l. LO ÚNICO ESTA DONDE TÚ LO ENCUENTRAS

Esto no es exactamente «científicos del futuro», y no es exactamente ciencia ficción. Es «científicos del presente» y es un relato con enigma. Más aún, este relato no ha aparecido nunca en ninguna de mis colecciones, pues está recién escrito.

Es un relato de «Viudo Negro», uno de una acreditada serie de relatos que he escrito, de los cuales éste es el quinto. Algunas de sus partes son completamente auténticas, ya que las he tomado de mi propia experiencia como estudiante graduado. Yo era un sabidillo en aquellos tiempos, muy parecido en eso a Horace, y el incidente del Beilstein tuvo lugar exactamente tal como yo lo cuento. El enigma, naturalmente, es inventado.

Emanuel Rubin habría luchado hasta la muerte antes que admitir que la sonrisa dibujada en su rostro era una sonrisa fatua. Pero lo era. Por mucho que se esforzara, no podía ocultar el orgullo que latía en su voz ni el brillo de satisfacción de sus ojos.

—Compañeros Viudos —dijo—, ahora que hasta Tom Trumbull está aquí, permitidme que os presente a mi invitado de esta noche. Éste es mi sobrino Horace Rubin, hijo mayor de mi hermano menor y resplandeciente lumbrera de la nueva generación.

Horace sonrió débilmente al oír estas palabras. Le sacaba la cabeza a su tío y era un poco más delgado. Tenía pelo oscuro y ensortijado, prominente nariz aguileña y boca ancha. Decididamente, no era guapo, y Mario González, el artista de los Viudos Negros, estaba haciendo verdaderos esfuerzos por no exagerar sus rasgos. La exactitud fotográfica era suficiente caricatura. Lo que no entraba en el dibujo, naturalmente, era la inequívoca lucecita de rápida inteligencia que brillaba en los ojos del joven.

—Mi sobrino —dijo Rubin— está cursando el doctorado en Columbia. En química. Y lo está haciendo ahora, Jim, no en 1900 como lo hiciste tú.

James Drake, el único Viudo Negro poseedor de un doctorado auténtico (aunque, conforme a las reglas del club, todos tenían derecho al tratamiento de «doctor») dijo:

—Muy loable por su parte…, cuando yo me doctoré fue justo antes de la guerra; me refiero a la Segunda Guerra Mundial.

Sonrió reminiscentemente a través de la fina y ondulada columna de humo que se elevaba de su cigarrillo.

Thomas Trumbull, que, como de costumbre, había llegado tarde a la hora del aperitivo, frunció el ceño y dijo, por encima de su copa:

—Si no me equivoco, Manny, lo habitual es suscitar estos detalles durante el interrogatorio posterior a la cena. ¿Por qué alteras el orden de las cosas?

Agitó la mano con gesto petulante en dirección al humo del cigarrillo y se apartó ostensiblemente de Drake.

—Solamente estoy sentando las bases —dijo Rubin, con tono indignado—. Sobre lo que espero que interrogues a Horace es sobre el tema de su próxima tesis. No hay razón para que los Viudos Negros no podamos adquirir un poco más de instrucción.

—No nos hagas reír, Manny —intervino Gonzalo—. ¿Quieres decimos que entiendes lo que tu sobrino está haciendo en su laboratorio?

—Yo entiendo de química mucho más de lo que crees —replicó airadamente Rubin.

—Por fuerza, ya que creo que no entiendes nada. —Gonzalo se volvió hacia Roger Halsted y dijo—: Da la casualidad de que sé que Manny se diplomó en alfarería babilónica en alguna academia por correspondencia.

—No es cierto —dijo Rubin—, pero aun eso es más que tu diploma en galletas y cerveza.

Geoffrey Avalon, que escuchaba con desdén esta conversación, se dirigió al joven estudiante.

—¿Cuántos años tiene usted, señor Rubin?

—Será mejor que me llame Horace —dijo el joven, con una inesperada voz de barítono—, o contestará tío Manny y yo no podré decir ni palabra.

Avalon sonrió ceñudamente.

—Verdaderamente, él monopoliza todas las conversaciones cuando se lo permitimos, pero ¿cuántos años tiene usted, Horace?

—Veintidós, señor.

—¿No es un tanto joven como candidato al doctorado, o está sólo empezando?

—No. Debo comenzar ya mi tesis, y espero haberla terminado dentro de medio año. Soy bastante joven, pero eso no constituye nada insólito. Robert Woodward obtuvo su doctorado en química a los veinte años. Naturalmente, estuvieron a punto de expulsarle de la escuela a los diecisiete.

