XII. LA BOLA DE BILLAR

Los científicos (e incluso los matemáticos) no siempre se llevan como hermanos. Son seres humanos, y ocasionalmente existe entre ellos envidia competitiva, incluso odio. No conozco ningún caso en que esto haya llegado a extremos mayores que polémicas acusaciones en publicaciones especializadas o intentos de atribuirse méritos ajenos, pero uno es libre de imaginar cosas peores en sus relatos.

Presento a continuación dos narraciones en las que me las ingenio para exacerbar la competición científica hasta el punto del asesinato… y más.

James Priss —supongo que debería decir profesor James Priss, aunque es seguro que todo el mundo sabe a quién me refiero aunque no exprese el título— hablaba siempre muy despacio.

Yo lo sé. Le entrevisté bastantes veces. Tenía la inteligencia más grande desde Einstein, pero no funcionaba rápidamente. Él reconocía con frecuencia su lentitud. Quizá porque era tan grande, era por lo que su inteligencia no funcionaba rápidamente.

Él decía algo con lenta abstracción, reflexionaba y, luego, decía algo. Aun en asuntos triviales, su inteligencia gigantesca titubeaba, indecisa, añadiendo un toque aquí y otro allá.

¿Saldrá el Sol mañana?, puedo imaginarle preguntándose.

¿Qué entendemos por «salir»? ¿Podemos estar seguros de que llegará el día de mañana? ¿Carece por completo de ambigüedad el término «Sol» en este contexto?

Añádase a esta forma de hablar un rostro de líneas suaves, más bien pálido, totalmente inexpresivo a excepción de un aire general de incertidumbre; pelo gris un tanto ralo pulcramente peinado; trajes de corte invariablemente conservador; y se tendrá lo que el profesor James Priss era…, una persona discreta y retraída, carente por completo de magnetismo.

Por eso es por lo que nadie en el mundo, excepto yo, podría sospechar que era un asesino. Y ni siquiera yo estoy seguro. Después de todo, era un hombre que pensaba con lentitud; siempre pensó con lentitud. ¿Es concebible que en un momento crucial lograra pensar rápidamente y actuar al instante?

No importa. Aunque asesinara, quedó impune. Es ya demasiado tarde para intentar invertir las cosas, y yo no lo conseguiría ni aunque decidiese dejar que se publicase esto.

Edward Bloom fue compañero de Universidad de Priss y asociado suyo a través de las circunstancias durante una generación después. Eran iguales en edad y en su propensión a la soltería, pero opuestos en todo lo demás que importaba.

Bloom era un ramalazo viviente de luz; lleno de color, alto, ancho, ruidoso, audaz y seguro de sí mismo. Tenía una inteligencia que semejaba un meteoro por la forma súbita e inesperada en que podía captar lo esencial. No era un teórico, como lo era Priss; Bloom no tenía la paciencia ni la capacidad de concentrarse intensamente en un punto abstracto. Él mismo lo reconocía así y se jactaba de ello.

Lo que tenía era una forma misteriosa de ver la aplicación de una teoría, de ver el modo en que podía ser llevada a la práctica. En el frío bloque de mármol de la estructura abstracta, él podía ver, sin aparente dificultad, el complicado diseño de un artilugio maravilloso. El bloque se hacía pedazos a su contacto, y quedaba el artilugio.

Es sabido, y nada exagerado, que nada de cuanto Bloom hubiera construido había dejado jamás de funcionar, ni de ser patentable o rentable. Para cuando cumplió los cuarenta y cinco años, era uno de los hombres más ricos de la Tierra.

Y, si Bloom el Técnico estaba adaptado a algo más que a ninguna otra cosa, era a la forma de pensar de Priss el Teórico. Los mejores aparatos de Bloom se construían según las mejores ideas de Priss, y, a medida que Bloom se hacía rico y famoso, Priss se ganaba un extraordinario respeto por parte de sus colegas.

Naturalmente, era de esperar que cuando Priss desarrollara su teoría de los dos campos, Bloom se dispondría inmediatamente a construir el primer aparato práctico de antigravedad.

Mi trabajo consistía en encontrar un interés humano en la teoría de los dos campos para los suscriptores de Tele-News Press, y eso se consigue tratando con seres humanos, no con ideas abstractas. Como mi entrevistado era el profesor Priss, la cosa no resultaba fácil.

Naturalmente, yo iba a preguntarle por las posibilidades de la antigravedad, que interesaba a todo el mundo, y no por la teoría de los dos campos, que nadie podía entender.

—¿Antigravedad? —Priss apretó sus pálidos labios y reflexionó—. No estoy muy seguro de que eso sea posible, ni de que vaya a serlo nunca. No he… desarrollado el asunto a mi plena satisfacción. No veo muy bien si las ecuaciones de los dos campos tienen una solución finita, que deberían tenerla, desde luego; si… —y quedó absorto en sus pensamientos.

Yo le aguijoneé.

—Bloom dice que cree que se puede construir un aparato así.

Priss asintió.

—Bueno, sí, pero no sé. Ed Bloom siempre ha tenido una sorprendente habilidad para ver lo no evidente. Tiene una inteligencia extraordinaria. Ciertamente, le ha hecho bastante rico.

Estábamos sentados en el apartamento de Priss. Clase media corriente. No pude por menos de echar un rápido vistazo a mi alrededor. Priss no era rico.

No creo que leyera mis pensamientos. Me vio mirar. Y creo que aquello estaba en su mente. Dijo:

—La riqueza no es la recompensa habitual para el científico puro. Ni siquiera una recompensa particularmente deseable.

Pensé que tal vez fuera así. Ciertamente, Priss tenía su propia clase de recompensa. Era la tercera persona en la Historia que ganaba dos premios Nobel y la primera en ganar ambos en ciencias y sin compartirlos con nadie. No puede uno quejarse de eso. Y, si no era rico, tampoco era pobre.

