XIII. LOS VIENTOS DEL CAMBIO
Jonas Dinsmore entró en la sala del presidente del Club de la Facultad con un porte completamente característico en él, como si fuera consciente de estar en un lugar al que pertenecía por derecho propio, pero en el que no era aceptado. La pertenencia se mostraba en la seguridad de sus pasos y en el despreocupado ruido que producían sus pies al andar. La no aceptación se revelaba en la rápida mirada que dirigió a un lado y a otro al entrar en una rápida recapitulación de los enemigos presentes.
Era profesor adjunto de física y no gozaba de simpatías.
Había otros dos hombres en la sala, y Dinsmore hubiera podido muy bien considerarlos enemigos sin que por ello se le tornara por paranoide.
Uno era Horatio Adams, el anciano presidente del Departamento que, sin haber hecho jamás ni una sola cosa extraordinaria, había acumulado, no obstante, un amplio respeto hacia las numerosas cosas, anodinas pero perfectamente correctas, que había hecho. El otro era Carl Muller, cuyo trabajo sobre la Gran Teoría del Campo Unificado le había situado en la lista de candidatos al premio Nobel (que consideraba probable) y al rectorado de la Universidad (que consideraba seguro).
Era difícil decir qué perspectiva le resultaba más desagradable a Dinsmore. Era completamente justo decir que detestaba a Muller.
Dinsmore se sentó en una esquina del sofá, que era viejo, resbaladizo y frío. Los dos confortables sillones estaban ocupados por los otros. Dinsmore sonrió.
Sonreía con frecuencia, aunque su rostro nunca adquiría un aspecto amistoso ni complacido como consecuencia de ello.
Aunque no había en la sonrisa nada que no fuera la normal retracción de las comisuras de los labios, producía invariablemente un efecto helador en las personas a las que iba dirigida.
Su cara redonda, sus cabellos ralos pero cuidadosamente peinados, sus labios carnosos, habrían debido tomar un aire de jovialidad con semejante sonrisa, pero no era así.
Adams rebulló, mientras un momentáneo espasmo de irritación recorría su alargado rostro. Muller, con sus cabellos casi negros y sus ojos incongruentemente azules, pareció permanecer impasible.
Dinsmore dijo:
—Sé que esto es una intrusión, caballeros, pero no tengo opción. El Consejo de Administradores me ha pedido que esté presente. Puede que a ustedes les parezca una acción cruel. Estoy seguro de que usted, Muller, espera recibir en cualquier momento una comunicación de los administradores informando que ha sido usted nombrado para el rectorado. Parecería adecuado que el famoso profesor Adams, su mentor y protector, tuviera conocimiento de ello, pero ¿por qué, Muller, me iban a reservar un privilegio similar a mí, su humilde y siempre derrotado rival?
»Lo cierto es que sospecho que su primer acto como rector, Muller, sería informarme de que convendría que me buscara otro puesto en alguna parte, ya que no me será renovado el nombramiento después de este año académico. Quizá fuera conveniente despedirme en el acto para evitar retrasos. Sería descortés, pero eficaz.
»Parecen ustedes turbados los dos. Tal vez sea yo injusto.
Puede que no estén ustedes pensando en mi despido instantáneo; puede que se hayan mostrado dispuestos a esperar hasta mañana. ¿Acaso son los administradores quienes preferirían actuar con rapidez y despedirme en el acto? No importa. En cualquiera de ambos casos, parece que ustedes están dentro y yo me quedo fuera. Y quizá sea justo. El respetado jefe de un gran Departamento que se aproxima al final de su carrera, con su brillante protegido, cuya comprensión de las ideas y cuyo manejo de las matemáticas no tiene igual, están preparados para recibir los laureles; mientras que yo, sin respeto ni honor…
»Puestas así las cosas, es muy amable por su parte que me dejen hablar sin interrumpirme. Tengo la impresión de que el mensaje que esperamos puede tardar varios minutos en llegar, quizás una hora. Un presentimiento. Los propios administradores no se resistirían a crear una expectante tensión. Ésta es su hora de esplendor, su fugaz momento de gloria. Y, como hay que pasar el tiempo, estoy dispuesto a hablar.
»A algunos se les concede un gran banquete antes de su ejecución; a otros, un último cigarrillo; a mí, unas pocas palabras. Supongo que no es necesario que escuchen, ni siquiera que se molesten en aparentar interés.
»…Gracias. Aceptaré como asentimiento ese aire de resignación, profesor Adams, la leve sonrisa, digamos que de desprecio, del profesor Muller también servirá.