—Pero veintidós no está nada mal.

—Cumpliré veintitrés el mes que viene. Lo conseguiré a esa edad… o nunca. —Se encogió de hombros y en su rostro se dibujó una expresión de desaliento.

Sonó la suave voz de Henry, el perenne e insustituible camarero de todos los banquetes de los Viudos Negros.

—Caballeros, la cena está servida. Tenemos cordero al curry, y me temo que nuestro cocinero cree que el curry se hizo para ser degustado, de modo que si alguno de ustedes prefiere algo menos fuerte díganmelo ahora y yo me encargaré de que sea complacido.

Halsted dijo:

—Si algún pusilánime prefiere tomar huevos revueltos, Henry, tráeme a mí su ración de cordero al curry además de la mía. No debemos desperdiciarla.

—Y tampoco debemos contribuir a agravar tu problema de exceso de peso, Roger —gruñó Trumbull—. Tomaremos todos el curry, Henry, y tráelo con todos sus condimentos, en particular el coco y las especias.

—Y ten también el bicarbonato a mano, Henry —dijo Gonzalo—. Los ojos de Tom son más optimistas que su estómago.

Henry estaba sirviendo el coñac cuando Rubin dio unos golpecitos con su cuchara en un vaso de agua y dijo:

—Al grano, caballeros, al grano. He observado que mi sobrino ha hecho estragos en los comestibles, y ha llegado el momento de que pague por ello en la sesión de interrogatorio. Jim, tú deberías ser el interrogador, ya que también tú eres una especie de químico, pero no quiero que Horace y tú os enzarcéis en una conversación privada sobre menudencias químicas. Roger, tú eres un simple matemático, lo cual te cualifica suficientemente. ¿Quieres hacer tú los honores?

—Con mucho gusto —respondió Halsted, tomando un sorbo de curaçao—. Joven Rubin, u Horace, si lo prefiere, ¿cómo justifica usted su existencia?

—Una vez que obtenga mi título y encuentre un puesto en una Facultad decente —dijo Horace—, estoy seguro de que el trabajo que haga será justificación sobrada. En otro caso…

Se encogió de hombros.

—Parece dubitativo, joven. ¿Espera tener dificultades para encontrar un empleo?

—No es cosa de la que se pueda estar seguro, señor, pero he sido entrevistado aquí y allá, y, si todo va bien, yo creo que resultará algo concreto y deseable.

—Si todo va bien, dice. ¿Hay algún obstáculo en su investigación?

—No, en absoluto. He tenido el suficiente buen sentido como para elegir un problema sin riesgos. Sí, no o quizá… cualquiera de las tres respuestas posibles me depararía un título. De hecho, la respuesta es sí, que es la mejor de las alternativas, y me considero ya situado.

Drake dijo de pronto:

—¿Para quién está usted trabajando, Horace?

—Para el doctor Kendall, señor.

—¿El de la cinética?

—Sí, señor. Estoy trabajando en la cinética de la réplica del ADN. Es una cuestión a la que no se ha aplicado rigurosamente hasta el momento técnicas fisicoquímicas, y ahora yo me encuentro en condiciones de componer gráficos computerizados del proceso, que…

—Hablaremos de eso más tarde, Horace —le interrumpió Halsted—. Por el momento, estoy tratando de averiguar qué es lo que le preocupa. Tiene usted la perspectiva de un empleo. Su investigación se ha desarrollado bien. ¿Qué hay de su trabajo de clase?

—Ningún problema en eso. Excepto…

Halsted aguantó la pausa unos momentos y, luego, dijo:

—¿Excepto qué?

—No me ha ido tan bien en mis clases de laboratorio. Especialmente en el laboratorio de química orgánica. No soy… hábil. Yo soy un teórico.

—¿Ha suspendido?

—No, claro que no. Simplemente, no me he cubierto de gloria.

—Bueno, ¿qué le preocupa entonces? Le he oído decir a Jeff que conseguirá su doctorado a los veintitrés años o nunca. ¿Por qué nunca? ¿Dónde entra esa posibilidad?

El joven vaciló.

—No es la clase de cosa…

Rubin, evidentemente confuso, frunció el ceño y dijo:

—Horace, a mí nunca me dijiste que tenías problemas.

Horace miró a su alrededor como si buscase un agujero a través del cual pudiera escabullirse.

—Bueno, tío Manny, tú tienes tus propios problemas y no acudes a mí con ellos. Resolveré esto por mí mismo… o no lo resolverá nadie.

—Resolver ¿qué? — preguntó Rubin, levantando la voz.

—No es la clase de cosa… —empezó de nuevo Horace.

