CAPÍTULO 23

Marea de pasión

Estaban hablando en el umbral de la habitación de Vesper. Cuando el dueño se fue, Bond la empujó hacia dentro y cerró la puerta. La cogió por los hombros y la besó en ambas mejillas.

—Esto es la gloria —dijo.

Él vio que los ojos de Vesper brillaban. Ella posó sus manos en los antebrazos de Bond y él, avanzando un paso, la rodeó por la cintura. La cabeza femenina se inclinó hacia atrás y sus labios se abrieron bajo los de él.

—Cariño —dijo Bond. Sumergió su boca en la de ella, le separó los dientes con la lengua y sintió la de Vesper moviéndose al principio con timidez y luego con pasión. Deslizó las manos hasta sus turgentes nalgas y las apresó con ardor, apretándolas contra él para presionar los centros de sus cuerpos entre sí.

Vesper, jadeante, apartó la boca, y se quedaron abrazados mientras él frotaba su mejilla contra la de ella y sentía la presión de sus duros senos. Alzó la mano para cogerle el cabello y le echó hacia atrás la cabeza hasta que pudo volver a besarla. Vesper lo apartó con un cariñoso empujón y se dejó caer exhausta sobre la cama. Permanecieron unos segundos mirándose con deseo.

—Lo siento, Vesper —dijo él—. No era mi intención ahora.

Ella movió la cabeza de un lado a otro, aturdida por la tormenta que acababa de atravesarla.

Bond se acercó y se sentó a su lado. Se miraron con la ternura que la marea menguante de su pasión había dejado tras de sí.

Vesper se inclinó y lo besó en la comisura de los labios. Después le apartó la negra coma de cabello de la húmeda frente.

—Cariño —dijo ella—. Dame un cigarrillo; no sé dónde he puesto el bolso. —Miró vagamente por la habitación.

Bond le encendió un cigarrillo y se lo puso entre los labios. Vesper aspiró una larga bocanada de humo y lo expulsó por la boca con un lento suspiro.

La rodeó con un brazo, pero ella se levantó y caminó hacia la ventana. Se quedó allí, de pie, dándole la espalda.

Bond se miró las manos y vio que todavía le temblaban.

—Aún tardaremos un rato en cenar —dijo Vesper, que seguía sin mirarlo—. ¿Por qué no bajas a bañarte a la playa? Yo te desharé el equipaje.

Bond se levantó de la cama y se colocó detrás de ella. La rodeó con los brazos y le puso las manos sobre los senos, sintiéndolas colmadas y los pezones erectos entre los dedos. Ella puso sus manos sobre las de él y las apretó contra su cuerpo, pero mantuvo la mirada alejada, más allá de la ventana.

—Ahora no —dijo Vesper en voz baja.

Bond se inclinó y le hundió los labios en la nuca. La atrajo con fuerza hacia sí unos segundos y luego la dejó ir.

—Está bien, Vesper.

Caminó hacia la puerta y se volvió. Ella no se había movido. Algo le hizo creer que lloraba y dio un paso hacia la joven, pero se dio cuenta de que en aquel momento no tenían nada que decirse.

—Amor mío —susurró él.

Salió y cerró la puerta.

Fue hasta su habitación y se sentó en la cama. La pasión que acababa de recorrer su cuerpo lo había debilitado. Estaba indeciso entre su deseo de tumbarse o el de sentir cómo el mar lo refrescaba y revivía. Dio unas cuantas vueltas a la elección en la cabeza y finalmente fue hacia la maleta y extrajo un bañador de algodón blanco y un pijama azul oscuro.

A Bond nunca le habían gustado los pijamas y siempre dormía desnudo, hasta que un día en Hong Kong, al final de la guerra, descubrió la solución intermedia perfecta: era una chaqueta de pijama que le llegaba casi a las rodillas; no tenía botones, pero se ataba con un holgado cinturón; las mangas eran anchas y cortas y le acababan justo por encima del codo. El resultado era fresco y cómodo. Cuando se puso la chaqueta sobre el bañador, todos los cardenales y cicatrices quedaron ocultos, excepto los estrechos brazaletes blancos en muñecas y tobillos y la marca de SMERSH en la mano derecha.