»Sé que no me censurarán ustedes por desear que la situación cambie. ¿En qué sentido? Buena pregunta. Yo no quisiera cambiar mi carácter y mi personalidad. Puede que insatisfactorios, pero son míos. Y tampoco cambiaría la cortés eficiencia de Adams ni la brillantez de Muller, ¿qué se lograría con tal cambio, sino hacer que dejaran de ser Adams y Muller? Yo quiero que sean ellos, y, sin embargo, hacer que los resultados sean diferentes. Si pudiera uno retroceder en el tiempo, ¿qué pequeño cambio entonces podría producir un cambio grande y deseable ahora?
»Eso es lo que se necesita. ¡Viajar en el tiempo!
»Ah, eso suscita en usted una reacción adversa, Muller. Eso ha sido el evidente principio de un resoplido. ¡Viajar en el tiempo! ¡Ridículo! ¡Imposible!
»No sólo imposible en el sentido de que el estado actual de los conocimientos técnicos y científicos es inadecuado para ese fin, sino en el sentido, más amplio, de que siempre lo será. Viajar en el tiempo, en el sentido de retroceder para cambiar la realidad, es no sólo tecnológicamente imposible ahora, sino también teóricamente imposible por completo.
»No, no se levante para protestar. Continúe sentado, Muller, y relájese. Para usted es imposible, estoy seguro. Lo sería para la mayoría de la gente. Para todo el mundo, quizá. Pero podría haber excepciones, y podría ocurrir que yo fuese una de ellas. ¿Por qué yo mismo? ¿Quién sabe? No pretendo ser más inteligente que ninguno de ustedes, pero ¿qué tiene eso que ver con ello?
»Razonemos por analogía. Reflexionen… Hace decenas de millares de años, los seres humanos, poco a poco, y ya fuera mediante un esfuerzo colectivo o por la actuación de unos cuantos individuos muy inteligentes, aprendieron a comunicarse. Se inventó la palabra, y delicadas modulaciones de sonido fueron investidas de significado abstracto.
»Durante millares de años, todo ser humano normal ha sido capaz de comunicarse, pero ¿cuántos han sido capaces de narrar un relato superlativamente bien? Shakespeare, Tólstoi, Dickens, Hugo —un puñado en comparación con todos los seres humanos que han vivido— pueden utilizar esos sonidos modulados para hacer vibrar las fibras sensibles del corazón y elevarse hacia lo sublime. Sin embargo, utilizan los mismos sonidos que utilizamos todos.
»Estoy dispuesto a admitir que el cociente intelectual de Muller, por ejemplo, es más alto que el de Shakespeare o el de Tólstoi. El conocimiento que Muller tiene del idioma debe de ser tan bueno como el de cualquier escritor vivo, e igual de grande su comprensión del significado. Sin embargo, Muller no podría reunir varias palabras y conseguir el efecto que lograba Shakespeare. El propio Muller no lo negaría ni por un momento, estoy seguro. ¿Qué es, entonces, eso que Shakespeare y Tólstoi pueden hacer y que no podemos hacer ni Adams, ni Muller ni yo? ¿Qué visión tienen ellos que nosotros no podamos penetrar? Ustedes no lo saben, y yo no lo sé. Lo que es peor, ellos no lo sabían. Shakespeare no habría podido en manera alguna enseñarles a ustedes, ni a nadie, a escribir como él lo hacía. Él no sabía cómo lo hacía…, simplemente, podía.
»Consideremos ahora la conciencia del tiempo. Por lo que podemos conjeturar, sólo los seres humanos, entre todas las formas de vida, pueden captar el significado del tiempo. Todas las demás especies viven exclusivamente en el presente; tal vez tengan vagos recuerdos; tal vez tengan una oscura y limitada presciencia…, pero, sin duda, sólo los seres humanos pueden comprender realmente el pasado, el presente y el futuro y pueden especular sobre su sentido y su significado, pueden interrogarse sobre el flujo del tiempo, sobre cómo nos arrastra consigo y sobre cómo podría alterarse ese flujo.
»¿Cuándo sucedió esto? ¿Cómo se produjo? ¿Quién fue el primer ser humano, u homínido, que súbitamente comprendió la forma en que el río del tiempo le transportaba desde el oscuro pasado hacia el oscuro futuro y se preguntó si podría ser represado o desviado?
»El flujo no es invariable. El tiempo se nos antoja a veces precipitarse con acelerado ritmo; las horas se desvanecen en lo que parecen minutos… y se demoran desmedidamente otras veces. En estados de sueño, en trances, en experiencias realizadas con drogas, el tiempo altera sus propiedades.
»Parece disponerse usted a formular una observación, Adams. No se moleste. Va a decir que esas alteraciones son puramente psicológicas. Lo sé, pero ¿qué otra cosa hay más que lo psicológico?
