III. LA SENSACIÓN DE PODER

La inspiración avanza por caminos extraños. A medida que vamos tendiendo más lejos nuestra vista en el futuro, se va haciendo posible formular preguntas cada vez más extrañas. Si la sociedad se torna más y más computarizada, ¿qué ocurrirá si los seres humanos llegan a olvidar la simple aritmética? Preguntas de este tipo se están formulando en la actualidad, pero el relato que se presenta a continuación fue escrito en 1957, mucho antes de que nadie (a excepción quizá de unos cuantos escritores de ciencia ficción) pensara en tales cosas. Tal vez llegará el día en que la misión de los científicos no sea descubrir, sino redescubrir.

Jehan Shuman estaba acostumbrado a tratar con hombres investidos de autoridad en una Tierra que se hallaba desde hacía tiempo en pie de guerra. Solamente era un civil, pero creaba pautas de programación que daban lugar a computadoras bélicas autónomas del tipo más sofisticado. Por consiguiente, los generales le escuchaban. Y los presidentes de comités del Congreso, también.

Había un ejemplar de cada uno de estos cargos en el salón especial del Nuevo Pentágono. El general Weider era un hombre curtido por las inclemencias del espacio y tenía una boca pequeña y casi permanentemente fruncida formando una especie de cero. El congresista Brant tenía mejillas suaves y ojos claros. Fumaba tabaco denebiano con el aire de una persona cuyo patriotismo era tan notorio que podían permitírsele tales libertades.

Shuman, alto, distinguido y programador de primera clase, les miró sin temor.

—Caballeros —dijo—, éste es Myron Aub.

—El que posee el insólito don que usted ha descubierto por pura casualidad —dijo plácidamente el congresista Brant—. ¡Ah!

Inspeccionó con afable curiosidad al hombrecillo, de cabeza completamente calva.

El hombrecillo, por su parte, entrelazó nerviosamente los dedos de las manos. Nunca había estado en presencia de hombres tan importantes. No era más que un técnico de baja graduación y edad ya un tanto avanzada que había suspendido hacía tiempo todas las pruebas destinadas a seleccionar a los dotados de la Humanidad y se había establecido en la rutina del trabajo no especializado. Estaba sólo la cuestión de aquella afición suya, con la que gustaba de entretenerse, que su programador había descubierto y a cuenta de la cual estaba armando ahora tan terrible revuelo.

El general Weider dijo:

—Me parece infantil esta atmósfera de misterio.

—No se lo parecerá dentro de un momento —respondió Suman—. Esto no es cosa que podamos dejar que conozca el primero que llegue. ¡Aub! —Había algo imperativo en su forma de pronunciar incisivamente aquel nombre monosilábico, pero es que él era un gran programador dirigiéndose a un simple técnico—. ¡Aub! ¿Cuánto es nueve por siete?

Aub titubeó un momento. Sus pálidos ojos brillaron de ansiedad.

—Sesenta y tres —respondió.

El congresista Brant enarcó las cejas.

—¿Es exacto?

—Compruébelo usted mismo, congresista.

El congresista sacó su computadora de bolsillo, pulsó dos veces los mellados bordes, miró la pantalla mientras la sostenía en la palma de la mano y se la volvió a guardar.

—¿Es éste el don que ha venido a mostramos? ¿Un ilusionista?

—Más que eso, señor. Aub ha memorizado unas cuantas operaciones y con ellas calcula sobre papel.

—¿Una computadora de papel? —dijo el general. Parecía apenado.

—No, señor —respondió pacientemente Shuman—. No es una computadora de papel. Es, simplemente, una hoja de papel. General, ¿tiene la bondad de decir un número?

—Diecisiete —dijo el general.

—¿Y usted, congresista?

—Veintitrés.

—Bien. Aub, multiplique esos números y, por favor, muestre a estos caballeros cómo lo hace.

—Sí, programador —dijo Aub, bajando la cabeza.