Pero no parecía un hombre satisfecho. Quizá no era solamente la riqueza de Bloom lo que irritaba a Priss; quizás era la fama de que disfrutaba Bloom entre los habitantes de la Tierra en general; quizás era el hecho de que Bloom era una celebridad adondequiera que fuese, mientras que Priss, fuera de los congresos científicos y los clubs universitarios, permanecía generalmente en el anonimato.

Ignoro cuánto de todo esto se me traslucía en los ojos o en los pliegues de mi frente, pero Priss continuó diciendo:

—Pero somos amigos, ya sabe. Jugamos al billar una o dos veces a la semana. Yo suelo ganarle regularmente.

(Nunca publiqué esa afirmación. La comprobé con Bloom, que formuló una larga réplica que empezaba: «Él me gana al billar. Ese majadero…», y continuó en tono crecientemente personal. La verdad es que ninguno de los dos era un novicio en billar. Yo les vi jugar una vez durante un rato, después de la afirmación y de la réplica, y ambos manejaban el taco con seguridad de profesional. Es más, ambos jugaban con una feroz ansia de ganar, y no había la más mínima amistad en la partida que yo pude ver).

Dije:

—¿Querría predecir si Bloom logrará construir un aparato antigravedad?

—¿Quiere decir que me comprometa a algo? Hum. Bien, consideremos la cuestión, joven. ¿A qué se refiere usted al hablar de gravedad? Nuestra concepción de la gravedad está edificada en torno a la Teoría General de la Relatividad de Einstein, que tiene ya siglo y medio de antigüedad, pero que, dentro de sus límites, se mantiene firme. Podemos representarla…

Escuché cortésmente. Había oído ya otras veces a Priss hablar del asunto, pero si iba a sacarle algo —lo cual no era nada seguro—, tendría que dejarle que lo hiciera a su propio modo.

—Podemos representarla —dijo— imaginando que el Universo es una lámina superflexible de goma indesgarrable. Si consideramos la masa asociada al peso, como ocurre en la superficie de la Tierra, entonces esperaríamos que una masa, al apoyarse en la lámina de goma, produciría una depresión. Cuanto mayor fuera la masa, mayor sería la depresión.

»En el Universo real —continuó— existen toda clase de masas, por lo que nuestra lámina de goma que rodara por la lámina iría entrando y saliendo de las depresiones al pasar, girando y cambiando de dirección al hacerlo. Estos cambios de dirección son los que interpretamos como demostrativos de la existencia de una fuerza de gravedad. Si el objeto en movimiento se acerca lo suficiente al centro de la depresión y se mueve con la suficiente lentitud, queda atrapado y permanece dando vueltas en esa depresión. En ausencia de fricción, continúa girando eternamente. En otras palabras, lo que Isaac Newton interpretaba como una fuerza, Albert Einstein lo interpretó como una distorsión geométrica.

Al llegar a este punto hizo una pausa, había hablado con bastante fluidez —para él—, ya que estaba diciendo cosas que había dicho muchas otras veces. Pero ahora empezó a elegir cuidadosamente las palabras.

Dijo:

—Así, pues, al intentar producir antigravedad estamos tratando de alterar la geometría del Universo. Si continuamos con nuestra metáfora, estamos intentando alisar la lámina de goma suprimiendo sus depresiones. Podríamos imaginarnos a nosotros mismos deslizándonos bajo la masa y elevándola hacia arriba para impedir que produjese una depresión. Si hacemos de este modo que la lámina de goma sea lisa, entonces creamos un Universo, o, al menos, una porción del Universo, en el que no existe la gravedad. Un cuerpo rodante pasaría ante la masa sin alterar lo más mínimo su dirección, y podríamos interpretar esto en el sentido de que la masa no estaba ejerciendo ninguna fuerza gravitatoria. No obstante, para realizar esta hazaña necesitamos una masa equivalente a la masa que producía la depresión. Para producir antigravedad en la Tierra de esta manera, tendríamos que utilizar una masa igual a la de la Tierra y elevarla por encima de nuestras cabezas, por así decirlo.

—Pero su teoría de los dos campos… —le interrumpí.

—Exactamente. La Relatividad general no explica el campo gravitatorio y los campos electromagnéticos en un solo sistema de ecuaciones. Einstein se pasó media vida buscando ese único sistema, para una Teoría de Campo Unificado, y fracasó. Todos los que siguieron a Einstein fracasaron también. Yo, sin embargo, partí de la suposición de que había dos campos que no podían ser unificados y seguí las consecuencias, que puedo explicar, en parte, con la metáfora de la «lámina de goma».

Ahora llegábamos a algo que yo no estaba seguro de haber oído antes.

—¿Cómo es eso? —pregunté.

—Suponga que, en lugar de intentar levantar la masa que produce la depresión, o abolladura, intentamos endurecer la lámina misma, hacerla menos flexible. Se contraería, al menos en una pequeña área, y se tornaría más lisa. La gravedad se debilitaría, y también la masa, pues ambas son esencialmente el mismo fenómeno en términos de un Universo con abolladuras y depresiones. Si pudiéramos hacer que la lámina fuese completamente lisa, la gravedad y la masa desaparecerían totalmente.

»En condiciones adecuadas, se podría hacer que el campo electromagnético contrarrestara al campo gravitatorio y sirviera para tensar el abollado tejido del Universo. El campo electromagnético es tremendamente más fuerte que el campo gravitatorio, por lo que podría hacerse que venciera a éste.

Dije, con tono dubitativo:

—Pero usted dice «en las condiciones adecuadas». ¿Se pueden conseguir esas condiciones adecuadas de que usted habla, profesor?

—Eso es lo que no sé —respondió Priss, lenta y pensativamente—. Si el Universo fuese realmente una lámina de goma, su rigidez tendría que alcanzar un valor infinito antes de que pudiera esperarse que fuera a permanecer completamente lisa bajo una masa presionante. Si eso es también así en el Universo real, entonces se requeriría un campo electromagnético infinitamente intenso, y eso significaría que la antigravedad era imposible.