Deslizó los pies en un par de sandalias de cuero azul oscuro y salió. Bajó por las escaleras, abandonó la casa y cruzó la terraza hasta la playa. Mientras pasaba por delante de la casa pensó en Vesper, pero no quiso levantar la mirada para ver si seguía en la ventana. Si lo había visto, no dio muestras de ello.

Caminó por la orilla sobre la dorada y compacta arena hasta donde la posada se perdía de vista. Se quitó la chaqueta del pijama, corrió un poco y, con una zambullida, se deslizó entre las suaves olas. La playa se hundía enseguida y buceó bajo el agua todo lo que pudo, nadando con fuertes brazadas y sintiendo el agradable frescor en todo su cuerpo. Sacó la cabeza a la superficie y se apartó el cabello de los ojos. Ya eran cerca de las siete y el sol había perdido casi todo su calor. No tardaría mucho en esconderse tras el lejano brazo de tierra que cerraba la bahía, pero aún le daba directamente en los ojos. Dio media vuelta y se alejó de él, nadando de espaldas para sentir su compañía el máximo tiempo posible.

Cuando llegó a la orilla, a algo más de un kilómetro de donde había entrado en el agua, el lejano pijama había sido tragado por la sombra, pero Bond sabía que aún le quedaba tiempo para tumbarse sobre la dura arena y secarse antes de que la marea del atardecer lo alcanzara.

Se quitó el bañador y agachó la vista hacia su cuerpo. Sólo quedaban pequeñas señales de las heridas. Con un encogimiento de hombros, se tumbó con las piernas y los brazos extendidos en forma de estrella. Fijó la vista en el vacío cielo azul y pensó en Vesper.

Sus sentimientos hacia ella eran muy confusos, y esa confusión lo impacientaba. Antes eran más sencillos: tenía la intención de dormir con ella en cuanto pudiera, porque la deseaba y también, se confesó a sí mismo, porque quería someter fríamente las reparaciones de su cuerpo a la prueba definitiva. Pensaba que se acostarían juntos durante unos días y que luego tal vez se vieran en Londres. Después llegaría la inevitable ruptura, que sería fácil dadas sus posiciones en el Servicio. Si no lo era, pediría alguna misión en el extranjero o, como también había pensado, dimitiría y viajaría a distintos lugares del mundo, que era lo que siempre había querido hacer.

Pero, de alguna forma, Vesper se le había adentrado en lo más profundo, y en las dos últimas semanas sus sentimientos habían ido cambiando gradualmente.

Su compañía le resultaba fácil y poco exigente. Había algo enigmático en ella que para él era un estímulo constante. Dejaba ver poco de su auténtica personalidad y Bond pensó que, por mucho tiempo que estuvieran juntos, en su interior siempre habría un espacio privado que él nunca lograría invadir. Era solícita y muy considerada, sin ser servil ni comprometer su carácter arrogante. Y ahora también sabía que tenía una sensualidad intensa y excitante, pero que la conquista de su cuerpo, debido a aquel núcleo de intimidad, tendría siempre el agridulce sabor de la violación. Amarla físicamente sería en cada ocasión un emocionante viaje sin el anticlímax de la llegada. Ella se le entregaría con entusiasmo, pensaba Bond, y gozaría con avidez todas las intimidades de la cama, pero jamás se dejaría poseer.

Bond permanecía tumbado desnudo intentando apartar las conclusiones que leía en el cielo. Se puso boca abajo, miró hacia la playa y vio la sombra del promontorio a punto de alcanzarlo.

Se levantó y se sacudió toda la arena que pudo, pensando que al llegar se daría un baño. Distraído, recogió el bañador y se puso a andar por la playa. No se dio cuenta de que seguía desnudo hasta que llegó a donde estaba la chaqueta del pijama y se agachó a recogerla. Sin preocuparse por el bañador, se puso la liviana chaqueta y caminó hasta la posada.

Acababa de tomar una decisión.