VI. CHISPEAD, CHISPEAD, MICROONDAS
Cabría pensar que era fácil realizar un descubrimiento accidental hace doscientos años, cuando había tantas cosas que los científicos ignoraban y, por consiguiente, muchas más cosas con las que tropezarse. Sin embargo, a medida que el tiempo pasa y los científicos van realizando más y más descubrimientos, las probabilidades de tropezarse con algo inesperado y revolucionario mientras se lleva a cabo una investigación rutinaria deben (cabría pensar) ir haciéndose cada vez menores.
No es así. La investigación se realiza con instrumentos cada vez más sutiles, y la probabilidad de la probabilidad (por así decirlo) no disminuye. He aquí algo que sucedió hace menos de dos décadas.
Cuando vuelvo la vista sobre los ensayos que han aparecido en mis libros y que han sido escritos durante los últimos dieciocho años y medio, no me sorprende demasiado encontrar de vez en cuando alguno que se ha quedado anticuado a consecuencia del avance de la ciencia.
Y cuando eso sucede, supongo que estoy moralmente obligado a reconocerlo tarde o temprano y a volver a tratar el asunto sobre una base más moderna.
Hace años, por ejemplo, escribí un ensayo sobre estrellas enanas de diversas clases. Lo titulé «Squ-u-u-ush», y apareció en mi libro From Earth to Heaven (Doubleday, 1966).
Hablaba en él, entre otras cosas, de las diminutas estrellas llamadas «estrellas de neutrones». Decía que se especulaba con la posibilidad de que existiera una en la nebulosa del Cangrejo, una nube de gas muy activo que se sabía estaba constituida por los restos de una supernova que fue vista sobre la Tierra hace poco menos de mil años. La nebulosa del Cangrejo emitía rayos X, y podría esperarse que las estrellas de neutrones emitieran también rayos X.
Pero si fuese una estrella de neutrones, los rayos X estarían emergiendo de una fuente puntual única. En ese caso, la Luna, al pasar por delante de la nebulosa del Cangrejo, interceptaría inmediatamente los rayos X. Continuaba diciendo:
«El 7 de julio de 1964, la Luna atravesó la nebulosa del Cangrejo, y se procedió al lanzamiento de un cohete para la toma de mediciones… Pero los rayos X se interrumpieron gradualmente. La fuente de rayos X está a cosa de un año-luz de distancia y no es ninguna estrella de neutrones».
«… A comienzos de 1965 los físicos del CIT calcularon de nuevo la velocidad de enfriamiento de una estrella de neutrones… Decidieron que… emitiría rayos X durante unas cuantas semanas solamente».
La conclusión parecía ser que no resultaba muy probable que ninguna fuente de rayos X fuese una estrella de neutrones y que estos objetos, si existían, probablemente nunca podrían ser detectados.
Y, sin embargo, dos años después de haber escrito el ensayo (y unos ocho meses después de haberse publicado la colección de ensayos), se descubrieron realmente estrellas de neutrones y en la actualidad se conocen bastantes de ellas. Es perfectamente razonable que explique ahora cómo sucedió eso…, retrocediendo un poco.
Empecemos mirando a las enanas blancas, estrellas que tienen la masa de estrellas normales, pero el volumen de simples planetas. La primera enana blanca descubierta, Sirio B, tiene una masa igual a la de nuestro Sol, pero un diámetro menor que el de la Tierra.
¿Cómo puede ser eso?
Una estrella como el Sol tiene un campo gravitatorio lo suficientemente intenso como para impulsar hacia dentro su propia materia con una fuerza que aplastará los átomos y los reducirá a un fluido electrónico dentro del cual se moverán libremente los núcleos mucho más pequeños. Aun cuando, en tales circunstancias, el Sol se comprimiese hasta 1/780.000 de su volumen actual y multiplicara por 780.000 su densidad actual, de modo que fuera una enana blanca gemela de Sirio B, seguiría siendo —desde el punto de vista de los núcleos atómicos— espacio vacío principalmente.