—En primer lugar —exclamó vigorosamente Rubin—, cualquier cosa que digas aquí es completa y absolutamente confidencial. En segundo lugar, ya te dije que en la sesión de interrogatorio deberías responder a todas las preguntas. En tercer lugar, si no dejas de andarte con rodeos y ambigüedades te meto de cabeza en un cubo de jalea de frambuesa.

Horace suspiró.

—Sí, tío Horace. Sólo quiero decir… —paseó la vista alrededor de la mesa— que me ha estado amenazando así desde los dos años y jamás me ha puesto la mano encima. Mi madre le haría pedazos si se atreviese.

—Siempre hay una primera vez, y no le tengo miedo a tu madre. Puedo habérmelas con ella —dijo Rubin.

—Sí, tío Manny. Está bien. Mi problema es el profesor Richard Youngerlea.

—Uh-oh —dijo suavemente Drake.

—¿Le conoce, doctor Drake?

—Bueno, sí.

—¿Es amigo suyo?

—Bueno, no. Es un buen químico, pero la verdad es que yo le desprecio.

El feo rostro de Horace se abrió en una amplia sonrisa, y dijo:

—Entonces, ¿puedo hablar con libertad?

—Podría hacerlo en cualquier caso —respondió Drake.

—Pues se trata de lo siguiente —dijo Horace—. Estoy seguro de que Youngerlea va a formar parte de mi tribunal examinador. No desperdiciaría la oportunidad de hacerlo. Y tiene la suficiente influencia para conseguirlo si se lo propone.

—Entiendo, Horace —dijo Avalon, con su voz profunda—, que usted le aborrece.

—Muchísimo —respondió Horace sinceramente.

—E imagino que él le aborrece a usted.

—Me temo que sí. Yo tenía mi laboratorio de orgánica bajo su dirección, y, como he dicho, mis resultados no fueron precisamente brillantes.

—Imagino que habrá un cierto número de estudiantes que no obtienen resultados brillantes. ¿Los aborrece a todos?

—Bueno, no les tiene simpatía.

—Deduzco que sospecha usted que él quiere estar en su tribunal examinador para cargárselo. ¿Es así como reacciona con respecto a todo estudiante que no obtiene resultados brillantes en su laboratorio?

—Bueno, realmente él parece pensar que el trabajo de laboratorio constituye la suma y compendio de todo cuanto es bueno y noble, pero no, no es sólo que yo no obtuviera resultados brillantes.

—Bien —dijo Halsted, asumiendo de nuevo el interrogatorio—, parece que estamos llegando a alguna parte. Yo doy clases en una escuela superior y sé todo lo que hay que saber acerca de estudiantes detestables. Estoy seguro de que el profesor le encontró a usted detestable. ¿En qué sentido?

Horace frunció el ceño.

—Yo no soy detestable. Youngerlea sí que lo es. Mire, es bravucón. Siempre hay algunos profesores que se aprovechan del hecho de hallarse en una posición inexpugnable. Se ceban en los estudiantes; los maltratan verbalmente; los ridiculizan. Y lo hacen, aunque saben perfectamente que los estudiantes son reacios a defenderse por miedo a ganarse una mala nota. ¿Quién va a discutir con Youngerlea si pone una C, o, incluso, una F? ¿Quién va a discutir con él si expresa en un claustro de profesores su influyente opinión de que tal y tal estudiante no tiene lo que se necesita para ser un buen químico?

—¿Le ha ridiculizado a usted? —preguntó Halsted.

—Ridiculizaba a todo el mundo. Había un pobre chico que era inglés, y que cuando se refería al cloruro de aluminio, que se utiliza como catalizador, cargando el acento en la segunda i. Al fin y al cabo, era sólo la forma inglesa de pronunciar, pero Youngerlea se la tomaba con él. Denunciaba la majadería, según su expresión, de crear una innecesaria sílaba adicional, cinco en vez de cuatro, y la estupidez de hacer un nombre químico más largo de lo necesario. No era nada, y, sin embargo, humillaba al pobre hombre, que no se atrevía a decir ni una sola palabra para defenderse. Y todos los malditos pelotilleros de la clase se reían.

—¿Y qué es lo que le hace a usted ser peor que los demás?

Horace se sonrojó, pero había una nota de orgullo en su voz.

—Yo le replico. Cuando se mete conmigo, no me limito a quedarme callado, aguantando el temporal. De hecho, le interrumpí cuando estaba con aquella historia del aluminio-aluminío. Dije, con voz firme y alta: «El nombre de un elemento es una convención humana, profesor, no una ley de la naturaleza». Eso le cortó en seco, pero dijo, con su habitual tono despectivo: «Ah, Rubin, ¿ha estado rompiendo tubos de ensayo últimamente?».