De un bolsillo de la camisa se sacó una pequeña libreta y del otro un fino punzón de artista. La frente se le llenó de arrugas mientras realizaba trabajosas marcas en el papel.

El general Weider le interrumpió bruscamente.

—Déjeme ver eso.

Aub le pasó el papel, y Weider dijo:

—Bueno, parece la cifra diecisiete.

El congresista Brant asintió con la cabeza y dijo:

—En efecto, pero supongo que cualquiera puede copiar las cifras de una calculadora. Yo mismo creo que podría hacer también un pasable diecisiete, aun sin practicar.

—Si le dejan a Aub continuar, caballeros… —dijo Shuman, con tono mesurado.

Aub continuó, con mano levemente temblorosa. Al cabo de un rato dijo en voz baja:

—La respuesta es trescientos noventa y uno.

El congresista Brant sacó de nuevo su calculadora y la pulsó.

—Por Godfrey, es cierto. ¿Cómo lo ha adivinado?

—No es adivinación, congresista —dijo Shuman—. Ha calculado ese resultado. Lo ha hecho en esta hoja de papel.

—Tonterías —exclamó impacientemente el general—. Una computadora es una cosa, y unas marcas sobre papel, otra muy distinta.

—Explíquelo, Aub —dijo Shuman.

—Sí, programador. Bien, caballeros, yo escribo diecisiete y justamente debajo escribo veintitrés. Luego, me digo a mí mismo: siete por tres…

El congresista le interrumpió con suavidad:

—Pero el problema es diecisiete por veintitrés, Aub.

—Sí, lo sé —respondió gravemente el menudo técnico—, pero yo empiezo diciendo siete por tres porque así es como funciona. Bien, pues siete por tres es veintiuno.

—¿Y cómo lo sabe? —preguntó el congresista.

—Lo recuerdo, simplemente. Siempre da veintiuno en el computador. Lo he comprobado muchas veces.

—Pero eso no significa que lo dé siempre, ¿no? —dijo el congresista.

—Quizá no —balbuceó Aub—. Yo no soy matemático. Pero siempre obtengo las soluciones correctas.

—Siga.

—Siete por tres es veintiuno, así que escribo veintiuno. Luego, uno por tres es tres, así que escribo un tres debajo del dos de veintiuno.

—¿Por qué debajo del dos? —preguntó enseguida el congresista Brant.

—Porque… —Aub miró con aire de desamparo a su superior en busca de ayuda—. Es difícil de explicar.

—Si aceptan ustedes su trabajo por el momento —dijo Shuman—, podemos dejarles los detalles a los matemáticos.

Brant se calmó. Aub continuó:

—Tres más dos son cinco, ¿saben?, así que el veintiuno se convierte en cincuenta y uno. Ahora dejamos eso por un momento y empezamos de nuevo. Multiplicamos siete por dos, que da catorce, y uno por dos, que da dos. Lo ponemos así, y la suma es treinta y cuatro. Y ahora, si ponemos el treinta y cuatro debajo del cincuenta y uno de esta manera y los sumamos, obtenemos trescientos noventa y uno, y ésa es la respuesta.

Hubo unos instantes de silencio, y el general Weider dijo:

—No lo creo. Trenza todo ese galimatías y forma números y los multiplica y los suma de esta y la otra manera, pero no lo creo. Es muy complicado para no ser más que un engaño.

—Oh, no, señor —protestó Aub, sudando—. Sólo parece complicado porque no está usted acostumbrado. En realidad, las reglas son muy sencillas y sirven para cualquier número.

—Cualquier número, ¿eh? —dijo el general—. Veamos, pues.

Sacó su propia calculadora (un modelo GI de severas líneas) y la accionó al azar.

—Ponga en el papel un cinco siete tres ocho. Es decir cinco mil setecientos treinta y ocho.

—Sí, señor —dijo Aub, cogiendo una nueva hoja de papel.