Sin embargo, el Sol no se comprime. ¿Por qué?
En el núcleo estelar está teniendo lugar una fusión nuclear que eleva la temperatura existente hasta unos 15.000.000 de grados centígrados. El efecto expansivo de esa temperatura equilibra el empuje hacia dentro de la gravedad y mantiene al Sol como una gran bola de gas incandescente con una densidad general sólo 1,4 veces superior a la del agua.
Finalmente, sin embargo, la fusión nuclear existente en el centro de una estrella se quedará sin combustible. Es éste un complicado proceso en el que no necesitamos entrar aquí, pero al final no queda nada que pueda suministrar el necesario calor en el centro…, el calor que mantiene expandida a la estrella. Entra entonces en acción la gravitación; se produce un colapso estelar, y se forma una enana blanca.
El fluido electrónico dentro del cual se mueven los núcleos de la enana blanca puede ser considerado como una especie de muelle que resiste cuando es comprimido, y resiste más firmemente cuando es comprimido con más fuerza.
Una enana blanca mantiene su volumen y resiste mayor compresión ejercida por el impulso gravitatorio interno mediante esta acción de muelle, y no por el efecto expansivo del calor. Eso significa que una enana blanca no tiene por qué ser caliente. Puede serlo, desde luego, debido a la conversión de la energía gravitatoria en calor durante el proceso de colapso, pero este calor puede ser radiado a lo largo de eones, de tal modo que la enana blanca acabará convirtiéndose en una «enana negra». Aun así, seguirá conservando su volumen, ya que el fluido electrónico comprimido se mantendrá en equilibrio constante con el impulso gravitatorio.
Pero las estrellas presentan masas diferentes. Cuanto mayor es la masa de una estrella, más intenso es su campo gravitatorio. Cuando el combustible nuclear se agota y se produce el colapso de una estrella, entonces cuanto mayor es la masa y más intenso su campo gravitatorio, más comprimida es la enana blanca que resulta, y más pequeña.
Finalmente, si la masa de la estrella es lo bastante grande, el impulso gravitatorio será lo bastante intenso y el colapso lo bastante enérgico como para romper el muelle del fluido electrónico, y ninguna enana blanca podrá entonces formar ni sostener su volumen planetario.
Un astrónomo indio-americano, Subrahmanyan Chandrasekhar, consideró la situación, hizo los cálculos necesarios y en 1931 anunció que el rompimiento se produciría si la enana blanca tenía una masa superior a 1,4 veces la del Sol. Esta masa se denomina «límite de Chandrasekhar».
No hay muchas estrellas que tengan masas que rebasen ese límite, no más del dos por ciento de todas las estrellas existentes. Sin embargo, son precisamente las estrellas de mayor masa las que primero agotan el combustible nuclear. Cuanto mayor es la masa de una estrella, más rápidamente agota el combustible nuclear y más drásticamente colapsa.
En los quince mil millones de años de vida del Universo el colapso debe de haberse producido en una cantidad desproporcionada de estrellas de gran masa. De todas las estrellas que han consumido su combustible nuclear y han colapsado, al menos una cuarta parte, y posiblemente más, tenían masas más grandes que el límite de Chandrasekhar. ¿Qué les ocurrió?
El problema no preocupaba a la mayoría de los astrónomos. A medida que una estrella va consumiendo su combustible nuclear, se expande, y parece probable que en el colapso final sólo participarían las regiones interiores. Las regiones exteriores subsistirían para formar una «nebulosa planetaria», una en la que una estrella brillante colapsada se hallara rodeada por un vasto volumen de gas.
Desde luego, la masa del gas no colapsado de una nebulosa planetaria no es muy grande, por lo que sólo las estrellas que se encontrasen ligeramente por encima del límite perderían de esta forma la masa suficiente como para ser llevadas sin riesgo por debajo del límite.