—Pero Bloom dice…

—Sí, imagino que Bloom piensa que será suficiente un campo finito, si puede ser adecuadamente aplicado. Sin embargo, por ingenioso que sea —y Priss sonrió levemente—, no debemos considerarle infalible. Su comprensión de la teoría es por completo insuficiente. Él…, él no llegó a licenciarse en la Universidad, ¿lo sabía?

Estuve a punto de decir que lo sabía. Al fin y al cabo, todo el mundo lo sabía. Pero había una cierta ansiedad en la voz de Priss, y levanté la vista a tiempo para captar el brillo de sus ojos, como si le encantara divulgar aquella noticia. Así que moví a un lado y otro la cabeza, como si estuviera archivando el dato para posterior referencia.

—Entonces, ¿diría usted, profesor Priss —insistí— que Bloom está probablemente equivocado y que la antigravedad es imposible?

Y, finalmente, Priss asintió con la cabeza y dijo:

—El campo gravitatorio puede ser debilitado, naturalmente, pero, si entendemos por antigravedad un verdadero campo de gravedad cero…, ausencia completa de gravedad en un volumen de espacio significativo, entonces sospecho que la antigravedad puede resultar imposible…, a pesar de Bloom.

Y yo tenía, en cierto modo, lo que quería.

Después de eso no pude ver a Bloom durante casi tres meses, y cuando le vi el hombre estaba de mal humor.

Su irritación le había sobrevenido al instante, nada más difundirse la afirmación de Priss. Hizo saber que Priss sería invitado a la demostración del aparato antigravedad tan pronto como fuese construido e, incluso, se le pediría que participase en la demostración. Algún periodista —no yo, por desgracia— le cogió entre dos citas y le pidió que ampliara sus palabras, y él dijo:

—Acabaré teniendo el aparato, y muy pronto quizá. Y usted podrá estar allí, y también cualquier otro miembro de la prensa que lo desee. Y el profesor James Priss puede estar allí. El puede representar a la Ciencia Teórica, y, una vez que yo haya demostrado la antigravedad, puede acomodar su teoría para explicarla. Estoy seguro de que sabrá hacer magistralmente sus acomodaciones y demostrar exactamente por qué no podía yo haber fracasado. Podría hacerlo ahora y ahorrar tiempo, pero supongo que no lo hará.

Todo ello fue dicho muy cortésmente, pero podía percibirse la acritud bajo el rápido flujo de palabras.

No obstante, continuó jugando sus ocasionales partidas de billar con Priss, y cuando se reunían ambos se comportaban con absoluta corrección. Podían notarse los progresos que Bloom iba realizando por las respectivas actitudes de ambos hacia la prensa. Bloom se tornó seco e, incluso, desabrido, mientras que Priss se mostraba cada vez de mejor humor.

Cuando mi enésima petición de una entrevista con Bloom fue finalmente aceptada, me pregunté si no significaría eso que se había producido algún significativo avance en su investigación. Yo abrigaba el sueño de que me anunciara a mí su éxito final.

No resultó así. Me recibió en su despacho de «Bloom Enterprises», en la parte norte del Estado de Nueva York. Era un emplazamiento maravilloso, alejado de toda zona habitada y con un cuidado paisaje ajardinado que ocupaba tanto terreno como un gran establecimiento industrial. Edison en sus momentos de mayor esplendor, hacía dos siglos, nunca había sido tan fenomenalmente afortunado como Bloom.

Pero Bloom no estaba de buen humor. Entró a grandes zancadas con diez minutos de retraso y pasó con un gruñido por delante de la mesa de su secretaria sin hacer el más mínimo movimiento de cabeza en mi dirección. Llevaba una bata de laboratorio desabrochada.

Se dejó caer en su silla y dijo:

—Siento haberle hecho esperar, pero no tenía tanto tiempo como había esperado.

Bloom era un actor nato y tenía demasiado buen sentido como para enemistarse con la prensa, pero me dio la impresión de que en aquellos momentos le estaba costando mucho mantenerse fiel a ese principio.

Yo hice la suposición evidente.

—Me han dado a entender, señor, que sus últimas pruebas han resultado infructuosas.

—¿Quién le ha dicho eso?

—Yo diría que es de conocimiento general, señor Bloom.

—No, no lo es. No diga eso, joven. No hay ningún conocimiento general acerca de lo que sucede en mis laboratorios y talleres. Está usted expresando la opinión del profesor, ¿verdad? Me refiero a Priss.

—No, yo…

—Claro que sí. ¿No fue a usted a quien hizo aquella declaración de que la antigravedad es imposible?

—Él no lo dijo tan categóricamente.

—Él nunca dice nada categóricamente, pero fue lo suficiente para lo que él acostumbra y menos de lo categóricamente aplastado que voy a dejar yo su maldito Universo de lámina de goma antes de haber acabado.

—¿Significa eso que está usted realizando progresos, señor Bloom?

—Usted sabe que es así —replicó con sequedad—. O debería saberlo. ¿No asistió a la demostración de la semana pasada?

—Sí.

Pensé que Bloom debía de hallarse en dificultades, o no mencionaría aquella demostración. Salió bien, pero no fue nada del otro mundo. Entre los dos polos de un imán se produjo una región de gravedad disminuida.

Fue hecho muy inteligentemente. Se utilizó la aplicación del efecto Mossbauer para explorar el espacio entre los polos. Si no ha visto usted nunca aplicar el efecto Mossbauer, consiste fundamentalmente en hacer pasar un compacto haz monocromático de rayos gamma por el campo de baja gravedad. La longitud de onda de los rayos gamma cambia ligera pero mensurablemente bajo la influencia del campo gravitatorio, y si sucede algo que altera la intensidad del campo, el cambio de longitud de onda se modifica correlativamente. Se trata de un método en extremo delicado para explorar un campo gravitatorio y funcionó a la perfección. Era indudable que Bloom había reducido la gravedad.