»¿Existe el tiempo físico? En caso afirmativo, ¿qué es el tiempo físico? Sin duda, es cualquier cosa que nosotros decidamos que lo sea. Nosotros diseñamos los instrumentos. Nosotros interpretamos las mediciones. Nosotros creamos las teorías e interpretamos luego aquéllas. Y hemos cambiado el tiempo, convirtiéndolo, de absoluto, en fruto de la velocidad de la luz y hemos decidido que la simultaneidad es indefinible.
»Por su teoría, Muller, sabemos que el tiempo es totalmente subjetivo. En teoría, alguien que conozca la naturaleza del flujo del tiempo puede, dado el talento suficiente, moverse independientemente en el flujo o contra él, o permanecer inmóvil en él. Es análogo al modo en que, dados los símbolos de comunicación, alguien, dado el talento suficiente, puede escribir El rey Lear. Dado el talento suficiente.
»¿Y si yo tuviera el talento suficiente? ¿Y si yo pudiera ser el Shakespeare del flujo del tiempo? Vamos, distraigámonos un rato. El mensaje del Consejo de Administradores llegará de un momento a otro, y tendré que detenerme. Hasta entonces, sin embargo, permítanme continuar mi charla. Cumple su función. Dudo que se den ustedes cuenta de que han pasado quince minutos desde que empecé a hablar.
»Piensen, pues… Si yo pudiera hacer uso de la teoría de Muller y hallar dentro de mí mismo la extraña habilidad de valerme de ella como se valía Homero de las palabras, ¿qué haría yo con mi don? Podría quizá retroceder a través del tiempo, como un espectro, observando desde fuera toda la pauta del tiempo y de los acontecimientos, a fin de introducirme en un lugar u otro y realizar un cambio.
»Oh, sí, yo estaría fuera de la corriente del tiempo durante mi viaje. Su teoría, Muller, debidamente interpretada, no insiste en que, al moverse hacia atrás, o hacia delante, en el tiempo, deba uno moverse a través de la corriente, tropezando con los acontecimientos y derribándolos al pasar. Eso sería teóricamente imposible. Permanecer fuera es donde interviene la posibilidad, y entrar y salir a voluntad es donde interviene el talento.
»Supongan pues, que hiciera esto; que entrara y realizase un cambio. Ese cambio engendraría otro…, que a su vez engendraría otro… El tiempo quedaría instalado en un nuevo camino que adquiriría vida propia, curvándose y espumeando hasta que, en muy poco tiempo…
»No, ésa es una expresión inadecuada. El tiempo, en muy poco tiempo… Es como si estuviéramos imaginando alguna referencia temporal abstracta y absoluta con respecto a la que pudiera ser medido nuestro tiempo; como si nuestro telón de fondo de tiempo estuviera fluyendo sobre otro telón de fondo más profundo. Confieso que esto supera mi comprensión, pero finjan ustedes que lo entienden.
»Cualquier cambio en los acontecimientos del tiempo alteraría al cabo de un… rato todo hasta hacerla irreconocible.
»Pero yo no querría eso. Ya les he dicho al principio que yo no quiero dejar de ser yo. Aunque creara en mi lugar a alguien que fuese más inteligente, más sensato, más triunfante, no sería yo.
»Y tampoco querría cambiarle a usted, Muller, ni a usted, Adams. Ya lo he dicho antes también. Yo no querría triunfar sobre un Muller que fuera menos ingenioso y espectacularmente brillante, o sobre un Adams que hubiera sido menos astuto y diestro para la erección de una imponente estructura de respeto. Yo querría triunfar sobre ustedes tal como son, no sobre seres menos importantes.
»Bien, sí, es triunfo lo que deseo.
»…Oh, vamos. Se revuelven ustedes como si yo hubiese dicho algo indigno. ¿Les es a ustedes tan ajeno el sentido del triunfo? ¿Están tan alejados de la Humanidad que no buscan honor, victoria, fama ni recompensas? ¿Debo suponer que el respetado profesor Adams no desea poseer su larga lista de publicaciones, su venerada ristra de títulos honorarios, sus numerosas medallas y placas, su puesto como jefe de uno de los más prestigiosos Departamentos de física del mundo?
»¿Y se sentiría usted satisfecho de tener todo eso, Adams, si nadie hubiera de saberlo, si su existencia hubiera de ser borrada de todos los archivos y de todos los anales, si hubiera de permanecer como un secreto entre usted y el Todopoderoso? Una pregunta estúpida. Ciertamente, no exigiré una respuesta, cuando todos sabemos cuál sería.
»Y no necesito repetir la misma retaílla de preguntas con respecto al potencial premio Nobel de Muller y a lo que parece un seguro rectorado de Universidad… y de esta Universidad además.