—Ahora —volviendo a pulsar la calculadora— siete dos tres nueve. Siete mil doscientos treinta y nueve.

—Sí, señor.

—Y ahora multiplique esos dos números.

—Tardaré algún tiempo —dijo Aub, con voz trémula.

—Tómese el que necesite —respondió el general.

—Adelante, Aub —dijo animosamente Shuman.

Aub se inclinó y se puso a trabajar. Cogió otra hoja de papel, y otra más. Finalmente, el general sacó su reloj y lo consultó.

—¿Ha terminado con su sesión de magia, técnico?

—Casi he terminado, señor. Aquí está, señor. Cuarenta y un millones, quinientos treinta y siete mil, trescientos ochenta y dos —mostró las garrapateadas cifras del resultado.

El general Weider sonrió mordazmente. Accionó el contacto de multiplicación de su computador y dejó que los números se detuviesen. Y, luego, miró y exclamó con voz aguda y sorprendida:

—Gran Galaxia, el tío tiene razón.

El desempeño de su cargo había desgastado mucho al presidente de la Federación Terrestre, que, en privado, dejaba que una expresión de melancolía se dibujara en sus sensitivas facciones. La Guerra Denebiana, después de sus primeros comienzos de intensa acción y gran popularidad, había ido derivando a una sórdida cuestión de maniobras y contramaniobras. El descontento empezaba a manifestarse ya en la Tierra y, posiblemente, también en Deneb.

Y, ahora, el congresista Brant, presidente del importante comité de Créditos Militares, estaba invirtiendo alegremente su media hora de audiencia en desbarrar absurdamente.

—Computar sin un computador —dijo el presidente con tono de impaciencia— es una contradicción en los términos.

—Computar —dijo el congresista— es sólo un sistema para manejar datos. Podría hacerlo una máquina, o podría hacerlo también un cerebro humano. Permítame una demostración.

Y, utilizando las nuevas técnicas que había aprendido, realizó sumas y multiplicaciones hasta que, aun a su pesar, el presidente se sintió interesado.

—¿Y esto funciona siempre?

—Siempre, señor presidente. Es infalible.

—¿Es difícil de aprender?

—A mí me costó una semana, pero creo que usted lo lograría en menos tiempo.

—Bien —dijo el presidente, reflexionando—, es un interesante juego de salón, pero ¿qué utilidad tiene?

—¿Qué utilidad tiene un niño recién nacido, señor presidente? Por el momento, ninguna, pero ¿no ve que esto muestra el camino hacia la liberación de la máquina? Considere, señor presidente —el congresista se puso en pie, y su profunda voz adoptó automáticamente algunas de las modulaciones que empleaba en los debates públicos— que la Guerra Denebiana es una guerra de computadoras contra computadoras. Sus computadoras forjan un escudo impenetrable de contramisiles ante nuestros misiles, y los nuestros lo hacen ante los suyos. Si incrementamos la eficiencia de nuestras computadoras, ellos hacen lo mismo con las suyas, y durante cinco años se ha mantenido un precario e infructuoso equilibrio.

»Tenemos ahora en nuestras manos un método de ir más allá de la computadora, de pasar por encima de ella, de dejarla de lado. Combinaremos la mecánica de la computación con el pensamiento humano; tendremos el equivalente de computadoras inteligentes, miles de millones de ellas. No puedo predecir con detalle cuáles serán las consecuencias, pero serán incalculables. Y si Deneb se nos adelanta en este terreno, las consecuencias pueden ser inimaginablemente catastróficas.

El presidente dijo, turbado:

—¿Qué sugiere que haga yo?

—Respaldar con todo el poder de la Administración la puesta en práctica de un proyecto secreto sobre computación humana. Llámelo Proyecto Número, si quiere. Yo puedo responder de mi comité, pero necesitaré tener el apoyo de la Administración.

—¿Pero hasta dónde puede llegar la computación humana?