Lo malo era que otros lo habían hecho antes. Desde luego, Bloom había utilizado circuitos que aumentaban en alto grado la facilidad con que se había logrado tal efecto —su sistema era típicamente ingenioso y había sido debidamente patentado—, y él sostenía que con ese método de antigravedad se convertiría no sólo en una curiosidad científica, sino también en una cuestión práctica con aplicaciones industriales.

Quizá. Pero era un trabajo incompleto y él no solía dar importancia a las cosas incompletas. Y no lo habría hecho esta vez si no estuviera desesperado por mostrar algo.

Dije:

—Mi impresión es que lo que usted logró en esa demostración preliminar fue 0,82 g, y la primavera pasada se consiguió más que eso en Brasil.

—¿Sí? Bien, calcule la aportación de energía en Brasil y aquí y dígame luego la diferencia de disminución de gravedad por kilovatio hora. Se quedará sorprendido.

—Pero la cuestión es si puede usted alcanzar la gravedad cero. Eso es lo que el profesor Priss considera imposible. Todo el mundo está de acuerdo en que disminuir simplemente la intensidad del campo no es ninguna gran hazaña.

Bloom apretó los puños. Me dio la impresión de que algún experimento clave había salido mal ese día y que estaba más irritado de lo que podía soportar. Bloom detestaba que el Universo se le resistiera. Dijo:

—Los teóricos me ponen malo. —Lo dijo con voz baja y controlada, como si estuviera finalmente cansado de no decirlo y fuese a expresar abiertamente sus pensamientos sin reparar en las consecuencias—. Priss ha ganado dos premios Nobel por enredar con unas cuantas ecuaciones, pero ¿qué ha hecho con ello? ¡Nada! Yo sí que he hecho algo con ello, y voy a hacer más, le guste o no a Priss.

»Yo soy la persona a la que recordará la gente. Yo soy quien obtiene el reconocimiento general. Él puede quedarse con su maldito título y sus premios y sus laureles de los estudiosos. Mire, voy a decirle qué es lo que le reconcome. Pura y simple envidia. Le pudre que yo tenga lo que tengo por hacer. Él lo quiere por pensar.

»Una vez le dije…, «solemos jugar al billar, ya sabe…».

Fue en este punto cuando cité la afirmación de Priss sobre el billar y recibí la réplica de Bloom. Nunca he publicado ninguna de las dos. Se trataba de menudencias.

—Solemos jugar al billar —dijo Bloom cuando se hubo calmado—, y yo he ganado bastantes partidas. Mantenemos relaciones amistosas. Qué diablos, compañeros de estudios y todo eso…, aunque nunca sabré cómo consiguió aprobar, le fue muy bien en física, naturalmente, y en matemáticas, pero siempre sacó un aprobadillo raspado, yo creo que por compasión, en todos los cursos de humanidades que hizo jamás.

—Usted no se licenció, ¿verdad, señor Bloom?

Eso era pura malevolencia por mi parte. Yo estaba disfrutando con su estallido.

—Abandoné los estudios para dedicarme a los negocios, maldita sea. Durante los tres años que cursé mi promedio académico fue de notable. No imagine otra cosa, ¿lo oye? Diablos, para cuando Priss obtuvo su licenciatura yo estaba ya trabajando en mi segundo millón.

Continuó, claramente irritado:

—El caso es que estábamos jugando al billar, y yo le dije: «Jim, el hombre medio jamás entenderá por qué recibes tú el premio Nobel cuando soy yo quien obtiene los resultados. ¿Para qué necesitas dos? ¡Dame uno!». Él continuó aplicando tiza a su taco y, luego, dijo, con voz suave y afectada: «Tú tienes dos miles de millones de dólares, Ed. Dame uno». Así que, ya ve, él quiere el dinero.

—Supongo que a usted no le importa que él se lleve los honores —dije.

Por unos momentos pareció como si fuera a ordenar que me expulsaran, pero no lo hizo. En lugar de ello, se echó a reír, agitó la mano ante sí como si estuviera borrando algo de una pizarra invisible y dijo:

—Oh, bueno, olvídelo. Todo esto es confidencial. Escuche, ¿quiere una declaración? De acuerdo, las cosas no han ido muy bien hoy, y me he puesto furioso, pero todo se arreglará. Creo que sé dónde estaba el fallo. Y si no lo sé, lo averiguaré.

»Mire, puede usted decir que no necesitamos una intensidad electromagnética infinita; alisaremos la lámina de goma; tendremos la gravedad cero. Y, cuando la consigamos, haré la más espectacular demostración que usted haya visto jamás, exclusivamente para la prensa y para Priss, y usted estará invitado. Y puede decir que no tardará mucho. ¿De acuerdo?

—¡De acuerdo!

Después de eso tuve ocasión de ver a cada hombre una o dos veces más. Incluso los vi juntos cuando asistí a una de sus partidas de billar. Como he dicho antes, los dos eran buenos.

Pero la convocatoria a la demostración no llegó con la rapidez prometida, llegó cuando faltaban seis semanas para que hubiera transcurrido un año de la declaración de Bloom. Y la verdad es que quizá fuera injusto esperar un trabajo más rápido.

Yo recibí una invitación especial y en ella se anunciaba primeramente una hora de cóctel. Bloom nunca hacía las cosas a medias, y proyectaba tener a su alrededor un grupo de periodistas complacidos y satisfechos. Estaba prevista también la asistencia de la televisión tridimensional. Evidentemente Bloom se sentía completamente seguro de sí mismo; lo bastante como para estar dispuesto a que la demostración penetrara en todos los cuartos de estar del planeta.

Llamé al profesor Priss para asegurarme de que también estaba invitado. Lo estaba.

—¿Tiene usted intención de asistir, señor?

Hubo una pausa, y el rostro del profesor en la pantalla era un estudio de dubitativa renuencia.