»¿Qué es lo que ustedes dos desean en todo esto, habida cuenta de que desean no sólo las cosas mismas, sino también el conocimiento público de que las poseen? ¡Sin duda, desean triunfar! Ustedes desean triunfar sobre sus competidores como clase abstracta, triunfar sobre sus congéneres humanos. Desean hacer algo que otros no pueden hacer y lograr que esos otros sepan que ustedes han hecho algo que ellos no pueden, a fin de que tengan que contemplarles con la desvalida conciencia de ese conocimiento y llenos de envidia y de forzada admiración.
»¿Debo yo ser más noble que ustedes? ¿Por qué? Permítanme tener el privilegio de desear lo que ustedes desean, de ambicionar el triunfo que ustedes han ambicionado. ¿Por qué no habría yo de desear el amplio respeto, el gran premio, la elevada posición que les espera a ustedes dos? ¿Y tenerlo en lugar de ustedes? ¿Arrebatárselo en el momento de su obtención? No es más ignominioso el que yo me complazca en tales cosas que el que lo hagan ustedes.
»Ah, pero ustedes lo merecen, y yo, no. Ahí precisamente radica la cuestión. ¿Y si yo pudiera modificar el flujo y el contenido del tiempo, de tal modo que lo mereciera yo y no ustedes?
»¡Imaginen! Yo seguiría siendo yo; ustedes dos, ustedes dos. Ustedes no serían menos dignos ni yo más digno, ya que ésa es la condición que yo mismo he fijado, que ninguno de nosotros cambie, y, sin embargo, yo merecería, y, ustedes, no. En otras palabras, yo quiero derrotarles tal como son y no como sustitutos inferiores.
»En cierto modo es un tributo a ustedes, ¿verdad? Veo por su expresión que así lo creen. Imagino que sienten ambos una especie de despreciativo orgullo. Después de todo, es algo grande ser la pauta mediante la cual se mide la victoria. Ustedes disfrutan ganando los méritos que yo ambiciono…, especialmente si esa ambición debe quedar insatisfecha.
»No les censuro por ello. Yo, en su lugar, sentiría lo mismo.
»Pero ¿debe quedar insatisfecha la ambición? Piénsenlo…
»Supongan que yo retrocediera en el tiempo, veinticinco años, por ejemplo. Una bonita cifra, un cuarto de siglo justo. Usted, Adams, tendría cuarenta años. Acabaría de haber llegado aquí, una vez terminada su labor como profesor en el Case Institute. Habría realizado su trabajo sobre diamagnética, aunque su no divulgado esfuerzo por hacer algo con el hipocromito de bismuto hubiera constituido un fracaso un tanto grotesco.
»Cielos, Adams, no ponga esa cara de sorpresa. ¿Cree que no conozco su vida profesional hasta el último detalle…?
»Y en cuanto a usted, Muller, tenía veintiséis años y se encontraba realizando una tesis doctoral sobre la relatividad general, que resultó fascinante entonces, pero que es mucho menos satisfactoria si se la considera retrospectivamente. Si hubiera sido correctamente interpretada, habría anticipado la mayoría de las posteriores conclusiones de Hawking, como usted sabe ahora. Usted no la interpretó correctamente en su momento y ha sabido arreglárselas para ocultar ese hecho.
»Me temo, Muller, que no es usted muy bueno en materia de interpretación. No interpretó todo lo fructuosamente que hubiera podido hacerlo su propia tesis doctoral y no ha interpretado adecuadamente su gran teoría del Campo. Quizá no sea tampoco nada de que avergonzarse, Muller. La falta de interpretación es un suceso frecuente. No todos podemos tener la habilidad interpretativa, y el talento para extraer consecuencias puede no darse en la misma mente que posee el talento para concebir ideas brillantes. Yo tengo éste sin aquél, así que, ¿por qué no habría de tener usted aquél sin éste?
»Si pudiera usted, Muller, crear sus maravillosas ideas y dejar que yo me encargara de las igualmente maravillosas conclusiones… Formaríamos usted y yo un equipo magnífico, Muller…, pero usted no me aceptaría. No me quejo de ello, pues tampoco yo le aceptaría a usted.
»En cualquier caso, esto son menudencias. Yo no podría perjudicarle a usted en absoluto, Adams, con el alfilerazo de su torpe manejo en las sales de bismuto. Al fin y al cabo, usted comprendió, con cierta dificultad, su error, antes de embalsamarlo en las páginas de un periódico científico…, si hubiera podido pasar el tamiz del comité de redacción. Y yo no podría ensombrecer su gloria, Muller, haciendo hincapié en su fracaso en deducir de sus ideas lo que de ellas podría deducirse. Podría, incluso, considerarse que eso daba una medida de su talento; que eran tantas las cosas contenidas en sus ideas que ni siquiera usted poseía el talento suficiente como para extraer de ellas todas sus consecuencias.