Por otra parte, existen estrellas en explosión, supernovas, que pierden durante la explosión entre el diez y el noventa por ciento de sus masas estelares totales. Cada explosión lanza polvo y gas en todas direcciones, como en la nebulosa del Cangrejo, dejando sólo una pequeña región interior, a veces una región interior muy pequeña, sometida a colapso.
Cabría suponer entonces que siempre que la masa de una estrella rebasara el límite de Chandrasekhar algún proceso natural eliminaría una cantidad de masa suficiente para permitir que cualquier porción colapsada estuviese por debajo del límite de Chandrasekhar.
Pero ¿y si no fuera siempre así? ¿Y si no pudiéramos confiar hasta ese punto en la benevolencia del Universo, y si a veces colapsara un conglomerado demasiado masivo de materia?
En 1943, los astrónomos americanos Fritz Zwicky, de origen suizo, y Walter Baade, de origen alemán, consideraron esta posibilidad y decidieron que la estrella sometida al proceso de colapso atravesaría la barrera del fluido de electrones.
Los electrones, cada vez más comprimidos, colisionarían con los protones de los núcleos atómicos en movimiento por el fluido, y la combinación formaría neutrones. El grueso de la estrella se compondría ahora solamente de los neutrones presentes al principio en el núcleo, más los neutrones adicionales formados por medio de la combinación electrón-protón.
La estrella en colapso acabaría, así, convirtiéndose virtualmente en nada más que neutrones y continuaría colapsando hasta que los neutrones se hallaran esencialmente en contacto. Sería entonces «una estrella de neutrones». Si el Sol colapsara en una estrella de neutrones, su diámetro sería solamente 1/100.000 de lo que es ahora. Mediría sólo catorce kilómetros, pero conservaría toda su masa.
Un par de años después, el físico americano J. Robert Oppenheimer y un discípulo suyo, George M. Volkoff, desarrollaron con detalle la teoría de las estrellas de neutrones.
Parecería que se formaban enanas blancas cuando estrellas relativamente pequeñas llegaban a su fin de una manera razonablemente tranquila. Cuando una estrella de gran masa estalla en una supernova (como sólo hacen las estrellas de gran masa), entonces el colapso es lo bastante rápido como para atravesar la barrera del fluido electrónico. Aunque una parte suficiente de la estrella resulte eliminada para dejar que el resto colapsante permanezca por debajo del límite de Chandrasekhar, la velocidad del colapso puede llevarle a través de la barrera. Podría, por lo tanto, acabarse con una estrella de neutrones cuya masa fuese menor que la de algunas enanas blancas.
Pero la cuestión es si existen realmente tales estrellas de neutrones. Las teorías son todas muy bonitas, pero, salvo que sean verificadas mediante la observación o el experimento, no pasan de ser agradables especulaciones que entretienen a los científicos y a los escritores de ciencia ficción. Ahora bien, no se puede experimentar muy bien con estrellas en colapso, y ¿cómo puede uno observar un objeto de sólo unos kilómetros de diámetro que resulta estar a muchos años-luz de distancia?
Si se recurriera exclusivamente a la luz, sería, en efecto, difícil, pero al formarse una estrella de neutrones se convierte en calor una energía gravitatoria suficiente como para dar al objeto recién formado una temperatura superficial de unos 10.000.000 de grados centígrados. Eso significa que irradiaría una cantidad enorme de radiación muy activa…, de rayos X para ser exactos.
Ello no resultaría de gran utilidad, por lo que a los observadores situados en la superficie de la Tierra se refiere, ya que unos rayos X procedentes de fuentes cósmicas no atravesarían la atmósfera. Pero, a partir de 1962 fueron enviados más allá de la atmósfera cohetes equipados con instrumentos diseñados para detectar rayos X. Se descubrieron fuentes cósmicas de rayos X, y se planteó la cuestión de si algunas de ellas podrían ser estrellas de neutrones. Para 1965, como explicaba yo en «Squ-u-u-ush», el peso de la evidencia parecía dar a entender que no.
