15. EL ORDEN DEL RANGO DE LOS ELEMENTOS
Los descubrimientos que he expuesto en el último capítulo, empleando una palabra popular en la actualidad, «degradaron» la importancia del peso atómico. A fin de cuentas, esta propiedad no era tan decisiva en la identificación de los elementos. Aquí, por ejemplo, existían tres, formas de plomo con diferentes pesos atómicos: plomo-206, plomo-207 y plomo-208 (los estadios finales de la degradación de las series del uranio, el actinio y el torio, respectivamente). A pesar de sus diferentes pesos, los tres eran plomo; químicamente hablando, forman idénticos tripletes. Así, pues, ¿qué distinguía a un elemento de otro? ¿Qué hace que acaban en plomo?
Ya hemos razonado la respuesta en el capítulo anterior: el rasgo decisivo de un elemento es el número de protones en su núcleo. Pero en la Ciencia, nada es evidente por sí mismo. Los descubrimientos y conocimientos se consiguen sólo tras un duro y minucioso trabajo. A principios de la década de 1900, los científicos atómicos tenían, sólo unas escasísimas nociones de lo que hubiese dentro del átomo, y la existencia de neutrones ni siquiera se sospechaba.
La respuesta a la pregunta acerca de los elementos fue descubierta en lo que podría considerarse una forma indirecta, y con lo que parecía un instrumento no adecuado: los rayos X.
Un físico británico, llamado Charles Glaver Barkla, había averiguado que cada elemento, al ser alcanzado por los rayos X, los dispersaba de una forma muy particular; es decir, cada uno producía sus propios «rayos X característicos». Esto condujo a otro joven físico británico, Henry Gwyn-Jeffreys Moseley, a realizar un estudio sistemático de los elementos con rayos X a modo de prueba.
Cuando continuó con la lista de elementos, Moseley descubrió que la longitud de onda de los característicos rayos X se hacía, progresivamente, más corta a medida que se incrementaba el peso atómico. Así, pues, decidió que la longitud de onda reflejaba el tamaño de la órbita de los electrones en torno del núcleo del átomo. Probablemente, los electrones eran responsables de las emisiones de rayos X. Cuanto más cercanos estaban los electrones al núcleo, más pequeña sería su órbita, y cuanto más estrecha fuese la órbita, más corta la longitud de onda de los rayos X emitidos. Por lo menos, tal era su razonamiento…
Así, la longitud de onda disminuía con el peso del átomo. En los átomos más pesados, pues, los electrones deberían encontrarse más próximos al núcleo. ¿Y cuál era la fuerza que les hacía acercarse? Debía de tratarse de un incremento en la carga positiva del núcleo, atrayendo a los electrones cargados negativamente. En otras palabras, la carga nuclear debía aumentarse de un elemento a otro a través de toda la tabla periódica. La forma más razonable para tener esto en cuenta, radicaba en suponer que cada elemento tenía una unidad más de carga positiva (es decir, un protón más) que el anterior.
La tabla comienza con el hidrógeno: una carga positiva. A continuación, sobre la base de la carga, viene el helio (dos cargas), el litio (tres cargas), y así sucesivamente. De este modo, los elementos pueden relacionarse según el «número atómico», refiriéndose al número de cargas positivas en el núcleo.
Una vez se publicó el descubrimiento de Moseley, los químicos comenzaron a asignar números atómicos a un elemento después del otro. La tabla 21 relaciona todos los elementos entonces conocidos en orden del creciente número atómico. El más pesado elemento conocido, el uranio, tenía el número 92.
El número atómico demostró en seguida ser mucho más provechoso que el peso atómico, para organizar la tabla de los elementos. Por ejemplo, en términos de peso atómico existía una brecha sustancial entre el hidrógeno (1,0080) y el helio (4,003). Esto, decían, proporcionaría espacio para un elemento con un peso atómico de cerca de 3. Pero sus respectivos números atómicos de 1 y 2, que significaban que el átomo de hidrógeno contenía un protón y el átomo de helio sólo dos, definitivamente, desarrollaba la posibilidad de que existiese cualquier elemento entre ellos. Por otra parte, un número atómico pasado por alto en la lista significaba, de una forma definida, un elemento perdido. En resumen, el empleo de los números atómicos determinaba con precisión todos los elementos pasados por alto, y también dejaba muy claro cuáles elementos no se habían omitido.