»Pero, si eso no servía, ¿a qué se podría recurrir? ¿Cómo se podrían cambiar adecuadamente las cosas? Afortunadamente, yo podría estudiar la situación durante un lapso de… algo que mi conciencia interpretaría como años, y, sin embargo, no habría paso de tiempo físico ni, por consiguiente, envejecimiento. Mis procesos mentales continuarían, pero mi metabolismo, no…
»Sonríen otra vez. No, no sé cómo podría ser eso. Sin duda, nuestros procesos mentales son parte de nuestros cambios metabólicos. Sólo puedo suponer que fuera del flujo del tiempo los procesos mentales no son procesos mentales en el sentido físico, pero son alguna otra cosa equivalente.
»Y, si yo estudio un momento en el tiempo, y busco un cambio que produzca lo que yo quiero producir, ¿cómo podría hacerlo? ¿Podría realizar un cambio, moverme hacia delante en el tiempo, estudiar las consecuencias y, si no me gustaba, retroceder de nuevo, descambiar el cambio y probar otro? Si lo hiciese cincuenta veces, mil veces, ¿podría acabar encontrando el cambio adecuado? El número de cambios, cada uno con innumerables consecuencias, cada una de ellas con nuevas innumerables consecuencias, escapa a todo cálculo o comprensión. ¿Cómo podría encontrar el cambio que buscaba?
»Y, sin embargo, pude. Pude aprender a hacerlo, y no puedo decirles cómo lo aprendí ni lo que hice después de haber aprendido. ¿Sería tan difícil? Piensen en todas las cosas que aprendemos.
»Nos mantenemos en pie, andamos, corremos, saltamos…, y hacemos todas esas cosas aunque estemos continuamente inclinados. Nos hallamos en un total estado de inestabilidad. Nos mantenemos en pie sólo porque los grandes músculos de las piernas y el tórax están sin cesar contrayéndose ligeramente y estirando a un lado y a otro, como un artista circense balanceando un palo en la punta de la nariz.
»Físicamente, resulta duro. Por eso es por lo que nos cansa tanto permanecer de pie y nos alegra sentarnos al cabo de un rato. Por eso es por lo que mantenerse en posición de firmes durante demasiado tiempo acaba haciéndole a uno desmayarse. Sin embargo, salvo cuando llevamos la cosa a sus extremos, lo hacemos tan bien que ni siquiera nos damos cuenta de ello. Podemos estar de pie y andar y correr y saltar y ponernos en marcha y detenernos durante todo el día, y nunca nos caemos ni nos tambaleamos seriamente. Bien, pues describan cómo lo hacen, de tal modo que quien nunca lo haya intentado pueda hacerlo. No es posible.
»Otro ejemplo. Nosotros podemos hablar. Podemos distender y contraer los músculos de la lengua, los labios, las mejillas y el paladar en una rápida y arrítmica serie de cambios que producen exactamente la modulación de sonido que queremos. Fue bastante difícil de aprender cuando éramos niños, pero, una vez que aprendimos, podíamos producir docenas de palabras por minuto sin ningún esfuerzo consciente. Bien, ¿cómo lo hacemos? ¿Qué cambios producimos para decir «cómo lo hacemos»? Describan esos cambios a alguien que no haya hablado jamás, de tal modo que pueda producir ese sonido. Es imposible.
»Pero nosotros podemos producir el sonido. Y, además, sin esfuerzo.
»Después del tiempo suficiente…, ni siquiera sé cómo describir el paso de eso a lo que me estoy refiriendo. No era tiempo; llamémoslo «duración». Después de una suficiente duración sin el paso del tiempo, aprendí a ajustar la realidad tal como yo deseaba que fuese. Era como un niño balbuceando, pero poco a poco fui aprendiendo a elegir entre los balbuceos para construir palabras. Aprendí a elegir.
»Era arriesgado, desde luego. En el proceso del aprendizaje habría podido hacer algo irreversible; o, al menos, algo que para ser anulado habría requerido cambios sutiles que no estaban a mi alcance. No lo hice. Quizá fue cuestión de suerte más que nada.
»Y llegué a disfrutar con ello. Era como pintar un cuadro o construir una escultura. Era mucho más que eso; era esculpir una nueva realidad. Una nueva realidad esencialmente idéntica a la nuestra. Y o continuaba siendo exactamente lo que soy; Adams continuaba siendo el eterno Adams; Muller, el quintaesenciado Muller. La Universidad continuaba siendo la Universidad; la ciencia, la ciencia.
»Entonces, ¿no cambió nada? Pero estoy perdiendo su atención.