—Una demostración de este tipo es muy poco apropiada cuando está en cuestión un asunto científico serio. No me agrada estimular esas cosas.

Temí que fuera a excusar su asistencia, y que el dramatismo de la situación quedara notablemente disminuido si él no estaba allí. Pero quizá decidió que no debía parecer acobardado ante el mundo. Con evidente disgusto, dijo:

—Desde luego, Ed Bloom no es realmente un científico y debe tener su oportunidad. Estaré allí.

—¿Cree usted que el señor Bloom puede producir una gravedad cero?

—Uh…, el señor Bloom me envió una copia del diseño de su aparato y… no estoy seguro. Quizá pueda hacerlo, sí…, uh…, él dice que puede hacerlo. Naturalmente… —volvió a hacer una larga pausa—, creo que me gustaría verlo.

También a mí, y a muchos otros.

La puesta en escena era impecable. Se había habilitado todo un piso del edificio principal de «Bloom Enterprises», el situado en lo alto de una colina. Había los prometidos cócteles y un espléndido despliegue de entremeses, luz y música suave, y un Edward Bloom atildadamente vestido y completamente jovial actuando como el anfitrión perfecto, mientras varios corteses y discretos sirvientes iban y venían entre los asistentes.

Todo era alegría y sorprendente confianza.

James Priss se retrasaba, y sorprendí a Bloom escrutando la multitud y empezando a parecer preocupado. Luego, llegó Priss con su aire anodino y una especie de aura grisácea que no parecía en absoluto afectada por el bullicio y el completo esplendor (no hay otra palabra para describirlo…, salvo que todo fuera debido a los dos Martinis que me había echado al coleto) que llenaban la estancia.

Bloom le vio, y se le iluminó inmediatamente el rostro. Se dirigió hacia él, le cogió de la mano y le arrastró hacia el bar.

—¡Jim! ¡Cuánto me alegro de verte! ¿Qué vas a tomar? Diablos, habría suspendido el acto si no hubieras venido. No se puede tener esto sin la estrella, ya sabes. —Estrujó la mano de Priss—. Se trata de tu teoría, ya sabes. Nosotros, los pobres mortales, no podemos hacer nada sin que los pocos, los malditos pocos pocos, señaléis el camino.

Se estaba mostrando exuberante, derrochando adulación porque podía permitírselo ahora. Estaba engordando a Priss para la matanza.

Priss intentó con una especie de murmullo rechazar la invitación a beber, pero se encontró con un vaso en la mano, y la voz de Bloom se elevó, tonante, por encima de las conversaciones.

—¡Caballeros! Un momento de silencio, por favor. Por el profesor Priss, la inteligencia más preclara desde Einstein, dos veces galardonado con el premio Nobel, padre de la Teoría de los Dos Campos e inspirador de la demostración que vamos a presenciar enseguida…, aunque él no creía que resultaría bien y tuvo el valor de decirlo así públicamente.

Se oyeron unas risitas, que se extinguieron rápidamente, y en el rostro de Priss se dibujó una expresión torva.

—Pero ahora que el profesor Priss está aquí —dijo Bloom— y que hemos brindado por él, vayamos al asunto. Síganme, caballeros.

La demostración se celebró en un lugar mucho más elaborado que el que había albergado la anterior. Esta vez estaba en el piso superior del edificio. Intervenían diferentes imanes, más pequeños, pero, por lo que pude observar, se aplicaba también el efecto Mossbauer.

Pero había una cosa nueva que desconcertó a todo el mundo y atrajo más atención que ninguna de cuantas había en la estancia. Se trataba de una mesa de billar situada bajo un polo del imán. Junto a ella se encontraba el otro polo. En el centro mismo de la mesa se abría un agujero redondo, de unos treinta centímetros de diámetro, y era evidente que el campo de gravedad cero se produciría, si se producía, a través del agujero existente en la mesa de billar.

Era como si toda la demostración hubiera sido diseñada, de forma un tanto surrealista, para apuntar a la victoria de Bloom sobre Priss. Éste iba a ser otra versión de su perenne competición de billar, y Bloom iba a ganar.

No sé si los otros periodistas se tomaron también las cosas de esa manera, pero creo que Priss, sí. Me volví a mirarle, y vi que sostenía todavía el vaso que le habían puesto en la mano. Yo sabía que rara vez bebía, pero ahora se llevó el vaso a los labios y lo vació de dos tragos. Se quedó mirando a la mesa de billar, y yo no necesité poseer dotes de percepción extrasensorial para advertir que se lo tomaba como una burla personal.

Bloom nos condujo hasta las veinte sillas que rodeaban tres lados de la mesa, dejando el cuarto libre como área de trabajo. Priss fue cuidadosamente escoltado hasta la silla desde la que se disponía de la mejor vista. Priss lanzó un rápido vistazo hacia las cámaras tridimensionales, que estaban ya funcionando. Me pregunté si estaría pensando en marcharse y decidiendo que no podía hacerlo ante los ojos del mundo.

Esencialmente, la demostración era sencilla; era la escenificación lo que importaba. Se veían esferas indicadoras que medían el gasto de energía. Había otras que trasladaban las lecturas del efecto Mossbauer a una posición y a un tamaño visibles para todos. Todo se hallaba dispuesto para una fácil observación tridimensional.

Bloom fue explicando con voz alegre cada paso, haciendo alguna que otra pausa para volverse hacia Priss en busca de una confirmación que tenía que producirse. No lo hacía con tanta frecuencia como para que fuese ostensible, pero sí con la suficiente como para ir abrasando lentamente a Priss en el fuego de su propio tormento. Desde donde estaba, yo veía a Priss, sentado al otro lado de la mesa.

Tenía el aspecto de un hombre sepultado en el Infierno.