—No hay límite. Según el programador Shuman, que es quien me puso al tanto de este descubrimiento…

—He oído hablar de Shuman, naturalmente.

—Sí. Bien, el doctor Shuman me dice que, en teoría, no hay nada que la computadora pueda hacer que no pueda hacer también la mente humana. La computadora se limita a tomar un número finito de datos y realizar sobre ellos un número finito de operaciones. La mente humana puede reproducir el proceso.

El presidente reflexionó.

—Si Shuman dice eso, estoy dispuesto a creerle… en teoría. Pero en la práctica ¿Cómo puede saber nadie cómo funciona una computadora?

Brant se echó a reír.

—Yo hice la misma pregunta, señor presidente. Parece ser que en otros tiempos las computadoras eran diseñadas directamente por seres humanos. Se trataba de computadoras sencillas, naturalmente, ya que eso era antes de que se hubiera establecido el uso racional de computadoras para diseñar computadoras más avanzadas.

—Sí, sí. Siga.

—Parece ser que el técnico Aub se dedicaba, como pasatiempo, a la reconstrucción de algunos de esos antiguos aparatos y, al hacerlo, estudió los detalles de su funcionamiento y encontró que podía imitarlos. La multiplicación que acabo de realizarle es una imitación de la forma de trabajar de una computadora.

—¡Asombroso!

El congresista carraspeó levemente.

—Si me permite poner de relieve otra cuestión, señor presidente, cuanto más desarrollemos este asunto, mayor será la cantidad de esfuerzo federal que podremos desviar de la producción y mantenimiento de computadoras. A medida que el cerebro humano vaya haciéndose cargo de la situación podremos dirigir una parte mayor de nuestra energía hacia fines pacíficos, y el impacto de la guerra en el hombre de la calle será menor. Naturalmente, esto será un extremo beneficioso para el partido en el poder.

—Entiendo —dijo el presidente—. Bien, siéntese, congresista, siéntese. Quiero tiempo para pensarlo. Pero, mientras tanto, enséñeme otra vez ese truco de la multiplicación. A ver si puedo captar bien el meollo.

El programador Shuman no intentaba acelerar las cosas. Loesser era conservador, muy conservador, y le gustaba tratar con computadoras, como lo habían hecho su padre y su abuelo. Sin embargo, era él quien controlaba el combinado de computadoras de Europa Occidental, y si fuera posible persuadirle para que participase con entusiasmo en el Proyecto Número, se habría conseguido mucho.

Pero Loesser se resistía. Dijo:

—No estoy seguro de que me agrade la idea de prescindir de las computadoras. La mente humana es cosa caprichosa. La computadora dará siempre la misma respuesta al mismo problema. ¿Qué garantía tenemos de que la mente humana vaya a hacerlo también?

—La mente humana, computador Loesser, solamente manipula hechos. No importa que lo haga la mente humana o que lo haga una máquina. Ambas son simples instrumentos.

—Sí, sí. Ya he visto su ingeniosa demostración de que la mente humana puede imitar a la computadora, pero me parece un poco en el aire. Estoy dispuesto a admitir la teoría, pero ¿qué razones tenemos para pensar que la teoría puede ser llevada a la práctica?

—Creo que tenemos razones para ello, señor. Después de todo, las computadoras no han existido siempre. Los hombres de las cavernas con sus trirremes, sus hachas de piedra y sus ferrocarriles no tenían computadoras.

—Y, posiblemente, no calculaban.

—Usted sabe que no es así. Hasta la construcción de un ferrocarril o de un zigurat exigía algún cálculo, y tendría que haberse realizado sin la utilización de computadoras tales como las que nosotros conocemos.

—¿Sugiere que computaban en la forma que muestra?

—Probablemente, no. Al fin y al cabo, este método, que, dicho sea de paso, lo llamamos «grafítico», de la vieja palabra europea «grafo», que significa «escribir», está desarrollado a partir de las propias computadoras, por lo que no puede haber sido anterior a ellas. Sin embargo, los hombres de las cavernas debían de tener algún método, ¿no?