»Ustedes ya no me creen y, si no me equivoco, se mofan de lo que estoy diciendo. Parezco haberme excedido en mi entusiasmo y he empezado a comportarme como si el viaje en el tiempo fuese algo real y yo hubiera hecho de veras lo que me gustaría hacer. Perdónenme. Considérenlo imaginación…, fantasía…, yo digo lo que podría haber hecho si el viaje en el tiempo fuese real y si verdaderamente tuviera yo el talento necesario para ello.
»En ese caso, en mi imaginación, ¿nada cambió? Tendría que producirse algún cambio, uno que dejara a Adams siendo exactamente Adams y, sin embargo, carecer de las condiciones precisas para ser el jefe del Departamento; a Muller siendo exactamente Muller y, no obstante, sin ninguna probabilidad de llegar a rector de la Universidad y sin grandes posibilidades de recibir el premio Nobel.
»Y yo tendría que ser yo mismo, poco apreciado y laborioso e incapaz de crear…, pero poseedor, no obstante, de las cualidades que me convertirían, a mí, en rector de la Universidad.
»No podría tratarse de algo científico; tendría que ser algo ajeno a la ciencia; algo vergonzoso y sórdido que les descalificase a ustedes, refinados caballeros…
»Oh, vamos, no me merezco esas miradas de desdén mezclado con relamido engreimiento. Entiendo que están ustedes seguros de que no pueden hacer nada vergonzoso y sórdido. ¿Cómo pueden estar tan seguros? No hay ninguno de nosotros que, dadas las condiciones adecuadas, no se deslizaría en el… ¿lo llamaremos pecado? ¿Quién entre nosotros estaría libre de pecado, dada la tentación adecuada? ¿Quién entre nosotros está libre de pecado?
»Piensen, piensen… ¿Están seguros de que sus almas son puras? ¿Nunca han hecho nada malo? ¿Nunca han estado por lo menos a punto de caer en el pozo? Y, si lo han estado, ¿no se libraron por muy poco, más por la intervención de alguna afortunada circunstancia que por virtud interna? Y, si alguien hubiera estudiado atentamente todos sus actos y observado todos los golpes de suerte que les mantuvieron a ustedes a salvo y hubiera desviado uno solamente de ellos, ¿no podrían ustedes haberse deslizado en el mal?
»Por supuesto, si ustedes hubieran llevado abiertamente una vida deshonrosa y sórdida, de tal modo que las gentes se apartaran de su presencia con desprecio y repugnancia, no habrían llegado a su respetable posición actual. Habrían caído hace mucho tiempo, y yo no tendría que pasar por encima de sus deshonrados cuerpos, pues ustedes no estarían aquí para servirme de peldaños en los que apoyarme.
»¿Se dan cuenta de lo complejo que es todo esto?
»Pero resulta tanto más excitante por ello. Si yo retrocediera en el tiempo y me encontrara con que la solución no era compleja, con que podía conseguir de un solo golpe mi propósito, tal vez hallara placer y satisfacción en ello, pero habría una falta de excitación intelectual.
»Si yo me pusiera a jugar al ajedrez y ganara por jaque mate en tres jugadas, se trataría de una victoria peor que una derrota. Habría jugado contra un adversario muy inferior a mí y quedaría deshonrado por haberlo hecho.
»No, la victoria que vale la pena es la arrancada lentamente y con esfuerzo a un adversario que se resiste con ahínco; una victoria que parece inalcanzable; una victoria que es tan fatigosa, tan torturadora, tan quebrantadora como la peor y más tediosa derrota, pero que se diferencia en el hecho de que mientras jadea uno entrecortadamente en total agotamiento el trofeo es la bandera que uno sostiene en la mano.
»La duración que pasé actuando sobre esa materia, la más indócil de todas, que es la realidad, estaba llena de la dificultad que me había puesto a mí mismo. Yo insistía obstinadamente, no sólo en lograr mi propósito, sino también en lograrlo a mi manera; en rechazar todo lo que no fuese exactamente como yo quería que fuese. El casi fallo lo consideraba fallo completo; un casi acierto no lo consideraba acierto. En mi blanco, yo tenía que hacer diana y nada más.
»Y, aun después de lograr la victoria, ésta tendría que ser tan sutil que ustedes no sabrían que yo había ganado hasta que se lo hubiese explicado detenidamente. Hasta el último momento ustedes no sabrían que sus vidas habían sido sometidas a un cambio total. Eso es lo que…
»Pero esperen, he olvidado algo. He estado tan centrado en mi intención de alejarme de nosotros y de la Universidad y de la ciencia que no he explicado qué otras cosas podrían cambiar realmente. Tendrían que producirse cambios en las fuerzas sociales, políticas y económicas y en las relaciones internacionales. Pero ¿a quién le importarían esas cosas? Ciertamente, no a nosotros tres.