Como todos sabemos, Bloom tuvo éxito. El indicador del efecto Mossbauer mostraba cómo iba descendiendo constantemente la intensidad gravitatoria, a la par que se intensificaba el campo electromagnético. Sonaron aplausos cuando descendió por debajo de 0,52 g. Una línea roja indicaba ese límite en la esfera graduada.

—Como saben —dijo Bloom con voz segura—, la marca de 0,52 g representa el récord anterior de la mínima intensidad gravitatoria lograda. Estamos ahora por debajo de esa cifra y a un coste en electricidad inferior al diez por ciento de lo que costó cuando se fijó esa marca. Y vamos a obtener menos aún.

Bloom —yo creo que deliberadamente, para aumentar la expectación— redujo hacia el final la velocidad de descenso, dejando que las cámaras tridimensionales giraran de un lado a otro entre el agujero de la mesa de billar y la esfera graduada en que iba descendiendo la indicación del efecto Mossbauer.

Bloom dijo de pronto:

—Caballeros, encontrarán unas gafas oscuras en la bolsa que hay en el costado de cada silla. Pónganselas ahora, por favor. Va a crearse dentro de muy poco el campo de gravedad cero, que irradiará una luz rica en rayos ultravioleta.

Se puso él también las gafas, y todos los presentes rebulleron mientras hacían lo mismo.

Yo creo que nadie respiró durante el último minuto, cuando la aguja de la esfera bajó hasta cero y quedó inmóvil. Y, en el momento en que eso sucedía, brotó un cilindro de luz de un polo a otro a través del agujero de la mesa de billar.

Hubo veinte contenidos suspiros.

Alguien preguntó:

—¿Cuál es la razón de esa luz, señor Bloom?

—Es característica del campo de gravedad cero —dijo suavemente Bloom, lo que no era responder a la pregunta, naturalmente.

Los periodistas estaban ahora levantándose, apiñándose al borde de la mesa. Bloom les hizo seña de que retrocedieran.

—¡Por favor, caballeros, apártense!

Sólo Priss permanecía sentado. Parecía sumido en profundos pensamientos, y yo he estado desde entonces seguro de que fueron las gafas lo que oscureció el posible significado de cuanto sucedió después. Yo no le veía los ojos. No podía. Y eso significaba que ni yo ni ningún otro pudo empezar siquiera a imaginar lo que estaba sucediendo detrás de aquellos ojos.

Bueno, quizá no hubiéramos podido imaginarlo aunque las gafas no hubieran estado allí, pero ¿quién sabe?

Bloom estaba levantando de nuevo la voz.

—¡Por favor! La demostración no ha terminado aún. Hasta el momento sólo hemos repetido lo que yo ya he hecho antes. He producido ahora un campo de gravedad cero y he demostrado que se puede hacer prácticamente. Pero quiero poner de manifiesto algo de lo que ese campo puede hacer. Lo que vamos a ver a continuación es algo que jamás ha visto nadie, ni siquiera yo mismo. No he experimentado en esa dirección, aunque me habría gustado mucho hacerlo, porque sentía que el profesor Priss merecía el honor de…

Priss levantó bruscamente la vista.

—¿Que…, que?

—Profesor Priss —dijo Bloom, con una amplia sonrisa—, me gustaría que realizara usted el primer experimento relativo a la interacción de un objeto sólido con un campo de gravedad cero. Observe que el campo se ha formado en el centro de una mesa de billar. El mundo entero conoce su extraordinaria habilidad en el billar, profesor, sólo superada por su sorprendente aptitud en la física teórica. ¿No enviará una bola de billar al volumen de gravedad cero?

Le estaba tendiendo al profesor una bola y un taco. Priss, con los ojos ocultos tras las gafas, se los quedó mirando y, muy lentamente, dubitativamente, alargó las manos para cogerlos.

Me pregunto qué se estaría trasluciendo en sus ojos. Me pregunto, también, en qué medida la decisión de hacer que Priss jugase al billar en la demostración se debía a la ira de Bloom por la observación de Priss acerca de sus periódicas partidas, la observación que yo había repetido. ¿Era yo, a mi manera, responsable de lo que siguió?

—Vamos, levántese, profesor —dijo Bloom—, y deje que yo ocupe su asiento. La sesión es suya a partir de ahora. ¡Adelante!

Bloom se sentó y continuó hablando…, con voz que cada vez se asemejaba más al sonido de un órgano.

—Una vez que el profesor Priss introduzca la bola en el volumen de gravedad cero, la bola ya no se hallará afectada por el campo gravitatorio de la Tierra. Permanecerá realmente inmóvil mientras la Tierra gira en torno a su eje y se desplaza alrededor del Sol. He calculado que en esta latitud y a esta hora del día la Tierra, en sus movimientos, se hundirá hacia abajo. Nosotros nos moveremos con ella, y la bola permanecerá inmóvil. A nosotros nos parecerá que se eleva y se aleja de la superficie de la Tierra. Observen.

Priss parecía permanecer paralizado delante de la mesa. ¿Era sorpresa? ¿Asombro? No lo sé. Nunca lo sabré. ¿Hizo un movimiento para interrumpir el pequeño discurso de Bloom, o se debatía en una angustiada renuencia a desempeñar el ignominioso papel a que le estaba forzando su adversario?

Priss se volvió hacia la mesa de billar, mirando primero a ésta y, luego, a Bloom. Todos los periodistas se habían puesto en pie, aproximándose lo más posible para ver mejor. Sólo Bloom continuaba sentado, sonriente y distante. Él no estaba mirando a la mesa, ni a la pelota, ni al campo de gravedad cero. Por lo que yo podía distinguir a través de las gafas, estaba mirando a Priss.

Priss se volvió hacia la mesa y colocó la bola. Iba a ser el agente del definitivo y dramático triunfo de Bloom y se iba a poner —él, que había dicho que aquello era imposible— en ridículo para siempre.

Quizá pensaba que no había escape. O quizás…

Con un seguro golpe de taco, puso la bola en movimiento.