—Y supongo que todos se echaron a reír —dijo Halsted.

—Claro que lo hicieron los muy cretinos. Yo rompí un tubo de ensayo en todo el curso. ¡Uno! Y eso sólo porque alguien me empujó. Y luego un día voy y me encuentro en la biblioteca de química a Youngerlea, que estaba buscando algún compuesto en el Beilstein…

—¿Qué es el Beilstein? —preguntó Gonzalo.

—Es una obra de consulta de unos 75 volúmenes en la que se relacionan muchos miles de compuestos orgánicos, con referencias al trabajo realizado sobre cada uno de ellos. Todos figuran relacionados por orden con arreglo a algún sistema lógico pero muy complicado. Youngerlea tenía sobre su mesa un par de volúmenes y estaba hojeando primero uno y luego el otro. Me picó la curiosidad, y le pregunté qué compuesto estaba buscando. Cuando me lo dijo me sentí extasiado porque observé que no estaba buscando en los volúmenes adecuados. Me dirigí en silencio a las estanterías del Beilstein, cogí un volumen, encontré el compuesto que Youngerlea buscaba… cosa que me llevó treinta segundos, volví a su mesa y le puse delante el volumen, abierto por la página correcta.

—Supongo que no le dio las gracias —dijo Drake.

—No, no lo hizo —respondió Horace—, pero quizá lo hubiera hecho si no hubiese visto en mi cara la sonrisa más grande del mundo. En aquel momento, yo prefería tomarme mi venganza a conseguir el doctorado. Y puede que sea ése el resultado.

—Nunca te he considerado la persona más diplomática del mundo, Horace —dijo Rubin.

—No, tío Manny —respondió melancólicamente Horace—. Mamá dice que salgo a ti…, pero sólo lo dice cuando está realmente enfadada conmigo.

Hasta Avalon se echó a reír, y Rubin masculló algo por lo bajo.

—Bueno, ¿y qué le puede hacer él? —dijo Gonzalo—. Si sus notas son buenas, y su investigación es buena, y hace bien el examen, tienen que aprobarle.

—No es tan fácil, señor —dijo Horace—. En primer lugar, se trata de un examen oral, y las presiones son intensas. Un tipo como Youngerlea es un maestro consumado en el arte de intensificar la presión, y puede reducirme a la incoherencia o hacer que me enzarce en un furioso intercambio de insultos con él. En cualquiera de ambos casos, puede sostener que yo carezco de estabilidad emocional necesaria para ser un buen químico. Es una figura poderosa en el Departamento y podría determinar la postura del comité. Aunque yo apruebe y obtenga el doctorado, él tiene la suficiente influencia en los círculos químicos como para vetar mi admisión en algunos puestos muy importantes.

Se hizo el silencio en torno a la mesa.

Drake dijo:

—¿Qué va usted a hacer?

—¿Y qué es lo que le hace a usted ser peor que los demás?

—Bueno…, intenté hacer las paces con el viejo bastardo.

Medité detenidamente el asunto y finalmente le pedí una cita para poder presentarle mis excusas. Dije que sabía que no nos habíamos llevado bien, pero que esperaba que no pensara que yo sería un mal químico. Dije que la química era en realidad mi vida. Bueno, ya sabe lo que quiero decir.

Drake asintió con un gesto.

—¿Qué dijo él?

—Estaba disfrutando. Me tenía donde quería tenerme. Hizo todo lo posible por humillarme; me dijo que yo era un sabidillo de temperamento incontrolable y varias cosas más destinadas a sacarme de mis casillas. Pero yo aguanté y dije: «Admitiendo que yo tenga ciertas peculiaridades, ¿diría usted que eso me convierte necesariamente en un mal químico?».

»Y él dijo: «Bien, vamos a ver si es usted un buen químico. Estoy pensando en el nombre de un elemento químico único. Dígame usted qué elemento es, por qué es único y por qué tengo que pensar en él, y admitiré que es usted un buen químico».

»Yo respondí: «¿Pero qué tiene eso que ver con que yo sea un buen químico?». Él dijo: «El hecho de que no lo comprenda ya es un dato en contra suya. Debería usted ser capaz de deducirlo por razonamiento, y el razonamiento es el instrumento fundamental de un químico, o de cualquier científico. Una persona como usted que habla de ser un científico teórico y que, por consiguiente, desprecia cosas tales como la destreza manual no tendrá dificultad en admitirlo. Bien, pues utilice su razón y dígame en qué elemento estoy pensando. Tiene usted una semana a partir de este momento; hasta las cinco de la tarde del lunes próximo, por ejemplo. Si no acierta usted con el elemento, no habrá segunda oportunidad».

