretendida mujer (se supone que confinada en el lecho por la gripe) se han quedado sordos, absolutamente sordos, y espero que agonizantes. —Sonrió con deleite ante el gesto de incredulidad de Bond.

Mathis se sentó en la cama y abrió un paquete de Caporales rajándolo con la uña del pulgar. Bond esperaba.

A Mathis le complacía la expectación que sus palabras habían despertado. Adoptó un tono serio.

—Cómo ha ocurrido, no lo sé. Supongo que te descubrieron unos días antes de que llegaras. Aquí, la oposición tiene mucha fuerza. En la habitación de arriba está el matrimonio Muntz. Él es alemán y ella, de algún lugar de Europa Central, quizá Checoslovaquia. Este hotel es de estilo antiguo. Detrás de estas estufas eléctricas hay chimeneas inutilizadas. Justo aquí —señaló un punto a pocos centímetros de la estufa de placa—, cuelga un receptor de radio muy potente. Los cables suben por la chimenea hasta detrás de la estufa de los Muntz, donde hay un amplificador. En la habitación tienen un magnetófono y un par de auriculares que usan por turno. Por eso, la señora Muntz tiene la gripe y toma todas sus comidas en la cama, y por eso el señor Muntz debe estar en todo momento a su lado, en lugar de disfrutar del sol y del juego de este maravilloso lugar de recreo.

»Parte de esto lo sabemos porque en Francia somos muy listos. El resto lo confirmamos desmontando tu estufa eléctrica unas horas antes de que llegaras.

Bond se acercó a la placa con escepticismo y examinó los tornillos que la sujetaban a la pared. En las ranuras había unas muescas diminutas.

—Ahora hay que volver a actuar un poco —dijo Mathis.

Fue hasta la radio, que todavía transmitía música coral a su público de tres, y la apagó.

—¿Está usted satisfecho, monsieur? —preguntó—. ¿Se ha fijado en lo claro que se oye? ¿No le parece un coro formidable? —Enarcó las cejas e hizo un ademán de invitación a Bond con la mano derecha.

—Son tan buenos —dijo Bond—, que me gustaría escuchar el resto del programa. —Sonrió al imaginarse las miradas de rabia que encima de ellos debían de estar intercambiando los Muntz—. Y el aparato me parece excelente. Es justo lo que buscaba para llevarme a Jamaica.

Mathis hizo una mueca de sarcasmo y volvió a conectar el programa de Roma.

—¡Tú y tu Jamaica! —exclamó, sentándose otra vez en la cama.

Bond lo miró con una expresión de disgusto.

—En fin —dijo Bond—, agua pasada no mueve molinos. Ya suponíamos que la tapadera no se sostendría mucho tiempo, pero es inquietante que lo hayan descubierto tan pronto.

Buscó en vano alguna pista: tal vez los rusos habían descifrado alguna de las claves británicas; en ese caso, más le valdría hacer las maletas y volver a casa, porque tanto él como la misión habrían quedado totalmente expuestos.

Mathis pareció leerle el pensamiento.

—No puede haber sido una clave —replicó—. De todos modos, lo comunicamos de inmediato a Londres y ahora ya las habrán cambiado. Causamos un buen revuelo, créeme. —Sonrió con la satisfacción del rival amistoso—. Y ahora vayamos al tema antes de que nuestros pobres compagnons se queden sin voz.

Tomó aire llenándose los pulmones de Caporal.

—Antes que nada, te gustará mucho tu número dos, es muy guapa. —Bond frunció el ceño—. Guapa de verdad. —Satisfecho con la reacción de su interlocutor, continuó—: Es morena, de ojos azules y espléndidas…, ¿cómo diría?, protuberancias. Por delante y por detrás —añadió—. Y además es experta en radiorreceptores, algo que sexualmente es menos interesante, pero que la convierte en la empleada perfecta de Radio Stentor y en la ayudante de un servidor en mi calidad de vendedor de equipos de radio desplazado aquí para aprovechar la rica temporada estival. —Sonrió—. Ambos nos alojamos en este hotel, por lo que mi ayudante estará a tu disposición en el caso de que tu radio se rompa. Todas las máquinas nuevas, incluso las francesas, tienen problemas de puesta a punto los primeros días. Y, algunas veces, por la noche —añadió con un guiño exagerado.

A Bond no le hizo ninguna gracia.

—¿Para qué demonios me envían a una mujer? —preguntó con acritud—. ¿Qué se han creído que es esto? ¿Un picnic?

—Cálmate, querido James —lo interrumpió Mathis—. Más formal no podrías encontrarla y es fría como un témpano. Habla francés como si fuese su propio idioma y conoce su trabajo a la perfección. Su tapadera es perfecta y lo he arreglado para que forméis el equipo de la forma más natural. ¿Acaso no es lógico que en este lugar conquistes a una chica guapa? Para un millonario jamaicano como tú —tosió respetuosamente—, con esa sangre tan caliente, ir sin chica es como andar desnudo.

Bond refunfuñó.

—¿Alguna sorpresa más? —preguntó receloso.

—No mucho —respondió Mathis—. Le Chiffre se ha instalado en su villa, que está a unos dieciséis kilómetros, en la carretera de la costa. Le acompañan sus dos guardaespaldas. Parecen bastante competentes. A uno de ellos le han visto visitando una pequeña pensión del pueblo donde se alojan desde hace dos días tres personajes misteriosos de aspecto algo infrahumano. Tal vez formen parte del equipo. Tienen los papeles en regla: al parecer son checos apátridas. Sin embargo, uno de nuestros hombres dice que el idioma que hablan en la habitación de la pensión es búlgaro. Por aquí no se ven muchos. Los usan básicamente contra los turcos y los yugoslavos. Son tontos, pero obedientes. Los rusos los utilizan en asesinatos sencillos o como cabezas de turco en asesinatos más complicados.

—Muy bonito. Me pregunto cómo será el mío —dijo Bond—, ¿Algo más?

—No. Ve al bar del Hermitage antes de comer. Yo me encargaré de las presentaciones. Invítala a cenar esta noche y así parecerá normal que ella te acompañe al casino. Yo también estaré, pero en segundo plano, con uno o dos hombres vigilándote. Se me olvidaba, hay un americano llamado Leiter alojado en el hotel: Félix Leiter, el tipo de la CIA de Fontainebleau. Londres me ha dicho que te lo comunicara. Tiene buena pinta y puede sernos útil.

Un torrente de voces italianas surgió del aparato colocado en el suelo. Mathis lo apagó e intercambiaron algunas frases sobre la radio y la forma de pago. Luego se despidió muy efusivo y, con un guiño final, se retiró.

Bond se sentó junto a la ventana y puso sus pensamientos en orden. Nada de cuanto le había contado Mathis era tranquilizador. Lo habían descubierto por completo y estaba sometido a una vigilancia verdaderamente profesional. Era posible que intentaran eliminarlo antes incluso de que pudiera medirse con Le Chiffre en las mesas de juego. Los rusos no tenían ningún tipo de prejuicio ante el asesinato. Y encima el fastidio de la chica. Bond suspiró. Las mujeres eran para el esparcimiento. En un trabajo, se metían por medio y lo enturbiaban todo con el sexo, los sentimientos heridos y todo el equipaje emocional que arrastraban de un lado a otro. Siempre había que vigilarlas y cuidarlas.

—¡Mierda! —dijo Bond. Al acordarse de los Muntz repitió «¡Mierda!» más alto y salió de la habitación.