Además, el sistema de número atómico resolvía el misterio de los pocos elementos que debían ser situados en orden incorrecto de peso atómico en la tabla periódica. Tomemos como ejemplo el telurio y el yodo. Sobre unos antecedentes químicos, Mendéleiev había situado el telurio por delante del yodo, aunque su peso atómico fuese mayor. Ahora, al desarrollar esto, de acuerdo con la carga nuclear, se demostraba que Mendéleiev había tenido razón: el telurio tiene 52 protones y el yodo, 53. La razón de que el telurio posea un peso atómico superior es que sus isótopos cargan el elemento en el lado más pesado. Tiene siete isótopos y el más común es el más pesado: el telurio-128. Por otra parte, el yodo se presenta sólo de una forma: el yodo-127. Por tanto, el telurio, tal y como se encuentra en la Naturaleza, es levemente más pesado.
Este mismo hecho sucede con el argón-potasio y el cobalto-níquel, y sus respectivos cambios en la tabla periódica; el argón es levemente más pesado que el potasio, y el cobalto que el níquel, debido a un desequilibrio en los pesos atómicos de sus isótopos.
Moseley no vivió para ver lo estupendamente que funcionaba su descubrimiento de los números atómicos. En 1915, a la edad de veintisiete años, murió de un balazo en la batalla de Gallipoli. Fue la trágica pérdida de uno de los mejores cerebros de la Ciencia.


LOS NOVENTA Y DOS ELEMENTOS
La tabla 21 muestra que todos los elementos conocidos en la época de Moseley, y por debajo del peso atómico 83, eran radiactivos. De esos elementos pesados, sólo el torio y el radio tienen una larga vida. Los químicos estaban seguros de que los elementos que faltaban, 85, 87 y 91, se demostraría que eran radiactivos y de una vida muy breve. Que verosímilmente se trataba de productos transitorios de la desintegración del uranio y del torio.
En 1917, el elemento 91 fue rastreado y, de una forma segura, confirmó la predicción. Sus descubridores fueron Otto Hahn y Lise Meitner (que más tarde se harían famosos por su descubrimiento de la fisión del uranio). Trabajando en Berlín, esos dos científicos descompusieron pechblenda con ácido caliente para separar sus elementos. Después de haber quitado las trazas de radio y de otros elementos radiactivos conocidos, encontraron un residuo radiactivo que demostró ser el elemento 91. Se desintegraba hasta el actinio, por lo que fue denominado «protactinio». Soddy, y algunos de sus colaboradores, descubrieron, independientemente, el protactinio, pero fueron Hahn y Meitner quienes lo publicaron primero.
Los científicos, atómicos se sentían seguros de que los elementos de más allá del 92 (uranio), tendrían una vida tan breve que no sobreviviría la menor traza de ellos para encontrarlos en la Naturaleza. Así, pues, para todos los efectos prácticos, constituía el fin de la tabla periódica. El Universo estaba hecho sólo de 92 elementos…
Quedaban aún algunos huecos: unas pocas presas que debían ser aún desenterradas por los cazadores de elementos… Entre los mismos parecía haber dos elementos perdidos de tierras raras: los pesos atómicos 61 y 72.
Urbain, el descubridor del lutecio ya a principios de 1800, había pensado que detectaba el número 72 en un material de tierras raras. Llamó a su descubrimiento «celtio», por los celtas de la antigua Francia. Pero el análisis con rayos X mostró que el «celtio» no era más que una mezcla de lutecio y de iterbio. El «descubrimiento» de Urbain no fue más que la primera de una larga lista de falsas alarmas, que no es posible explicar dada la corta extensión de este libro…
El físico danés Niels Bohr decidió, finalmente, por sus estudios de la disposición de los electrones en los átomos, que el elemento 72 no era, en absoluto, un elemento de tierras raras. El número 72 pertenecía a la hilera IVa, cerca del circonio, y debía de ser parecido a este metal. Y así fue… En 1923, el físico alemán Dirk Coster y el químico húngaro Georg von Hevesy, trabajando en Copenhague, examinaron con los rayos X unos, aparentemente, compuestos purificados de circonio. Los rayos X revelaron que otro elemento, muy parecido al circonio, estaba mezclado con éste. Lo denominaron «hafnio», por el nombre latino de Copenhague. El hafnio no es un elemento muy raro; la razón de que no se le identificase antes era que constituye casi un gemelo químico del circonio.
Tres químicos alemanes, Walter Noddack, Ida Tacke y Otto Berg, llevaron a cabo una investigación sistemática con rayos X de algunos minerales, para descubrir nuevos elementos, y en 1925 fueron recompensados por el descubrimiento del elemento número 75. Lo llamaron «renio», por el nombre del río Rin. No era radiactivo y, en realidad, fue el último de los elementos estables en ser descubierto.
La tabla 22 proporciona la lista de los nuevos elementos descubiertos en la década siguiente a Moseley.

Así, pues, hacia 1925, la búsqueda de los elementos había descubierto ochenta y ocho, de los cuales ochenta y uno eran estables y siete radiactivos. Sólo faltaban cuatro: los números 43, 61, 85 y 87.