»Yo dije: «Hay 105 elementos, profesor Youngerlea. ¿No va a darme ninguna pista?».

»Él respondió: «Ya se las he dado. Le he dicho que es único, y no añadiré nada más». Y me dedicó la misma sonrisa que yo le dediqué en el momento del incidente del Beilstein.

—Bien, joven —dijo Avalon—, ¿qué pasó el lunes siguiente? ¿Resolvió usted el problema?

—El lunes siguiente no ha llegado aún, señor. Faltan tres días, y estoy desorientado. No hay forma posible de responder. Un elemento entre 105, y con la sola pista de que es único.

—¿Es sincero el hombre? —preguntó Trumbull—. Dado que es un fanfarrón y un mala sombra, ¿cree que realmente está pensando en un elemento y que aceptará de usted una respuesta correcta? ¿No podría afirmar que usted no ha acertado, cualquiera que sea su respuesta, y utilizar luego eso como un arma contra usted?

Horace hizo una mueca.

—Bueno, yo no puedo leer sus pensamientos, pero ciertamente es un auténtico científico. Es un gran químico y, que yo sepa, completamente ético en su profesión. Más aún, sus documentos están maravillosamente bien escritos…, son claros y concisos. No utiliza ninguna clase de jerga, jamás emplea una palabra larga si puede arreglarse con una más corta ni una frase complicada si es suficiente una más sencilla. Hay que admirarle por eso. Así que si formula una pregunta científica, yo creo que su comportamiento al respecto será de absoluta honradez.

—¿Y está usted realmente desorientado? —preguntó Halsted—. ¿No se le ocurre nada?

—Al contrario, se me ocurren muchas cosas, pero demasiadas es tan malo como ninguna. Por ejemplo, lo primero que pensé es que el elemento tenía que ser el hidrógeno. Es el átomo más sencillo, el átomo más ligero, el átomo número uno. Es el único átomo que tiene un núcleo formado de una sola partícula, sólo un protón. No hay otro átomo con un núcleo carente de neutrones, y eso lo hace ciertamente único.

—¿Se refiere al hidrógeno-1? —dijo Drake.

—En efecto —respondió Horace—. El hidrógeno se encuentra en la naturaleza en tres variedades, o isótopos, el hidrógeno-1, el hidrógeno-2 y el hidrógeno-3. El núcleo del hidrógeno-1 es sólo un protón, pero el hidrógeno-2 tiene un núcleo compuesto por un protón y un neutrón, y el hidrógeno-3 lo tiene compuesto por un protón y dos neutrones. Desde luego, casi todos los átomos de hidrógeno son hidrógeno-1, pero Youngerlea pedía un elemento, no un isótopo, y si yo dijese que el elemento hidrógeno es el único con un núcleo que no contiene ningún neutrón me equivocaría. Simplemente, me equivocaría.

—Sin embargo —dijo Drake—, sigue siendo el elemento más ligero y más simple.

—Claro, pero eso es evidente. Y existen otras posibilidades. El helio, que es el elemento número 2, es el más inerte de todos los elementos. Tiene el punto de ebullición más bajo y no se congela ni siquiera a cero grados. A temperaturas muy bajas se convierte en helio-2, que tiene propiedades distintas a las de cualquier otra sustancia del Universo.

—¿Se presenta en variedades diferentes? —preguntó Gonzalo.

—En la naturaleza se dan dos isótopos, el helio-3 y el helio-4, pero todas esas propiedades singulares se aplican a ambas.

—No olvide —dijo Drake— que el helio es el único elemento que fue descubierto en el espacio antes de ser descubierto en la Tierra.

—Lo sé, señor. Fue descubierto en el Sol. El helio puede ser considerado único en muchos aspectos diferentes, pero es también muy evidente. Yo no creo que Youngerlea estuviese pensando en nada evidente.

Drake dijo, después de exhalar un anillo de humo y de contemplarlo con satisfacción:

—Supongo que, teniendo ingenio suficiente, se podrá encontrar algo único en cada elemento.

—Efectivamente —corroboró Horace—, y creo que yo casi lo he hecho. Por ejemplo, el litio, que es el elemento número 3, es el menos denso de todos los metales. El cesio, elemento 55, es el más activo de todos los metales estables. El flúor, elemento 9, es el más activo de todos los no metales. El carbono, elemento 6, es la base de todas las moléculas orgánicas, incluidas las que forman los tejidos vivos. Es probablemente el único elemento capaz de desempeñar ese papel, por lo que es el elemento característicamente único de la vida.