—¡Artes perdidas! Si va usted a hablar de artes perdidas…

—No, no. Yo no soy un entusiasta del arte perdido, aunque no digo que no pueda existir alguno. Al fin y al cabo, el hombre comía grano antes de la hidropónica, y, si los primitivos comían grano, debían de cultivarlo en la tierra. ¿Qué otra cosa habrían podido hacer?

—No lo sé, pero creeré en el cultivo en tierra cuando vea a alguien cultivar grano en la tierra. Y creeré en la producción de fuego frotando dos trozos de pedernal cuando lo vea.

Shuman adoptó un tono conciliador.

—Bien, atengámonos a la grafítica. Es sólo parte del proceso de eterealización. El transporte por medio de voluminosos aparatos está dejando paso a la transferencia directa de masa. Los aparatos de comunicaciones se van haciendo constantemente menos masivos y más eficientes. E, incluso, compare su computadora de bolsillo con los enormes instrumentos de hace mil años. ¿Por qué no, entonces, el último paso de prescindir por completo de las computadoras? Vamos, señor, el Proyecto Número es una empresa en marcha; el progreso no se detiene. Pero necesitamos su ayuda. Si el patriotismo no le mueve a ello, considere la aventura intelectual que entraña.

—¿Qué progreso? —exclamó escépticamente Loesser—. ¿Qué puede usted hacer más allá de la multiplicación? ¿Puede integrar una función trascendental?

—Con el tiempo, señor, con el tiempo. En el último mes he aprendido a realizar divisiones. Puedo determinar, y correctamente, cocientes enteros y cocientes decimales.

—¿Cocientes decimales? ¿Hasta cuántas cifras?

El programador Shuman trató de aparentar naturalidad.

—¡Todas las que quiera!

Loesser le miró, boquiabierto.

—¿Sin una computadora?

—Póngame un problema.

—Divida veintisiete entre trece. Con seis decimales.

Cinco minutos después, Shuman dijo:

—Dos coma cero siete seis nueve dos tres. Loesser lo comprobó.

—Bueno, es realmente asombroso. La multiplicación no me impresionó demasiado porque, después de todo, sólo contenía enteros y pensé que podría hacerse con una hábil manipulación. Pero los decimales…

—Y eso no es todo. Hay una nueva evolución que por el momento es alto secreto y que, estrictamente hablando, no debería mencionar. Sin embargo…, puede que hayamos abierto brecha en el frente de la raíz cuadrada.

—¿Raíces cuadradas?

—Implica algunos detalles peliagudos que no hemos logrado perfilar aún, pero el técnico Aub, el hombre que ha inventado la ciencia y que posee una intuición sorprendente con respecto a ella, asegura que tiene casi resuelto el problema. Y no es más que un técnico. Un hombre como usted, un matemático experto e inteligente, no debería tener ninguna dificultad.

—Raíces cuadradas —murmuró Loesser, fascinado.

—Y raíces cúbicas también. ¿Está usted con nosotros?

Loesser alargó súbitamente la mano.

—Cuenten conmigo.

El general Weider se paseaba de un lado a otro al frente de la sala y se dirigía a sus oyentes como lo haría un enfurecido profesor a un grupo de alumnos recalcitrantes. No suponía ninguna diferencia para el general que fuesen los científicos civiles que estaban desarrollando el Proyecto Número. El general era el jefe absoluto y así se consideraba constantemente a sí mismo.

—Lo de las raíces cuadradas me parece perfecto —dijo—. Yo mismo puedo hacerlas y no entiendo los métodos, pero me parece bien. Sin embargo, el Proyecto no va a quedarse en lo que algunos de ustedes llaman los fundamentos. Pueden ustedes jugar lo que quieran con la grafítica una vez que la guerra haya terminado, pero en estos momentos tenemos problemas concretos y muy prácticos que resolver.