En la década siguiente, varios cazadores pensaron haber encontrado uno u otro de estos elementos. Pero sus alegaciones demostraron ser erróneas. Los últimos cuatro disidentes eludieron su descubrimiento hasta la llegada de lo que llamamos «la era atómica».
CAPAS DEL ELECTRÓN
Mientras el danés Niels Bohr resolvía el secreto de la tabla periódica, Mendéleiev, naturalmente, no tenía ni idea de por qué los elementos encajaban en períodos, hileras y cómodos grupos familiares. Generaciones de químicos habían tratado de encontrar la explicación. Bohr descubrió la respuesta en la disposición de los electrones de los átomos.
Obtuvo su información de las gráficas espectrales de los elementos. Sus pautas de líneas espectrales le sugirieron que los electrones que daban vueltas en torno del núcleo de un átomo, estaban confinados a ciertas órbitas definidas o «capas». Sólo había espacio para cierto número de electrones en cada capa. La primera capa podía contener dos electrones. Así, el hidrógeno, con un electrón, y el helio, con dos, poseía una simple capa de electrones. Una vez quedaba cubierta esta capa, la adición de más electrones formaba una segunda capa que contenía hasta seis electrones. Y esto podía decirse también de los siguientes seis elementos. Luego venía una tercera capa con espacio para ocho electrones. Y así sucesivamente.
¡Y con qué exactitud se adaptaba todo esto a la tabla periódica…! Cada capa representaba un período. En lo que se refería a las hileras, cada una de ellas se caracterizaba por el hecho de que todos los elementos de la misma tenían el mismo número de electrones en la última capa, o capa exterior.
El número de electrones en esta capa más exterior es el factor más importante para determinar el comportamiento químico de un elemento. Fija la valencia del elemento y determina cómo el elemento puede combinar con los otros elementos.
Echemos un vistazo a la hilera 1a. El hidrógeno posee un electrón. El siguiente elemento en la hilera, el litio (número atómico 3) tiene tres electrones: dos en la primera capa y uno en la segunda. El siguiente, el sodio (número atómico 11), posee once electrones: dos en la primera capa, ocho en la segunda y uno en la tercera. Lo mismo se cumple con los demás elementos de la hilera la: el potasio tiene un electrón en su capa exterior (la cuarta), lo mismo que el rubidio (en la quinta capa) y el cesio (en la sexta capa). La afinidad química de estos elementos se manifiesta en el hecho de que, con excepción del hidrógeno (un elemento que en muchas formas es único), todos ellos forman una familia: la de los metales alcalinos.
De modo semejante, todos los elementos alcalinotérreos —berilio, magnesio, calcio, estroncio, bario y radio—, poseen en común la presencia de dos electrones en su capa más exterior. Siete electrones en la capa exterior caracterizan a los halógenos: flúor, cloro, bromo y yodo (todos en la hilera VIIb). Una rellena capa exterior, que contiene ocho electrones, es característica de los gases inertes: neón, argón, criptón, xenón y radón. Y lo mismo sucede en las otras hileras.
El modelo de Bohr de las capas de electrones se ha modificado posteriormente: ocurrió que cada capa estaba dividida en subcapas. Esto ayudaba a explicar algunas rarezas: los casos de la afinidad química que parecían contradecir la teoría de la capa de electrones. Por ejemplo, el hierro, el cobalto y el níquel poseen la misma valencia y son químicamente diferentes, a pesar de que contienen, respectivamente, 26, 27 y 28 electrones. ¿Cómo pueden tener el mismo número de electrones en la capa exterior cuando cada uno de ellos sólo posee un electrón más que el precedente? La respuesta es que los sucesivos electrones no se añaden a la capa más exterior, sino a la subcapa debajo de ésta. De este modo, las tres capas exteriores son iguales en los tres casos.
Esto constituye un rasgo general de los elementos más pesados de la tabla periódica. Mientras aumenta el número atómico, los electrones no se añaden en un orden estrictamente regular, llenando cada capa antes de comenzar la siguiente. Algunos pueden ir a una nueva capa exterior mientras la de debajo aún tiene huecos. En realidad, pueden quedar agujeros en una capa dos niveles por debajo de la más exterior. Así, en un determinado momento, electrones adicionales comienzan a rellenar los huecos en las capas interiores, en vez de dirigirse a la capa exterior.
Esto es lo que sucede en la serie de los elementos de tierras raras. En esos catorce elementos, cada sucesivo electrón se añade a la capa situada dos niveles por debajo. Por ello, los catorce elementos tienen el mismo número de electrones en su capa más exterior. El electrón añadido, y que distingue a cada elemento del siguiente, está enterrado tan profundamente que ejerce un efecto muy pequeño sobre el comportamiento químico. Ésta es la razón de por qué los catorce elementos de tierras raras, que comienzan con el lantano, sean tan parecidos.