—A mí me parece —dijo Avalon— que un elemento tan singularmente relacionado con la vida es suficientemente único…

—No —replicó Horace con vehemencia—, es la respuesta que menos probabilidades tiene de ser la verdadera. Youngerlea es un químico orgánico, lo que significa que sólo trabaja con compuestos del carbono. Sería excesivamente evidente para él. Está luego el mercurio, elemento 80…

—¿Conoce usted todos los elementos por su número? —preguntó Gonzalo.

—Antes del pasado lunes, no. Desde entonces he estado escudriñando la lista de elementos. ¿Ve? —Sacó una hoja de papel del bolsillo interior de su chaqueta—. Ésta es la tabla periódica de los elementos. Casi me la he aprendido de memoria.

—Pero deduzco que eso no ayuda gran cosa —dijo Trumbull.

—Hasta el momento, no. Como decía, el mercurio, elemento 80, tiene el punto de fusión más bajo de todos los metales; es el único metal que presenta estado líquido a temperaturas ordinarias. Eso es ciertamente único.

—Si entramos en el terreno de la estética —dijo Rubin—, el oro es el elemento más bello, y el más valioso.

—El oro es el elemento 79 —dijo Horace—. Pero se puede alegar que ni es el más bello ni el más valioso. Muchas personas dirían que un diamante bien tallado es más bello que el oro y, a igualdad de peso, valdría ciertamente más dinero… y el diamante es carbono puro.

»El metal más denso es el osmio, elemento 76, y el metal menos activo es el iridio, elemento 77. El metal con punto de fusión más alto es el tungsteno, elemento 74, y el metal más magnético es el hierro, elemento 26. El tecnecio, elemento 43, es el elemento más ligero que no tiene isótopos estables, pero es radiactivo en todas sus variedades, y es el primer elemento que fue producido en laboratorio. El uranio, elemento 92, es el átomo más complicado que se da en cantidades importantes en la corteza terrestre. El yodo, elemento 53, es el más complicado de los elementos esenciales para la vida humana; mientras que el bismuto, elemento 83, es el elemento más complicado que tiene al menos un isótopo estable y no radiactivo.

»Podríamos seguir y seguir así, y, como ha dicho el doctor Drake, con ingenio suficiente se puede detectar en todos y cada uno de los elementos alguna característica única. Lo malo es que no hay ningún indicio de cuál es el elegido por Youngerlea, qué característica única es la suya, y si no consigo resolver correctamente la cuestión él dirá que eso demuestra que no soy capaz de pensar con claridad.

Drake dijo:

—Si nos ponemos todos a pensar juntos ahora…

—¿Sería lícito? —preguntó Trumbull—. Si el joven recibe de otros la respuesta…

—¿Cuáles son las reglas del juego, Horace? —dijo Avalon—. ¿Le dijo el profesor Youngerlea que no podía consultar a nadie?

Horace meneó vigorosamente la cabeza.

—No se dijo nada respecto a eso. Yo he estado usando esta tabla periódica. He estado utilizando libros de consulta. No veo por qué no voy a poder preguntar a otros seres humanos. Los libros no son más que palabras de seres humanos, palabras que han quedado congeladas en letras de molde. Además, cualesquiera que sean las sugerencias que ustedes me hagan, soy yo quien tendrá que decidir si la sugerencia es buena o mala y correr el riesgo sobre la base de mi propia decisión. Pero ¿podrán ayudarme?

—Tal vez —dijo Drake—. Si Youngerlea es un científico honrado, no le propondría un problema que no contuviese en él mismo la posibilidad de llegar a una solución. Tiene que haber alguna forma de hallar la solución por medio de un proceso de raciocinio. Después de todo, si no consigue usted resolver el problema podría desafiarle a que le diese la contestación correcta. Si no puede hacerlo, o si utiliza una vía evidentemente ridícula de razonamiento, podría denunciar el caso a todo el mundo en la Facultad. Yo lo haría.

—Entonces, estoy dispuesto a intentarlo. ¿Hay aquí alguien, además del doctor Drake, que sea químico?

—No hace falta ser químico profesional con título de doctor para saber algo acerca de los elementos —dijo Rubin.

—En efecto, tío Manny —dijo Horace—. ¿Cuál es entonces la respuesta?

—Personalmente —respondió Rubin—, yo me quedo con el carbono. Es la sustancia química de la vida, y bajo la forma de diamante posee otro tipo de singularidad. ¿Existe algún otro elemento que, en su forma pura, presente un aspecto tan insólito…?

—Se llama alótropo, tío.