Mientras tanto, sin embargo, los astrónomos se iban dedicando cada vez más al estudio de las fuentes de ondas radio. Además de la luz visible, algunas de las ondas radio de onda corta, llamadas «microondas», podían atravesar la atmósfera, y en 1931 un ingeniero americano, Karl Jansky, había detectado tales microondas procedentes del centro de la Galaxia.
Esto suscitó en su momento muy poco interés, porque los astrónomos carecían realmente de instrumentos adecuados para detectar y manipular esa radiación, pero durante la Segunda Guerra Mundial se desarrolló el radar. El radar hacía uso de la emisión, reflexión y detección de microondas, y para cuando terminó la guerra, los astrónomos disponían de todo un espectro de instrumentos que podían dedicar ahora al uso pacífico de observar el firmamento.
Comenzó la «radioastronomía», que avanzó con pasos enormes. De hecho, los astrónomos aprendieron a utilizar complejas series de instrumentos detectores de microondas («radiotelescopios») que podían observar objetos a grandes distancias y determinar su emplazamiento con más precisión que los telescopios ópticos.
A medida que mejoraba la técnica, fue afinándose la detección, no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Los radioastrónomos no sólo estaban detectando fuentes puntuales, sino que estaban también obteniendo indicios de que la intensidad de las ondas emitidas podía variar con el tiempo. A comienzos de los años 60 había incluso algún indicio de que la variación podía ser rapidísima, una especie de parpadeo.
Los radiotelescopios no estaban diseñados para ocuparse de fluctuaciones muy rápidas de intensidad, porque nadie había previsto realmente la necesidad de ello. Ahora se diseñaron instrumentos especiales que captarían el parpadeo de las microondas. Al frente de esta tarea se hallaba el astrónomo británico Antony Hewish, del Observatorio de la Universidad de Cambridge. Él supervisó la construcción de 2.048 instrumentos receptores distintos, desplegados en una formación que cubría una extensión de 18.000 metros cuadrados.
En julio de 1967 el nuevo radio telescopio comenzó a escrutar el firmamento en busca de ejemplos de parpadeo.
Al cabo de un mes, una joven graduada británica, Jocelyn Bell, que se hallaba a los controles del telescopio, estaba recibiendo ráfagas de microondas desde un lugar situado a mitad de camino entre las estrellas Vega y Altair…, ráfagas muy rápidas además. De hecho, eran tan rápidas que carecían de precedentes y Bell no podía creer que procediesen del firmamento. Pensó que estaba detectando interferencias en el funcionamiento del telescopio producidas por aparatos eléctricos de la vecindad. Pero al volver noche tras noche al telescopio se encontró con que la fuente de las microondas se movía regularmente a través del firmamento juntamente con las estrellas. Nada en la Tierra podría estar imitando ese movimiento, y algo existente en el firmamento tenía que ser responsable de él. Informó del asunto a Hewish.
Ambos centraron toda su atención en el fenómeno y para finales de noviembre estaban recibiendo las ráfagas con tal detalle que les fue posible determinar que eran a la vez rápidas y regulares. Cada ráfaga de ondas de radio duraba sólo 1/20 de segundo, y las ráfagas llegaban a intervalos de 1,33 segundos, o unas 45 veces por minuto.
No se trataba de una simple detección de un sorprendente parpadeo en una radiofuente que ya hubiera sido detectada. No se tenía el más mínimo conocimiento de la existencia de esa radiofuente. Los primitivos radiotelescopios no estaban diseñados para captar ráfagas tan breves, y sólo habrían detectado la intensidad media, incluyendo el período muerto entre ráfagas. El promedio era sólo el tres por ciento de la intensidad máxima, y eso pasó inadvertido.
La regularidad de las ráfagas resultaba casi increíblemente grande. Llegaban tan regularmente que se podían cronometrar hasta 1/10.000.000.000 de segundo sin encontrar variaciones significativas de una pulsación a otra. El período era de 1,3370109 segundos.