»Esa es la maravilla de la ciencia y el científico, ¿verdad? ¿Qué más no da a quién elijamos en nuestros queridos Estados Unidos, o qué resoluciones se adoptaron en las Naciones Unidas, o si la Bolsa subió o bajó, o si la incesante danza de las naciones siguió a ésta o aquella pauta? Mientras subsista la ciencia, y se mantengan las leyes de la Naturaleza y continúe el juego que nosotros desarrollamos, el escenario en que lo hacemos no es más que un mero desplazarse de luces y sombras.
»Quizás usted no lo considera plenamente así, Muller. Sé muy bien que, en sus tiempos, se ha considerado usted parte de la sociedad y se ha hecho notar por sus opiniones sobre esto y aquello. Aunque en menor grado, usted también lo ha hecho, Adams. Ambos han sostenido exaltadas opiniones con respecto a la Humanidad y la Tierra y otras diversas abstracciones. Pero ¿cuánto de todo eso era un simple lavado de conciencia porque en el fondo, muy en el fondo, son cosas que les traen por completo sin cuidado siempre que puedan permanecer rumiando sus pensamientos científicos?
»Ésa es la gran diferencia que hay entre nosotros. A mí me trae sin cuidado lo que le suceda a la Humanidad mientras pueda seguir dedicándome a la física. No lo oculto, y todo el mundo me considera cínico e insensible. A ustedes dos también les trae sin cuidado, pero en secreto. Al cinismo e insensibilidad que me caracterizan, ustedes añaden la hipocresía, que encubre sus pecados, pero que los hace peores cuando son descubiertos.
»Oh, no meneen la cabeza. Al escrutar sus vidas, he descubierto acerca de ustedes tanto como ustedes mismos saben; más, porque yo veo claramente sus pecadillos, y ustedes se los ocultan incluso a sí mismos. Lo más divertido de la hipocresía es que, cuando se la adopta firmemente, sitúa al propio hipócrita entre sus víctimas. De hecho, él es la víctima principal, pues suele ocurrir que cuando el hipócrita queda expuesto como tal ante el mundo él sigue considerándose a sí mismo un santo.
»Pero no les digo esto para vilipendiarles. Se lo digo para explicar que, si yo considerase necesario cambiar el mundo a fin de mantenernos a nosotros mismos idénticos, aunque situándome yo en la cumbre, en lugar de ustedes, a ustedes no les importaría realmente. Es decir, por lo que se refiere al mundo.
»No les importaría que los republicanos vencieran y los demócratas fuesen derrotados, o viceversa; que floreciese el feminismo y decayesen los deportes profesionales; que ésta o aquella moda de ropa, muebles, música o comedia estuviera o no en boga. ¿Qué les importaría a ustedes todo eso?
»Nada.
»De hecho, menos que nada, pues si el mundo fuese cambiado, sería una nueva realidad; la realidad por lo que a los habitantes del mundo se refiriese; la única realidad, la realidad de los libros de Historia, la realidad que fue real durante los últimos veinticinco años.
»Si ustedes me creyesen, si pensaran que yo estaba tejiendo algo más que una fantasía, seguirían sin poder hacer nada. ¿Podrían acudir ante alguien investido de autoridad y decir: «No es así como tenían que ser las cosas. Han sido alteradas por un malvado»? ¿Qué demostraría eso, sino que estaban ustedes locos? ¿Quién podría creer que la realidad no es realidad, cuando es la urdimbre y el tapiz que han sido tejidos durante estos veinticinco años en forma increíblemente complicada, y cuando todo el mundo la recuerda y la vive como tejida?
»Pero ustedes no me creen. No se atreven a creer que no estoy especulando simplemente acerca de haber regresado al pasado, de haberles estudiado a ustedes dos, de haber trabajado para producir una nueva realidad en la que nosotros permanecemos idénticos, pero el mundo ha sido modificado. Yo lo he hecho; lo he hecho todo. Y solamente yo recuerdo ambas realidades porque me hallaba fuera del tiempo cuando se hizo el cambio, y yo lo hice.
»Y siguen sin creerme. No se atreven a creerme, pues ustedes mismos pensarían que estaban locos si lo hiciesen. ¿Podría yo haber alterado este familiar mundo de 1982? Imposible.
»Si lo hubiera hecho, ¿cómo podría haber sido el mundo antes de que yo lo manipulara? Les diré cómo era…, ¡caótico! ¡Estaba lleno de libertinaje! ¡Las gentes eran leyes para ellas mismas! En cierto modo, me alegro de haberlo cambiado. Ahora tenemos un Gobierno, y el país está gobernado. Nuestros dirigentes tienen proyectos e imponen la puesta en práctica de esos proyectos. ¡Excelente!
»Pero, caballeros, en aquel mundo que existía, en esa antigua realidad que nadie puede conocer ni imaginar, ustedes dos eran leyes para sí mismos y luchaban por el libertinaje y la anarquía. Eso no era ningún delito en la antigua realidad. Para muchos, era admirable.