—No me vengas ahora con tu jerga, mequetrefe. ¿Existe algún otro elemento que tenga un alótropo tan insólito como el diamante?

—No. Y con independencia de los juicios humanos referentes a su belleza y su valor, ocurre que el diamante es la sustancia más dura que existe en condiciones normales.

—¿Entonces?

—Ya he dicho que es demasiado evidente para un químico orgánico establecer el carbono como solución al problema.

—Naturalmente —dijo Rubin—. Ha elegido lo evidente por que piensa que tú lo desecharás porque es evidente.

—Ahí habla el escritor de novelas de misterio —gruñó Trumbull.

—De todos modos, rechazo esa solución —dijo Horace—. Pueden ustedes aconsejarme, cualquiera de ustedes, pero soy yo quien debe tomar la decisión de aceptar o rechazar. ¿Alguna otra idea?

Hubo un silencio en torno a la mesa.

—En ese caso —continuó Horace—, será mejor que les cuente uno de mis pensamientos. Estoy empezando a desesperarme. Youngerlea dijo: «Estoy pensando en el nombre de un elemento químico único». No dijo que estaba pensando en el elemento, sino en el nombre del elemento.

—¿Está seguro de que recuerda correctamente eso? —preguntó Avalon—. No grabó usted la conversación, y la memoria puede gastar malas jugarretas.

—No, no. Lo recuerdo con toda claridad. No tengo la más mínima duda. Ni la más mínima. Así que ayer llegué a pensar que lo importante no son las propiedades físicas o químicas del elemento. Es el nombre lo importante.

—¿Ha encontrado usted un nombre único? —preguntó Halsted.

—Por desgracia —respondió Horace—, los nombres proporcionan tanta superabundancia como las propiedades. Si consideramos una ordenación alfabética de los elementos, el actinio, elemento 89, es el primero de la lista, y el circonio, elemento 40, ocupa el último lugar. El disprosio, que es el elemento 66, es el único elemento con un nombre que empieza por D. El kriptón, elemento 36, es el único cuyo nombre empieza por K. El uranio, el vanadio y el xenón, elementos 92, 23 y 54, respectivamente, son los únicos elementos que empiezan por U, V o X. ¿Cómo elegir entre estos cinco? La U es la única vocal, pero eso no parece muy sólido.

—¿Hay alguna letra que no sea inicial de ningún elemento? —preguntó Gonzalo.

—Tres. No hay ningún elemento que empiece por J, Q ni W, pero ¿de qué sirve eso? No se puede pretender que un elemento es único sólo porque no existe. Puede alegarse que hay un número infinito de elementos que no existen.

—En inglés —dijo Drake—, el mercurio tiene un nombre alternativo, «quicksilver». Ése empieza por Q.

—Lo sé, pero eso resulta un poco débil —dijo Horace—. En alemán, la I y la J no se diferencian en los tipos de imprenta. El símbolo químico del yodo es I, pero yo he visto documentos alemanes escritos con caracteres latinos en los que se da como símbolo del elemento el de J, pero eso es más débil aún.

»Hablando de los símbolos químicos, hay trece elementos con símbolos constituidos por una sola letra. Casi siempre, esa letra es la inicial del nombre del elemento. Así, el carbono tiene el símbolo C; el oxígeno, O; el nitrógeno, N; el flúor, F; el hidrógeno, H, y así sucesivamente. Sin embargo, el elemento potasio tiene el símbolo K.

—¿Por qué? —preguntó Gonzalo.

—Porque ésa es la inicial del nombre alemán, Kalium. Si el potasio fuese el único caso, podría considerarlo, pero el tungsteno tiene el símbolo W, por el nombre alemán Wolfram, así que ninguno de los dos es único. El yodo tiene un nombre que empieza con dos vocales, pero también el einstenio y el europio. Cada vez me quedo detenido como ante un muro.

—¿Hay algo en la forma de los nombres de los elementos que sea igual en casi todos ellos? —preguntó Gonzalo.

—Casi todos terminan en «io», muchos, por lo menos.

—¿Sí? —dijo Gonzalo, haciendo chasquear los dedos mientras pensaba intensamente—. ¿Qué hay en ese elemento que los ingleses pronuncian de manera diferente? Ellos lo llaman «aluminío», acentuando la segunda i, pero nosotros decimos «aluminio», con diptongo al final, y el profesor le dio mucha importancia a eso.

—Buena idea —dijo Horace—, pero están también el actinio, el polonio y el uranio. Las cosas se repiten, no hay modo de encontrar una característica única.

—¡Y, sin embargo, tiene que haber algo! —exclamó Avalon.