Esto era sumamente importante. Si la fuente fuese una aglomeración compleja de materia —una Galaxia, un cúmulo estelar, una nube de polvo—, entonces unas partes de ella emitirían microondas de una forma que diferiría algo de la forma en que lo harían otras. Aun cuando cada parte variase regularmente, la combinación de todas originaría un resultado complejo. Para que las ráfagas de microondas detectadas por Bell y Hewish fuesen tan simples y regulares era preciso que se hallara implicado un número muy pequeño de objetos, quizás, incluso, un solo objeto.
De hecho, a primera vista parecía demasiada regularidad para que se diera en un objeto inanimado, y existía la leve sospecha de que, después de todo, pudiera representar a un artefacto, pero no uno que estuviese en la vecindad ni en la Tierra. Quizás estas ráfagas fuesen las señales extraterrestres que algunos astrónomos habían estado intentando detectar. Al principio se dio al fenómeno el nombre de «HV» («hombrecillos verdes»).
Pero la noción de HV no podía mantenerse durante mucho tiempo. Las ráfagas implicaban energías totales quizá diez mil millones de veces mayores que las que podrían producir todas las fuentes de la Tierra trabajando juntas, por lo que representaban una inversión enorme de energía en el caso de que fueran de origen inteligente. Además, las ráfagas eran tan invariablemente regulares que no contenían virtualmente ninguna información. Una inteligencia avanzada tendría que ser una estupidez avanzada para gastar tanta energía en tan poca información.
Hewish sólo podía concebir las ráfagas como originadas a partir de algún objeto cósmico —una estrella quizá— que enviase pulsaciones de microondas. Por consiguiente, llamó al objeto una «estrella pulsante», denominación que no tardó en sustituirse por la abreviatura de «púlsar».
Hewish buscó señales que delataran la existencia de pulsaciones en otros lugares examinando los datos que su instrumento había estado acumulando, las encontró, comprobó de nuevo y adquirió la certeza de haber detectado tres púlsares más. El 9 de febrero de 1968 anunció su descubrimiento al mundo (y por ese descubrimiento recibió finalmente en 1974, compartido, el premio Nobel de Física).
Otros astrónomos de todo el mundo empezaron a registrar ávidamente los cielos, y no tardaron en ser descubiertos más púlsares. En la actualidad se conocen más de cien púlsares, y puede que haya hasta un total de cien mil en nuestra Galaxia. El púlsar más cercano conocido puede estar a unos trescientos años-luz.
Todos los púlsares se caracterizan por la extrema regularidad de pulsación, pero los períodos exactos varían de púlsar a púlsar. El de período más largo lo tiene de 3,75491 segundos (o 16 veces por minuto).
En octubre de 1968 los astrónomos del Observatorio Radioastronómico Nacional de Green Bank, Virginia Occidental, descubrieron un púlsar con un período particularmente corto. Se encuentra en la nebulosa del Cangrejo, y éste fue el primer eslabón claro entre púlsares y supernovas. El púlsar de la nebulosa del Cangrejo tiene un período de sólo 0,033099 segundos. Esto equivale a unas 1.813 veces por minuto y a una pulsación 113 veces más rápida que la del púlsar de período más largo conocido.
Pero ¿qué podría producir pulsaciones tan rápidas y regulares?
Excluyendo que se tratara de una causa inteligente, sólo podrían ser producidas por el movimiento muy regular de uno o, posiblemente, dos objetos. Estos movimientos podrían ser:
1) la revolución de un objeto en torno a otro, con una ráfaga en un punto de la revolución;
2) la rotación de un solo cuerpo alrededor de su eje, con una ráfaga en un punto de la rotación;
3) la pulsación, hacia adentro y hacia fuera, con una ráfaga en un punto de la pulsación.