En un apartado rincón, el técnico Aub escuchaba con afligida atención. Naturalmente, ya no era técnico, pues se le había relevado de sus obligaciones y se le había adscrito a un Proyecto de nombre eufónico y buen sueldo. Pero la diferencia social subsistía, y los destacados científicos que ocupaban elevados puestos nunca podrían decidirse a admitirle entre ellos en pie de igualdad. Ni Aub lo deseaba tampoco. Se sentía tan incómodo con ellos, como ellos se sentían con él.

El general estaba diciendo:

—Nuestro objetivo es simple, caballeros: la sustitución de la computadora. Una nave que atraviese el espacio sin una computadora a bordo puede ser construida en la quinta parte de tiempo y con la décima parte de costo que una nave cargada de computadoras. Podríamos construir flotas cinco veces, diez veces mayores que las de Deneb si pudiéramos eliminar la computadora.

»Y veo algo más allá aún de esto. Ahora tal vez se trate de algo fantástico, de un mero sueño, pero veo en el futuro ¡el misil tripulado!

Se elevó un murmullo entre los asistentes.

El general continuó:

—En el momento actual, el principal inconveniente con que tropezamos es el hecho de que los misiles son de inteligencia limitada. La computadora que los controla tiene que ser muy grande, y por esa razón sólo de manera insatisfactoria pueden hacer frente a la cambiante naturaleza de las defensas antimisiles. Pocos misiles alcanzan su objetivo, si es que alguno llega a alcanzarlo, y la guerra de misiles está a punto de quedar empantanada en un punto muerto; para el enemigo, afortunadamente, así como también para nosotros.

»Por el contrario, un misil con uno o dos hombres en su interior controlando el vuelo mediante la grafítica, sería más ligero, más móvil, más inteligente. Nos proporcionaría una ventaja que muy bien podría significar el margen de la victoria. Además de lo cual, caballeros, las exigencias de la guerra nos obligan a recordar una cosa. Un hombre es un elemento mucho más prescindible que una computadora. Los misiles tripulados podrían ser lanzados en cantidades y circunstancias que ningún buen general se atrevería a aplicar a los misiles dirigidos por computadora…

Dijo muchas cosas, pero el técnico Aub no esperó.

En la intimidad de su aposento, el técnico Aub trabajó larga y laboriosamente en la redacción de la nota que iba a dejar tras de sí. Ésta decía finalmente lo siguiente:

Cuando comencé el estudio de lo que ahora se llama grafítica, se trataba tan sólo de un pasatiempo. Yo no veía en ello más que un entretenimiento, un ejercicio mental.

Cuando se inició el Proyecto Número, pensé que los otros sabían más que yo; que se podría dar a la grafítica un uso práctico en beneficio de la Humanidad, quizá para ayudar a la producción de aparatos realmente prácticos de transferencia de masa. Pero ahora veo que va a ser utilizada sólo para la muerte y la destrucción.

No puedo hacer frente a la responsabilidad que entraña el hecho de haber inventado la grafítica.

Luego, volvió deliberadamente sobre sí mismo el foco de un despolarizador de proteínas y cayó instantánea e indoloramente muerto.

Estaban en pie junto a la tumba del pequeño técnico mientras se rendía tributo a la grandeza de su descubrimiento.

El programador Shuman inclinó la cabeza juntamente con los demás, pero se mantenía impasible. El técnico había aportado su parte y ya no era necesario. Cierto que había inventado la grafítica, pero una vez iniciada, ésta continuaría por sí sola, irresistiblemente, triunfalmente, hasta que fuesen posibles los misiles tripulados, juntamente con quién sabía qué más.

Nueve por siete, pensó Shuman con profunda satisfacción, son sesenta y tres, y no necesito que una computadora me lo diga. La computadora está en mi propia cabeza.

Y era asombrosa la sensación de poder que eso le daba.