—Dime entonces qué es. El renio fue el último elemento estable descubierto en la naturaleza; el prometio es el único metal terrestre radiactivo; el gadolinio es el único elemento estable bautizado con el nombre de un ser humano. Nada resulta. Nada es convincente.

Horace meneó tristemente la cabeza.

—Bueno, no es el fin del mundo. Iré a ver a Youngerlea con la respuesta que me parezca más verosímil, y, si me equivoco, que haga lo que quiera. Si escribo una tesis soberbia, quizá resulte tan buena que no puedan suspenderme, y si Youngerlea me impide obtener una plaza en el Tecnológico de California o en el de Massachusetts, iré a algún otro sitio y saldré adelante. No pienso dejar que él bloquee mi carrera.

Drake asintió con la cabeza.

—Ésa es la actitud adecuada, hijo.

Henry dijo respetuosamente:

—¿Señor Rubin?

—Sí, Henry —respondió Rubin.

—Le ruego que me disculpe, señor. Me dirigía a su sobrino, el señor Rubin joven.

Horace levantó la vista.

—Sí, camarero. ¿Hay algo más que pedir?

—No, señor. Pensaba que si podría tratar acerca de la cuestión del elemento único.

Horace frunció el ceño y dijo:

—¿Es usted químico, camarero?

—No es químico —intervino Gonzalo—, pero es Henry, y haría usted bien en escucharle. Es más inteligente que ninguno de los que estamos aquí.

—Señor Gonzalo —dijo Henry, con tono de suave reproche.

—Es cierto, Henry —insistió Gonzalo—. Adelante. ¿Qué tiene que decir?

—Sólo que al deliberar sobre una pregunta que parece no tener respuesta podría ser útil considerar a la persona que la formula. Quizás el profesor Youngerlea tiene alguna predisposición que le haría conceder importancia a una determinada singularidad que podría pasar inadvertida para otros.

—¿Quiere decir —preguntó Halsted— que la singularidad de lo único está donde uno la encuentra?

—Exactamente —respondió Henry—, como lo está casi todo lo que admite un elemento de juicio humano. Si consideramos al profesor Youngerlea, esto es lo que sabemos acerca de él. Utiliza el idioma inglés cuidadosa y concisamente. No emplea una frase complicada cuando le puede servir una más sencilla, ni una palabra larga donde es suficiente con una más corta. Es más, se puso furioso con un estudiante por alterar la acentuación del aluminio y agregarle con ello una sílaba. ¿Es así, señor Rubin?

—Sí —dijo Horace—. Yo he dicho todo eso.

—Bien, pues en la estantería de libros de consulta que hay en el club está el Almanaque Mundial, que enumera todos los elementos, y tenemos la edición no abreviada, naturalmente, que da las pronunciaciones. Me he tomado la libertad de estudiar el material mientras ustedes discutían el asunto.

—¿Y…?

—Se me ocurre que el elemento «praseodimio», que es el número 59, reúne condiciones únicas para despertar la ira del profesor Youngerlea. Praseodimio es el único nombre con seis sílabas. Todos los demás nombres tienen cinco sílabas o menos. Con toda seguridad, praseodimio no puede por menos de parecerle insoportablemente largo y engorroso…, el nombre más irritante de la lista, y único en ese aspecto. Si tuviera que utilizar ese elemento en su trabajo, probablemente se quejaría más ruidosa y prolongadamente, y no cabria error al respecto. Pero quizá no usa ese elemento, ¿no?

A Horace le brillaban los ojos.

—No, es un elemento terrestre poco frecuente, y dudo que Youngerlea, en su calidad de químico orgánico, haya tenido nunca que referirse a él. Ésa sería la única razón de que jamás nos hable del tema. Pero tiene razón, Henry. Su mera existencia sería para él una causa constante de irritación. Acepto esa sugerencia, y se la expondré el lunes. Si no es la respuesta correcta, aceptaré las consecuencias, pero —y su voz era súbitamente jubilosa—, apuesto a que lo es. Apuesto cualquier cosa a que es la respuesta correcta.

—Si no lo fuese —dijo Henry—, confío en que mantendrá usted su decisión de continuar de todas formas su carrera.

—Lo haré, no se preocupe —dijo Henry—, pero el praseodimio es la solución. Aunque me habría gustado encontrarla por mí mismo, Henry. Es usted quien la ha encontrado.

—No tiene importancia, señor —dijo Henry, sonriendo paternalmente—. Estaban ustedes considerando nombres, y estoy seguro de que la singularidad del praseodimio no habría tardado en llamarles la atención. Yo la he encontrado primero porque ustedes habían eliminado ya muchos falsos indicios.