La revolución de un planeta alrededor de otro podría ser la de un planeta alrededor de su sol. Este fue el primer fugaz pensamiento de los astrónomos cuando existía la sospecha de que las ráfagas fuesen de origen inteligente. Sin embargo, no hay forma razonable en la que un planeta podría girar a un ritmo que permitiera tan rápida regularidad sin la presencia de una inteligencia.
Las revoluciones más rápidas se producirían cuando los campos gravitatorios fueran más intensos, y en 1968 eso significaba que se trataba de enanas blancas. Supongamos que hubiera dos enanas blancas, cada una de ellas en el límite de Chandresekhar y girando alrededor de la otra en virtual contacto con ella. Para el pensamiento de 1968 no podía haber revolución más rápida, y eso no era aún suficiente rapidez. Por consiguiente, el parpadeo de microondas no podía ser consecuencia de la revolución.
¿Y la rotación? ¿Y si una enana blanca estuviera rotando sobre sí misma en un período de menos de cuatro segundos? No bastaba. Incluso una enana blanca, no obstante el poderoso campo gravitatorio que la mantenía unida, estallaría y se disgregaría si rotase a tal velocidad…, y eso valía también para las pulsaciones.
Si había que explicar el parpadeo de microondas, lo que se necesitaba era un campo gravitatorio mucho más intenso que el de las enanas blancas…, y eso dejaba a los astrónomos solamente una dirección en la que avanzar.
El astrónomo americano de origen austríaco Thomas Gold lo dijo primero. Los púlsares, sugirió, eran las estrellas de neutrones de las que Zwicky, Baade, Oppenheimer y Volkoff habían hablado una generación antes. Gold señaló que una estrella de neutrones era lo bastante pequeña y tenía un campo gravitatorio lo bastante intenso como para poder girar alrededor de su eje en cuatro segundos o menos sin desintegrarse.
Más aún, una estrella de neutrones debería tener un campo magnético como cualquier estrella ordinaria, pero el campo magnético de una estrella de neutrones estaría tan comprimido y concentrado como su materia. Por esa razón, el campo magnético de una estrella de neutrones sería enormemente más intenso que los existentes en torno a las estrellas ordinarias.
Merced a su enorme temperatura superficial, la estrella de neutrones, al girar sobre su eje, despediría electrones desde sus capas más exteriores (en las que continuarían existiendo protones y electrones). Esos electrones quedarían atrapados por el campo magnético y solamente podrían escapar en los polos magnéticos en lados opuestos de la estrella de neutrones.
Los polos magnéticos no tendrían que estar en los polos rotacionales (no lo están en el caso de la Tierra, por ejemplo). Cada polo magnético giraría en torno al polo rotacional en un segundo o en fracciones de segundo y despediría electrones al hacerlo (lo mismo que lanza agua un rociador giratorio de agua). Al salir despedidos, los electrones se curvarían en respuesta al campo magnético de la estrella de neutrones y perderían energía en el proceso. Esa energía emergía en forma de microondas, que no eran afectadas por los campos magnéticos y que atravesaban a gran velocidad el espacio.
Toda estrella de neutrones terminaría, así, lanzando dos chorros de ondas de radio desde lados opuestos de su diminuto globo. Si sucediera que una estrella de neutrones lanzara en su rotación uno de esos chorros a través de nuestra línea de mira, la Tierra captaría en cada rotación una brevísima pulsación de microondas. Algunos astrónomos estiman que sólo una estrella de neutrones de cada cien acertaría a enviar microondas en nuestra dirección, por lo que de las cien mil que posiblemente existen en nuestra Galaxia tal vez nunca podamos detectar más de mil.
Gold continuaba señalando que, si su teoría era correcta, la estrella de neutrones perdería energía por sus polos magnéticos, y tendría que disminuir su velocidad de rotación. Esto significaba que cuanto más rápido fuese el período de un púlsar, más joven debía de ser y más rápidamente podría estar perdiendo energía y disminuyendo su velocidad.