Ésta no iba deprisa, y todos los ojos la siguieron. Golpeó contra un costado de la mesa: y rebotó. Se movía ahora con más lentitud aún, como si el propio Priss aumentara la espectacularidad del momento y estuviera haciendo más dramático el triunfo de Bloom.

Yo disponía de una panorámica perfecta, pues me encontraba en el lado de la mesa situado enfrente del que ocupaba Priss. Podía ver la bola moviéndose hacia el resplandor del campo de gravedad cero y, más allá, veía las partes del sentado Bloom que no quedaban ocultas por ese resplandor.

La bola se aproximó al volumen de gravedad cero, pareció permanecer suspendida unos momentos en su borde y, luego, desapareció, con un estallido de luz, el sonido de un trueno y un súbito olor a tela quemada.

Gritamos. Gritamos todos.

He visto después de eso la escena en televisión…, juntamente con el resto del mundo. Puedo verme en la filmación durante esos quince segundos de absoluta confusión, pero no reconozco realmente mi rostro.

¡Quince segundos!

Y luego descubrimos a Bloom. Continuaba sentado en la silla, con los brazos todavía cruzados, pero había un agujero del tamaño de una bola de billar que le atravesaba el antebrazo, el pecho y la espalda. Como más tarde puso de manifiesto la autopsia, casi todo su corazón había quedado perforado.

Apagaron el aparato. Llamaron a la Policía. Se llevaron a Priss, que se encontraba en un estado de derrumbamiento absoluto. Yo no me encontraba mucho mejor, a decir verdad, y si alguno de los periodistas allí presentes pretende decir que se mantuvo observando serenamente la escena es que es un perfecto embustero.

Pasaron varios meses antes de que volviera a ver a Priss. Había adelgazado algo, pero tenía buen aspecto por lo demás. De hecho, había más color en sus mejillas y se le notaba más decidido. Iba mejor vestido que ninguna de las veces que yo le había visto.

Dijo:

Ahora sé lo que sucedió. Si hubiera tiempo de pensar, lo habría sabido entonces. Pero yo pienso muy despacio, y el pobre Bloom estaba tan resuelto a organizar un número espectacular y a que le saliera bien que me llevó a colaborar con él. Naturalmente, he estado intentando compensar parte del daño que causé involuntariamente.

—No puede devolverle la vida a Bloom —dije, sosegadamente.

—No, no puedo —respondió, con el mismo sosiego—. Pero hay que pensar también en «Bloom Enterprises». Lo que sucedió en la demostración, ante los ojos del mundo, fue la peor publicidad posible para la gravedad cero, y es importante que se aclare la cosa. Por eso es por lo que le he pedido que venga.

—¿Sí?

—Si yo hubiera sido capaz de pensar con más rapidez, me habría dado cuenta de que Ed estaba diciendo una tontería al afirmar que la bola de billar se elevaría lentamente en el campo de gravedad cero. ¡No podía ser así! Si Bloom no hubiera despreciado tanto la teoría, si no hubiera estado tan decidido a enorgullecerse de su propia ignorancia de la teoría, se habría dado cuenta por sí mismo.

»Al fin y al cabo, joven, el movimiento de la Tierra no es el único movimiento que interviene. El propio Sol se mueve en una amplia órbita por el centro de la Galaxia de la Vía Láctea. Y la Galaxia se mueve también, de alguna manera no muy claramente definida. Si la bola de billar estuviera sometida a la gravedad cero, se podría considerar que no se hallaba afectada por ninguno de esos movimientos y que, por consiguiente, caería en un estado de reposo absoluto…, cuando el reposo absoluto es algo que no existe.

Priss meneó lentamente la cabeza.

—Yo creo que lo malo de Ed es que él estaba pensando en la clase de gravedad cero que se obtiene en una nave espacial en caída libre, cuando las personas flotan en el aire. Él esperaba que la bola flotase en el aire. Pero en una nave espacial la gravedad cero no es el resultado de una ausencia de gravitación, sino, simplemente, resultado del hecho de que dos objetos, una nave espacial y un hombre dentro de ella, caigan a la misma velocidad, respondiendo a la gravedad exactamente de la misma manera, de tal modo que cada uno de ellos se halla inmóvil con respecto al otro.

»En el campo de gravedad cero producido por Ed, se produjo un aplastamiento de la lámina de goma del Universo, lo que significa una pérdida real de masa. Todo lo que se encontraba en ese campo, incluyendo las moléculas de aire contenidas en él y la bola de billar que en él introduje yo, carecía por completo de masa mientras permaneciese en su interior. Un objeto completamente carente de masa puede moverse sólo de una manera.

Hizo una pausa, invitando a preguntar.

—¿Qué movimiento sería ése? —pregunté.

—Movimiento a la velocidad de la luz. Todo objeto desprovisto de masa, como un neutrino o un fotón, debe viajar, mientras exista, a la velocidad de la luz. De hecho se mueve a esa velocidad sólo porque está compuesta de fotones. Tan pronto como la bola de billar entró en el campo de gravedad cero y perdió su masa, adquirió también inmediatamente la velocidad de la luz y partió.

Meneé la cabeza.

—¿Pero no recuperó su masa en cuanto salió del volumen de gravedad cero?

—Desde luego que sí, e inmediatamente empezó a ser afectada por el campo gravitatorio y a reducir su velocidad en respuesta a la fricción del aire y de la superficie de la mesa de billar. Pero imagine cuánta fricción se necesitaría para frenar a un objeto de la masa de una bola de billar circulando a la velocidad de la luz. Recorrió en una milésima de segundo los 160 kilómetros de espesor de nuestra atmósfera, y dudo que resultara frenada más de unos kilómetros por segundo al hacerlo, unos pocos kilómetros de 299.800. De paso, abrasó la superficie de la mesa de billar, atravesó limpiamente su borde, atravesó también al pobre Ed y a la ventana, abriendo círculos perfectos porque los había perforado antes de que las porciones vecinas de algo aún tan quebradizo como el cristal tuvieran oportunidad de rajarse o astillarse.