»En la nueva realidad, les dejé a ustedes tal como eran, sin cambiarlos. Siguieron siendo luchadores por el libertinaje y la anarquía, y eso es un delito en la realidad actual, la única realidad que ustedes conocen. Me aseguré de que ustedes pudieran ocultarlo. Nadie conocía sus crímenes, y pudieron ustedes elevarse hasta sus actuales puestos. Pero yo sabía dónde estaban las pruebas y cómo podían ser descubiertas, y en el momento oportuno… las desvelé.
»Creo ahora que por primera vez capto en sus rostros expresiones que no sugieren los cambios de cansada tolerancia, de desprecio, de regocijo, de fastidio. ¿Capto un ramalazo de miedo? ¿Recuerdan eso a lo que me estoy refiriendo?
»¡Piensen! ¡Piensen! ¿Quiénes eran miembros de la Liga de Libertades Constitucionales? ¿Quién ayudó a difundir el Manifiesto por la Libertad de Pensamiento? Algunos pensaban que era muy valeroso y honorable por su parte hacerlo. La clandestinidad les aplaudió con entusiasmo… Vamos, vamos, ya saben a qué me refiero al hablar de la clandestinidad. Ustedes ya no están en activo. Su posición es demasiado vulnerable y tienen demasiado que perder. Tienen posición y poder, y esperan adquirir más aún. ¿Por qué arriesgarlos por algo que la gente no quiere?
»Llevan ustedes sus medallas, y se les cuenta entre los piadosos. Pero mi medalla es más grande y yo soy más piadoso, ya que no he cometido sus delitos. Lo que es más, caballeros, tengo a mi favor el hecho de haber informado contra ustedes.
»¿Un acto vergonzoso? ¿Un acto escandaloso? ¿Mi información? En absoluto. Seré recompensado. Me he sentido horrorizado ante la hipocresía de mis colegas, disgustado y asqueado por su pasado subversivo, preocupado por lo que podrían estar planeando ahora contra la sociedad más noble y piadosa jamás establecida sobre la Tierra. Como consecuencia, he puesto todo ello en conocimiento de los hombres decentes que, con verdadera sobriedad de pensamiento y humildad de espíritu, ayudan a dirigir la política de esa sociedad.
»Ellos lucharán contra la maldad que les oprime a ustedes para salvar sus almas y convertirles en verdaderos hijos del Espíritu. Imagino que sus cuerpos sufrirán algún daño en el proceso, pero ¿qué importa? Será un precio insignificante a pagar por el inmenso y eterno bien que les depararán. Y yo seré recompensado por hacer posible todo eso.
»Creo que ahora están ustedes realmente asustados, caballeros, pues se halla próximo a llegar el mensaje que todos estamos esperando, y ahora comprenden por qué se me ha pedido que permanezca aquí con ustedes. El rectorado es mío, y mi interpretación de la teoría de Muller, combinada con la ignominia de Muller, la convertirá en los libros de texto en la teoría de Dinsmore y tal vez me depare el premio Nobel. En cuanto a ustedes…
Se oyó un rítmico sonido de pisadas al otro lado de la puerta; luego, una vibrante voz de «¡alto!».
Se abrió bruscamente la puerta. Entró en el recinto un hombre cuyo sobrio atuendo gris, ancho cuello blanco, sombrero de hebilla y gran cruz de bronce le proclamaban como capitán de la temida Legión de la Decencia.
Dijo, con voz nasal:
—Horatio Adams, os detengo en nombre de Dios y de la Congregación por el crimen de diabolismo y brujería. Carl Muller, os detengo en nombre de Dios y de la Congregación por el crimen de diabolismo y brujería.
Hizo un gesto breve y rápido con la mano. Dos legionarios se acercaron a los dos físicos, que permanecían sentados en sus sillas, horrorizados y estupefactos, los hicieron ponerse en pie de un tirón, los esposaron y, con un gesto inicial de humildad hacia el sagrado símbolo, arrancaron las crucecitas que colgaban de sus solapas.
El capitán se volvió hacia Dinsmore.
—Vuestro en santidad, señor. Se me ha pedido que os entregue esta comunicación del Consejo de Administradores.
—Vuestro en santidad, capitán —respondió gravemente Dinsmore, acariciándose su cruz—. Me congratula recibir las palabras de esos hombres piadosos.
Sabía lo que contenía la comunicación.
Como nuevo rector de la Universidad, podría, si así lo decidía, suavizar el castigo de los dos hombres. Aun así su triunfo sería suficiente.
Pero sólo si no había peligro.
Y bajo el dominio de la Mayoría Moral, debía recordar, nadie estaba jamás verdaderamente libre de peligro.