Eso armoniza con el hecho de que la estrella de neutrones de la nebulosa del Cangrejo tenga un período tan corto, ya que su edad no alcanza los mil años y puede muy bien ser la más joven que podemos observar. En el momento de su formación, podría haber estado girando a razón de mil veces por segundo. La rotación habría descendido rápidamente hasta sólo treinta veces por segundo en la actualidad.
La estrella de neutrones de la nebulosa del Cangrejo fue estudiada cuidadosamente y se descubrió que, en efecto, su período se estaba alargando. El período está aumentando en 36,48 milmillonésimas de segundo al día, y a ese ritmo, la amplitud de su período de rotación se duplicará en 1.200 años. Idéntico fenómeno se ha descubierto en las otras estrellas de neutrones, cuyos períodos son más lentos que el de la nebulosa del Cangrejo y cuyo ritmo de disminución de velocidad rotatoria es también más lento. La primera estrella de neutrones descubierta por Bell, llamada ahora CP1919, está reduciendo la velocidad de su rotación a un ritmo que duplicará su período sólo al cabo de 16.000.000 de años.
A medida que un púlsar disminuye la velocidad de su rotación, sus emisiones de microondas se hacen menos intensas. Para cuando el período haya rebasado los cuatro segundos de amplitud, la estrella de neutrones ya no será detectable. Sin embargo, las estrellas de neutrones se mantienen como objetos detectables durante decenas de millones de años probablemente.
Como resultado de los estudios realizados sobre la disminución de velocidad de las ráfagas de microondas, los astrónomos tienen actualmente la convicción de que los púlsares son estrellas de neutrones, lo que rectifica la idea mantenida en mi viejo ensayo «Squ-u-u-ush».
Por cierto que, a veces, una estrella de neutrones aumenta de pronto levemente la velocidad de su período y, luego, reanuda la tendencia contraria. Esto se detectó por primera vez en febrero de 1969, al percibirse una súbita alteración del período de la estrella de neutrones Vela X-1. La súbita modificación fue denominada un glitch, de una palabra yiddish que significa «deslizarse», y esa palabra forma parte en la actualidad del vocabulario científico.
Algunos astrónomos sospechan que los glitches pueden ser resultado de un «astromoto», un cambio en la distribución de masa dentro de la estrella de neutrones que dará lugar a la reducción de su diámetro en un centímetro menos. O podría tal vez ser resultado del hundimiento de un meteorito de considerable tamaño en la estrella de neutrones, de tal modo que el impulso del meteorito se añadiera al de la estrella.
Naturalmente, no existe ninguna razón por la que los electrones que emergen de una estrella de neutrones deban perder energía solamente como microondas. Deben producir ondas a todo lo largo del espectro. Deben, por ejemplo, emitir rayos X también, y la estrella de neutrones de la nebulosa del Cangrejo los emite efectivamente. Entre el diez y el quince por ciento de todos los rayos X que la nebulosa del Cangrejo produce provienen de su estrella de neutrones. El otro 85 por ciento o más, que procedía de los turbulentos gases que rodean a la estrella de neutrones, oscureció este hecho y desalentó a los astrónomos que habían buscado allí una estrella de neutrones en 1964.
Una estrella de neutrones debe producir también destellos de luz visible. En enero de 1969 se observó que la luz de una oscura estrella de decimosexta magnitud existente dentro de la nebulosa del Cangrejo destellaba al mismo ritmo que las pulsaciones de radio. Los destellos eran tan cortos, y el período entre ellos tan breve, que se necesitaba un equipo especial para captar esos destellos. Sometida solamente a una observación ordinaria, la estrella parecía poseer una luz uniforme.
La estrella de neutrones de la nebulosa del Cangrejo fue el primer «púlsar óptico» descubierto, la primera estrella de neutrones visible (Después de la primera publicación de este ensayo, fue detectada una segunda estrella de neutrones visible, y también un púlsar que efectuaba su rotación en poco menos de una milésima de segundo).