»Es una suerte que estuviéramos en el último piso de un edificio situado en una zona rural. De haber estado en la ciudad, podría haber pasado a través de numerosos edificios y haber dado muerte a numerosas personas. Para ahora la bola de billar se encuentra en el espacio, mucho más allá de los límites del Sistema Solar, y continuará desplazándose así indefinidamente, casi a la velocidad de la luz, hasta que tropiece con un objeto lo bastante grande para detenerla. Y entonces abrirá un cráter de tamaño considerable.

Reflexioné en la idea, y no estaba seguro de que me gustase.

—¿Cómo es posible eso? La bola de billar penetró en el volumen de gravedad cero cuando estaba casi parada. Yo lo vi. Y dice usted que salió con una increíble cantidad de energía cinética. ¿De dónde procedía la energía?

Priss se encogió de hombros.

—¡De ninguna parte! La ley de la Conservación de la Energía sólo se mantiene en las condiciones en que es válida la relatividad general; es decir, en un Universo consistente en una abollada lámina de goma. Dondequiera que las abolladuras se alisen, ya no rige la relatividad general, y la energía puede ser creada y destruida libremente. Eso explica la radiación a lo largo de la superficie cilíndrica del volumen de gravedad cero. Como recordará, Bloom no explicó esa radiación, y me temo que tampoco podía explicarla. Si hubiera experimentado primero un poco más…, si no hubiera estado tan neciamente ansioso por montar su espectáculo…

—¿Cuál es la explicación de la radiación, señor?

—Es debida a las moléculas del aire contenido dentro del volumen. Cada una de ellas adquiere la velocidad de la luz y sale despedida hacia el exterior. Pero solamente son moléculas, no bolas de billar, así que son detenidas, pero la energía cinética de su movimiento se convierte en radiación energética. Esta radiación es continua porque siempre están llegando nuevas moléculas que alcanzan la velocidad de la luz y se detienen luego bruscamente.

—¿O sea que se está creando energía continuamente?

—En efecto. Y eso es lo que debemos dejar claro ante el público. La antigravedad no es fundamentalmente un artilugio para elevar naves espaciales o para revolucionar el movimiento mecánico. Es, más bien, la fuente de un permanente suministro de energía gratuita, ya que parte de la energía producida puede ser dirigida a mantener el campo que mantiene lisa esa porción del Universo. Lo que Ed Bloom inventó, sin saberlo, no fue sólo la antigravedad, sino la primera máquina de movimiento continuo de la primera clase…, una que fabrica energía a partir de la nada.

Dije lentamente:

—Esa bola de billar podría habernos matado a cualquiera de nosotros, ¿verdad, profesor? Habría podido salir en cualquier dirección.

—Bueno —dijo Priss—, los fotones sin masa emergen de cualquier fuente de luz a la velocidad de la luz y en cualquier dirección; por eso es por lo que una vela proyecta luz en todas direcciones. Las moléculas de aire sin masa salen del volumen de gravedad cero en todas direcciones, que es por lo que el cilindro entero irradia. Pero la bola de billar era solamente un único objeto. Podría haber salido en cualquier dirección, pero tenía que salir en alguna única dirección, elegida al azar, y la dirección elegida resultó ser la que cogía en su trayectoria a Ed.

Eso fue lo que ocurrió. Todo el mundo conoce las consecuencias. La Humanidad disponía de energía gratuita, y por eso tenemos el mundo que tenemos ahora. El profesor Priss fue encargado de su desarrollo por el Consejo de Administración de «Bloom Enterprises», y con el tiempo acabó siendo tan rico y famoso como jamás lo había sido Edward Bloom. Y Priss sigue teniendo además dos premios Nobel.

Sólo que…

Yo sigo pensando. Los fotones brotan de una fuente de luz en todas direcciones porque son creados en el momento y no hay razón para que se muevan en una dirección más que en otra. Las moléculas de aire salen en todas direcciones de un campo de gravedad cero porque entran en él en todas direcciones.

Pero ¿y una sola bola de billar que entra en un campo de gravedad cero desde una dirección determinada? ¿Sale en la misma dirección o en cualquier dirección?

He investigado discretamente sobre el particular, pero los físicos teóricos no parecen estar seguros, y no puedo encontrar constancia de que «Bloom Enterprises», que es la única organización que trabaja con campos de gravedad cero, haya experimentado jamás en este asunto. Alguien de la organización me dijo una vez que el principio de incertidumbre garantiza la emersión al azar de un objeto que entra en cualquier dirección. Pero, entonces, ¿por qué no intenta el experimento? Podría ser, entonces…

¿Podría ser que, por una vez, la mente de Priss hubiera estado funcionando rápidamente? ¿Podría ser que, sometido a la presión de lo que Bloom intentaba hacerle, Priss lo hubiera comprendido todo de pronto? Él había estado estudiando la radiación que rodeaba al volumen de gravedad cero. Podría haber comprendido su causa y haber adquirido la certeza de que todo lo que penetra en el volumen se movería a la velocidad de la luz.

¿Por qué, entonces, no había dicho nada?

Una cosa es segura. Nada de lo que Priss hiciera en la mesa de billar podía ser accidental. Él era un experto, y la bola de billar hizo exactamente lo que él quería que hiciese. Yo me encontraba allí. Yo le vi mirar a Bloom y luego a la mesa, como si estuviera calculando ángulos.

Yo le vi golpear aquella bola. Yo vi cómo la bola rebotaba en la banda de la mesa y se internaba en el volumen de gravedad cero, siguiendo una determinada dirección.

Pues cuando Priss envió aquella bola hacia el volumen de gravedad cero —y las filmaciones tridimensionales lo corroboran—, ¡iba ya directamente apuntada al corazón de Bloom!

¿Accidente? ¿Coincidencia?

¿…Asesinato?